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El origen del pensamiento

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–Hola, Sr. Llot, ¿cuántas misas ha oído usted hoy? ¿Ha estado usted en las Góngoras esta tarde?

Godofredo no se daba por ofendido; sonreía dulcemente, acostumbrado a aquellos martirios que a causa de su piedad le infligían los amigos. Pero su novia se crispaba, se ponía pálida de ira y solía responder por él:

–¡Caramba, que tiene usted gracia, Timoteo! Es usted espontáneo como pocos.

D.ª Carolina no se ofendía menos con la insistencia irracional que el violinista mostraba en enamorar a su hija. Podía perdonarle que su boca fuese una regadera cuando hablaba, y la medida anormal de esta boca, y otros defectos corporales; pero, francamente, que pretendiese estorbar el matrimonio de su niña, que un rasca-tripas como él tratase de competir con aquel claro fanal de todas las virtudes, con aquel lirio fragante que la Providencia iba a darle por yerno, para esto no había perdón ni en la tierra ni en el cielo. Se enfurecía cuando le veía acercarse a la mesa, le daba toda clase de desaires, le demostraba de mil maneras que estaba ejecutando una acción infame. Nada, Timoteo no cejaba. «Buenas noches, D.ª Carolina.—Buenas noches, D. Pantaleón.—Buenas noches, Presentacioncita.» La irritada señora llegó a pretender que Mario le hablase para hacerle desistir de su locura, y si fuera necesario le amenazase. Pero aquél se negó a este paso ridículo.

Afortunadamente el matrimonio de su niña avanzaba rápidamente hacia su consumación, y muy pronto quedarían libres de tan enfadosa mosca. Godofredo había insinuado ya varias veces su casto deseo. D.ª Carolina le presentó al instante las consabidas dificultades. Era necesario arrancar el consentimiento de Sánchez, un hombre severo, intratable; ella intercedería; haría cuanto estuviese en su mano, etc., etc. Con esto el deseo de Godofredo se encendió más y más, y no paró hasta que lo puso en vía de ejecución. Pero, como joven virtuoso y timorato, quiso dar a este asunto la solemnidad debida, haciendo intervenir en él un representante de la religión.

Godofredo tenía numerosos amigos en el clero de Madrid, alto y bajo. Era el niño mimado de las sacristías. Pero con quien mantenía amistad más estrecha era con cierto presbítero pálido, delgado, huesudo y miope llamado don Jeremías Laguardia. Este D. Jeremías desempeñaba un cargo en el Tribunal de la Rota, tenía el título de predicador de S. M. y el de prelado doméstico de S. S. Era activo, intrigante, de genio vivo y trato campechano. Godofredo y él se hicieron en poco tiempo íntimos amigos. Laguardia tenía tendencias a la dominación; le gustaba servir a los amigos, pero dominándolos. Godofredo, por su temperamento suave y dócil, se acomodaba admirablemente a estas tendencias. Todas las tardes, sin dejar una, venía D. Jeremías a buscar a Godofredo para salir de paseo, y todas las mañanas, sin dejar una tampoco, iba Godofredo a oír la misa que D. Jeremías decía en San Ginés. Recientemente el prelado doméstico había hecho un viaje a Roma, y trajo para su amigo nada menos que un título de hijo predilecto de la Iglesia. Godofredo estaba loco de alegría. Decía que no cambiaría aquella distinción por la cartera de ministro. D.ª Carolina lloró de gozo y le abrazó con efusión al saber la noticia. Presentación se ruborizó de placer.

Pues este presbítero, tan servicial como voluntarioso, fue el encargado de conducir las negociaciones para el matrimonio. Godofredo le confió sus poderes o se los tomó él; no es fácil averiguarlo. De todos modos, cierta mañana llegó a casa del ingenioso Sánchez y tuvo una larga y secreta conferencia con los señores. Lo que pasó en esta entrevista no se supo, pero sí pudo observar quien le siguiera los pasos que Laguardia se quitó las gafas para limpiarlas tres o cuatro veces antes de llegar a casa; signo evidente de preocupación: las habituales contracciones nerviosas de su rostro se multiplicaron hasta llamar la atención de los transeúntes.

No se alteró el curso de los sucesos en apariencia. Godofredo siguió acudiendo a casa de su novia. El matrimonio parecía definitivamente concertado. No obstante, cuando menos podía esperarse, Presentación recibió una larga epístola de su futuro en que a vueltas de mil frases dulces, untuosas, impregnadas de resignación cristiana, le manifestaba que por el momento le era imposible pensar en casarse. ¡Rudo golpe para él, que se juzgaba próximo a realizar el sueño de su vida! El deber, un deber penosísimo, le obligaba a desatar el lazo que con tal anhelo aspiraba a hacer indisoluble. Sólo la Religión (con r grande), la fe y la tranquilidad de la conciencia podrían esparcir un bálsamo sobre aquella herida incurable. Godofredo guardaba silencio sobre la naturaleza del deber que le obligaba a faltar a su palabra.

La carta cayó como una bomba sobre la familia Sánchez. D. Pantaleón, aunque sintió el disgusto de su hija, sólo vio en la determinación de Llot un fenómeno fisiológico, pero se guardó bien de explicarlo. En el estado de exaltación en que se hallaban los ánimos pudiera levantar un conflicto. D.ª Carolina era la única que sabía a qué atenerse. El presbítero, en su conferencia, había insinuado la palabra dote. La buena señora manifestó que no eran ricos y que sus hijas no podían llevarla al matrimonio. Con esto el presbítero protestó de su intención al pronunciar aquella palabra, declarando que nada había más indiferente a insignificante en el matrimonio que el dinero. «Una niña virtuosa, inocente, piadosa, como su hija, era un tesoro inapreciable. Los intereses cosa deleznable que un joven virtuoso también y de talento, como su amigo, despreciaba absolutamente.» Sin embargo, D.ª Carolina tenía la certeza que ésta era la clave de la incomprensible epístola.

Presentación lloró, pateó, escribió una carta llena de insultos al traidor, y durante varios días fue el tormento y la compasión de sus padres. Mario tomó parte también muy viva en su pesar. Con él desahogó su pecho la dolorida niña, comunicándole las sospechas que agitaban su alma.

–Créeme, Mario, Godofredo está muy engreído. Tanto le adulan por lo bien que escribe, tantos piropos le echan las condesas y las duquesas con quienes trata, que ha llegado a despreciarnos. Sobre todo, desde que le han hecho hijo predilecto de la Iglesia, te aseguro que se había puesto irresistible. Me hablaba con un tono de superioridad y hasta de compasión que me hería; estaba distraído, me contradecía en todo lo que hablaba y se manifestaba tan frío que me dejaba casi todos los días llorando. Ya ves… Mario—añadió limpiándose las lágrimas que le brotaban a los ojos,—el que sea hijo predilecto de la Iglesia no me parece motivo para que desprecie a una mujer que tanto le quería.

–¡Claro que no!

Tan mal le pareció la conducta de su amigo que resolvió pedirle explicaciones acerca de ella. Presentación se oponía.

–No es por ti solamente—le respondió Mario.—Es que lo que contigo ha hecho resulta en ofensa mía, y quiero saber si puedo seguir siendo su amigo.

Trató de verle en el café; pero Godofredo no asistía allí desde el rompimiento de sus relaciones, por no tropezar con la familia Sánchez. Entonces se decidió a ir a su casa. Llot vivía en una de huéspedes, modesta y patriarcal, de la calle de Jesús del Valle. El paraje tranquilo, los tiestos de flores que observó en los balcones, la escalera limpia y blanqueada y la sencilla amabilidad de la portera produjeron excelente impresión en nuestro escultor. La casa tenía marcado sabor conventual; había allí algo puro, inmaculado, que correspondía admirablemente con la inocencia y las costumbres devotas de su amigo. Es imposible, pensó al tirar del cordón de la campanilla, que ese muchacho haya ejecutado una acción tan fea si no es por algún motivo invencible. Salió a abrirle una vieja, y luego acudió otra, y luego otra, todas muy limpias, muy charlatanas, muy risueñas. La primera se informó de lo que traía por allí. Al saberlo, cayó en un espasmo de alegría tal que nuestro joven no pudo menos de sonreír.

–Viene a ver a D. Godofredo—dijo comunicándole la feliz noticia a la segunda.

Ésta la recibió con el mismo gozo y se apresuró a ponerla en conocimiento de la tercera, que se sintió no menos satisfecha. Las tres se le quedaron mirando en silencio, dulces y placenteras, como si estuviesen contemplando una persona querida que no hubiesen visto en mucho tiempo.

–Pero en fin, ¿está en casa?—preguntó al cabo, un poco molesto de aquella risa inmotivada.

–¡Pues no ha de estar, señor! ¡A estas horas no ha de estar!—exclamó la primera en el colmo de la sorpresa.

–D. Godofredo no sale nunca después de almorzar—dijo otra.

–Espera a D. Jeremías para tomar café. No hace más que un momento que ha llegado—manifestó la última.

–¡Ah! ¿Tiene visita? Entonces me vuelvo—replicó Mario retrocediendo.

Pero ya una de las viejas había cerrado la puerta.

–¡Cómo! ¡No faltaba más! Pase usted, caballero, pase usted. D. Jeremías no es visita. Siga, siga, señor; siga adelante.

Y las tres le empujaban por el pasillo hablando a un tiempo, asustadas sin duda de que por motivo tan baladí quisiera destruir su felicidad.

El pasillo resplandecía de blancura. Aquí y allá había colgadas algunas estampas piadosas. Mario creía percibir el olor del incienso. Al llegar a cierta puertecita adornada con una cortina de cuero, como sólo se ve en las iglesias, una de las viejas llamó con los nudillos.

–¿Se puede?

–Adelante—respondió de adentro una voz que no era la de Godofredo.

La vieja levantó el pestillo y empujó la puerta. La estancia que apareció a los ojos de Mario semejaba talmente una capilla. Había allí tanta estampa con marco dorado, tanto fanalito, tantas palmas y flores contrahechas, que sorprendía no oír el sonido del órgano y el rezo de los fieles. Las cortinas de damasco con una franja de galón dorado. Los muebles viejos y lustrosos por el uso. Había una cómoda con un San Antonio de madera encima y dos candeleros de plata a los lados, que parecía exactamente un altar. Para que la semejanza fuese más completa, había también su pila de agua bendita.

 

En aquel tabernáculo no podía alojar un hombre como los demás, sino un alma pura y virginal, una blanca paloma, un cordero místico, un San Luis Gonzaga o una Santa Catalina de Sena. Mario notó, al poner el pie dentro, el perfume de placidez y candor que exhalaba y sintiose poseído de respeto. Sin embargo, en el fondo de la estancia no había ningún ángel en oración o virgen en éxtasis, sino dos hombres tomando café al pie de un velador y saboreando copitas de ron. D. Jeremías Laguardia, muellemente recostado en una mecedora, chupaba un tabaco habano de tamaño disforme. Se había quitado los manteos, quedándose en sotana, libre y desembarazado como si estuviera en su casa. Godofredo se levantó apresuradamente al ver a Mario y sus cándidas mejillas se tiñeron de vivo carmín.

–¿Tú por aquí? ¡Cuánto me alegro!

Y le abrazó cariñosamente y le obligó a sentarse, poniéndole una copa delante.

D. Jeremías no se levantó. Su cortesía se satisfizo con incorporarse levemente y enviar al advenedizo, a guisa de saludo, una mueca que quería parecer sonrisa. Mario se sintió cohibido. Aquel cura no le era simpático.

Godofredo, repuesto de la sorpresa, se mostró amabilísimo con su amigo, le colmó de atenciones, hablando sin cesar. De tal modo, que parecía evitar cuidadosamente por medio de una conversación varia e interesante que Mario tuviese ocasión para decirle a qué había venido. Pero éste se mostraba a cada instante más taciturno. Bruscamente le dijo:

–Godofredo, necesitaba hablarte algunos instantes a solas. Tú me dirás a qué hora puede ser.

–¿A solas?—preguntó el terso joven, ruborizándose de nuevo.—¿Por qué a solas?

–Pueden ustedes hacerlo ahora mismo, porque yo me voy—dijo el presbítero levantándose.

Pero Godofredo le tiró de la sotana y le obligó a sentarse de nuevo.

–De ninguna manera, padre. ¡No faltaba más! Todo lo que Mario ha de decirme puede usted escucharlo muy bien. ¿Verdad, querido?—añadió dirigiéndose a su amigo con amable sonrisa.

Mario quedó confuso.

–Sin embargo, podemos dejarlo para otro día… Yo quisiera que nuestra conversación fuese sin testigos.

–¡Si el padre Laguardia es mi director espiritual!—exclamó el piadoso joven volviendo hacia éste su rostro iluminado por una sonrisa de afección filial y sumisión.—Cuanto puedas decirme no importa que sea escuchado por él. Si no tiene importancia, porque es indiferente que lo sepa. Si atañe a mi conciencia, porque estoy obligado a comunicárselo en el tribunal de la penitencia.

La fisonomía nerviosa del presbítero ejecutó algunas fuertes contracciones. Para mostrarse enteramente neutral dio un largo chupetón al cigarro, envió la bocanada de humo al aire y se quedó mirando al techo.

La sorda irritación que Mario abrigaba contra su amiguito creció. Pensó que no quería quedarse a solas con él por miedo a las recriminaciones. Y resolviéndose de pronto dijo con cierta aspereza:

–Pues bien, el objeto de mi visita ya debes suponerlo.

Godofredo le miró con ojos de asombro, tan dulces y candorosos que su irritación se calmó un poco.

–No quiero que supongas—añadió evitando su mirada—que nadie me envía a ti. Lo mismo mi cuñada que sus padres tienen bastante dignidad para no acordarse más del santo de tu nombre. Pero has sido mi amigo hasta ahora, me has dado parte de tu matrimonio con mi hermana política, y al romperlo tan bruscamente creo tener derecho a pedirte una explicación. Deseo saber si desde que este señor ha ido a casa de mis suegros a pedirles la mano de Presentación tienes algún agravio de ellos o de ella.

Godofredo se puso rojo de nuevo y luego pálido. Al cabo balbució con trabajo:

–Yo creo que mi carta…

–Tu carta es un verdadero cien pies. Después de haberla leído con cuidado dos veces, nada he sacado en limpio. Hay en ella una vaguedad que parece premeditada y hasta ofensiva. Reconozco tu derecho a romper un lazo que la ley no había consagrado todavía, pero debes de comprender que sobre la ley está la decencia, y que entre personas decentes la palabra algo vale. El que la rompe sin motivo podrá no tener pena, pero desde luego queda castigado en la conciencia de las personas honradas.

–¡Mario, por Dios! Me estás tratando con mucha dureza—respondió atribulado el joven, haciendo pucheros para llorar.

–Va usted a dispensarme que intervenga en este asunto—manifestó entonces el presbítero con voz que parecía el chirrido de una bisagra enmohecida, incorporándose un poco y llevándose nerviosamente la mano a las gafas para sujetarlas.—Las relaciones que mi amigo Llot sostenía con su señora cuñada han terminado no porque mediase agravio alguno, sino por un deber de conciencia.

–¡Ah, no sabía que Godofredo tuviese un compromiso de honor! De todos modos, debiera declararlo antes del paso que ha dado, o usted en su nombre.

–No es eso, querido, no es eso—repuso el cura con sonrisa de lástima, recostándose de nuevo y chupando el cigarro.—No se trata de un compromiso como el que usted supone maliciosamente. Mi amigo Llot es un joven de costumbres intachables. ¡Ojalá hubiese muchos como él! Lo que hay es que por las cualidades que Dios le ha concedido se le ofrece un porvenir brillante, y que este porvenir brillante puede ser cortado por un matrimonio hecho a tontas y a locas, esto es, sin ciertas condiciones que yo juzgo de absoluta necesidad en este caso.

Mario se sintió molestado por estas palabras y replicó con viveza:

–¿Pero qué tiene que ver con esto el deber de conciencia de que usted hablaba?

–¡Ahí verá usted!—replicó el presbítero con la misma sonrisa de lástima. Y añadió después de una pausa que se prolongó hasta rayar en la insolencia:—Los hombres a quienes la Providencia tiene reservados ciertos destinos, Sr. Costa, no se pertenecen.

Mario quedó sorprendido.

–¡Ah! ¿De modo que porque Godofredo tiene un porvenir brillante está exento de cumplir sus palabras?

–¡Eso es!—replicó el padre Laguardia, sonriendo de igual modo insolente.

Levantó un poco los pies para mecerse y chupó el cigarro con voluptuosidad.

Aunque nuestro joven no tuviese un temperamento irritable, antes al contrario había dado siempre pruebas de paciencia, los modales groseros, despreciativos, del presbítero estaban a punto de hacérsela perder.

–El porvenir de Llot—se dignó al cabo decir—es de un género particular. En la actualidad, como usted debe de saber, no es fácil hallar hombres que desde el comienzo de la vida manifiesten sentimientos piadosos, se unan con el corazón y la inteligencia a la doctrina de nuestra madre la Iglesia. La juventud está corrompida hasta los huesos. No hay muñeco que no haga gala en el día de pisotear los preceptos religiosos. Así, cuando aparece un joven como Llot, que a un corazón puro y a una piedad ardiente une el talento, la ilustración, la elocuencia…

–¡Padre, por Dios!—exclamó Godofredo angustiosamente.

–Cuando al talento, la ilustración y la elocuencia—siguió Laguardia sin mirar hacia él y dirigiéndose siempre a Mario—une además la modestia, entonces cualquiera puede decir: «Ese muchacho está llamado por Dios para algo grande, para ser un baluarte de la fe y combatir los perniciosos errores que andan esparcidos por el mundo.» Los que tenemos la dicha de mantenernos firmes en medio de la tempestad, los que flotamos por la gracia de Dios en este mar de la incredulidad, tenemos el deber de ayudarle. Ahora bien, un matrimonio realizado con ciertos requisitos que no necesito explicarle puede matar en flor las esperanzas que sobre él tenemos fundadas.

–Usted me permitirá. Yo pienso que un hombre debe portarse bien en todos los momentos de su vida, cualesquiera que sean las esperanzas que sobre él funden sus amigos.

–Hay que distinguir, amigo; hay que distinguir—dijo el presbítero volviendo a su actitud grosera.—Los hombres no somos iguales. Hay deberes generales a todos y los hay particulares a cada uno según sus circunstancias. Si Llot fuese un cualquiera, un empleadillo de mala muerte, eso que usted dice estaría perfectamente. Siendo un hombre excepcional no puede sacrificar deberes altísimos a otros más pequeños, teniendo en cuenta que en sus relaciones amorosas nada hubo que pueda perjudicar en lo más mínimo la honra de su señora cuñada.

Mario se sintió herido y confuso. Pensó, y acaso no le faltaba razón, que lo del empleadillo de mala muerte iba con él. La sonrisa despreciativa del presbítero le enrojecía la cara como una bofetada.

–Dígale usted ahora, padre—profirió Godofredo,—que yo, en este asunto, no he hecho más que acatar los consejos de mi confesor.

–Los consejos no; los mandatos—chilló Laguardia.—Yo, como su director espiritual, le he ordenado renunciar a ese matrimonio. Sé que se ha hecho violencia para ello. ¡Tanto más meritorio!

Al pobre Mario, poco diestro y menos aficionado a las polémicas, no se le ocurrió nada para combatir las teorías del presbítero. Las dio por buenas guardando silencio. Sintió malestar indecible y pesar de haber venido.

Godofredo se apresuró a cambiar de conversación. Se habló de los amigos del café; le hizo mil preguntas acerca de él mismo, enterándose con vivo interés de su niño. Estuvo obsequioso y amable como él solo sabía estarlo. Era la dulzura personificada. En cambio Laguardia, que por lo visto había medido el alcance de Mario en los negocios de la vida, no hizo ya de él caso alguno. Habló, chilló, rió, manoteó, dirigiéndose a su amigo como si estuvieran solos. Imposible mostrar una indiferencia más despreciativa.

Cada vez más triste y confuso, Mario se levantó al fin y se despidió fríamente. Godofredo le acompañó hasta la puerta de la escalera.

–Puedes creerme, Mario; me ha costado muchas lágrimas el obedecerle. Si no fuese por el cumplimiento de mi deber, jamás hubiera renunciado a la dicha de contraer matrimonio con tu cuñada. Te ruego se lo hagas presente, y que nunca la olvidaré en mis oraciones—le dijo al darle la mano, mientras dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.

¡Pero qué facilidad tenía aquella criatura para liquidar sus penas!

Mario marchó, con la cabeza baja y el alma llena de repugnancia, hacia casa de sus suegros. Y en el camino fue cuando se le ocurrieron mil argumentos para desbaratar el sofisma del cura Laguardia. Siempre le pasaba lo mismo. No era pronto más que para ver y sentir: su inteligencia perezosa necesitaba tomarse tiempo para formar razonamientos. Llevaba el propósito de aconsejar a su cuñada que olvidase enteramente a Godofredo. Éste, en su concepto, era un chico de corazón excelente, dulce y sensible como pocos, pero tan débil de carácter que cualquiera le dominaba. Esto, unido a su devoción exagerada, le haría vivir en poder del padre Laguardia.

Cuando llamó a la puerta de su suegro percibió algo que le inquietó. Tardaban en abrirle: creyó oír un gemido doloroso y llamó de nuevo con sobresalto. La criada tenía la fisonomía descompuesta y le miró con ojos extraviados.

–¿Qué pasa?—exclamó anhelante.

Pero en aquel instante su suegra salió de uno de los cuartos y se abrazó a él sollozando.

–¡Ay, Mario del alma, no sabes lo que acaba de suceder!

El joven se puso horriblemente pálido y profirió con voz ronca:

–¡Carlota!…

Su mujer apareció por el extremo del pasillo pálida y grave y avanzó lentamente.

–¡Carlota! ¿el niño?…—volvió a gritar acongojadamente.

Carlota hizo un signo negativo con la cabeza. En aquel momento, un grito desgarrador hirió sus oídos. Era la voz de Presentación.

D.ª Carolina quiso contarle lo que pasaba, pero los sollozos le impedían hablar: no articulaba más que frases incoherentes, de dolor unas y de indignación otras. Su mujer entonces le cogió por la muñeca, le arrastró hacia la sala y le puso al cabo de lo que ocurría. D. Pantaleón había dado como otras veces una retorta a Presentación para que la pusiera al fuego. La niña cumplió el encargo, pero al llevársela de nuevo a su padre, cuando éste se la pidió, el líquido se había inflamado y le quemó la cara espantosamente. Se llamó al médico corriendo y la estaba curando en aquel momento.

Mario experimentó vivo dolor. Aunque la desgracia no hubiera recaído en los dos seres que más amaba en el mundo, era tan afectuoso y tenía tal predilección por su cuñada, que el disgusto no fue mucho menor. Trémulo, acongojado, acudió al cuarto de la enferma. La desdichada Presentación exhalaba gemidos lastimeros mientras el médico reconocía las heridas minuciosamente. Eran tan fieras, que Mario al verlas volvió la cabeza con espanto. Sin embargo, pudo vencerse y dijo esforzándose en dar a su voz una inflexión natural:

 

–No te asustes, mujer, que eso no vale nada. Tu madre y tu hermana me habían asustado. ¿Verdad, doctor, que eso no es nada?

–¡Mario! ¿Eres tú, Mario?—gritó la niña.—¡No te veo, Mario!… ¡No te veo!… ¡no te veo!

Y su grito era cada vez más alto y desgarrador.

–Ya me verás… No te asustes—repuso el joven, a cuyos ojos acudieron las lágrimas.

Al mismo tiempo hizo un signo interrogativo al médico. Éste respondió sacudiendo la cabeza con expresión de duda.

Un ayudante preparaba hilas. La criada iba y venía atortolada. D.ª Carolina sollozaba en un rincón. Sólo Carlota tenía ánimo para sostener a su hermana y mirar sin pestañear las horribles quemaduras. Su honda emoción no se leía más que en la blancura de cera de su tez.

La desdichada Presentación no cesaba de exhalar quejas a las cuales añadía frases desesperadas que desgarraban el alma.

–¡Dios mío, qué pronto se ha concluido el mundo para mí!… ¡Quién había de pensar hace un instante que no os volvería a ver más! Decidme, mamá, Carlota, Mario, ¿he sido tan mala que merezca este horrible castigo?

–Calla, calla, Presentación—decía suavemente su hermana.—Es más el susto que el daño. Dentro de ocho días no tienes nada.

Cuando terminaba la cura, Mario preguntó a su esposa en voz baja:

–¿Y tu padre, dónde está?

No lo dijo tan bajo que no llegara a los oídos de D.ª Carolina.

–¡En el infierno!—exclamó con acento rabioso.—¡Allí debía estar ese bárbaro!

Todo el respeto que durante una larga vida había ido acumulando sobre la cabeza de su marido huyó repentinamente, barrido por la tempestad que rugía en su alma. ¡Qué recriminaciones! ¡Qué desprecios! ¡Cuánto denuesto! Carlota y Mario hacían esfuerzos inútiles por calmarla.

Al cabo éste, pensando en la tribulación de su suegro, le buscó por toda la casa sin hallarlo. Subió a la buhardilla, que le servía de laboratorio, y antes de llegar escuchó sus pasos, firmes, acompasados, por la habitación. Miró por el agujero de la cerradura. En efecto, el célebre fisiólogo se paseaba lentamente, con las manos en los bolsillos, de un rincón a otro de la estancia, atestada de frascos y retortas, estampas de anatomía e instrumentos de física. Tenía los bigotes aún más caídos que de ordinario; los ojos aún más opacos. Éstas eran las únicas insignificantes alteraciones que se observaban en su continente. Por lo demás, la misma suave serenidad se esparcía por su rostro reflexivo; la misma dignidad científica surgía de sus movimientos. Mario empujó la puerta. D. Pantaleón detuvo el paso y volvió hacia él su mirada vaga. Avanzó algunos pasos y le estrechó largo tiempo entre sus brazos en silencio. Al cabo dijo, apartándose, con acento solemne:

–Transformaciones de la materia. ¡Una mártir más de la ciencia!

Mario le contempló lleno de pasmo, como siempre que se acercaba desde hacía algún tiempo a aquel hombre extraordinario.