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El origen del pensamiento

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D.ª Carolina dirigió una sonrisa dulce al violinista, en cuyos ojos se pintaba el espanto.

–Presentación, abre—dijo aquélla llamando con los nudillos a la puerta.—Timoteo necesita hablar contigo dos palabras.

–Nada tiene que hablar Timoteo conmigo—respondieron de adentro.

D.ª Carolina volvió de nuevo su fisonomía condescendiente hacia Timoteo, dibujándose en ella otra dulce sonrisa.

–Sí, hija mía, sí. Es una cosa seria lo que tiene que decirte. Abre.

–Ni seria ni risueña: no quiero oír nada—repuso Presentación.—Que se vaya.

D.ª Carolina sonrió nuevamente y apretó la mano del violinista. Éste se hallaba consternado.

–Vamos, no seas terca. Abre, hija.

–¡Que se vaya! ¡que se vaya!—repitió la joven con más fuerza.

–Háblele usted por el agujero de la llave. No hay otro medio—dijo la esposa del fisiólogo empujando a Timoteo.

Éste bajó la cabeza y aplicó su boca húmeda a la cerradura.

–¡Presentacioncita! Yo soy un indigno gusano…

–¡Váyase usted! No quiero oírle.

–Pero la adoro a usted con toda mi alma. Es usted desde hace mucho tiempo la estrella confidente de mis amores, y adonde quiera que el destino me arrastre bien puede estar segura que eternamente será mi bandera, bajo la cual pelearé hasta derramar la última gota de mi sangre…

La voz del violinista, al pasar por el agujero de la llave, producía un zumbido oscuro, lamentable, en el cual apenas podían percibirse las palabras. Presentación no respondía. Sin embargo, la imagen expresiva de la bandera y de la gota de sangre debieron de enternecer un poco su corazón. Al cabo de un rato repitió por máquina y con menos fuerza:

–Que se vaya… que se vaya.

–Presentacioncita—aulló de nuevo Timoteo,—¡quisiera morir por usted! Quisiera morir cuando el sol traspone los montes lejanos del horizonte, cuando muere la luz entre celajes de ópalo y grana. Quisiera morir, y sería feliz si supiese que en mi tumba solitaria vendría usted a depositar algunas margaritas silvestres…

Timoteo repetía los conceptos poéticos que más habían herido su imaginación en la letra de los nocturnos y canzonetas que tocaba. Presentación guardó silencio. Al cabo de un rato aquél volvió a zumbar, incurriendo en flagrante contradicción.

–¡Presentacioncita, por Dios, no me deje usted morir así!

Después de una larga pausa se oyó la voz de la niña que profería estas notabilísimas palabras:

–Mamá, haz lo que quieras.

Inmediatamente Timoteo se sintió en los brazos de su futura suegra. Pálido, trémulo, aniquilado de emoción, se dejó arrastrar de nuevo por aquélla a la sala.

¿Qué pasó allí? Apenas es necesario manifestarlo. D.ª Carolina dio rienda suelta a su corazón magnánimo. Se mostró ante los ojos húmedos de Timoteo, no con la apariencia desagradable que hasta entonces se había visto precisada a adoptar, sino como lo que era en realidad, un tesoro de indulgencia y generosidad. Media hora de conversación íntima bastó para que Timoteo se viese tratado con la confianza y cariño de un hijo mimado. No sólo aquella bondadosa señora dio su pleno consentimiento para la boda, sino que ofreció su apoyo para vencer la única grave dificultad que para ella se presentaba, la voluntad de su marido. D. Pantaleón, el terrible D. Pantaleón, seguía pesando como una losa sobre los deseos y aspiraciones de la familia. Aún más: D.ª Carolina llegó a consentir que la llamase mamá cuando estuviesen solos, y le prometió tutearle en el mismo caso. ¡Pero cuidado con que llegase a noticia de su marido! No satisfecho su tierno corazón con esto, al despedirse, cerca de la escalera, de su futuro hijo político le dio un beso maternal en la frente. De tal modo que Timoteo bajó los peldaños tambaleándose de gozo, no sin besar antes las manos de aquella adorable señora, derramando sobre ellas un raudal de lágrimas y saliva.

Los dioses no se fatigan jamás cuando quieren hacer a un mortal feliz o desgraciado. Aún le tenían reservado a nuestro artista un nuevo triunfo que saboreó al llegar a su casa. En ella le aguardaba el padre Laguardia, más huesudo y más inquieto que jamás lo había sido. Timoteo no le conocía más que de vista. Después de saludarle rápidamente, el presbítero le preguntó con agitación:

–Venía a que usted me dijese, si es que lo sabe, dónde vive actualmente su amigo Llot.

–¿Mi amigo Llot?

–O su enemigo. Es igual. Dónde vive es lo que me importa averiguar.

–Pues no lo sé, ni lo he sabido nunca.

–¡Nadie! ¡nadie!—exclamó el clérigo terciando el manteo y comenzando a dar vueltas por la habitación como un loco.—¡Nadie sabe dónde se esconde ese pillo!… Porque es un pillo, ¿sabe usted?—añadió encarándose con Timoteo ferozmente como si no esperase más que éste le contradijese para arrojarse sobre él.—¡Un granuja! ¡un miserable! ¡un estafador! ¡En cuanto le tropiece le piso la cara!

–¡No puede ser!—dijo Timoteo inundado de gozo.

–¿Que no puede ser?—chilló el cura abalanzándose a él y sujetándole por la solapa de la levita.—¿Cree usted que yo no soy capaz de pisarle la cara?

–No es eso. Lo que yo quería decir es que me extrañaba que un muchacho tan inocente, que parecía una palomita sin hiel…

–¡Una palomita!—exclamó D. Jeremías sonriendo sarcásticamente.—¡Una palomita!… ¡Un raposo!—profirió con grito horrísono.—Un raposo a quien hay que cortar las orejas, a quien hay que desollar vivo.

Y comenzó de nuevo a dar paseos agitados lanzando al mismo tiempo tremendas imprecaciones.

Al fin se dejó caer en una silla y se puso a contar lo que le pasaba.

Godofredo le había ido sacando poco a poco y con diferentes pretextos algunas cantidades, las cuáles sumaban a la hora presente seiscientas y pico de pesetas, desapareciendo de la noche a la mañana. No era eso lo peor. Lo verdaderamente infame es que se había valido de su nombre para estafar una porción de dinero a algunos amigos: al cura de San Ginés sesenta duros, al capellán de las Adoratrices cuarenta y cinco, al excusador de San Millán diez y seis, etc., etc. Iba pidiendo estas cantidades como si fuesen para D. Jeremías. Cuando presumía que no bastaba la palabra, presentaba una carta falsificando la firma… Además, había encargado un sin fin de misas por el alma de su madre, y de toda su parentela, sin que jamás hubiese dado un cuarto a los sacerdotes que las dijeron. Resultaba, en fin, debiendo y estafando a todas las personas con quienes le había puesto en relación…

D. Jeremías no podía estarse quieto mientras relataba tales infamias. Se sentaba, se alzaba, paseaba, manoteaba, chillando al mismo tiempo como un energúmeno.

Timoteo sentía correr por sus venas un estremecimiento dulcísimo. A la agitación y cólera que reflejaba el rostro del presbítero oponía su semblante una placidez verdaderamente paradisíaca.

Y más se acentuó esta expresión de beatitud celeste cuando vio salir a D. Jeremías como un huracán, sin decirle adiós siquiera, gritando al trasponer la puerta:

–En cuanto le tropiece, no hay más, ¡le piso la cara!

XVI

Don Laureano Romadonga no era hombre que se dejase aprisionar fácilmente por los artificios femeninos; que comprometiese el sosiego de su vida, sus placeres, su independencia por una mujer, cualquiera que ella fuese. Conocedor profundo de la existencia, había formado hacía mucho tiempo su plan, y de él no se apartaba una línea. Sus días se deslizaban serenos, risueños, libando voluptuosamente la corta cantidad de miel que sólo proporciona este valle de lágrimas a los solterones ricos y sanos.

Desgraciadamente la impetuosidad absurda de su última querida había venido a turbar el curso sereno de estos días. Hacía ya algún tiempo que el viejo seductor comprendiera que le convenía cortar estas relaciones enfadosas. Si no lo ponía en práctica, como en casos semejantes había hecho, no era por falta de voluntad, sino por el temorcillo que la navaja de la chula había logrado inspirarle. No obstante, después de la escena escandalosa del teatro, la separación quedó resuelta en principio. Aunque por un refinamiento de hombre gastado le placiesen para queridas las mujeres de genio vivo y hasta un poco agresivas, los arranques de la hija del sillero rebasaban ya los límites de lo tolerable. No era posible continuar. Sus planes sabios corrían peligro de hundirse para siempre con aquella chiquilla violenta y caprichosa.

Era demasiado listo, sin embargo, para dejar traslucir sus propósitos. Continuó en apariencia tan enamorado. Mantuvo a la Conchita en la ilusión de ser su última y definitiva querida. Hasta le dejó entrever algunos tenues y lejanos rayos de luz matrimonial. Mientras tanto, allá en el fondo de su cerebro artificioso se elaboraba tranquilamente un plan maquiavélico que iba a marchitar en flor tanta dulce esperanza. Romper con la chula quedándose en Madrid era expuestísimo. Aunque avisase a la policía, tenía la seguridad de que Concha le daba una puñalada por la espalda. ¡La conocía bien! A aquella muchacha fiera y escandalosa le importaba un bledo ir a presidio o a la horca con tal de satisfacer su venganza. Era necesario escapar de Madrid. ¿Adónde? Después de meditar varios días este punto, se decidió por París. Aquella inmensa ciudad, emporio de todos los placeres, convenía admirablemente a los fines interesantes que Romadonga perseguía en esta vida. Pasar el invierno en París; desde allí, cuando viniese el verano, trasladarse a Biarritz o San Sebastián; en el mes de Octubre, trascurrido ya cerca de un año, regresar a Madrid. En todo este tiempo la hija del sillero le olvidaría, hallaría otro acomodo, desaparecería de Madrid. ¿Quién sabe lo que podía suceder?

Resuelto, pues, a llevar a cabo el proyecto, comenzó sigilosamente a hacer sus preparativos. Vendió los coches y los caballos, giró a la capital de Francia dinero, envió a su criado por delante con los objetos necesarios, hizo la maleta; y una tarde se metió cautelosamente en un coche del Sud-exprés y huyó de Madrid sin dar cuenta a nadie de su viaje. Una hora antes había estado en casa de su querida. Con sarcasmo mefistofélico pasó largo rato hablándole de planes para lo porvenir, prometiendo llevarla pronto a vivir consigo y viajar con ella algunos meses y comprarla una magnífica cama que juntos habían visto en un escaparate de la calle de Alcalá. Estuvo jocoso y seductor como nunca. Al despedirse le dijo que vendría de noche a buscarla para ir a un teatrito por horas, y que estuviese ya vestida y no se hiciese esperar. La sonrisa cruel que plegaba sus labios al bajar la escalera inspiraba frío y miedo.

 

¡Pobre niña! ¡Cuán ajena estaba del pensamiento que bullía en la mente de aquel hombre egoísta, sin entrañas!

Mientras corrió el tren por los campos de España, todavía la imagen de la chula venía de vez en cuando a turbar su espíritu. Pero en cuanto atravesó la frontera se le borró por completo. Al llegar a París buscó un cuartito amueblado en lo más céntrico; alquiló coche, compró caballo, se hizo socio de dos clubs aristocráticos y comenzó a hacer la vida a que sus convicciones filosóficas le arrastraban. De tal suerte, que a los quince días se encontraba infinitamente mejor que en Madrid, y principiaba a sospechar que no sólo aquel invierno, sino todos los que a Dios pluguiere concederle, iba a pasar en aquella hermosa capital.

La existencia de Romadonga se deslizaba serena, feliz, egoísta como la de un dios, viviendo únicamente para sí y contemplando con augusta indiferencia los dolores y las alegrías de los otros. Excusado es decir que el sol que más iluminaba y amenizaba aquella existencia era la mujer. Pero no una mujer determinada; la mujer en general; hoy una, mañana otra. Después de paladear la fruta hermosa, pero un poco insípida, de las burguesas madrileñas y morder en la guindilla de las chulas, las cortesanas parisienses, tan elegantes, tan ingeniosas y cultas, le parecían un bocado exquisito. Y hay que confesar que supo aprovecharse. En poco tiempo fue popularísimo entre ellas. Le llamaban riendo el fidalgo español. Su carácter frío, su ingenio reconocido y el cinismo con que se expresaba logró dominarlas. Hasta el exagerado acento extranjero contribuía a dar más gracia a sus frases insolentes en el fondo y correctas en la forma.

Gozando de más libertad que en Madrid, con gozar aquí mucha, tan pronto se le veía con una dama del brazo como con otra, creyendo a puño cerrado que la Naturaleza sólo es bella por su rica variedad. A ciertas horas del día hallaríasele invariablemente paseando por los boulevares con el cigarro en la boca balanceando su esbelta figura entre la muchedumbre; dirigiendo su mirada atrevida, escrutadora, a las bellezas que cruzaban cerca, inclinándose a un lado y a otro para ver mejor; a veces teniendo el paso y siguiéndolas con la vista largo rato.

–Es guapa esa barbiana, ¿verdá tú?

Romadonga sintió un escalofrío mortal correr por sus venas. Volvió el rostro espantado y se encontró con la mismísima Concha. Instintivamente puso las manos por delante.

–¡No seas tan jindamón, hombre!—profirió la chula con voz ronca, apoyándose en cada sílaba y mirándole de arriba abajo con ojos torvos, despreciativos.—¿No ves que soy una mujer?

La vergüenza hizo que volvieran los colores a las pálidas mejillas del fidalgo español.

–Es que tú no eres una mujer como otras… ¡Ya lo creo, caramba!… ¡Pues si me descuido, caramba!

–¡Ya lo creo! ¡Si te descuidas, caramba!—exclamó haciendo burla la chula.

En verdad que Romadonga estaba descompuesto y aturdido que daba lástima.

–Si te descuidas, ¡na!—prosiguió Concha.—El día que se me meta en el moño te clavo el corazón, con cuidao o sin él… ¿Qué te has figurao, viejo silbante, que después de lo que has hecho conmigo me ibas a tirar a la barredura, como un papel sucio?… ¡Ja, ja!… Que se te quite, infeliz.

El traje, la actitud y la voz de la chula habían hecho pararse a algunos curiosos. D. Laureano, avergonzado y alentado al mismo tiempo, exclamó irguiéndose:

–Vaya, vaya, déjame en paz y sigue tu camino. Nada tengo que partir contigo.

–¿Nada tienes que partir conmigo, malvao? Y la criatura que he dejao en Madrid ¿es la punta de un cigarro que tiras a la calle cuando empieza a quemarte, verdá tú? Y mi honra es otra colilla ¡puf! que se escupe y no se vuelve a mirar… Aquí tienen ustedes un hombre, señores (volviéndose a los circunstantes, que no entienden una palabra y contemplan asombrados la escena). ¿Ven ustedes este viejo baboso, que tiene más años que Matusalén, más pintao que un monumento y más perfumao que una corista? Pues este tío ha conseguío chalarme no sé por qué… por la labia, por la fachenda, por las mentiras… en fin, por lo que a ustedes no les importa. Y luego que me ha visto chalá, y me ha deshonrao, y me ha tenío tres años sujeta como una mona, de la noche a la mañana y sin decir «agur Conchita,» se escapa a París, y ¡venga juerga con las suripantas!… ¡Qué bonito! ¿verdá ustedes?… Pero como yo soy hija de mi padre y de mi madre, y no hay más que una vida que perder, y de mí no se ha reído ningún roío dao por tal como éste, a este tío asqueroso nadie le mata más que yo, ¿saben ustedes?

D. Laureano vio un agente de policía acercarse y, envalentonado, se atrevió a decir con tono despreciativo:

–Anda, anda, sigue tu camino, que todo lo que te he quitado te lo he pagado en buenos billetes de Banco.

Los ojos de Concha relampaguearon como los de una pantera.

–¿Dinero por mi honra, canalla?—gritó en el paroxismo de la cólera.

Y llevándose la mano al seno, sacó rápidamente una navaja de grandes dimensiones, la navaja de marras. Pero en aquel instante las manos del agente la sujetaron por detrás, D. Laureano retrocedió más pálido que la cera.

–Déjenme ustedes que saque las tripas a ese infame—gritaba la chula tratando de desasirse.

Pero al volver la cabeza para ver quién la sujetaba, quedose repentinamente inmóvil.

–¡Un guindilla! Está bien. Tome usted—dijo entregándole la navaja tranquilamente; luego, subiéndose el mantón y apretando el nudo del pañuelo, añadió:—Lléveme usted a la cárcel.

Y volviéndose a Romadonga en una actitud fría, desesperada, que inspiraba miedo y lástima al mismo tiempo, con terrible calma dijo:

–No tardaré en salir. Te juro por la salud de mi hijo que pronto tendrás noticias mías. Cuando recibas el golpe, si tienes tiempo a pensar, ya sabes quién te lo ha dado.

Estas palabras desgarraron el corazón magnánimo de D. Laureano. La vida es dulce a todos los mortales, pero muy especialmente lo era para aquel hombre venerable. Recibir una puñalada por la espalda sin aviso de ninguna clase, le era profundamente desagradable. Así que, antes de que el policía llevase consigo a Concha, se dirigió a él y, en francés chapurrado, le manifestó que aquella señora era su esposa y que le hiciese el favor de soltarla.

Esto fue lo único que comprendió el círculo de curiosos que les rodeaba. La noticia causó sorpresa y no poca risa. El agente no se avino a ello sin llevarlos a ambos antes a las oficinas de la policía. Entonces Romadonga, con la galantería propia de un fidalgo español, ofreció el brazo a la chula y se fueron escoltados por el guardia. La muchedumbre aplaudía riendo.

XVII

Mario llegó a ser un escultor distinguido. Llovieron las demandas de obra en su estudio. Bustos, estatuas, jarrones, mausoleos, todo lo trabajó con gloria y provecho. Comenzó a ganar sumas considerables.

Alquilaron un buen cuarto en la calle Mayor, cerca de la de Ramales, donde sus padres habitaban. Vivieron con desahogo, hasta con lujo; pero sin despilfarro. El ingenioso Sánchez y D.ª Carolina andaban un poco apurados de dinero por los gastos del primero en publicaciones, instrumentos científicos, excursiones, etc, etc. Carlota los protegía. Pero a Mario le parecía siempre poco lo que les daba. Era tan infeliz aquel muchacho, que cuando doña Carolina venía a llorarle alguna lástima, por su gusto le entregaría todo el dinero que había en la casa.

–¿Para qué necesitamos nosotros tanto?—decía a menudo a su esposa.

–Para nuestro hijo y para los que puedan venir—respondía Carlota.

Mario le apretaba la cara con entusiasmo.

–Lo que yo pido para mi hijo—exclamaba—es que le gusten las artes y encuentre una mujer como tú. ¡Entonces vale la pena el haber nacido!

El pequeño Mario tenía ya cerca de cuatro años. Era un niño fresco, sonrosado, con grandes ojos suaves y límpidos y una boca de cereza plegada siempre por sonrisa angelical. El escultor le adoraba con frenesí por ser su hijo y además porque era un retrato en miniatura de Carlota. La misma dulzura en la mirada, la misma apacibilidad, la misma igualdad de humor. Cuando aquélla quería que su marido descansase, no tenía más que enviar al niño al estudio. Mientras estuviese allí tenía la certeza de que Mario no tomaría los palillos o el cincel en la mano.

Todo sonreía, pues, a la familia del célebre antropólogo, el cual no cesaba un instante en sus indagaciones preparando a sus descendientes gloria inmortal.

El descubrimiento del origen del pensamiento, aunque no realizado todavía, se hallaba en camino. Últimamente, D. Pantaleón había levantado la tapa de los sesos a un perro, y por espacio de algunos segundos pudo observar el juego de su mecanismo cerebral. Por desgracia, el perro falleció al instante. Sólo ligerísimos apuntes sacó para el famoso descubrimiento. Pero estos apuntes fueron agua preciosa para su molino. El insigne fisiólogo vio hasta cierto punto comprobadas sus felices adivinaciones. En el corto tiempo de que dispuso observó que la sangre de la masa encefálica cambiaba de color en diferentes sitios, tornándose unas veces más clara, otras más oscura. Era, pues, exacto que la fabricación del pensamiento debía de semejar bastante a una destilería, como él había presumido.

Una contrariedad de otro orden vino a perturbar momentáneamente el curso de estas indagaciones. El matrimonio de su hija Presentación iba a llevarse pronto a efecto. Timoteo entraba a todas horas del día en la casa y era considerado ya como un hijo más. Se hacía el equipo, se amueblaba un cuarto en sitio próximo, se arreglaban los papeles. Mas he aquí que un día, al bajarse Timoteo para recoger un corcho que se había caído al suelo, vio don Pantaleón en su cuello una mancha encarnada que al punto le pareció de carácter herpético. Nada dijo por entonces. Procuró con maña cerciorarse. Pronto logró averiguar que Timoteo, en efecto, padecía de herpetismo. El fisiólogo comprendió que era de todo punto imposible la realización de aquel matrimonio.

Por la noche, hallándose a solas, se lo hizo entender así a su esposa con la debida suavidad: no habría exageración en decir timidez. Expuso las razones que tenía para hallar tal unión desacertada, todas rigorosamente científicas y basadas en los últimos progresos de la antropología. El herpetismo significaba una degradación física como todos los vicios de la sangre. Nosotros estamos obligados no tan sólo a no contrariar la selección natural, sino a favorecerla por cuantos medios podamos. Debemos evitar a todo trance que procreen los seres que no estén perfectamente sanos si queremos que la raza vaya siempre mejorando, etc.

D.ª Carolina no hizo caso alguno de estas observaciones. Antes tomó pie de ellas para vejar al fisiólogo, maldiciendo de sus aficiones y recordándole con pesadísimas palabras las quemaduras de su hija. Insistió a los pocos días con idéntica suavidad. Nada. La esposa respondió aún con más acritud y desprecio. Entonces, viendo que sus esfuerzos eran inútiles para impedir aquel matrimonio rechazado por los progresos biológicos, se le declaró una tristeza negra que le privaba del apetito y del gusto por la experimentación. Esta gran melancolía hizo crisis a los pocos días con una extraña explosión que puso en espanto a toda la familia.

Pasando una mañana Timoteo desde la sala al comedor, D. Pantaleón, que al parecer estaba apostado en uno de los cuartos del pasillo, se arrojó sobre él de improviso, le echó las manos al cuello y hubiera concluido probablemente por estrangularle si al ruido no hubiera acudido la gente de casa. A duras penas consiguieron arrancárselo de las manos. Todavía, sujeto por Mario, Carlota, D.ª Carolina y la criada, gritaba como un energúmeno, los ojos inyectados, el semblante descompuesto:

–¡No se casará usted con mi hija, no! ¡Yo lo impediré aunque sea a costa de mi sangre!… En mi casa no atacará nadie impunemente la ley de la selección… ¡Vergüenza había de darle, con los caracteres orgánicos que usted presenta, intentar un matrimonio que ha de ser funesto para la raza!… Yo no quiero una descendencia degradada… ¿Lo oye usted bien?… ¡No la quiero!

 

La excitación fue tanta que al fin cayó privado de conocimiento, echando espuma por la boca.

Recobró al poco rato el sentido; estuvo enfermo algunos días; al cabo curó por completo sin que el ataque hubiese dejado rastro alguno como se temía. La boda de Presentación se realizó sin ningún otro incidente desagradable. Todo volvió a quedar en paz.

Mario y Carlota no dejaban de aprovechar los momentos que aquél tenía libres para solazarse, unas veces yendo a paseo, otras al teatro, otras, en fin, comiendo en los restaurants. Era tanto lo que se placía el escultor en estos festines matrimoniales que Carlota consentía en ellos de buen grado, aunque no le gustasen por espíritu de orden y economía.

Una de las pocas amigas que tenía vino un día a invitarla para asistir a cierta comedia casera. Esta amiga era a su vez invitada, pero tenía libertad para llevar a quien quisiese. Consultó el caso con su marido. Hallolo bien Mario y aun prometió acompañarlas si alguna ocupación urgente no se lo impedía. Como era domingo el día señalado, y por la tarde, no hubo inconveniente. Ambos se fueron, pues, de bracero a buscar a la amiguita y de allí a la calle del Amor de Dios, donde estaba la casa en que la representación iba a efectuarse. Era un edificio bajo, antiguo, bien conservado, de un solo piso, en el cual vivía únicamente su propietaria, una señora viuda con dos hijas solteras, un hijo y una nieta de catorce a quince años. Desde que se ponía el pie en el portal se observaba el espíritu religioso, la economía y la limpieza que reinaban en aquella casa. Los muebles de la antesala eran feos y antiguos, pero brillaban por el frote de la bayeta y el cepillo. En uno de los ángulos había un pedestal con una Purísima de yeso, pintada. Los pasillos amplísimos y enjalbegados como los de un convento.

Pasaron a un gabinete donde había ya reunidas bastantes personas y donde la señora de la casa los recibió con amabilidad grave y protectora. Era una dama extremadamente alta, de bastantes años, enjuta, con ojos negros de mirar imponente, los blancos cabellos pegados a la frente con goma. Vestía de negro y estaba sentada en un elevado sillón de cuero, mientras que todos los demás se hallaban acomodados en sillas más bajas. De suerte que D.ª Fredesvinda, que así se llamaba, parecía una reina rodeada de su corte. Y ciertamente, la pausa con que hablaba y la majestad de sus ademanes contribuían bastante a hacer la semejanza más perfecta. Las dos hijas solteras que se encontraban en el círculo de los tertulios pasaban ya de los treinta, y vestían el traje con que iban a representar, lo mismo que la nieta. Estaba también el padre de ésta, viudo, hijo de la señora, y que no habitaba la casa porque sus costumbres independientes no se compadecían con el régimen austero que allí se observaba.

D.ª Fredes era aficionadísima a la literatura, a la música y en general a todas las artes; se creía muy competente, y sus tertulios asiduos la creían también. Reuníanse en aquella casa los domingos varios poetas y poetisas, alguna de las cuales tocaba asimismo el piano. Solía ir un pintor de marinas que había presentado algunas en distintas exposiciones, sin que hasta la fecha le hubiesen dado recompensa alguna. D.ª Fredes juzgaba esto una de las grandes injusticias del siglo diez y nueve. Para ella, Martínez, que así se llamaba el pintor, era uno de los artistas más eminentes que hubiese producido la España contemporánea. Con lo cual dicho se está que D.ª Fredes era para Martínez el más profundo de los críticos actuales. Era igualmente tertulio un profesor de flauta que había compuesto y publicado varias tandas de valses, una de las cuales había tenido el honor de dedicar a aquella señora. No quedaba sin representación, pues, más que la escultura. Por eso Mario fue acogido con extraordinaria benevolencia.

Inmediatamente, lo mismo él que Carlota, a una señal, mitad amable mitad imperiosa, de la notabilísima señora, fueron a sentarse, formando como los demás círculo en torno de ella. Pasados algunas instantes se dignó dirigirle desde su alto sitial las siguientes palabras:

–Ha llegado a mis oídos, Sr. Costa, que es usted un escultor muy distinguido. Tengo verdadero placer en verle en esta casa, por donde tantos artistas eminentes han pasado y pasan todos los días.

Tan benévolas palabras, pronunciadas con extraordinaria calma y firmeza, produjeron en el auditorio emoción respetuosa. Todos los rostros se volvieron hacia Mario, felicitándole con la mirada por ser objeto de ellas. El escultor dio las gracias sin parecer tan sensible a la honra que se le dispensaba.

Después de algunos momentos de silencio D.ª Fredes volvió a tomar la palabra con idéntica calma y majestad.

–La escultura es un arte muy bella. Sé que los griegos la han cultivado con mucho lucimiento. Pero yo no puedo aprobar de ningún modo que presenten sus estatuas desnudas. Ésta es mi opinión y la he expresado ya en varias ocasiones, como alguno de los que me escuchan sabe perfectamente.

Hubo un murmullo de aprobación en el gabinete. El profesor de flauta apuntó tímidamente que, en efecto, él conocía la opinión de D.ª Fredesvinda hacía ya mucho tiempo. Ésta le dirigió una mirada grave y afectuosa.

Mario iba a contestar, pero ya D.ª Fredes, cumpliendo un deber de cortesía, había convertido la atención a otro asunto.

–Recareda—dijo volviéndose a una de sus hijas,—enseña el pañuelo de que hemos hablado el domingo pasado a tu amiga Marcela.

La hija, que era ya una mujer bien ajada, próxima a los cuarenta, se apresuró a cumplir la orden sacando de un estuche que descansaba sobre la chimenea un pañuelo de narices bordado. Elogiolo su amiga con entusiasmo; después lo hizo pasar de mano en mano, recibiendo de todos las mismas alabanzas. Cuando volvió de nuevo al estuche, doña Fredes dijo:

–Este pañuelo fue bordado por mi hermana Práxedes, que Dios haya. Cuando lo estrenó en un baile del Círculo de Cosecheros, llamó tanto la atención, que se supo en Palacio al día siguiente. La reina envió por él para verlo y quiso que se le hiciese otro igual. No fue posible. Ninguna bordadora de Madrid osó comprometerse a ello.

Las palabras de D.ª Fredes produjeron, como siempre, un efecto inmenso en la tertulia.

Mario y Carlota estaban asombrados de todo aquello. La majestad de la señora, el aparato de que se rodeaba y las ideas extrañas que salían de su boca les hacía mirarse de vez en cuando llenos de estupor. Pero tanto y más que esto les impresionaba el respeto profundo que todos los tertulios la tributaban. De tal modo que, cuando por el gesto se conocía que iba a hablar, inmediatamente quedaba todo en silencio. Mientras permanecía callada, charlaban unos con otros, pero siempre en voz baja, como si se hallasen en un templo o en la misma cámara real. Sus hijas Recareda y Valeria, jamonas de alto bordo, se mostraban ante ella tan respetuosas, tan obedientes y sumisas como niñas de diez años; y lo mismo su hijo viudo, lleno de canas. Un gesto, una mirada de su madre bastaban para paralizarlos cuando estaban hablando. Y si no sucedía tanto con los demás tertulios, algo se aproximaba. Todos parecían tener fe ciega en las altas disposiciones de aquella señora singular y reconocían de buen grado su autoridad.

En el gabinete no había lujo. Los muebles y el decorado no acusaban gran riqueza, sino el mediano bienestar de una familia burguesa. Pero todo ello tenía un sello de antigüedad y de orden que lo hacía más respetable que el suntuoso decorado de un palacio moderno. La autoridad indiscutida de D.ª Fredesvinda parecía reflejarse en las paredes de la estancia.