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La aldea perdita

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IX.
Los hidalgos.

Aunque se sentó á la mesa no pudo comer. La cólera se le trasvertía de tal modo que no había lugar para que pasase el alimento. Á duras penas pudo D.ª Robustiana lograr que sorbiese una taza de caldo. Se alzó de la silla, bajó á su cuarto, atolondrado, confuso, sin saber qué partido tomar ante aquel alud que se le venía encima, aquella gran desgracia. Porque tal consideraba la profanación de su retiro ameno y deleitoso.

El capitán era más expedito de corazón que de inteligencia. Por eso, después de pasar cerca de una hora prensándose la cabeza, no halló arbitrio mejor en aquel aprieto que ir á consultar el caso con su primo César, uno de «los pocos sabios que en el mundo han sido», el octavo de la Grecia, á no haberse retrasado algunos siglos su nacimiento.

Tomó, pues, su bastón, se despojó del gorro sustituyéndolo con un sombrero blanco de fieltro y sin querer que ensillaran el caballo, porque su extrema agitación le impelía á caminar, emprendió el viaje de Villoria seguido del fiel Talín. Este Talín era un perrillo de color canela, nada grande, nada bello, nada inteligente, pero más impetuoso aún y casi tan magnánimo como su amo. Fué siempre su humor caprichoso y fantástico y por él se había dejado arrastrar á simpatías injustificadas y á antipatías más injustificadas aún que ocasionaran no pocos disgustos en la casa. Pero con la edad, pues era ya un viejo can, este humor se había exacerbado de modo increíble. Sus manías se habían convertido en verdaderas chocheces. En el pueblo se murmuraba bastante de él. En realidad no faltaba motivo para ello. Porque si bien jamás había sido confiado y cariñoso, hasta los últimos tiempos no llevó sus recelos al extremo ridículo de no consentir que la persona que hablase con su amo moviese poco ó mucho los pies. Como si meditase que los enemigos declarados no había que temerlos, pues el capitán daría buena cuenta de ellos, pero había que vigilar mucho á los que se presentaban con cara de amigos, así que uno de éstos se acercaba á D. Félix y le estrechaba la mano y se ponía á conversar con él, ya estaba Talín con ojo avizor. Se colocaba cerca de su amo, con la mirada fija en los pies del interlocutor. En cuanto éste descuidadamente los movía, se arrojaba sobre ellos y le hincaba los dientes desgarrándole el calzado y algunas veces la piel. Puede imaginarse el susto del buen hombre y el brinco que daría. D. Félix montaba en cólera, arrimaba un puntapié al indecente perro, le llenaba de denuestos, le arrojaba de su presencia. Todo inútil: á la primera ocasión, Talín se mostraba igualmente suspicaz y grosero.

Pues ahora caminaba delante con las orejas hacia atrás y el rabo tieso, mirando á menudo á su amo con ojos donde á la alegría natural que le producían las excursiones se juntaba cierta extraña inquietud. Lo mismo le acaecía siempre que á su amo se le antojaba ir á Villoria. Y había motivo para ello. El perro del mayordomo del marqués era su enemigo desde hacía largo tiempo. No podía pasar por delante del palacio, fuese de día ó de noche, sin que se arrojara sobre él como un tigre hircano. Talín no pensaba haberle dado pretexto para un odio tan encarnizado. En otro tiempo habían sido amigos. Sin saber por qué, de la noche á la mañana la amistad se trocó en aborrecimiento. Este cambio brusco, inesperado, le llenó de asombro y dolor. Porque si bien entre los hombres es frecuente, entre los perros no lo es tanto. Y no sólo se le declaró enemigo irreconciliable, sino que logró arrastrar á otro sujeto con quien no había tenido en la vida reyerta alguna, el perro de Tomasón el molinero. Tanto le odiaba el uno como el otro. No sorprenderá, pues, que Talín caminase nervioso como su amo, aunque por diferente motivo.

La estrecha cañada por donde corre el riachuelo de Villoria es de una belleza encantadora. Las colinas que la forman verdes, cubiertas á trechos de árboles. El río desciende tan pronto suave como rumoroso, pero siempre límpido. El camino sombreado de avellanos. Algunas veces la cañada se ensancha un poco, y entonces entre el camino que sigue pegado á la falda de la colina y el río queda cierto espacio que se prolonga formando una pradera más larga que ancha. Todas estas praderas pertenecían al marqués de Camposagrado y eran los pedazos de tierra más fértiles de la comarca. D. Félix las admiraba: se le hacía la boca agua cuando pasaba cerca de ellas: hubiera dado tres veces su valor por adquirirlas. Pero aún más las admiraba y las veneraba su criado Manolete. Ninguno más aficionado que él á los prados feraces entre los bípedos y acaso entre los cuadrúpedos. ¡Cuántas veces había insinuado á su amo que tratase de comprar estos prados! Imposible: el marqués no pensaba en venderlos.

Con poco más de media hora de camino dió nuestro capitán en el lugar de Villoria. Á Talín le temblaban las carnes de pasar por delante de la casa del marqués. Pero al fin pasaron y ¡oh dicha! nadie se metió con él. Su enemigo dormía ó no estaba en casa. Cuando salieron por el otro extremo de la aldea comenzó á correr alegremente y dando brincos sin pensar en la vuelta. Mas he aquí que unos cien pasos más allá, al revolver de la colina, divisa en un maizal á sus dos enemigos. Y es lo peor que también ellos le divisaron y en cuanto le divisaron emprendieron hacia él una carrera vertiginosa. Talín por su parte apretó los pies de tal modo que por mucho que corrieron aquellos bandidos no lograron darle alcance. Volviéronse mohinos al cabo de algún tiempo y al tropezar con el capitán su despecho les incitó á gruñirle; pero éste alzó el bastón de modo tan airado que huyeron sin realizar su propósito. ¡Para bromitas estaba nuestro hidalgo!

Un poco más allá de Villoria dejó la orilla del río y tomando un caminito de montaña, capaz sólo para las carretas del país, comenzó á subir la colina en dirección á Arbín. La cuesta era agria, pero no muy larga. Antes de un cuarto de hora tropezó con las tapias de la pomarada de su primo. Siguió pegado á ella algún tiempo y dió pronto con la casa que estaba en lo más alto.

La posesión de D. César no era grande ni feraz. Los terrenos de las colinas no son como los del valle, regados por todas las aguas que de ellas bajan. Pero estaba tan admirablemente cuidada, que alegraba la vista y daba mayores rendimientos que las mejores del llano. Y esto no por otra causa sino porque su dueño era el agricultor más inteligente de Laviana y aun de todo su partido. ¡Quién lo diría de un hombre tan aficionado á los placeres urbanos y á las artes imitadoras! La necesidad hace ley. D. César, nacido para los salones y las academias y los teatros, nunca había poseído medios de vivir en la capital. Su hacienda era corta; la posesión de Arbín y pocas más fincas en Villoria que le rentaban algunas fanegas de trigo. Por eso se aplicó con ahinco al cultivo de sus tierras, alcanzando pericia envidiable. Su pomarada, con ser más pequeña que la del capitán, producía doble cantidad de sidra: su huerta era rica como ninguna en frutas sazonadas, en legumbres y hortalizas. Vendía la sidra á los taberneros de la Pola y Langreo y vendía también los sobrantes de la huerta. Hasta tenía tiempo y humor para cultivar un número crecido de flores que eran el asombro y regocijo de las doncellas de Villoria.

Al poner el pie en la plazoleta que había delante de la casa, dos perros salieron furiosos ladrando.

– ¡Quieto, Faón! ¡quieto, Safo!– gritó el capitán.

Los perros helénicos comprendieron que no era un bárbaro quien osaba pisar el suelo sagrado de la Hélade, lo reconocieron y le rindieron acatamiento moviendo el rabo. Al mismo tiempo Talín se acercó á ellos y cambió con Faón un saludo amical rozándole el hocico. Faón jamás había sentido celos de Talín, quizá porque la figura de éste no podía inspirarlos, quizá también porque ya estuviese hastiado de su ardiente amiga y meditase abandonarla.

La casa del señor de las Matas era de piedra amarillenta y carcomida, cuadrada, de un solo piso; grandes balcones de hierro forjado, enorme puerta claveteada formando arco; más antigua y más señorial que la de don Félix, pero también más pobre. En una de sus esquinas tenía el escudo y en el centro sobre la puerta de entrada una hornacina donde en otro tiempo, según los viejos, había estado un guerrero de piedra. D. César lo había sustituído por otra estatua de piedra también que le había regalado su amigo el canónigo de Oviedo. Esta escultura representaba un hombre barbado y vestido de larga túnica con un libro abierto en una mano y un compás en la otra. Era el conocido personaje emblemático que simboliza la Arquitectura; pero nuestro hidalgo quiso que representase á Sócrates y le puso este nombre encima y debajo el siguiente dístico:

 
Aunque la ingrata patria tus afanes no premie
Al compás de tus obras siempre atiende.
 

Bien sabía D. César que Sócrates no había escrito obra ninguna, pero se valía de este ardid retórico para expresar la influencia que los altos pensamientos del filósofo habían ejercido, justificando de paso los objetos que tenía en las manos.

Traspuso D. Félix la puerta y no viendo á nadie subió la escalera sin llamar, como quien tiene derecho á ello. Halló á su primo sentado en viejo sillón de cuero con un libro en la mano, esto es, en su posición natural de sabio. En el momento de sorprenderle, sus labios finos se plegaban en una sonrisa irónica. Pero al levantar los ojos y ver á su primo, aquella expresión maliciosa se trocó en otra de cordial alegría. Alzóse vivamente del asiento y vino á abrazarle.

– Salud, primo; soldado valeroso en otro tiempo, hoy rico propietario de esta comarca. Largo tiempo hace que esta humilde morada no ha tenido el honor de cobijarte.

D. Félix correspondió de buen grado á tan cariñoso saludo haciendo esfuerzos por sonreir.

– Estabas leyendo… Te he interrumpido, ¿verdad?

 

– Un deudo de tu valía no es importuno jamás. El libro que tenía en la mano puedo tomarlo y dejarlo cuando se me antoje; pero á ti, primo querido, sólo te tomo cuando te quieres dar… Leía en este momento los Acarnianos de Aristófanes y me reía viendo de qué modo el poeta pinta á Pericles lanzando como Júpiter rayos y relámpagos que van á trastornar la Grecia. Ya Cratinos le llamaba humorísticamente «el padre de todos los dioses».

– Tú gozas siempre que encuentras alguna palabra contra el Olímpico. Me parece que llevas el odio demasiado lejos. Pericles, aunque disipó los tesoros de Atenas y contribuyó á su corrupción, me ha dicho el cura de la Pola que vivía con modestia y frugalidad, retirado de la sociedad, renunciando á los placeres; y que en los cargos que le confiaron mostró un desinterés y una probidad inalterables.

El capitán era también enemigo de Pericles. D. César había logrado arrastrar en su odio á todos sus parientes y amigos íntimos. Pero la disposición colérica en que ahora se hallaba le impulsó á llevar la contraria á su primo.

– ¡Pura comedia!– exclamó éste exaltándose.– Su reserva, su exterior modesto y su andar pausado eran un papel aprendido y bien desempeñado para embaucar al pueblo de Atenas, á ese Demos bobalicón que pinta Aristófanes en los Caballeros, como un viejo irascible y sordo que se deja conducir por los charlatanes… ¡Frugalidad!… ¡desprecio de los placeres!… ¡Que se lo pregunten á la milesiana Aspasia!… Pericles fué un corruptor en todos los órdenes, un tirano que saqueó indignamente á los aliados para recrear á los atenienses y tenerlos propicios… Ya sé… ¡ya sé!– añadió con voz sorda y temblorosa— que se ha dicho por ahí que yo era partidario de los peloponesos… ¡Es una vil calumnia! Jamás he pertenecido á la Liga ni tuve conatos de acercarme á ella. Yo no hubiera firmado la vergonzosa paz de Antálcidas aunque me cortasen la mano derecha… Puedes decírselo así al señor cura de la Pola que de poco tiempo á esta parte encuentra tan admirable á Esparta— añadió sarcásticamente.– Y puedes recordarle también las sangrientas palabras de Plutarco: «Por la batalla de Leuctres había perdido la preponderancia; mas por la paz de Antálcidas perdió el honor».

No quiso D. Félix llevar más adelante la contraria á su primo viéndole irritado. No tenía interés en ello porque era, como se ha dicho, más bien enemigo que amigo de Pericles, aunque sólo de oídas conociese al Olímpico. Sabía medianamente el latín y conocía un poco la historia de Roma, pero la de Grecia ni saludarla siquiera.

– Bueno, dejemos á los griegos y vengamos á los españoles. Yo tenía que consultar contigo un asunto y para eso he subido hasta aquí.

D. César se serenó de pronto. Era el hombre más apacible de la tierra siempre que no se tocase á su enemigo.

– ¡Me gusta tu franqueza!– exclamó riendo.– No puedes negar que eres un veterano de la Independencia. Tienes la misma pasta que los vencedores de Maratón y de Platea. Mas por Júpiter, que no te dejo hablar otra palabra si no consientes en reposar un poco el calor y tomar algún corto refrigerio.

Cedió de buen grado D. Félix, porque se hallaba un poco cansado y hambriento. El señor de las Matas llamó con las palmas de la mano. No tardó en presentarse una zagala, ni hermosa ni limpia, que le servía para aderezarle la comida, cuidar y ordeñar su única vaca, llevar el rocín á beber y darle pienso, etc., etc. Porque nuestro hidalgo no tenía otro servidor. La huerta y la pomarada él las cuidaba con sus propias helénicas manos. Cuando necesitaba ayuda se la pedía á algún vecino que por corto estipendio, y á veces sin él, se la prestaba.

Por eso la sala en que ahora estaba leyendo dejaba mucho que desear en cuanto al aseo. Los muebles antiquísimos y polvorientos, el suelo desigual y polvoriento, los libros rugosos y polvorientos también. Poseía D. César un número considerable de volúmenes, aunque ninguno había salido de los tórculos menos de dos siglos antes. Pero nuestro hidalgo los amaba como si se hallasen en la frescura de su juventud.

Tardó poco la mozuela, que no se llamaba Amarilis, ni Mirtale sino Pepa, en traer un tarro de miel, un queso, pan moreno de la tierra y vino de Castilla. La miel era de las colmenas que cerca de la casa poseía D. César. Éste sostenía que era más dulce y más fragante que la del Himeto, cosa que nadie se cuidaba de poner en duda en Laviana.

Cuando el capitán hubo comido según sus deseos, que ya los tenía vivos, su primo le ayudó á beber la botella de vino blanco de la Nava, no sin antes dejar caer algunas gotas al suelo en honor de los dioses. Era su costumbre siempre que libaba. Sorprendía un poco á los que con él se hallaban; pero D. César nunca dió explicación de este proceder, quizá por temor de que lo echasen á broma, quizá también por el desprecio real que sentía hacia los bárbaros.

Salieron por fin de casa y entraron en la huerta. Allí tuvo ocasión una vez más D. Félix de admirar la habilidad y profundos conocimientos de su primo en materia de horticultura. ¡Qué orden! ¡qué cuadros de coles rozagantes y frescos! ¡qué esparraguera deleitosa! ¡qué primor de albaricoqueros y cerezos colocados en espalera! No se hartaba el buen capitán de examinarlo todo y de hacer preguntas y preguntas, aspirando con ansia á penetrarse de aquel arte supremo, pero bien persuadido de que jamás lo lograría. Respondía el señor de las Matas con amable condescendencia y la misma convicción. Porque sabido de antiguo tenía que su primo era un excelente ganadero, pero nada más que mediano hortelano.

De la huerta pasaron á la pomarada y aún fué mayor la alegría y la admiración de D. Félix al verse entre aquellos manzanos tan finos y peinados como elegantes damiselas. No eran como los suyos enormes, frondosos; pero en cambio soportaban en cada rama cuantas manzanas podían, y éstas eran más fragantes y azucaradas. D. César los trataba con una severidad inflexible que pasmaba á su primo. Les exigía siempre la misma ó mayor cantidad de fruto; y si alguno se descuidaba ó se mostraba reacio, concluía por arrancarlo de cuajo y plantar otro en su lugar.

Subieron á lo más alto de la finca. En aquel paraje había construído D. César un templete circular sostenido por columnas. No eran éstas de mármol desgraciadamente porque los recursos del hidalgo no lo consentían, pero estaban enjalbegadas primorosamente y de lejos producían el mismo efecto. Desde aquel templete abierto se disfrutaba una vista deleitosa. Un gran círculo de colinas y montañas. Desparramados sobre sus faldas multitud de caseríos. En lo más alto á la izquierda la gran Peña-Mea. En el fondo á la derecha el pueblecito de Villoria, un grupo de casas blancas donde se destacaba la iglesia y el oscuro palacio medio derruído de los marqueses de Camposagrado.

Cuando se hubieron sentado en los toscos sillones que allí había, el capitán expuso á su primo el objeto de su visita. Quedó pensativo D. César algunos momentos. Al cabo profirió con su majestad acostumbrada:

– Nada hay para el hombre más pesado que advertir cómo le arrebatan cuando menos lo imagina aquellos bienes que constituyen su dicha, el único recreo de sus días. No dudo, primo querido, que será para ti asaz doloroso verte privado de esa hermosa finca donde tenías puestos tus amores, donde jugaste de niño, donde reposas de viejo, donde los árboles que tu mano ha plantado se yerguen soberbios en el espacio, y las reses que tú criaste pacen con sosiego sus hierbas aromáticas… Pero ésta es la ley fatal del Universo. Nada hay estable en él. Un fuego esparcido por la naturaleza lo consume y lo renueva sin cesar. «Todo corre, todo marcha, nada se detiene— dice Heráclito.– No se baja dos veces por el mismo río.» En vano es que nuestras débiles manos quieran detener la rueda de la vida. Pasaron los griegos, pasaron los romanos y pasaremos nosotros… Hace ya tiempo que siento el ruido de la ola que nos ha de arrebatar. Desde que comenzó la explotación de las minas de Langreo comprendí que nuestra vida patriarcal, nuestras costumbres sencillas iban á fenecer. Y en efecto, amado primo, te lo diré con franqueza: ¡Demetria ha muerto!…

– ¿Cómo que ha muerto?– exclamó el capitán alzándose con su acostumbrada presteza y dirigiendo á su primo una mirada de consternación.– Ayer la he visto buena y sana…

– No, no es la hermosa zagala de Canzana por quien tú te interesas la que ha muerto— repuso D. César con sonrisa benévola.– Es la gloriosa Demetria, la diosa de la agricultura, la diosa que alimenta, como la llama Homero… ésa que vosotros los latinistas llamáis Ceres— añadió con cierta inflexión desdeñosa. Demetria ha muerto y se prepara el advenimiento de un nuevo reinado, el reinado de Plutón. Saludémosle con respeto, ya que no con amor… ¡Con amor no! Yo no puedo amar á ese dios subterráneo que ennegrece los rostros y no pocas veces también las conciencias. La Arcadia ha concluído. Esta raza sencilla y belicosa de nuestros campos desaparecerá en breve y será sustituída por otra criada en el amor de las riquezas y en el orgullo. ¡Ya conozco esa raza! Las pocas veces que algún negocio me lleva á Oviedo, al atravesar la comarca de Langreo, mi pantalón de trabillas, mi frac, mi sombrero de felpa y el pobre rucio que monto excitan la risa de aquellos ricos mineros. Desde sus viviendas suntuosas unos hombres de la nada, hijos de labriegos y menestrales, me señalan con el dedo á sus vecinos haciendo escarnio de mi figura y mi pobreza. ¡Qué vamos á hacer! La lucha es imposible, amado primo. Á la aristocracia sucede la plutocracia. Pero ésta pasará también, consolémonos con ello. Sufre, pues, con paciencia que profanen tu hermoso asilo. Eurípides lo ha dicho: «Contra el destino y la necesidad no existe refugio».

– ¡Pero contra los bandidos y canallas existen los trabucos, y yo tengo en mi casa algunos cargados hasta la boca!– exclamó exasperado el capitán.

No fué posible convencerle. El Sr. de las Matas se esforzó en vano en traerle á la razón representándole la inutilidad y los peligros de cualquier oposición. Á todo respondía con palabras descompuestas y furiosas, agitado por un frenesí de cólera que no le permitía ni ver claro ni hablar con coherencia. Por último, se despidió, dejando á su primo inquieto y melancólico, y emprendió la vuelta de Entralgo en un estado de exaltación que no predecía nada bueno.

El mísero Talín volvió á sus inquietudes no tanto por advertir la excitación de su amo como por la necesidad de pasar nuevamente por Villoria. Y en efecto, aunque procuró refugiarse entre las piernas de aquél al cruzar por delante del palacio del marqués, no le valió. El perro del mayordomo cayó sobre él con tal ímpetu que á poco le descuartiza. Gracias á que D. Félix le socorrió prontamente descargando recios garrotazos en el lomo del pirata, logró escapar de sus garras. Y cuando salieron del pueblo por largo trecho el buen Talín fué resoplando unas veces, otras gimiendo, otras blasfemando en un estado de agitación sólo comparable al de su dueño.

El sol declinaba. El camino, más fresco y más umbrío que antes, el aire embalsamado con los aromas del campo, el dulce murmullo del río no lograban calmar á nuestro hidalgo. Pero al revolver de una de las sinuosidades de la cañada vió de pronto el rostro mofletudo de D. Prisco y súbito descendió la calma á su espíritu. Siempre le acaecía lo mismo. La cara del párroco de Entralgo, sin saber por qué, ejercía un efecto sedante bien definido sobre sus nervios. Venía éste caballero en un rucio matalón enjaezado con albarda.

– ¿Hacia dónde caminamos, D. Prisco?– preguntó ya alegremente el capitán teniendo del ramal al burro.

– Villoria— manifestó aquél con su acostumbrado laconismo.

– ¿Va usted á dormir allá?

– Sí. El cura está enfermo. Mañana San Roque.

– ¡Ah, no recordaba! Cierto, cierto… mañana San Roque… ¿De modo que hoy no podemos echarla?

– Aguardando toda la tarde.

– Sí, sí… lo creo… No me fué posible. Tuve que hacer una visita á mi primo César— manifestó D. Félix poniéndose de nuevo sombrío.

– Si usted quiere… Aquí traigo baraja— gruñó don Prisco llevando la mano con vacilación á las alforjas.

– ¡Hombre, bien!– exclamó el capitán tornando á serenarse.– Es una buena idea… Tres jueguecitos nada más, ¿verdad?

– Nada más— masculló el cura.

Echóse un poco hacia atrás éste hasta quedar sentado sobre el trasero del borrico, dejando un buen pedazo de albarda al descubierto. Y sobre este pedazo á guisa de mesa colocaron la baraja y comenzaron su brisca, D. Prisco montado, el capitán en pie con los codos apoyados sobre la montura.

Después de los tres juegos echaron otros tres y después otros tres… Otros tres en seguida… Hasta que la noche los sorprendió en tan interesante situación. Cuando ya no vieron las cartas las soltaron y se despidieron hasta el día siguiente.