En sueños te susurraré

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–¿Y todo eso se hace en este lugar? –preguntó Anselmo.

–En parte sí, pero solo en parte –contestó Empédocles–, porque en realidad en este pabellón nos dedicamos a formar a quienes luego sembrarán. «Pabellón de los Sembradores», ¿recuerdas?

–¿Los que plantan las semillas de las flores? –pidió aclaración el visitante.

–¡No solo eso, hombre! –respondió el filósofo en medio de una carcajada contenida–. Los sembradores que aquí se forman son los encargados de crear las condiciones necesarias para que arraiguen los procesos vitales de la Naturaleza. La acidez de un determinado manantial de agua puede ser modificada de modo que sus filtraciones entre las rocas generen un lago subterráneo que permita la instalación de una determinada colonia de bacterias extremófilas. O pueden provocar unas erupciones magmáticas que modifiquen la orografía del lecho marino y encaucen de un determinado modo un flujo de agua más cálida que bañe las costas de un continente alejado para aumentar su biodiversidad. O permitir el crecimiento de pantallas vegetales que moderen el rigor de los vientos costeros. O estimular fallas tectónicas que permitan liberar controladamente la presión interna del planeta para no afectar a las poblaciones de la superficie. O favorecer la proliferación de determinadas plantaciones silvestres que puedan asegurar la supervivencia de alguna especie herbívora dependiente de aquellas plantas. El catálogo de posibles actuaciones es inagotable…

–¿En serio? ¿Todo eso hacéis? –la cara de Anselmo no podía ocultar su asombro.

–Bueno, al menos está en nuestra carta de servicios –aseguró el filósofo con un intencionado guiño–. Pero nada de eso se hace aquí, sino luego en los lugares de operaciones, sobre el terreno. Aquí solo se forma al personal que tendrá que actuar, a los sembradores.

–¡Pues vaya un papel importante! –exclamó Anselmo.

–Cierto que lo es, pero no lo exageres. No creas que todo sale siempre bien a la primera. Ya digo que para un sembrador son fundamentales la paciencia y la perseverancia pero también la confianza en que los procesos acabarán dando su fruto. Como suele decirse, no siempre el sembrador ve su cosecha. Puede que se pase toda una vida intentando implantar unas determinadas condiciones favorables para que suceda algo y eso no termine sucediendo, o incluso puede que suceda pero tan tarde ya que no lo llegue a conocer. ¿Ha sido entonces inútil su siembra? ¿Qué opinas, Anselmo?

Anselmo sintió crecer su admiración por los sembradores, esos seres que podían dedicar toda una vida a desear que sucediera algo concreto, a hacer todo lo posible para que sucediera aun sin acabar viéndolo. Se imaginó a sí mismo bajando con el carburo a la mina, con su ardiente esperanza de encontrar la más importante veta de fosforita jamás explotada en Aldea Moret, picando y picando, profundizando y profundizando en la galería, pero sin acabar de hacer aflorar el ansiado mineral. Y así un día tras otro con la misma esperanza. Y con la misma paciente perseverancia. No, no era fácil ser un buen sembrador. Dejó escapar su considerado respeto:

–¡Menuda tareíta la de los sembradores! ¡Y más si no llegan a ver los resultados de su trabajo! ¡Me quito el sombrero! ¿Y todos ellos hacen lo mismo o se especializan en algo concreto?

Empédocles miró a Calisté para saber si aquel era el primer pabellón que visitaba Anselmo. Comprendiendo la respuesta, sacó al regresado de sus dudas:

–Como no has ido antes a ningún pabellón, todavía no te han informado. Bien, lo hago yo ahora porque esto sirve para los siete pabellones. La instrucción que aquí se recibe no es siempre la misma. No podría serlo porque el proceso con el que alguien aprende también enriquece las capacidades y hasta el contenido de quien enseña. Digamos que el enseñante aprende a impartir una enseñanza en la medida en que hay alguien que aprende a recibirla. Y esto es un proceso dinámico que no tiene final sino que crece y se perfecciona. Sin fin. Como además aquí la enseñanza es individualizada, atendiendo a las necesidades e inquietudes del educando, podrás comprender que no salen igual de formadas dos almas. Con mayor motivo, nunca una promoción podrá ser igual a otra. Pero además ni siquiera se puede afirmar que haya «promociones» de modo ordinario. Eso sí, cada uno de los sembradores que sale de aquí se va con la seguridad de que ha tenido la mejor formación posible y que es la mejor porque es la que ha merecido recibir.

Mientras Anselmo escuchaba la disquisición del filósofo, se dejó llevar por el recuerdo de aquellas cartillas de palotes que había conocido en la escuela de Coria, siempre las mismas para todos los pupilos, que volvían a utilizarse al año siguiente, y también al posterior, y le dio cierto reparo sentir lo anticuado que estaba el sistema educativo en el que había aprendido los rudimentos de la escritura.

–Además, los sembradores se van formando atendiendo también a los objetivos globales que se pretenden obtener. Por ejemplo, al acabar la fase de «vida desnuda» de los astros… Perdón, para que puedas entender mi discurso antes tendré que explicarte ese término. Verás, la finalidad de todo astro es contribuir a albergar vida consciente, aunque también la podrías llamar vida inteligente o superior. Da igual. Eso se puede lograr bien permitiendo que la vida inteligente se asiente en ese astro, bien creando relaciones y equilibrios macrocósmicos para que en otro astro vinculado se produzca esa implantación. Esto último, por ejemplo, es el papel que cumple vuestra Luna… Pero no me quiero desviar del tema, que además no es mi especialidad. Volvamos a la raíz del problema… Aquí llamamos fase desnuda a ese primer periodo temporal en el que en un astro se están creando las condiciones físicas pertinentes para que pueda llegar a albergar vida consciente en su superficie o en su interior. A partir de ese momento, a la nueva fase la llamamos «vida hospitalaria».

–¡Qué sugerente!

–Pues bien, como te iba diciendo, al acabar la fase desnuda de los astros y empezar la hospitalaria es muy importante redoblar esfuerzos de todo tipo para que se mantenga esa hospitalidad, para que los procesos de la Naturaleza se decanten a favor de la opción que mejor garantice que arraigue esa consciencia o inteligencia de la que te hablaba. Y siempre pasa igual. También era así antes de que llegara yo aquí. Pues bien, en esos momentos de transición tan delicados para un astro surgen de este pabellón sembradores especiales, servidores muy singulares que se caracterizan porque se han adiestrado con la idea específica de realizar determinadas tareas que en ese momento requiere el astro. En el caso de la Tierra, así surgió la necesidad de formar una promoción de Elementales de la Naturaleza, que es ese cuerpo del que está tan orgullosa Cibeles. Son seres inasequibles al desaliento. No pueden desanimarse, no está en su configuración. Dedican toda su energía, sin descanso, a apoyar los procesos de conquista del ser humano sobre el planeta y actúan a modo de mecanismo intercomunicador entre las Potencias Supremas y la materia más densa del astro traduciendo a impulsos materiales los afanes espirituales. No sé si me entiendes…

Anselmo se sintió desbordado por tanta información. Y aún más por la conmoción que le provocaba. Ya se encontraba sin fuerzas para lanzar nuevas preguntas, de modo que optó por silenciar sus dudas, conservando así la energía no consumida en expresarlas. Siguió recorriendo el pabellón. Primero cabizbajo y después alzando poco a poco la mirada.

Súbitamente se le vino a la mente el recuerdo de un día en el que pudo haber muerto, enterrado en la galería. En ese momento estaba solo, agotado por las horas que llevaba picando la roca. Su extenuación le hizo espaciar cada vez más las comprobaciones de la jaula del jilguero. Todos los picadores bajaban a la mina con algún pajarillo enjaulado, porque si dejaba de cantar o de moverse era un anuncio de una fuga de grisú o de algún otro gas que podía resultar letal para los obreros. Ese día Anselmo no se dio cuenta de que el jilguero se había desplomado. Pero sintió un súbito soplo de viento que le hizo girar la cara y entonces se percató de la situación. Corrió hasta el final de la galería a tiempo de evitar el hundimiento de la entibación del tramo en el que había estado trabajando, causado por una deflagración de gas. «¡Por los pelos…!», había dicho siempre cuando se refería al percance, dando gracias por la suerte que tuvo para librar el accidente. Pero ahora se daba cuenta de que la intensa corriente de aire que aquel día notó en la cara había sido propiciada por Elementales de la Naturaleza que intentaban advertirlo del peligro. El minero empezó a tambalearse asustado. Necesitaba una tregua.

–Lo siento, tengo que salir a tomar el aire –dijo atropelladamente mientras se llevaba una mano a la boca y buscaba con premura la salida del pabellón. Pero lo que no pudo evitar fue convertir el hermoso parterre donde antes zumbaban las diligentes abejas en un silencioso terreno arruinado por su vómito.

8. Quien siembre vientos…

Todo el mundo aprende y acepta exactamente lo que tiene que comprender, y exactamente cuando toca.

Gary R. Renard, La desaparición del universo

¿Estás bien? –preguntó Calisté cuando llegó a la altura de Anselmo, que estaba aún abatido, agarrándose con fuerza las rodillas en un intento de hacer cesar su temblor–. ¡Pobre, cómo te han afectado los elementos!

Esforzándose en recuperarse de la súbita debilidad que había desmoronado su cuerpo, el hombre consiguió erguir de nuevo el tronco y miró a su acompañante, aunque no llegó a verla nítidamente hasta que las lágrimas afloradas a sus ojos dejaron de agriarle la visión. Articuló dos escuetas palabras que le intensificaron en la boca el sabor acre del vómito.

 

–Sí…, creo.

–¡Oh, te ruego que me disculpes, no he estado atenta…! ¡Ay, cuando se entere la supervisora…! Menos mal que parece que ya te está volviendo el color a la cara. Pero ven, vamos a sentarnos en aquel banco.

Con gran delicadeza, Calisté tomó de los brazos a Anselmo y lo condujo suavemente hacia un banco de madera que no distaba de ellos más de veinte pasos. El fuste del árbol había sido aserrado longitudinalmente para formar tanto el asiento como el respaldo. Pero como en ambas superficies imperaban las curvas, al igual que sucedía en el propio Pabellón de los Sembradores, tuvieron que decidir en qué parte del banco era más cómodo sentarse. Finalmente se acomodaron en el extremo que quedaba bajo la sombra de una espesa enredadera que delimitaba el recinto.

–Ya se me ha pasado –la voz de Anselmo sonaba cada vez más vigorosa–, en serio. No sé qué me ha ocurrido. Casi ni he notado que me fuera a poner así…

–Sucede a veces –le aclaró Calisté–. En el interior del pabellón se mueven fuerzas muy, muy potentes. Más de lo que parece. Tú no te has dado cuenta de ello y yo he descuidado la precaución que debía haber tenido contigo, como con cualquier recién llegado. ¡Ya verás la supervisora…!

–¿Supervisora? –preguntó con extrañeza el hombre mientras miraba alrededor sintiendo que eran observados–. ¿Quién es? Ya te he oído nombrarla antes.

Ella torció el gesto en un mohín de contrariedad y mirando a la tierra arenosa, en la que agitadamente su pie derecho estaba dibujando rayas sin sentido, aceptó que debía explicarse.

–Verás, Anselmo, aunque yo soy tu acompañante, la cosa no acaba aquí. Digamos que a mí también me acompañan. No, no sigas buscando alrededor, que no vas a ver a nadie por aquí. Quiero decir que hay quien se dedica a comprobar que hago bien mi trabajo. Me supervisan. Es lo normal aquí.

Anselmo pensó que no era tan raro aceptar lo que estaba escuchando: también en las minas el oficial supervisaba a los peones, el ayudante de dirección supervisaba a los oficiales, y finalmente el director de la explotación era el responsable de que el ayudante de dirección funcionase correctamente. Por eso quiso quitar hierro a la aparente preocupación de Calisté.

–¡Ah, vamos, no te preocupes! Es normal que alguien quiera asegurarse de que haces bien tu trabajo. ¿Pero tan grave es lo que has hecho? A mí no me lo parece. ¡Si no ha pasado nada! No creo que haya ningún motivo para que te despidan.

–¿Despedirme? –A juzgar por su franca sonrisa, a Calisté le pareció muy graciosa la ocurrencia–. ¡Pero si aquí no hay despidos!

–¿Ah, no? Pues entonces, ¡miel sobre hojuelas! No sé de qué te preocupas…

–Aquí, cuando las supervisoras detectan que algo no va bien en un acompañamiento, lo que hacen es asignar una controladora para que vaya registrando y luego valorando todo lo que sucede entre el acompañante y la persona acompañada.

–¿Pero no se ven? –Anselmo insistió en escudriñar los alrededores.

–No, no te canses, que no las vas a ver.

–¿Y entonces cómo sabes que alguien te controla?

–Pues porque luego me llaman a una evaluación.

–¿Y te han llamado alguna vez? –quiso saber él.

–No, afortunadamente no… Aún –precisó, cabizbaja.

–Ya… Será por eso por lo que tienes tanto miedo. ¿Pero no dices que aquí no te pueden echar del trabajo?

–Así es, Anselmo. En el Cielo no se despide a nadie. Es uno mismo el que llegado el caso se despide. Lo que pasa cuando te llaman a una evaluación es que vuelves a vivir el hecho sucedido, no como si estuvieras viendo una película, sino de nuevo dentro de la situación…

–Sí, eso me resulta conocido –interrumpió Anselmo, recordando cómo había visto desfilar ante sus ojos toda su vida durante la comparecencia ante el Comité de Selección de Descensos o cómo acababa de verse huyendo de la muerte por una oscura galería minera–. Perdona, que te he cortado. Sigue.

–No pasa nada… Y al vivirlo de nuevo ves dónde podrías haberlo hecho mejor o en qué te has equivocado. Entonces, con ayuda de la controladora ensayas una nueva forma de hacerlo. Todo esto lo estará observando la supervisora, que valorará si es suficiente con lo que ahí hayas aprendido o necesitas pasar por otro periodo de formación o reciclaje en tu pabellón.

–Pero entonces no te despiden…

–¡Hay que ver qué pesados volvéis de la Tierra, lo que os cuesta comprender! –dijo Calisté en un tono divertido que dibujó una sonrisa en el hombre–. No, solo si un acompañante cree que ya no puede desempeñar bien su tarea decide abandonarla y dedicarse a otra cosa. Pero no porque se lo diga o imponga nadie.

–¿Y eso de la evaluación –Anselmo estaba muy interesado en conocer más detalles– es exclusivo de los acompañantes o también se da, por ejemplo, en los sembradores?

–Pues claro que se da. Esto no es exclusivo de mi pabellón. Toda la gente que trabaja en el Cielo tiene que rendir cuentas de lo que hace y si es necesario demostrar que intenta hacerlo lo mejor posible. Ten en cuenta que aquí el sistema se basa en que todos los eslabones de la cadena funcionen correctamente. Cuando uno flaquea no lo machacamos y debilitamos, sino que hacemos lo que podemos por fortalecerlo.

–¡Justo, justo lo contrario de lo que hacemos en la Tierra! –apostilló con un velo de pesar Anselmo.

–Que hacías, Anselmo, que hacías… –puntualizó Calisté compasiva–. Ahora estás en el Cielo, aunque parece que aún no te has acostumbrado.

–Eso parece. ¿Será por eso por lo que he vomitado?

Ella rio con fuerza haciendo bascular el cuerpo adelante y atrás mientras intentaba refrenarse para no dar la impresión de burlarse de quien había formulado la pregunta. Tardó en poder hablar de nuevo.

–¡No, hombre, no! ¡Qué cosas tienes, qué gracioso eres…! Perdona que me ría así, es que me ha hecho mucha gracia tu ocurrencia. No, verás, no has vomitado porque no estés acostumbrado al Cielo sino porque te han afectado demasiado las fuerzas de los elementos. Ya viste que el interior del Pabellón de los Sembradores está dividido por paneles en cuatro sectores. Dentro de cada uno de ellos se manejan los cuatro elementos o raíces de los que te ha hablado Empédocles: la tierra, el agua, el aire y el fuego. Él se mueve con total naturalidad por allí pues está acostumbrado, pero no a todo el mundo le sienta bien estar tan cerca de fuerzas tan poderosas. Se ve que tú estás entre las personas sensibles…

–¿Y por eso he vomitado?

–Pues sí. Pero no es raro. Les pasa a muchos recién llegados. Otros a veces sienten mareos sin llegar a vomitar. A veces simplemente se les nubla la visión. El otro día a una jovencita le dio un golpe de calor. Pero a otra que entró luego le dio un ataque de escalofríos…

–Calisté, ¿puedo hacerte una pregunta? –dijo él después de unos instantes de aparentar estar ausente de la conversación.

–Claro, Anselmo, pregunta.

–¿Cómo es eso de un plan concebido que ha comentado Cibeles? ¿A qué se refiere? Creo que ha querido ocultarme algo.

–No creas, ella no lo ha hecho para ocultarte nada sino porque ha pensado que aún no estabas preparado para conocerlo.

–Bueno, bueno, por lo que sea… Pero, ¿entonces qué es ese plan? –insistió Anselmo.

–¿Pretendes que yo, que soy una simple acompañante, cuestione a toda una diosa?

Calisté miró fijamente a los ojos del interpelante, que dejó de sostener la mirada cuando se dio cuenta de que ella había decidido mantener el mismo silencio sobre la cuestión que Cibeles.

–Está bien, está bien… Otra cosa, ¿qué son esas Potencias Supremas a las que se refirió el filósofo?

–Vaya, Empédocles es único despertando la curiosidad –dijo Calisté con una sonrisa divertida mientras se levantaba del banco y se alejaba invitando a Anselmo a seguirla con un gesto de la mano.

–Empédocles será único despertando la curiosidad pero desde luego tú, perdóname que te lo diga, eres única manteniéndome en ascuas.

9. El pabellón de los tejedores

Si abrimos el corazón y confiamos en su energía, su luz se verá desde los confines del universo y la ayuda llegará por los caminos más insospechados.

María Pinar Merino, El camino del corazón

¡Espérame! –gritó Anselmo cuando vio que Calisté había hecho aparecer de nuevo un orbe.

–No te preocupes, no pensaba irme sin ti –replicó ella y añadió, en tono entre burlón y desafiante–: ¿Cómo se te ocurre pensar que iba a dejarte solo? ¿No te he dicho que no quiero que mi supervisora tenga ningún motivo de queja sobre mí?

El hombre, desconcertado, volvió a escrutar los alrededores. No parecía que hubiese nadie vigilando. A regañadientes y con el ceño fruncido se introdujo en el orbe en el mismo momento en el que ella daba la orden mental de desplazarse. No se miraron ni intercambiaron palabras hasta que el vehículo se detuvo y se desmaterializó dejándolos suavemente posados sobre el terreno. Una inmensa construcción discoidal apareció ante ellos.

–El Pabellón de los Tejedores –dijo ella, con gran formalidad–. Acerquémonos para que puedas verlo bien.

Al aproximarse, Anselmo observó que el edificio no mostraba en realidad una delimitación inalterable, puesto que sus paredes experimentaban una dinámica por la que continuamente parecían hundirse por unos lados y sobresalir por otros, describiendo movimientos que no cesaban nunca. No encontró en su memoria ninguna referencia similar a lo que estaba viendo. Pero recordó alguna mañana de domingo en que había ido a pescar al río Salor y se vio a sí mismo sacando de un morral un pañuelo moquero con las cuatro esquinas atadas; al abrirlo había descubierto una masa amorfa de lombrices entrelazadas que intentaban ocultarse para huir de su destino como cebo. En su memoria aquello había sido lo más parecido a la construcción que ahora surgía frente a él.

Siguiendo las indicaciones de su acompañante, Anselmo continuó acercándose y pronto pudo darse cuenta de un matiz que antes le había pasado desapercibido: en realidad no eran gusanos los que se entrelazaban para formar el aspecto exterior del pabellón, sino ramas de diversos tamaños y colores, extrañamente flexibles e irrompibles. Miró de soslayo a Calisté como reclamando una explicación, pero ella prefirió observar en silencio el asombro dibujado en el rostro masculino. Cuando finalmente habló, no contribuyó a despejar ninguna duda.

–Pues sí, si es el Pabellón de los Tejedores es normal que el edificio esté tejido, ¿no?

–¡Fascinante! –Esto fue todo lo que acertó a balbucear él, detenido para observar con más admiración el danzante entrecruzamiento de ramitas, tallos y sarmientos dispuestos de tal forma que construían un inmenso nido en el que parecía que en cualquier momento iba a posarse una descomunal cigüeña.

–Te has quedado embobado.

–¿Se nota mucho? –dijo él, sin separar la mirada del soberbio entrelazamiento vegetal–. Quiero que me cuentes más sobre este pabellón. ¿Qué hacen aquí?

–A su debido tiempo… Aunque pienso que mejor será que te lo cuente Gea, su guardiana. De quien te puedo hablar un poco es de ella si quieres. ¿La conoces?

–¿A Gea? ¿Por qué? ¿Es que es de Aldea Moret?

Calisté estalló en una carcajada que fue rápidamente secundada por Anselmo, el cual desde que estaba en el Cielo había perdido todo miedo a sentirse ridículo, de modo que era el primero en reírse de sus propias ocurrencias. Se fueron acercando aún más a la construcción mientras ella le ponía al corriente de las andanzas de Gea.

–Gea es una diosa muy querida aquí. Los griegos la adoraban porque era la Madre Tierra de cuyo panteón habían surgido todas las razas divinas. ¡Te podría contar tantas historias suyas y todas fabulosas…! –Y chasqueó la lengua para ponderar cuánto le costaba acabar mordiéndosela–. Pero me conformo con que conozcas uno solo de sus episodios: estuvo cuidando al dios Zeus después de que la madre de este consiguiera evitar que lo devorara el padre de la criatura, Cronos, que ya se había comido antes a cinco hijos suyos. Como entonces, en muchas otras ocasiones Gea había adoptado un papel protector de la vida para asegurar su continuidad frente al egoísmo de algunas figuras masculinas que ejercían su dominación y muchas veces su violencia. Sí, ya sé que estás pensando que ha sido muy valiente. Es cierto. Seguramente su valentía ha sido consecuencia de su inmenso amor maternal. No olvides que es la Madre Tierra.

–¡Qué ganas tengo de conocerla! –exclamó alborozadamente Anselmo mientras experimentaba un escalofrío de expectación que le impacientó.

 

El hombre apresuró el paso adelantándose a Calisté, pero se paró en seco cuando vio el foso. Una trinchera rodeaba todo el nido. Su anchura y profundidad convertían en inaccesible al edificio. Buscó con una mirada de consternación a su acompañante, pero hasta que ella no llegó a su altura no obtuvo respuesta.

–¿Para qué correr tanto si luego te paras y tienes que esperar? –lo recriminó dulcemente con voz maternal.

–¿Y ahora qué? ¿No podemos pasar?

–¿Realmente quieres pasar? Si es así, no habrá obstáculo que te lo impida.

–¿Te estás burlando de mí? –dijo Anselmo con tono herido mientras se acercaba al borde del precipicio y observaba que era aún más profundo de lo que había supuesto–. ¿Pero has visto lo hondo que es? ¿Cómo vamos a poder pasar esto por alto?

–¡Pasar por alto! Precisamente creo que estás pasando por alto lo más importante: estás en el Cielo y aquí no rigen las limitaciones de la Tierra. Estás a punto de descubrir cómo cruzar, en cuanto abandones ese pensamiento terrícola limitante.

Desconcertado, Anselmo volvió a mirar el nido al que quería llegar, luego bajó la mirada hacia la oscuridad en la que se perdía la descomunal zanja, suspiró, mantuvo cerrados los ojos durante unos instantes y después volvió a fijarse en las ramas entrelazadas que soportaban el edificio. «Voy a cruzar, pero ¿cómo voy a hacerlo?», pensó. Entonces sucedió. Desde distintas alturas empezaron a sobresalir cuatro ramas que en lugar de trenzarse con las contiguas se lanzaban hacia el exterior, hacia el lugar en el que él se encontraba; dos quedaban casi a ras del suelo y las otras dos apuntaban hacia las caderas del desconcertado visitante. Según avanzaban, las ramas iban engrosándose y disponiéndose en paralelo entre sí. Mientras, otras pequeñas ramas brotaban también del nido y se iban colocando perpendicularmente entre las dos ramas paralelas del suelo a modo de travesaños de una improvisada pasarela de madera. Algunas lianas surgieron de la plataforma y fueron recorriendo la armazón y sus ensambladuras para asegurarlas. En pocos segundos un robusto puente apareció ante los atónitos ojos de Anselmo. Con la boca aún abierta se giró hacia Calisté, que se divertía con la escena. Ella empezó a aproximarse mientras bromeaba.

–Si es el Pabellón de los Tejedores es normal que también sepan tejer un puente, ¿no?

Cuando la acompañante estuvo a su altura, posó la mano izquierda sobre la espalda de Anselmo, invitándolo a avanzar con ella. Colocaron un pie sobre la pasarela. Era sólida y resistente. El hombre se afianzó agarrándose al pasamanos antes de adelantar el otro pie sobre el siguiente madero. Luego ya no hizo falta dar más pasos porque toda la estructura del puente empezó a moverse regresando hacia el nido. Antes de alcanzarlo, las cuatro robustas vigas y los travesaños que las unían iban reduciendo su volumen y flexibilizándose hasta convertirse en minúsculos látigos que desaparecían entremezclados en la espesura vegetal. Anselmo y Calisté quedaron suavemente depositados sobre el terreno próximo al nido. Él se dio la vuelta para volver a mirar el foso, ya desde el otro lado. Seguía sobrecogido por el inesperado modo que les había permitido cruzar. Ella observaba con mucha atención la impronta emocional que había dejado la experiencia en su semblante.

–Anselmo, estás impresionado, ¿eh? –Sin esperar respuesta del enmudecido visitante, prosiguió–. Claro, en realidad sobrecoge. Supongo que te habrás dado cuenta de que para que esto haya sucedido han tenido que concurrir dos factores, uno externo y otro interno. El externo es la asombrosa capacidad que tiene esta materia vegetal de modificarse hasta dar forma a lo que haga falta. En este caso, ha sido un puente, pero podría haber sido cualquier otra cosa necesaria. Y el factor interno es tu inexplorada capacidad de generar deseos sinceros…

–¡Deseos que siempre se cumplen si coinciden con los propósitos que tiene la Inteligencia Suprema para ti! –exclamó una dulce voz femenina que sonaba lozana y dotada de la ternura del terciopelo.

Inmediatamente Anselmo se giró a la derecha, hacia el lugar del que procedía la voz, y vio a Gea. Su cuerpo era el de una hermosa joven de piel tersa como el marfil, aún más alta que Calisté. Su blusa verde de fino tul quedaba abotonada con un gran broche metálico circular y cubría solo sus exuberantes senos, dejando al descubierto un abultado vientre gestante en cuyo interior se percibía un perpetuo movimiento. Sus ojos, de un intenso azul claro, resaltaban en el centro de una maraña vegetal que surgía de su cabeza: porque, en lugar de largos cabellos que caían sobre los hombros, de la cabeza de Gea también brotaba un sinfín de ramitas que aumentaban y disminuían de tamaño, lo cual modificaba continuamente su aspecto. Sobre ellas a veces se posaban las mariposas multicolores que revoloteaban alrededor.

–Salud, Gea –exclamó Calisté dirigiendo su mano derecha hacia la diosa y haciendo una ligera inclinación reverencial–. Te presento a Anselmo. Ha llegado de la Tierra hace poco.

–Salud, A-60X47H –dijo Gea mirando hacia Calisté y luego dirigiéndose hacia el visitante–. Y bienvenido, Anselmo.

–Recuerda que puedes llamarme Calisté, por favor –añadió ella.

–Ven aquí conmigo, hijo –dijo Gea mientras con sus brazos abiertos atraía a Anselmo. Él se aproximó y se dejó estrechar en un suave abrazo contra el tierno y palpitante vientre, en el que escuchó, amplificado por las corrientes amnióticas, el sonido de un único latido. Sintió ganas de llorar y no lo evitó.

Un dedo de Gea acarició la lágrima derramada sobre el rostro de aquel hombre que parecía haber vuelto a su infancia y después de enjugarla le mesó los cabellos, como lo haría una madre con su hijo para calmarlo o expresarle su tierno afecto. A él se le erizó el vello de puro placer. Se rebulló entre sus brazos para sentirse aún más estrechado, sintiendo que le estaba arrebatando esos momentos a la eternidad. Después ambos empezaron a separarse, lentamente, hasta quedar a una distancia suficiente como para mirarse a los ojos. Simplemente para mirarse porque no era necesario decir nada. Calisté aguardó a que dejaran de abrazarse para intervenir.

–Siempre me conmueve ver tu abrazo, Gea. Yo también llego a sentirlo… Ahora, si te parece, te agradecería que te hicieras cargo de mi acompañado.

–De mil amores –dijo la guardiana, sin dejar de mirar dulcemente a Anselmo–. Acompañadme.

Se encaminaron los tres hacia la pared enmarañada de ramas y hojas. Ninguna puerta quedaba a la vista. Por encima de la estructura únicamente sobresalía una gran te mayúscula, el emblema del pabellón; la letra estaba formada por ramas. Anselmo se preguntaba por dónde entrarían en el edificio. Suponía que tal vez se descruzarían las ramas para permitirlo. Así sucedió. En la pared del nido se abrió un hueco suficiente como para que lo traspasaran holgadamente los tres e inmediatamente después volvió a trenzarse el tejido para recuperar la estructura previa.

La planta del edificio tenía una forma anular que a Anselmo le hizo recordar las roscas que su madre freía cuando él era un niño. Una agradable luz cenital que atravesaba la gran claraboya central inundaba el espacio. Otros pequeños rayos adicionales se iban filtrando desde la sección del techo que cubría el anillo, pero su ubicación iba cambiando según se iban aflojando o tupiendo los nudos vegetales que coronaban la inmensa estancia. Un delicado aroma a musgo y frutos silvestres contribuía a dotar al ambiente de un carácter realmente acogedor. Mientras caminaban, Gea empezó a explicarle al visitante la función del pabellón.