Kostenlos

La aldea perdita

Text
0
Kritiken
iOSAndroidWindows Phone
Wohin soll der Link zur App geschickt werden?
Schließen Sie dieses Fenster erst, wenn Sie den Code auf Ihrem Mobilgerät eingegeben haben
Erneut versuchenLink gesendet

Auf Wunsch des Urheberrechtsinhabers steht dieses Buch nicht als Datei zum Download zur Verfügung.

Sie können es jedoch in unseren mobilen Anwendungen (auch ohne Verbindung zum Internet) und online auf der LitRes-Website lesen.

Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

X.
La torga.

En los días siguientes la cólera del capitán en vez de calmarse se fué exacerbando de un modo imponente. No hablaba de otra cosa. El día y la noche se los pasaba vociferando contra los mineros y especuladores, jurando, amenazando. «Que siga, que siga ese expediente de expropiación forzosa. Cuando llegue el momento de que alguno de esos canallas ponga el pie en Cerezangos, ya verá cómo se le recibe.» Y ya tenía formado su plan estratégico y distribuídas las fuerzas: Linón y Celesto en lo cimero del prado; él con Manolete en lo fondero; los dos criados pastores en el centro como fuerza de reserva. Todos los vecinos de Entralgo estaban inquietos, sacudían la cabeza con tristeza vaticinando una catástrofe. Porque todos conocían el carácter violento, arrebatado del capitán. No dudaban que, exasperado como estaba, pudiera cometer una acción que ocasionase su ruina.

La Providencia no quiso que un tan bravo caballero fuese á morir en una cárcel. Se encargó de sacarle aquella espina del corazón con otra mayor. Tres días después de la visita á D. César recibió carta de su cuñada Beatriz en que le noticiaba que su hija María había sufrido un vómito de sangre. El médico no le había concedido gran importancia, pero sí había manifestado que urgía llevarla á Panticosa á tomar sus aguas salutíferas. Esperaban por él para acompañarla. Aquella noticia desgarró su corazón. «¡Sí, sí; como su madre, como su hermano!» El buen hidalgo sollozó cual si ya la hubiese perdido. Arregló su equipaje con presteza, dejó encargo á Regalado para que lo enviase á Oviedo en un mulo, y montando á caballo partió él delante acompañado de su criado Manolete.

La nueva causó en la aldea dolor. Todos amaban á aquella familia y deploraban que D. Félix quedase á su edad enteramente solo y su noble casa sin herederos. Se habían forjado la ilusión de que la señorita María casase con algún caballero de Oviedo ó Gijón y viniese á establecerse á Entralgo y lo alegrase con tertulias y fiestas á que era tan inclinada. Pasados algunos días, el suceso trascendió á todo el concejo y llegó á oídos de Flora que habitaba con sus abuelos un molino apartado un tiro de carabina del pueblo de Lorío. Y así como lo supo quiso hacer una visita á su amiga D.ª Robustiana y enterarse de si era tan grave la enfermedad como la pintaban. Una tarde, después de comer y haber terminado con todos los menesteres de la casa, se encaminó á pie hacia Entralgo. Encontró al ama de gobierno muy afligida y se enteró de que D. Félix había salido ya de Oviedo para Panticosa con la señorita María. La buena de D.ª Robustiana, como los demás vecinos, tampoco concebía grandes esperanzas: pensaba que la señorita estaba herida de muerte. Cuando hubieron charlado largamente, Flora se despidió de ella prodigándole cuantos consuelos pudo. La mayordoma quería que se quedase unos días en Entralgo, pero la joven le hizo presente que el lunes era día de colada ó lavado en su casa y no podía aceptar la invitación. Le prometió, sin embargo, venir pronto á acompañarla.

Al salir Flora tropezó reunidas más allá del Barrero, en el camino que domina la vega, á las tres sabias del lugar, la tía Jeroma, madre del glorioso Bartolo, Elisa y la vieja Rosenda. Departían según su costumbre, fumando cigarrillos envueltos en hojas de maíz y sentadas en el suelo orilla del camino. Al verla se alzaron muy solícitas y le hablaron con agasajo inusitado. Se enteraron de las noticias que había de D. Félix y su hija y las comentaron largamente, con la garrulería bien sabida de las comadres. Flora se despidió al cabo. Cuando se hubo apartado unos pasos Elisa la llamó.

– Florita.

– ¿Qué decías?

– ¿Ves esa hermosa tierra que tanto produce?– manifestó con sonrisa maliciosa apuntando á la Vega sembrada de maíz que se extendía debajo del camino.– Pues más tarde ó más temprano será tuya.

– ¿Mía?

– Sí, tuya… Y cuando lo sea, acuérdate de estas pobrecitas amigas y no les subas la renta.

Las otras dos mujerucas le clavaban igualmente sus ojos sonrientes, maliciosos.

Flora entendió y una ola de sangre le subió al rostro y le apretó la garganta. Ella, tan charlatana, no pudo proferir una palabra. Volvióse rápidamente y se alejó á paso vivo.

El rubor no la dejó en todo el camino. Marchaba en un estado de confusión y vergüenza que la impedía ver el suelo que pisaba. De vez en cuando sus labios se movían murmurando:

– ¡Qué brujas, Dios mío, qué brujas!

Pero debajo de aquella vergüenza latía un pensamiento dulce más vergonzoso aún. Y Flora, que era una excelente muchacha, hacía esfuerzos inútiles por sofocarlo, por volverlo al infierno, de donde sin duda había salido.

Era sábado. Á la noche, luego que hubieron cenado, se puso á limpiar y frotar los utensilios de la cocina mientras su abuela devanaba en el argadillo algunas madejas de hilo y su abuelo componía una nasa de mimbre para pescar truchas en la presa del molino. Éste se componía de cuatro estancias separadas por tabiques de varas de avellano entrelazadas y recubiertas de cal y arena; una mucho más grande que las otras, donde rodaban las tres muelas dentro de sendos cajones de madera; la cocina, de menor tamaño, pero también grande, y dos pequeños dormitorios. En la ventanita de uno de ellos, el destinado á Flora, sonó un golpe. Levantaron los tres la cabeza con sorpresa, pero observando que no repetían, la bajaron otra vez. Imaginaron que sería el viento. Al cabo de un rato sonó otro golpe. Entonces Flora se dirigió resuelta á su cuarto y preguntó:

– ¿Quién anda ahí?

– Soy yo, Flora— respondió la voz de Jacinto de Fresnedo.– ¿Puedes abrir?

La joven tardó unos instantes en contestar como si vacilara.

– Perdona, Jacinto. Nos íbamos en este momento á acostar, porque ya es un poco tarde.

– ¡Niña!– exclamó desde la cocina el abuelo.– Eso no está puesto en razón. En mi tiempo nunca se dejó marchar á un mozo que viene de lejos sin convidarle á descansar. Abre á ese muchacho.

Flora atravesó la estancia de los molares y abrió la puerta que se hallaba en el fondo. Jacinto tardó unos segundos en acudir porque tuvo que dar la vuelta al edificio. Flora le condujo sin despegar los labios á la cocina.

– Santas noches, tía Blasa. Dios le guarde, tío Lalo.

Los viejos recibieron con agrado al joven porque les gustaba y tenían en estima á su familia. Se informaron de ella con interés: también del ganado. Jacinto les notició que la Pinta había parido hacía tres días un jato. El tío Lalo torció el hocico: aquella vaca no les daba más que becerros.

– Es verdad— repuso Jacinto,– pero en cambio la Morica ya nos dió tres jatas seguidas y váyase lo uno por lo otro.

El joven se sentó enfrente de los viejos al otro extremo de la cocina en una tajuela dejando en el medio el lar sobre el cual ya no había fuego. Flora después de vacilar un poco vino á sentarse á su lado.

– ¿Habéis metido ya toda la yerba en la tenada?– preguntó el tío Lalo.

– Está toda dentro desde el miércoles.

– ¿Mucha?

– Poca, poca. Nuestro terreno es de secano y este año ha caído poca agua.

– Verdad. Pero en ese terreno cunde mejor la avellana que en el nuestro. Estoy en fe que tu padre no apañó menos este año de diez ó doce cargas.

– Diga usted quince, tío Lalo, y dirá la verdad— replicó el chico sonriendo triunfalmente.

– ¡Lo ves tú!

El tío Lalo se puso á loar las tierras de secano por lo mismo que las suyas eran de regadio.

Al cabo, observando que Jacinto tenía deseos de hablar aparte con Flora, cerró la boca y siguió componiendo la nasa mientras la abuela hacía rodar el argadillo también en silencio.

El mozo de Fresnedo murmuró algunas frases al oído de la joven con su timidez acostumbrada. Flora le respondió con displicencia, con mayor displicencia de la que solía usar con él, aunque siempre había usado bastante. Jacinto quedó confuso. Tornó á hablarle y ella á responderle con igual aspereza. Entonces permaneció silencioso. Al cabo de algunos momentos Flora le interpeló con violencia acerca de su visita nocturna en Entralgo. Aquello estaba muy mal hecho. Debía de comprender que no hallándose en su casa era indecente el ir á llamar de noche al balcón de su cuarto. D. Félix lo había oído y salió pensando que era un ladrón. Todos en la casa se levantaron; un verdadero escándalo. Aquello no se lo perdonaba.

Jacinto oyó la filípica estupefacto. Negó rotundamente que hubiera estado en Entralgo ni menos que se hubiera atrevido á llamar en el balcón de su cuarto. Flora no quiso creerlo. Sin embargo, tanto juró y perjuró y tan sofocado se puso que la irritada zagala no pudo menos de rendirse al calor de sus palabras, aunque quedándole todavía alguna duda. Guardaron silencio prolongado. Jacinto con la cabeza baja y el semblante triste jugaba con su garrote esparciendo las cenizas del lar. Flora con la cabeza baja también y el rostro ceñudo enredaba con su delantal haciéndole pliegues. Al cabo de largo rato, sin levantar los ojos y conmovido, habló el mancebo de este modo:

– Bien lo veo, Flora; bien lo veo hace tiempo. Para ti yo no soy nada; soy menos que una castaña pilonga ó que una cereza negra. Por más que trabajo para darte gusto, para que me mires con algún apego, no puedo, en verdad, lograrlo. Ni te agrada ninguna de mis palabras ni reparas siquiera en las penas que por ti estoy pasando. Si te digo algo de lo que aquí dentro del pecho tengo, sueltas á reir como una loca y cambias en seguida la conversación. Si me ves con claveles prendidos á la montera (que sólo para ti los prendo yo), entornas los ojos á otro lado como si no quisieras verlos porque yo no te los ofrezca. Si te traigo de la romería rosquillas no las quieres; si te doy un puñado de avellanas las tomas por compromiso, cascas una entre los dientes y das las otras á las amigas… En fin, que mi persona te apesta y mis palabras te cansan, más que el chillar de un carro… Si quieres que no venga más por aquí dílo de una vez y no volveré. Ni me verás más en las romerías á tu lado, ni te sacaré á bailar, ni volveré á plantar el ramo delante de tu ventana la noche de San Juan… Y si también lo mandas no volveré á decirte siquiera ¡adiós, Flora! cuando pases á mi vera. Pasaré cerca de ti como si no te conociese, aunque el corazón me quiera salir por la boca. Ni sufrirás tampoco mucho tiempo la pena de encontrarme por esta tierra. Allá en la Habana tengo un tío que es hermano de mi madre y que ya escribió muchas veces para que fuese con él alguno de nosotros. Pues bien, en el mes de Octubre, después que ayude á mi padre á cortar el maíz y sacudir la castaña, me embarcaré en Gijón y no me verás más… ¡nunca más!… El pobre Jacinto allá morirá solo y sin consuelo… Tú cásate, cásate, Flora, cásate con un mozo más guapo, más rico que yo, y que Dios te haga con él muy feliz… Pero cuando vayas á la iglesia y te arrodilles delante del Cristo de la Misericordia, acuérdate del pobre Jacinto que tanto te quiso y reza por su alma un padrenuestro…

 

Al pronunciar las últimas palabras se le anudó la voz en la garganta al mancebo, las lágrimas saltaron á sus ojos y trató de levantarse para marchar. Pero Flora le detuvo tirándole por la manga de la camisa. También ella estaba llorando.

– No, Jacinto, no soy tan dura como piensas— articuló quedo y con trabajo.– Mi corazón no es de piedra, pero soy rapaza todavía y no sé bien lo que hago. Sin querer te habré ofendido más de una vez, y si es así, perdóname. Si tú me quieres como dices, yo nunca dejé tampoco de quererte… Pero las mozas no podemos decir lo que nos pasa aquí dentro del pecho como vosotros… Ni está bien que lo digamos; tú bien lo sabes. La vergüenza nos traba la lengua y el miedo á que os riais de nosotras nos hace ariscas aunque estemos por dentro más derretidas que una manteca… No llores, Jacinto, no llores, porque me partes el alma… Vive seguro de que si algún mozo logró hasta ahora que le tuviese ley fuiste tú. Te lo juro por esta cruz bendita…

Y al decir esto Flora besó conmovida sus propios dedos que había puesto en cruz.

Jacinto vió de repente todos los ángeles y arcángeles, serafines y querubines, tronos y dominaciones del cielo. Y viéndolos desfilar tan hermosos, tan brillantes y risueños, permaneció atónito, arrobado con tal expresión de estúpido embeleso, que si Flora no estuviese tan conmovida y hubiese vuelto hacia él su rostro, le suelta sin remedio una carcajada.

– ¿Quieres más, zarramplín, quieres más?– exclamó ella al cabo de un rato entre risueña é irritada limpiándose con el delantal las lágrimas que corrían de sus ojos.– ¡Ya me sacaste del alma lo que tenía allí guardado, gran zorro!

Y al mismo tiempo le aplicó en el brazo un soberano pellizco. Jacinto lo recibió con más gusto que si todos aquellos ángeles y serafines que veía cruzar radiantes le hubiesen besado en la mejilla. Pero aún estuvo algunos momentos sin poder articular una palabra. Al fin se les desató á ambos la lengua. Ella, vencida ya aquella vergüenza que la obligaba á parecer desdeñosa, mostró en seguida la travesura y alegría de su genio. Él tardó más tiempo en recobrarse y nunca se recobró del todo porque su timidez era congénita.

– ¿Cómo has venido esta noche por acá?– le preguntaba ella.– Yo pensé que estarías en la lumbrada de la Pola.

– Ya sabes que no me gustan las lumbradas.

– No digas eso: dí que te tiraba más la querencia hacia Lorío, aunque sea mentira— replicaba ella clavándole una mirada enloquecedora.

– ¡Oh, no es mentira!

– Sí, es mentira, embustero, es mentira… ¿Ves cómo te pones colorado?… ¡Porque es mentira!

Y al mismo tiempo le propinaba otro bárbaro pellizco que el bienaventurado Jacinto recibía con el mismo éxtasis y recogimiento.

– ¿Viniste por Entralgo?

– No, vine por el monte á caer sobre Rivota.

– Has hecho bien, porque podías tropezar con los mozos de este pueblo que son muy burros.

El joven se encogió de hombros con profundo desprecio.

– Los mozos de Lorío no me hacen á mí daño. Ya sabes que los de Fresnedo estamos apartados hace tiempo de toda bulla.

– ¡No te fíes, son muy burros!

Apuntada por segunda vez esta opinión tan poco favorable al desenvolvimiento psíquico de sus compatriotas y contraria enteramente á la ley de la evolución, Flora se creyó en el caso de dar otro pellizco á Jacinto, aunque más suave que los anteriores, y decirle que era un grandísimo cazurro y que hiciese el favor de no provocarla más. Jacinto no sospechaba que la hubiese provocado, pero lo dió por bueno y sonrió con toda la malicia de que era capaz, que no era mucha. Visto lo cual Flora persistió en tomar venganza de sus zorrerías, pellizcándole sin piedad y dándole fuertes empujones que le hacían tambalearse en la tajuela.

Los viejos mientras tanto silenciosos proseguían su obra, pero el sueño empezaba á acometerles y daban alguna que otra cabezada. La acequia que corría por debajo del molino con su murmullo sordo y el ruido monótono que hacían los molares de piedra al rodar en los cajones convidaban á dormir. La charla de los jóvenes en voz baja era cada vez más íntima.

Un gato gris con rayas amarillas comenzó á restregarse contra las faldas de Flora y concluyó por saltar á su regazo. La joven le acarició distraídamente pasándole suavemente la mano por el lomo. Mas he aquí que Jacinto, acometido de súbita ternura por el animalito, quiere también acariciarle, pero se equivoca, y en vez de pasar la mano por su lomo, la pasa por la de Flora. No hay para qué añadir que esta equivocación lamentable le costó un buen zurriagazo.

La noche avanzaba y el mozo de Fresnedo, que antes había mostrado tal prisa de marcharse, ahora estaba pegado con pez á la tajuela. Flora, viendo que sus abuelos daban cada vez más frecuentes y más largas cabezadas le insinuó la idea de que se fuese, pero él se hizo el sueco. Al poco rato tornó á insinuárselo de un modo más perentorio. Á otra puerta. Jacinto siguió incrustado en el asiento como si allí hubiera nacido y criádose. Pasaron algunos minutos más, y observando que el tío Lalo estaba ya dormido con las narices sobre la nasa y á la tía Blasa se le había caído el ovillo, le dijo con impaciencia:

– ¡Rapaz, márchate ya!

Y al mismo tiempo le dió un fuerte empujón que le hizo perder el equilibrio y caer con la tajuela. ¡Qué risa la de Flora! ¡Qué risa la de Jacinto! Al ruido se despertaron los viejos, los miraron con asombro y prosiguieron su tarea. Naturalmente, era necesario otro cuarto de hora para celebrar la ocurrencia; y así se cumplió á la letra.

– Vaya, vaya, ya estás aquí de más, Jacinto— dijo al cabo ella haciendo esfuerzos inútiles por ponerse seria.– Si no te vas en seguida te restrego la cara con ceniza.

¡Ca! No haría ella eso: no se atrevería á tanto.

– ¿Que no me atrevo? ¡Ahora verás!

Y tomando un puñado de ceniza se lo arrojó á la cara. Jacinto comenzó á toser y estornudar porque se le había metido por boca y narices. Y venga de sacudirse con el pañuelo y venga de reir á carcajadas uno y otro. Con esto levantaron de nuevo la cabeza los viejos más atónitos que antes. Y ¡claro! fué necesario otro cuarto de hora para celebrar tan peregrina bromita.

Mas al fin ¡oh dolor! no hubo más remedio que levantarse. Jacinto lo hizo con todas las precauciones imaginables como si se hallase atacado de un reuma agudo y no pudiese soportar el más leve movimiento. Despidióse de los abuelos que medio dormidos le dieron las buenas noches y muchas memorias para sus padres. Flora desprendió el candil que colgaba de la campana de la chimenea y le acompañó hasta la puerta. Una vez allí le invitó á que tuviese un momento la luz mientras ella iba á su cuarto por un recado. Al instante volvió y con mano temblorosa, esforzándose en aparecer severa, le colgó de los botones de plata del chaleco los cordones con herretes de su justillo.

– Para que los luzcas mañana en la romería de Nuestra Señora del Otero— le dijo bajito, muy bajito.

Y no pudiendo soportar la vergüenza dió un soplo al candil, un empellón á Jacinto y atrancó la puerta apresuradamente. El mozo de Fresnedo tornó á ver las visiones de antes, pero mucho más brillantes, mucho más deslumbradoras. Y como estaba deslumbrado comenzó á marchar trompicando por el camino pedregoso en dirección á su pueblo.

Los viejos se habían ido á la cama. Flora hizo lo mismo. Pero antes abrió la ventana de su cuarto porque se hallaba harto sofocada. Miró al valle. ¡Qué hermoso estaba, bañado por la dulce claridad de la luna! La presa del molino como una cinta retorcida de plata corría hacia el río entre dos filas de avellanos. Jirones de tenue niebla colgaban de la punta de los altos olmos y abedules. Miró al cielo. ¡Cómo brillaba la luna allá en lo alto, serena, majestuosa! ¡Qué guiños maliciosos le hacían las estrellitas azuladas!

¡Faunos, ninfas y amores que la vísteis desde la pomarada de D. Félix, venid ahora! ¡Venid á contemplar el rostro de Flora encendido en pura grana!

Allá se oía el ruido de los zapatos claveteados de Jacinto que se alejaba. La voz del mozo rompió el silencio de la noche cantando:

 
¡Ay, que su amigo la espera!
¡Ay, que su amigo la aguarda!
Al pie de una fuente fría,
al pie de una fuente clara.
 

Una sonrisa divina iluminó el semblante de la niña y cantó también muy quedo siguiendo el romance:

 
Que por el oro corría,
que por el oro manaba.
 

Dejaron de sonar los pasos del joven. Su voz se fué perdiendo en las encrucijadas del camino. Flora permaneció todavía algunos instantes á la ventana pensativa y sonriente. Al fin la cerró, se desnudo á toda prisa y se metió en la cama. Murmuró sin dejar de sonreir las oraciones acostumbradas, y sonriente, siempre sonriente, se quedó dormida. ¡Ah, si supiera!…

Jacinto marchaba con paso ligero hacia Fresnedo por el camino llano de Entralgo, en vez de tornar por el monte como había venido. Era más largo, pero no tenía prisa de llegar á casa. Su corazón necesitaba narrar su dicha á los árboles y al río, al valle y á los montes, á la luna y á las estrellas. Y como adivinaba que la tarea iba á ser larga, procuró dar un rodeo para ganar tiempo. Marchaba cantando, y mientras cantaba iba recordando y mientras recordaba iba soñando despierto.

Antes de llegar á Rivota, en un recodo del camino sombrío y temeroso oyó una voz que gritó:

– ¡Alto!

Y á pocos pasos delante de sí distinguió los bultos de unos cuantos mozos que sin duda venían de la lumbrada del Otero.

– ¿Quién me da el alto?– preguntó con arrogancia el joven.

– Yo soy Jacinto, yo soy— respondió la voz de Toribión de Lorío con la misma altivez.

– ¿Y qué me quieres, dí?

– Quiero que grites «¡viva Lorío!» ó que pagues el portazgo.

– Ni yo grito viva Lorío ni tú eres capaz de hacerme pagar el portazgo— replicó el mozo dando un paso atrás y blandiendo su garrote.

– Ahora lo veremos— rugió Toribión lanzándose sobre él.

Chasquearon los garrotes. Jacinto resistió briosamente el ímpetu de aquel coloso, y esquivando con destreza sus golpes pudo alcanzarle con más de un garrotazo. Pero los amigos que con él venían le secundaron innoblemente. Todos alzaron los palos. En vano brincando hacia atrás con increíble ligereza y haciendo molinete con su palo se defendía de la lluvia de golpes. Al fin se vió perdido y comprendió que era necesario volver la espalda y huir; mas al hacerlo se vió sujeto por las manos de un mozo que cautelosamente y aprovechando la oscuridad se había deslizado hasta ponerse detrás. Otras manos cayeron sobre él al instante y le aprisionaron. Le arrancaron el palo y con él, para más ignominia, le sacudieron las costillas.

– ¿Qué hacemos ahora?– preguntó al cabo Toribión.– ¿Le dejamos marchar?

– No; debemos torgarlo para que no vuelva á cortejar fuera de su quintana— manifestó un mozo que había rondado á Flora algún tiempo sin resultado.– Los otros tres (pues eran tres los que acompañaban á Toribio) quisieron oponerse. Sin embargo, Toribión se puso de parte del primero.

– ¡Á torgarlo! ¡á torgarlo!– exclamó soltando bárbaras carcajadas.– Que vaya á contar á los de Villoria cómo tratamos á los que no quieren gritar «viva Lorío».

Toribión sentía celos de aquel bravo mozo que osaba resistírsele. Además era primo de Nolo, á quien temía y aborrecía al mismo tiempo.

Y en efecto, lo torgaron; esto es, le amarraron su propio palo por la espalda á los brazos con las correas de los zapatos. Una vez así crucificado le soltaron el botón de los calzones, que cayeron á los pies, sirviéndole de grillos. Y riendo de la gracia y dirigiéndole groseros sarcasmos, siguieron hacia Lorío, dejándole en medio del camino en tal triste y bochornosa disposición.

 

Era punto menos que imposible caminar de aquel modo. El estorbo de los calzones hacía que sus pasos fuesen tan menudos que para salvar corto trecho necesitaba largo tiempo. Por otra parte, aunque quisiera tomar el camino del monte, la forma en que llevaba los brazos no lo consentía, pues era estrecho y desigual y se exponía á caer y no poder levantarse. Se resignó á seguir el de Entralgo. Bien avanzada la noche llegó á este pueblo. Tuvo intento de llamar en una puerta para que le librasen de aquel martirio; pero al hacerlo le acometió tal vergüenza que renunció á ello y prefirió seguir hasta Villoria. Cuando alcanzó á ver las primeras casas era ya muy cerca del amanecer. Se dirigió á la de uno de sus tíos que allí vivía, quien le desató al cabo, le consoló y le ofreció una cama para descansar. Harto lo necesitaba el desesperado mancebo.