En sueños te susurraré

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
En sueños te susurraré
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

En sueños

te susurraré

Un viaje de regreso al hogar

Antonio T. Cortés


Título original: En sueños te susurraré

Primera edición: Mayo 2018

© 2018 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Antonio Tomás Cortés Rodríguez

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

Colaboradora: Alba Marina Brezo Herrero

ISBN: 978-84-16994-87-8

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

A Angélica Sánchez Arias y a Divina Carrasco Ávila, por haber viajado con mi novela «Después de leerla, rómpela» a los confines del planeta Tierra. Su entusiasmo espontáneo e incondicional les ha reservado un puesto de honor en este nuevo viaje literario, y en mi corazón les garantiza un permanente salvoconducto estampillado con el sello de la infinita gratitud.

ADVERTENCIA A QUIEN ESTO LEYERE

Cuando llegues al final, descubrirás que no había final. Es bueno que lo sepas ya desde el principio: así podrás aplicar todas tus energías a disfrutar de este viaje de regreso al Ser del que nunca partiste.

Si la verdad quisiera ser contada pongo este poema a su disposición.

Benjamín Prado, «Tablón de anuncios», Ya no es tarde

LA OLA Y EL OCÉANO

«¿Quién soy yo?»,

se preguntó la ola…

Y los últimos ecos de la pregunta

quedaron esparcidos

como un rocío de sal

derramada

dentro de la inabarcable unidad del Océano.

Si la verdad quisiera ser contada,

pongo esta novela a su disposición.

Yo, normalmente, no escribo porque sepa hacerlo, sino con el fin de aprender, elevando el conocimiento subconsciente al campo de la visión del consciente.

Hermann Keyserling

El mensajero no escribe el mensaje que transmite.

Un curso de milagros, L-pI.154.5:1

Prólogo

Conocí a Antonio en Mérida, en una conferencia en la que yo presentaba mi libro En tránsito. Cuando vino a pedirme que se lo dedicara, me dijo que había tenido la corazonada de que yo le prologaría su segunda novela. Le pregunté cómo se titularía y me gustó lo que oí. Entonces me comprometí a realizar el prólogo que ahora tienes entre tus manos: En sueños te susurraré.

Susurrar es una palabra poco usada en títulos literarios pero esconde una bella imagen de sutileza respecto a la forma y de enjundia respecto al contenido. Y eso es lo que el autor logra aquí. Nos muestra hermosamente un mundo que ya de por sí es hermoso.

Conozco a Antonio lo suficiente como para saber que busca aunar la estética con la ética. Sabe que el lenguaje, como cualquier otro producto humano, puede utilizarse solo con ánimo de entretener o añadiendo un ánimo de transformar. Y ahí es donde él se encuentra cómodo. Le gusta aplicar su pasión creativa a aquellos aspectos de la realidad que pueden favorecer en los lectores una mejora personal, o lo que yo llamo una elevación de su estado consciencial.

En esto encuentro una conexión con las labores como escritor y divulgador que yo mismo estoy desempeñando en los últimos años. Por eso me pareció lógico ayudarlo. Porque en el fondo así también ayudo a que esa elevación de consciencia tenga lugar. Cualquier medio puede ser válido para ello y por supuesto lo es una novela escrita con gusto e intención como esta. El océano no puede despreciar ninguna de sus gotas.

El viaje que nos propone el autor tiene que ver con la experiencia de Anselmo Paredes, un minero de Aldea Moret, un barrio industrial de la capital cacereña. De la mano de Anselmo viviremos cómo es ese tránsito al plano no físico en el que los seres álmicos siguen evolucionando a partir del mismo nivel consciencial logrado durante su última encarnación. Y no perderemos de vista las complejas relaciones que se mantienen más o menos invisibles entre los dos planos de la existencia, pues la muerte no produce una separación definitiva entre las almas sino que abre vías de comunicación y de ayuda insospechadas para quienes no creen que ello sea posible. Sin duda para estas personas sería más que recomendable la lectura de este libro.

Nada en esta producción literaria parece haberse dejado al azar. Artísticamente obedece a su normal lógica interna, pero hay algo más que le aporta una nota característica. Recoge también conexiones con la historia contada en Después de leerla, rómpela. Ahora se dotan de aún mayor riqueza algunos de los contenidos de aquella primera novela, también ambientada en Cáceres, la ciudad natal del autor.

Este libro está repleto de una imaginativa fabulación y de un peculiar mundo del «Más Acá» (así lo denominan los seres que en aquel plano se encuentran) que sirve para ambientar algunas de las enseñanzas más significativas de quienes han accedido a ese otro ámbito de la realidad. Uno de los logros del libro es que esa información está hábilmente novelada para hacerla más apetitosa. El autor actúa como un chef que no se limita a utilizar materias primas jugosas y de calidad y a cocinarlas con gusto y a fuego lento, sino que también emplata con delicadeza para hacer el guiso aún más apetecible.

Y esto es lo que hace el libro. Abre el apetito, mantiene la intriga narrativa, produce placer al ser digerido y deja en la boca un gran sabor de paz y de esperanza. Por eso yo ahora hago lo que haría un comensal satisfecho con el plato probado. Parafraseando el subtitulo, recomiendo que muchas otras personas hambrientas se acerquen a compartir este «viaje de regreso hacia la comprensión de la naturaleza humana».

No quiero desvelar nada más del contenido de la obra. Prefiero que sea Anselmo Paredes quien vaya guiando a los lectores por este inolvidable viaje. Y que, lo mismo que le sucede al protagonista de la novela, quienes la lean también puedan ir aumentando su nivel de consciencia hasta desembocar en el verdadero Ser.

Emilio Carrillo

1. La llegada

Cuando el hombre menos se cata, viene la muerte y lo arrebata.

Refrán español

«Desde que ha muerto, no hace más que darle vueltas a la cabeza», apuntó con voz rutinaria Calisté, la esbelta acompañante que había acudido a informar al comité. Ya había dejado al recién llegado al otro lado del espejo de dos caras, en una pequeña sala de interrogatorios bañada por una intensa luz azulada que confería a la atmósfera un aspecto gelatinoso. Debido a la composición reflectante del espejo semiplateado, el sujeto no podía ver a ninguno de los cinco comisarios que lo observaban con atención, pero desde el auditorio semicircular escasamente iluminado donde estos aguardaban sí se podía distinguir con total nitidez la figura de aquel individuo, Anselmo Paredes, que movía con impaciencia los brazos y andaba y desandaba sus pasos mientras fruncía el ceño, airado. No quería estar encerrado allí.

–¿No ha sido convenientemente informado? –preguntó el comisario que estaba sentado en el centro de la mesa; todos ellos vestían túnicas talares de color blanco que resaltaban el brillo de sus calvas.

–Claro que sí –Calisté emitía un enérgico brillo desde sus grandes ojos almendrados–. ¡Pero parece que él aún no lo ha aceptado…! ¡Otro inadaptado!

–Muy bien –replicó el mismo comisario–. Entonces tendremos que comunicarnos con él. Hazlo pasar, por favor.

La mujer se llevó la mano derecha al centro del pecho mientras se inclinaba, en una sutil reverencia, antes de retirarse. Enseguida se la vio aparecer detrás del cristal y hablar con el hombre, que a regañadientes aceptó ser conducido hacia el lugar donde lo esperaban. Antes de entrar en él, observó con desconcierto y temor las siglas y el nombre completo que figuraban en una placa cromada sobre la puerta metálica, ligeramente por encima de la altura de sus ojos: «CSD. Comité de Selección de Descensos». Sintió que le flaqueaban las rodillas y que una punzada de dolor le retorcía el estómago, como cuando bajaba en la jaula a la galería de fosfato más profunda del pozo La Abundancia con el temor de no volver a salir a respirar a la superficie de Aldea Moret.

Nada más cruzar el umbral, una repentina luz cenital iluminó una butaca giratoria ubicada en el centro del recinto, equidistante de cada uno de los comisarios. Sin necesidad de recibir instrucciones, supo que debía sentarse allí. Cuando lo hizo, le pareció sentir que una vibración hacía oscilar ligeramente la butaca sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Para su extrañeza, el suelo que estaba mirando se distanciaba cada vez más de él. Oyó que alguien empezaba a hablarle.

–¿Sabes quién eres, hermano?

Él levantó la vista intentando identificar quién lo interrogaba, pero en ese momento nadie pronunciaba palabra alguna. Se preguntaba a cuál de aquellos seres de aspecto andrógino le cuadraría mejor la voz masculina grave, pero al mismo tiempo aterciopelada, que acababa de escuchar. Sendas columnas de luz cálida descendieron con suavidad sobre los cinco comisarios situados enfrente. Su desconcertante apariencia, simultáneamente masculina y femenina, absorbía la atención de Anselmo provocando una súbita desaparición de la resistencia con la que había entrado en la sala, como si le hubieran acertado de pleno con un dardo tranquilizante. Enseguida se aprestó a contestar con amabilidad.

 

–Sí. Anselmo Paredes. –Y aprovechó para pedir explicaciones–. Pero no sé qué hago aquí, no sé por qué me han traído…

Los miembros del tribunal no parecían mostrar extrañeza alguna. El que lo interrogaba prosiguió.

–Muy bien, Anselmo, te damos la bienvenida.

Pero Anselmo estaba estupefacto: había oído con total nitidez la voz de aquel ser embutido en su túnica blanca, mientras lo miraba fijamente ¡y sin embargo no había visto que moviera sus labios ni un ápice! El interrogador no tardó en sacar de dudas al interrogado. Parecía estar leyéndole el pensamiento.

–Sí, te estoy hablando yo. No te extrañe que no mueva los labios. Ya no lo necesitamos... Estamos manteniendo una conversación telepática.

–¿Una qué…? –el asombro de Anselmo iba en aumento según se estaba percatando de que, aunque él mismo no estaba abriendo la boca, también se podía escuchar su propia voz–. ¿Una conversación…?

–Ya veo que te estás empezando a dar cuenta de que tú también te comunicas a través de la mente. Muchos regresados seguís moviendo los labios por costumbre, como tú ahora, pero en realidad ya no lo necesitáis.

–¿«Regresados»? ¿Pero regresados a dónde? –Anselmo estaba empezando a impacientarse.

–Al Cielo, por supuesto.

–¿Cómo que al Cielo? ¡Eh, un momento! –Anselmo se miró las manos y vio la alianza que Brígida le había colocado el día de la boda y reconoció el mono de color caqui, desgastado por tantas horas de trabajo a los mandos de la grúa del almacén de superfosfatos, y se vio las botas polvorientas con las que había salido de su casa por la mañana–. Esto es una broma, ¿verdad?

–Me temo que no... Estás en el Cielo, Anselmo.

–¡Qué tontería! ¿Cómo voy a estar en el Cielo? ¡Para estar en el Cielo tendría que estar muerto! –Anselmo creía en la irrefutabilidad de su argumento y por eso sonreía ufano, mostrando un rictus jalonado por una cierta dosis de cinismo.

–Exacto. Tú lo has dicho –concedió el comisario–: estás muerto.

–¡Pero no puede ser! –la sonrisa desapareció bruscamente del semblante del hombre, que empezó a palparse el cuerpo con angustia–. Me encuentro bien y estoy respirando, y no me noto nada raro… Es verdad que no me acuerdo muy bien de las últimas horas pero supongo que esto es algo momentáneo y que ya se me pasará…

–De nuevo tienes razón, hermano: pasará –el comisario había apostillado esa frase con ánimo de que Anselmo rebajara su tensión mental; por eso se ofreció a sacarlo de su amnesia con una propuesta–. ¿Quieres que te ayudemos a recordar tus horas previas, las últimas horas que viviste siendo realmente quien aún crees ser?

El mohín de extrañeza dibujado en el rostro de Anselmo fue seguido por unos apesadumbrados hombros que elevaban su duda hasta hacerla visible; decidió que no tenía nada que perder. Sí, aceptaría esa ayuda, aunque no sospechaba en modo alguno su alcance. Inmediatamente, las luces de la sala disminuyeron en intensidad y surgieron otras nuevas desde los laterales hasta generar una neblina muy tenue con textura esponjosa en el centro de la sala, que rodeaba el lugar en el que estaba sentado Anselmo. En un radio de un metro de distancia de él se fue generando un fanal de materia translúcida que ascendió desde el suelo hasta encerrar por completo a su asombrado espectador. Sobre el interior de las paredes de la campana se empezaron a proyectar acontecimientos de su vida. Al reconocerse en ellos alargó el brazo tratando de tocar su imagen casi impalpable. Un tacto viscoso de tela de araña perlada de gotas de rocío lo detuvo; la escena tembló y perdió nitidez. Retiró súbitamente la mano y las imágenes volvieron a estabilizarse de inmediato. Siguió observando, atónito.

Se vio a sí mismo con treinta y ocho años de edad, una mañana de marzo de 1962, despidiéndose de Brígida y saliendo de su casa de la Barriada Nueva de Aldea Moret; y se vio entrando en el almacén de superfosfatos y saludando a algunos compañeros; y luego se vio subiendo a la cabina de la grúa, que quedaba suspendida de un raíl aéreo que cruzaba por completo el almacén; y se vio activando los mandos mientras uno de sus engranajes accidentalmente entraba en contacto con el cable conductor de electricidad; y luego se vio desplomado sobre el suelo metálico de la cabina, ya sin latidos, con su cuerpo cimbreante y enroscado, saturado por un olor a carne carbonizada y dulce que no le disgustó; y a continuación vio la luz clara del día que ya para siempre quedaría al otro lado de las ventanas del almacén y eso le confirmó lo caprichosa que era la vida, que se le escapaba por momentos; y a continuación vio el rostro de Brígida el día en el que fueron a dar su primer paseo juntos, tras una fiesta en honor de Santa Bárbara, y recordó que su talle le había parecido más explosivo que los cartuchos de dinamita colocados sobre las andas que portaban la imagen de la santa; y finalmente vio un abismo luminoso… detrás del cual ya no se veía nada más.

Su estupefacción no consiguió retener la lágrima de espanto que se le escapó del borde de los párpados. Tragó saliva. Sintió que necesitaba ayuda para sostenerse. Entonces recuperó la sensación de estar sometido a un interrogatorio en una sala en la que cinco desconocidos lo observaban, y una mezcla de indignación mal disimulada y de manso quebranto se apoderó de sus manos, que se crisparon como preparándose para abrirse paso a puñetazos a través de la pesadilla que estaba soñando. Pero la voz del comisario detuvo su comezón.

–Es doloroso salir de la amnesia, ¿verdad, hermano? Lo comprendemos perfectamente. Solo queremos ayudarte.

–¿Ayudarme? ¿Ayudarme a qué…? Según decís, si de verdad tenéis razón, que yo esto todavía no lo tengo claro, ¡eh, que conste…!, entonces ¿cómo demonios me vais a ayudar? –Anselmo se mostró aún más confuso cuando comprobó que al retomar el diálogo se paralizaba la proyección de imágenes, pero que esta se reanudaba si volvía a fijarse en el fanal en el que se desplegaban.

–Querido Anselmo, estás pasando por un periodo de turbación bastante habitual. Nuestra ayuda te permitirá superarlo antes.

–¿Turbación? ¿Pero qué…? ¿En qué quedamos? ¿Estoy muerto o estoy turbado? ¡No lo entiendo!

–No lo entiendes porque estás muerto y aún estás turbado… Has muerto de un modo inesperado –empezó a desgranar con paciencia y calidez el comisario– y te está costando hacerte a la idea de que ya no estás en lo que hasta ahora considerabas tu vida… Aunque, como ya tendrás ocasión de comprobar, también en el Cielo estamos vivos. Bueno, ya mismo lo estás viendo.

–¡Eh, a ver! ¿Quieres decir que la culpa es mía porque ya he muerto pero no me he enterado aún?

–Digamos que, eliminando el componente de culpabilidad que has mencionado, sí, lo demás es más o menos lo que queremos expresar.

–¡Ah, muy bonito! ¿Y se supone que estoy muerto porque estoy frente a un ser extraño, calvo y bastante más alto de lo normal, que me habla sin mover la boca? ¡Esto también podría ser un sueño! –advirtió con agrado Anselmo–. ¡Sí, eso es, esto puede ser una pesadilla y en cualquier momento puedo despertarme de ella!

–Lo cierto es que también aquí acabarás despertando, aunque esto no sea una pesadilla –puntualizó el comisario.

–¡Ya, claro, porque lo digas tú! Mira, mi amigo Curro a veces tiene pesadillas. Sueña que ha bajado al pozo y que se le derrumba encima una galería y se queda atrapado y herido y sabe que va a morir porque no lo pueden rescatar. Al principio lo pasaba fatal hasta que se dio cuenta de que era solo una pesadilla. ¿Y sabéis cómo se dio cuenta? Un tipo muy listo este Curro, tiene un magín privilegiado… Se le ocurrió pellizcarse fuerte en el brazo y entonces se dio cuenta de que no le dolía… ¡Zas! Si hubiera estado vivo le habría dolido el pellizco y por eso supo que estaba dormido y que era solo una pesadilla.

Los cinco comisarios observaban con paciencia e interés a aquel hombre desesperado cuyas palabras se le atropellaban como intentando encontrar cuanto antes la vía de escape que lo sacara de la ensoñación; y se compadecieron de él cuando lo vieron remangarse el mono y la manga izquierda de la camisa para pellizcarse con todas sus fuerzas en el antebrazo mientras dejaba estallar en salvas pirotécnicas de carcajadas nerviosas su vana alegría de creerse únicamente dormido en lugar de muerto.

–¿Lo veis? ¡Ja, ja, ja…! ¡No me duele nada! ¡Esto es una pesadilla! ¡Ja, ja, ja…! ¡Voy a despertar y todo esto habrá sido un mal sueño y vosotros desapareceréis también!

Cuando el hombre se hubo calmado, ardida ya la pólvora de fogueo de su esperanza vacua, un silencio rebosante de candor colmó la sala. Una luz ligeramente pulsante de color rosáceo, proveniente de todas direcciones, empezó a concitarse sobre el pecho de Anselmo. Él la percibió y cerró los ojos para intensificar la sensación de arrobamiento que estaba sintiendo crecer en él. Permaneció con los ojos entornados mientras escuchaba la sosegada puntualización del comisario.

–¡Hermano, hermano...! El hecho de que te pellizques y no sientas dolor no prueba que estés en una pesadilla sino que estás en el Cielo: aquí es imposible causar ningún mal, ni a uno mismo ni a los demás. Ni tan siquiera desearlo.

Anselmo lentamente levantó los párpados. Su mirada ya no mostraba alegría. Tampoco nerviosismo, ni siquiera inquietud. Empezaba a reflejar serenidad.

Inmediatamente se reanudaron las imágenes sobre el fanal. Se vio a sí mismo con dieciséis años, aquella ingrata madrugada de 1940, persiguiendo por las calles y las eras de Coria, navaja en mano y abrasado por la ira, al forastero que unas horas antes había arrastrado hacia la oscuridad de la noche a su hermana Romualda. Sobre la tierra polvorienta, con engaños, bofetadas y golpes, entre ultrajes y sollozos, la había despojado para siempre de la virtud de la inocencia, manchando irremisiblemente sus muslos de catorce años con un aguacero de dolor y sangre que puso fin a su niñez.

Y, por primera vez en toda su vida, ya no sintió ganas de matar al violador. Era cierto: estando en el Cielo era imposible desearle ningún mal a nadie. Por fin Anselmo estaba empezando a comprender que había muerto.