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El origen del pensamiento

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El hijo predilecto de la Iglesia, sonriente y ruborizado, sacó del bolsillo del gabán un librito de cubierta elegantemente impresa a dos tintas, lo abrió por la primera página, donde aparecía el retrato de la santa duquesa de Turingia grabado en madera, y lo entregó abierto a la señá Rafaela.

–Es guapa la chica y muy joven… y le sienta bien la corona—manifestó la prendera después de calarse los lentes.—Oiga, Godofredito, tengo una idea de que había usted pedido el retrato a Presentación, su antigua novia, para este mismo libro…

–Sí, señora, se lo había pedido—respondió el joven con embarazo.—Y ya estaba grabado, pero las circunstancias… ya ve usted…

–Sí, sí; me hago cargo… La pobrecita está bien desfigurada. El otro día la he visto con su madre en la calle del Carmen.

–No ha sido precisamente eso lo que me ha detenido.

–Tiene mucha razón; la hermosura es cosa pasajera… Pero no le convenía por la posición. Usted merece una chica rica…

–Tampoco es eso—se apresuró a decir Llot.—Lo único que ha enfriado nuestras relaciones y ha concluido por romperlas son las ideas de su padre. De algún tiempo a esta parte ¡se ha vuelto tan impío y materialista! No hace más que escandalizar en todas partes.

–¡Eso, eso es precisamente lo que yo estaba pensando!—exclamó la anticuaria.—Un caballero de tanta religión como usted no podía emparentar con un hombre tan escandaloso. ¡Toda, la culpa la tiene ese bribón de las gafas!—añadió arrojando miradas fulgurantes hacia el sitio donde estaba Moreno.—¡Si don Pantaleón antes era un bendito! Recuerdo que una vez que estuve en su casa se levantó una tempestad de truenos y relámpagos. Pues él fue quien cerró los balcones y encendió la tenebraria y el primero que se puso a rezar a Santa Bárbara.

Godofredo estaba inquieto, porque la plática se inclinaba demasiado a la murmuración. Así que, bajando los ojos con suave expresión de mansedumbre, dijo en voz apagada:

–A uno y a otro les ha de juzgar Dios. A nosotros no nos toca más que compadecerlos y hacerles todo el bien que podamos.

La prendera le miró enternecida.

–¡Oh, qué dichosa sería su mamá si fuera todavía de este mundo! Desde el cielo le estará bendiciendo.

–¡Así sea!—exclamó el joven levantando sus ojos límpidos al techo.—Mi mamá era una santa, y podría suponerse que está en el cielo; pero como nadie conoce los inescrutables designios de Dios, yo hago por su alma cuanto puedo. Me haría usted, D.ª Rafaela, un favor inmenso, que no olvidaría jamás, si la encomendase a Dios en sus oraciones.

–Con todo mi corazón. Pierda usted cuidado. No dejaré un día de rezar por ella y en el aniversario confesaré y comulgaré por su intención.

–¡Oh, señora, eso es demasiado!—exclamó Llot abrumado por tanto favor.

–Eso no significa nada. Ya sabe que yo me confieso cada ocho días.

–Sí, ya conozco sus costumbres piadosas; pero de todos modos, ya le debo otras atenciones que aunque de categoría menos elevada…

–No hablemos de eso, Sr. Llot—se apresuró a decir la señá Rafaela extendiendo la mano.

–Hablemos, sí, señora. Yo no puedo olvidar ni un instante los favores que se me hacen. Precisamente había venido esta noche a arreglar nuestras cuentas.

–¿Pero qué prisa corre, criatura? Tan seguro tengo el dinero en su poder como en el mío.

–Sin embargo, por lo mismo que ha sido usted tan buena siempre para mí, no quisiera perjudicarla en lo más mínimo. Vamos a ver lo que le debo.

Al mismo tiempo sacó del bolsillo un librito de memorias y leyó con voz suave diversas cantidades que la anticuaria le había prestado en distintas ocasiones: un día treinta duros, otro setenta, otro cincuenta. Entre todas sumaban mil quinientas cincuenta pesetas.

–Bueno—dijo el joven metiendo la cartera de nuevo en el bolsillo.—Vamos a hacer una cifra redonda. Le debo a usted dos mil pesetas.

–No, señor; no me debe usted más que mil quinientas cincuenta.

–Sí, señora, le debo a usted dos mil, porque va usted a hacerme el favor de prestarme otros noventa duros… Necesito hacer algún regalito a mi novia y tengo poco dinero—manifestó el joven poniéndose rojo como una amapola.

D.ª Rafaela quedó un poco sorprendida de aquel modo original de saldar cuentas; pero viendo el rostro de Godofredo cubierto de rubor, sus ojos serenos, inocentes, posarse dulcemente sobre ella con encantadora expresión de vergüenza, no pudo menos de sonreír.

–¡Conque regalitos, eh! Vamos, no se ponga usted colorado.

El hijo predilecto de la Iglesia se puso mucho más rojo aún. Parecía que iba a saltar la sangre de sus tersas mejillas.

A la prendera le hacía extremada gracia aquel rubor: para gozar más de él le mortificó todavía algún tiempo. Al fin echó mano al portamonedas. Pero Godofredo la detuvo dirigiendo una mirada de susto a la mesa de sus antiguos amigos.

–No; aquí no, señora. Hay muchos curiosos. ¿Quiere usted salir a la calle un momento?

–Con mucho gusto. De todos modos, es hora ya de retirarme.

D.ª Rafaela se levantó de la silla y salió. El hijo predilecto de la Iglesia saludó a un amigo para figurar que no iba con ella, pero la siguió inmediatamente.

Una vez en la calle, libre de la vergüenza que le producía la luz y la presencia de la gente, dejó escapar los tiernos sentimientos de cariño y gratitud que rebosaban de su virgen corazón. Mientras caminaba hacia la Puerta del Sol en compañía de la prendera, con labio balbuciente y seductora timidez le hizo algunas candorosas confidencias sobre su situación y sus proyectos. La señá Rafaela sonreía siempre con extraordinaria complacencia, sorprendida de hallar en estos tiempos miserables un joven de corazón tan sano. Godofredo se mostraba hacia ella atento y respetuoso, como pocos hijos suelen estarlo con sus madres. Al llegar a una estrecha travesía la anticuaria se detuvo, avanzó algunos pasos por ella y, protegida de la obscuridad, sacó su portamonedas y le entregó la cantidad del pico en billetes. Godofredo los tomó con mano temblorosa y permaneció mudo frente a su bienhechora sin acertar a emitir una palabra de gracias, embargado enteramente por la emoción. Al fin, con voz alterada, pudo exclamar:

–¡Oh, señora, cuántos beneficios la debo! ¡Si yo pudiera expresar lo que pasa por mi corazón en este momento!

Tan bien le sentaba el embarazo que en aquel momento sentía que doña Rafaela le dio una palmadita en el hombro, lisonjeada hasta un punto indecible.

–Eso no vale la pena, querido. Para mí es un gusto el hacerle cualquier pequeño favor como éste.

–Lo sé, señora, lo sé—exclamó con voz melodiosa el joven—. Pero me siento turbado, porque desde que murió mi santa madre no hallé en nadie tanta dulzura. No por el dinero, sino por el cariño que usted me demuestra, no puedo menos de sentir hacia usted un afecto y un respeto parecidos a los que se sienten por una madre… Todavía voy a pedirle a usted un favor…

–Lo que usted quiera, Godofredito.

–Que me permita usted besar su mano.

La prendera quedó suspensa; vaciló un momento, pero viendo aquel rostro infantil cubierto de rubor, viendo sus ojos azules y límpidos como los de un querubín resplandecientes de gratitud, le entregó la mano sonriendo de la humildad y la inocencia de aquel niño.

–¡Qué cordero de Dios!—murmuró la buena mujer mientras sentía su mano mojada por las lágrimas de Godofredo.

Quiso éste acompañarla hasta su casa: la prendera no lo consintió.

Pero cuando se estaban despidiendo cruzó como un huracán a su lado don Laureano Romadonga.

–¿Qué le pasa a ese hombre?—preguntó la seña Rafaela.

–No sé; va muy pálido.

–Nunca le he visto de ese modo.

La señá Rafaela se apresuró a despedirse de su protegido e hizo ademán de irse hacia su casa; pero en cuanto vio a Godofredo lejos, dio la vuelta hacia el café del Siglo, porque la picaba mucho la curiosidad.

Romadonga entró efectivamente en el café del Siglo en tal estado de alteración que sorprendió a sus amigos. Sentose, o por mejor decir dejose caer sobre una silla, pidió un vaso de agua con azahar al mozo y, respirando trabajosamente, profirió roncamente:

–¡Si supieran ustedes lo que me acaba de pasar!

Eso es lo que todos querían: saber lo que le pasaba. Pero a pesar de sus vivas instancias sólo después que hubo bebido el vaso de agua a sorbos y limpiado repetidas veces el frío sudor que le manaba de la frente consintió en explayarse.

El suceso era portentoso, inaudito. Para mejor comprenderlo Romadonga hizo presente que desde hacía mucho tiempo mantenía amistad cariñosa con la marquesa viuda de Zamara y con su hija Matilde, viuda también de un primo comandante de ingenieros. Pues bien, de esta viudita tan linda como ingeniosa tenía celos su querida, la Concha, la hija del sillero, que todos ellos conocían. Celos infundados, por supuesto, porque jamás se le había pasado por la imaginación mirarla sino como una buena amiga…

La duda se infiltró en el pecho de los circunstantes al escuchar esta afirmación. Pero nadie osó producirla. D. Laureano continuó.

Ya en varias ocasiones habían tenido peloteras sobre este vano supuesto. Concha no quería que asistiese los lunes a la tertulia de la marquesa, y se ponía frenética si sabía que las había acompañado en el paseo. Un día le había amenazado con ir a casa de aquellas señoras y armarles un escándalo. Pero él no había hecho caso. ¿Cómo suponer que su locura había de llegar a tal punto? Sin embargo, llegó y aun pasó muchísimo más allá.

–Hace un momento me hallaba en el teatro de la Comedia. Era el beneficio del primer galán. La sala estaba de bote en bote. En el segundo entreacto fui a saludar a la marquesa de Zamara y a su hija Matilde, que estaban en la primera fila de butacas, cerca del pasillo lateral de los números pares. Me senté al lado de ellas en una butaca que había dejado un caballero, y estábamos bromeando alegremente, cuando de repente veo delante de mí a Concha, de pañuelo a la cabeza y mantón. Y antes de que pudiera reponerme del susto, se arroja como una fiera sobre Matilde a bofetada limpia…

 

Los tertulios lanzaron un grito de asombro.

–¡Qué atrocidad!… ¡No puede ser!

–Lo que ustedes están oyendo; a bofetada limpia y llamándola al mismo tiempo cuanto puede llamarse a una mujer—profirió trabajosamente el viejo libertino, volviendo a limpiarse el sudor.

–¿Y usted qué hizo?

–¿Yo?… Ya ven ustedes lo que hice… escapar. Los ojos se me nublaron. No vi más que una masa de gente que se levantaba gritando, riendo. Vi a Concha sujeta por dos acomodadores, gritando como ella sabe hacerlo, y vi también que el rey, que estaba en su palco, precisamente sobre nosotros, sacaba todo el cuerpo fuera del antepecho para enterarse, y sonreía… Y no vi más… Es decir, me vi en medio de la calle, sin abrigo y con el sombrero en la mano, lo mismo que estaba cuando el cataclismo.

Las exclamaciones de los circunstantes ante aquel caso extraño fueron interminables. Todos compadecían al viejo elegante: no tenían palabras bastante fuertes para condenar el brutal proceder de la chica. Sin embargo, debajo de los comentarios se adivinaba cierto regocijo que hacía brillar los ojos y pugnaba por salir en forma de carcajadas. El suceso era chistoso. Uno de ellos, cierto almacenista de camas que solía acercarse a la mesa de vez en cuando, se atrevió a decir respetuosamente:

–La verdad es que esa mujer, en mi pobre opinión, no le conviene a usted, señor Romadonga.

–¡Ya lo creo que no me conviene!—exclamó el seductor con furia.—¡Vaya una noticia que usted me da! Pero si usted hubiera visto la navaja que trae consigo constantemente, de seguro no hablaría usted con tanto desahogo.

–¿Pero sería capaz?…

–¿Capaz? ¡Anda con la niña! La mujer que tiene hígados para lo de esta noche, los tiene para todo. Me ha jurado muchísimas veces que si algún día la abandono me dará una puñalada por la espalda… Y yo estoy convencido de que me la pega… ¡Vaya si me la pega!—profirió con exaltación.—¿No lo cree usted, D. Dionisio?

–¡Qué situación, si pudiera llevarse al teatro!—exclamó el bardo con voz sepulcral, saliendo de su abstracción poética.

–Pero, hombre, ¿la quiere usted más dentro del teatro todavía?—dijo Romadonga sacudiendo la cabeza desesperadamente.

XV

Mientras una cruel pulmonía postraba en el lecho a Mario, su nombre corría por la prensa periódica, era objeto de apasionadas discusiones. El fallo del jurado, en lo que a él se refería, fue condenado como injusto por varios críticos. Otros lo sostuvieron, o por convicción o por amistad hacia los jurados, o por envidia al nuevo artista. Rivera había quedado casi tan estupefacto como Mario y casi tan acobardado. Temía que su cariño le hubiese ofuscado. Pero cuando vio la lucha empeñada lanzose intrépidamente a ella. Y la pluma del viejo periodista, tanto tiempo colgada, nada había perdido de su destreza y proverbial causticidad; vibraba a impulso de la indignación con tal donaire y desenfado que puso inmediatamente de su lado al público indiferente. Al propio tiempo, como poseía y sabía tocar la cuerda del sentimiento, sacó mucho partido de la enfermedad de su amigo, víctima de su arrojo heroico en los momentos mismos en que lo era de una miserable injusticia.

De tal modo que cuando el joven escultor se levantó de la cama gozaba de mayor reputación y gloria que si le hubiesen dado la medalla de honor. Por esta vez la envidia había errado el golpe. La primer noche que se presentó en el café, sus amigos se pusieron en pie y palmotearon briosamente. Los demás asistentes siguieron el ejemplo: se le hizo una ruidosa ovación, de la cual dieron cuenta al día siguiente los periódicos.

–El arte es la apoteosis de la inutilidad—vertió sentenciosamente Moreno al oído de don Pantaleón, ya que se hubo calmado el entusiasmo.—Cuando los objetos útiles dejan de serlo, pasan a la categoría de artísticos. Un ánfora antes servía para contener agua o vino. Hoy es objeto decorativo sobre las chimeneas o sobre columnas. Éstas, a su vez, antes servían para sostener los techos; hoy adornan los rincones de los gabinetes.

El ingenioso Sánchez se mostró profundamente interesado por estas observaciones luminosas. Cerró sus grandes ojos apagados en señal de asentimiento y meditó.

–Se ha observado—prosiguió Moreno—que los países donde se hallan más desarrolladas las tendencias artísticas son los que dan mayor contingente a los manicomios. Y es porque el arte es ante todo un juego estéril de la imaginación. El arte, lo mismo que el misticismo, concluyen por alterar nuestro desenvolvimiento orgánico. En mi concepto, lo mismo uno que otro deben ser rechazados como tendencias morbosas.

D. Pantaleón agitó las manos convulsivamente, abrió los ojos y profirió una serie de exclamaciones corroborantes. Siempre le pasaba igual al oír la palabra morboso. Este adjetivo ejercía sobre su organismo un efecto extraordinario, mágico, una sensación de deleite inefable que se le advertía en el brillo inusitado de los ojos y en el movimiento de trepidación del bigote. Cuando tenía ocasión de pronunciarlo (y la buscaba con harta más diligencia de lo que convenía a la armonía del discurso), lo mascaba, lo paladeaba con gozo indecible, percibiendo en los labios el mismo grato sabor que algunos santos experimentaban al proferir el nombre de la Virgen María. Así que sin darse cuenta de ello, el ingenioso Sánchez declaraba morbosas casi todas las cosas de este mundo. En su entusiasmo por el vocablo hubiera declarado morbosa a la misma madre que lo había parido.

Nada nuevo, pues, le decía Moreno. Muy de antemano sabía ya el ilustre fisiólogo que el arte y el misticismo eran elementos morbosos del organismo social. Lo eran también otra porción de cosas que Moreno no sospechaba siquiera. D. Pantaleón, hay que decirlo con toda claridad, había llegado más arriba en el camino de la indagación, poseía un conocimiento más completo de los resortes de la Naturaleza que su amigo. Apenas le faltaba explicación para ninguno de los infinitos fenómenos de la creación natural. Como hay de ello muchos ejemplos en la historia de la ciencia, el discípulo sobrepujaba notablemente al maestro. En alas de su genio, Sánchez había volado de golpe a regiones donde el pobre Moreno, a pesar de su aplicación asidua, no llegaría jamás.

Por eso continuaba admirando en su joven amigo la fiera independencia del carácter, la increíble fuerza de que había dado muestras para salir triunfante en la lucha por la existencia que para él había sido tan ruda, la brusca franqueza de su palabra propia del hombre primitivo nacido para el combate. Pero en cuanto al conocimiento de los problemas de la ciencia positiva no tenía por qué admirarle. Don Pantaleón poseía lo menos veinte centímetros más de circunvolución en los lóbulos cerebrales, como ha de probarse en el curso de esta verídica historia.

Desde hacía algún tiempo venía consagrando toda la fuerza de estos lóbulos a la resolución de un problema magno, el mismo que había anunciado vagamente a su yerno como algo que el mundo debía de acoger con asombro y aplauso. Este problema, hora es ya de revelarlo, no era otro que el origen del pensamiento. El ingenioso Sánchez, a la hora presente, sabía de un modo perfecto la geografía cerebral. Con ayuda de su microscopio había escrutado las innumerables células nerviosas de varios animales, siguiendo con ojo avizor la inmensa red de fibras que de ellos parten. Luego había obtenido algunos cerebros humanos y había hecho lo mismo. Conocía las piezas de la máquina. En aquella vasta ciudad de células gustaba de pasear a menudo y seguir la intrincada red de sus caminos y senderos. Pero ignoraba por completo el secreto del mecanismo: recorría las calles, pero nada sabía de lo que pasaba dentro de las casas. Su genio colosal ansiaba apoderarse del secreto. Algunos sostenían que era imposible. El ingenioso Sánchez sonreía y meditaba.

Las noticias que los fisiólogos anteriores a él le suministraban eran muy vagas. Uno sostenía que el pensamiento era una secreción semejante a la bilis o a la orina. D. Pantaleón en sus experimentos no había hallado señal de estas secreciones en la masa encefálica. Otro, que el pensamiento se producía en el cerebro por un método análogo al de la fabricación del pan. Era más verosímil. Sin embargo, pensaba que debía de parecerse más a la fabricación de la cerveza a causa del sistema de destilación, pues no le cabía duda de que las sensaciones para trasformarse en ideas debían de pasar por un finísimo alambique. Mas a pesar de cuantos esfuerzos llevó a cabo para descubrir con el microscopio este cedazo, no lo había logrado hasta entonces.

La resolución de este gran problema le agitaba a todas las horas del día y en muchas de la noche. Su labor era incesante, hasta el punto de no dejarle pensar ni sentir apenas otra cosa. Sin embargo, en los actuales momentos un suceso, al parecer insignificante, le preocupaba bastante, le tenía más silencioso y meditabundo que de costumbre. Viniendo al café aquella noche había tropezado en la calle con un hombre tendido sobre la acera. Quiso levantarle. El hombre no podía tenerse en pie a causa de su extrema debilidad: según dijo no había tomado alimento en treinta y seis horas. Lleno de compasión le arrastró como pudo hasta un restaurant próximo; hizo que le sirviesen caldo y le pagó una buena comida. Después le dejó casi todo el dinero, que llevaba en el bolsillo.

Pues bien, el célebre antropólogo estaba pesaroso, descontento de sí mismo. Sabía muy bien que los llamados sentimientos de humanidad y filantropía son, como el sentimiento religioso, peculiares de las sociedades primitivas. Una sociedad civilizada no puede admitirlos porque se oponen abiertamente a las leyes de la selección y de la lucha por la existencia, que se cumplen en el organismo social como en los inferiores. En esta lucha los débiles deben perecer: así es conveniente para el progreso de la especie. Protegerlos, ayudarles a eludir las leyes indeclinables de la Naturaleza es indigno de un hombre civilizado, y mucho más de quien como él se dedicaba al estudio de la ciencia positiva. El que deba vivir que viva; el que deba caer que caiga. De aquí su remordimiento y tristeza. Y lo que más le avergonzaba era que, viendo comer a aquel desgraciado con apetito voraz, había llorado de ternura. Resabios de su educación primera, llena de juicios absurdos y de imaginaciones infantiles.

Este hecho insignificante probará hasta qué punto aquel hombre insigne había sacudido de su inteligencia el polvo de las preocupaciones y había avanzado en el camino de la perfección positiva.

Una de las cosas que logró dar más luz a sus lóbulos cerebrales fue la compra de un mono. Era el sueño de su vida. Por fin tropezó con ciertos bohemios que se prestaron a venderle uno valetudinario y sarnoso. Se lo hicieron pagar bastante caro, visto el afán que por él mostraba. Cuando nuestro fisiólogo se encontró a solas en su laboratorio en presencia de aquel ser, su precursor inmediato, sintió emoción indefinible. Un respeto profundísimo se apoderó de su mente. Delante de sí tenía al hombre, al hombre primitivo en toda su augusta sencillez y verdad, sin absurdas ideas metafísicas, sin religión, sin moral, sin los tristes idealismos que tuercen y adulteran el curso sagrado de la Naturaleza. ¡Ah, no! Aquel hombre no pretendía ridículamente oponerse, como nosotros, a sus leyes inflexibles, a la ley de la lucha por la existencia, o de la selección. Era el producto espontáneo de la Naturaleza, resplandeciente como ella de majestad y de inocencia.

Acurrucado en un rincón, el hombre primitivo clavaba en el secundario una mirada inquieta y temerosa. Pero viendo que éste no trataba de hacerle daño, concluyó lógicamente por rascarse la barriga, ejecutando después otra serie de maniobras candorosas que el gran antropólogo seguía con mirada escrutadora y reflexiva. La ciencia estaba de enhorabuena. En el cerebro del ingenioso Sánchez germinaban pensamientos fecundos, admirables proyectos de experimentación. Desgraciadamente no pudieron realizarse por una alteración funesta de los nervios de la esposa del fisiólogo.

D.ª Carolina no tenía noticia de la compra del mono. D. Pantaleón, que sabía cuán poca simpatía le inspiraban los adelantos de la ciencia, había cuidado de ocultársela. Hallábase, por tanto, la buena señora ajena enteramente a la presencia del hombre primitivo en su domicilio, cuando aquél se encargó de hacérsela notar en la forma más inconveniente que pudo verse jamás. Una noche, atravesando el corredor de la casa con una bujía en la mano, sintió que dos brazos peludos la agarraban por el cuello, y unas uñas infernales se le clavaban en el rostro. La infeliz pensó que el mismo demonio venía a arrebatarla. Dio un grito horrísono y se le cayó la palmatoria de la mano. Cuando la gente de casa acudió yacía en el suelo privada de conocimiento. El mono se balanceaba en lo alto de una percha, revelando en su fisonomía expresiva la sublime indiferencia que caracteriza a los seres no adulterados aún por ideas metafísicas.

 

Claro está que desde entonces no volvió a hablarse de él en la casa del fisiólogo; es decir, sí se habló, y mucho, pero fue siempre para vejar al ilustre antropólogo, quien por largo tiempo no pudo gozar de tranquilidad a la hora de comer.

Por fortuna, un suceso próspero vino a borrar aquella impresión fatal. Ya sabemos que la hija menor de Sánchez, desde que perdiera su belleza en aras de la ciencia, apenas pisaba la calle. Al café del Siglo no había vuelto jamás. El desengaño de Godofredo al tiempo mismo que le había herido la desgracia, no poco contribuyó también a dejarla en el profundo abatimiento en que vivía. Silenciosa y melancólica la que antes era todo ruido y alegría, parecía una sombra vagando por la casa. A veces se la oía gemir. Su madre sacudía entonces la cabeza, terrible, amenazadora como una euménida; el ingenioso Sánchez bajaba la suya, sometiéndose a aquel castigo, pero satisfecho en el fondo de sus lóbulos cerebrales de haber sacrificado una hija en el altar de la ciencia, no en el del fanatismo metafísico. Si en aquellas negras horas de desesperación todos sus pensamientos eran para el ingrato Llot, sin que un vago e insignificante recuerdo mereciese la pasión de Timoteo, no es fácil averiguarlo. Lo que sí puede afirmarse es que el violín de aquel desgraciado joven seguía exhalando quejas melancólicas por la noche lo mismo que en los tiempos de esplendor de su adorada. Para él no existían quemaduras ni costurones; todo era como antes tersura, nácar y alabastro; sus notas se arrastraban siempre lánguidas, voluptuosas, enamoradas.

En casa del fisiólogo nada se sospechaba del fondo sensual que encerraban. Sánchez no podía reparar en tales futilezas. D.ª Carolina iba poco por el café y estaba muy lejos de presumir que existiese en la tierra tal desinteresado amor. Así que fue viva su sorpresa al recibir un día la visita del artista en traje de ceremonia. La esposa del antropólogo no estaba sola. Su hija Presentación bordaba a su lado cerca del balcón. El artista avanzó con tan amable sonrisa que su boca se dilataba de un modo imponente.

–Buenas noches, D.ª Carolina… ¡digo no! Buenos días, D.ª Carolina; buenos días, Presentacioncita.

Inmediatamente el heroico joven quedó envuelto en una nube de lluvia menudísima, de la cual por fortuna sólo algunas gotas vinieron a caer a los pies de la buena señora. Después se creyó en el caso de refrenar el vuelo de su fisonomía, dándole la gravedad apropiada al caso; pero tan pronto como consiguió llevarlo a cabo, su boca volvió a dilatarse, recobrando la posición anterior como un resorte que se suelta. Tornó a cerrarla con esfuerzo y de nuevo volvió a soltarse, repitiendo la operación algunas veces antes de pronunciar una palabra. Esto, unido a cierto modo extraño y constante de sobarse las rodillas con la palma de las manos como si estuviera dándoles fricciones de algún bálsamo antirreumático, produjo en D.ª Carolina un movimiento de impaciencia que procuró refrenar con su amabilidad característica. Al cabo rompió.

–Señora, aquí Presentacioncita sabe perfectamente…

Pero en el mismo instante la aludida se alzó bruscamente de la silla y salió de la sala. El artista, detenido en los comienzos de su discurso, la miró alejarse con sorpresa y dolor.

Presentación, desde que perdiera su belleza, se había vuelto suspicaz, recelosa; pensaba que todos se burlaban de ella. Ésta fue la razón de su brusca partida. Imaginó que Timoteo, desdeñado en otro tiempo, venía a gozarse en su desgracia y a satisfacer una miserable venganza.

¡Cuán lejos se hallaba de la verdad! Lo que en aquel instante sentía el corazón de Timoteo era idéntico a lo que vibraba en el alma de su violín, todo lánguido, todo voluptuoso.

–Señora, yo sé que soy un gusano indigno…

Este comienzo no le pareció mal a D.ª Carolina y procuró dárselo a entender con una sonrisa benévola.

–Un gusano… eso es…

–Vamos, Timoteo, cálmese usted. Le veo un poco agitado.

–¡Cómo no he de estarlo, señora! ¡Cómo no he de estarlo si lo que me pasa a mí!…—exclamó el joven apretando las rodillas con sus manos crispadas.

–¿Pero qué le pasa, criatura?—preguntó la señora con una entonación que decía bien claro que lo sabía.

–Ya sé que soy un indigno gusano…

–¡Dale! ¡Cálmese usted, Timoteo, cálmese!

–Yo venía con intención de hablar con usted, señora… pero ya no puedo hablar… ¡no puedo hablar!—profirió con creciente agitación.

D.ª Carolina le contempló un instante con sonrisa maliciosa y dijo al cabo:

–Pues yo voy a decirle a usted lo que usted tenía que decirme a mí.

Timoteo la miró estupefacto.

–Señora—venía usted a decirme,—yo sigo tan enamorado de su hija Presentación como el primer día. A pesar de su desgracia la quiero con todo mi corazón, porque mi cariño no se cifraba en la hermosura del cuerpo, que es perecedera, sino en la del alma, que jamás muere.

El violinista se puso horriblemente pálido. Alzose de la silla y comenzó a dar vueltas por la estancia agitando el sombrero con frenesí. Todo su amor, sus tristezas y anhelos, los pensamientos todos que ocupaban su mente desde hacía tanto tiempo salieron de golpe en frases cortadas, incoherentes, que resonaron lúgubremente en la sala como la confesión de un reo en capilla. Pero venían envueltas en una nube tan espesa de rocío que D.ª Carolina se vio precisada a apartarse más de una vez y refugiarse por los rincones para no quedar completamente empapada.

Al fin se dejó caer otra vez en la silla, rendido, aniquilado. D.ª Carolina también se sentó y le contempló largo rato con mirada chispeante de malicia.

–¡Pícaro, qué bien me conoce usted!—exclamó dándole un pellizco.

Timoteo clavó en ella una mirada de besugo atónito.

–A usted no se le ha escapado el cariño con que siempre le he mirado. Es una debilidad, una manía; nunca he podido remediarlo. Mis hijas me tienen dicho un millón de veces: «¡Pero, mamá, no callas con Timoteo! ¿Y qué le voy a hacer, hijas mías? El cariño no puede razonarse, y yo se lo he tomado a ese muchacho. No digo a Presentación solamente: si diez hijas tuviera y Timoteo me las pidiese, las diez le daría sin vacilar un momento.»

Aquella prueba poligámica de simpatía conmovió de tal manera al violinista que se alzó de nuevo agitando el sombrero; pero D.ª Carolina logró hacer que se sentase tirándole de la levita.

Finalmente, el artista pidió con más humildad que ceremonia la mano de Presentación, añadiendo que, si no lograba verse unido a ella, sus medidas estaban ya tomadas, su resolución era irrevocable. Y no se explicó más; pero bastaba y sobraba, atento el tono fúnebre con que profirió tales palabras. Timoteo pensaba en divorciarse de la existencia.

D.ª Carolina adoptó inmediatamente un continente grave, protector, de una importancia tal que el violinista comprendió que su vida estaba en manos de aquella señora. Largo rato estuvo pensativa. Luego manifestó que por ella todo quedaría arreglado en seguida. ¡Ah, por ella no había dificultad alguna! Desgraciadamente era necesario consultar otras voluntades: primero la de Presentación…

La esposa del fisiólogo se levantó del asiento, tomó de la mano gravemente al artista y le llevó consigo fuera de la sala. Timoteo se dejó arrastrar presa de una emoción que le privaba por completo del uso de sus facultades mentales y a medias del juego de las rodillas. Llegaron al pasillo, y allá a lo lejos columbraron la silueta de Presentación. Mas apenas los divisó ésta, corrió a refugiarse en su cuarto, que cerró con un violento portazo.