Historia contemporánea de América

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Aus der Reihe: Educació. Sèrie Materials #68
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1.2.2 El complejo marco ideológico

Al abordar el análisis de las reformas borbónicas hemos dejado constancia tanto de las razones de carácter económico como de las políticas y sociales que es necesario atender para comprender el proceso que concluyó con la emancipación de las antiguas colonias hispánicas. Queda por explicar el contexto de interacciones de raíz ideológica y mental que constituyeron las razones que concluirán con la rebelión y posterior independencia.

Este contexto viene delimitado por cuatro fenómenos de diversa genealogía. Uno de ellos, la influencia de las Luces –de las teorías de la Ilustración– enmarca los tres restantes: la independencia de las Trece Colonias, la Revolución francesa y la independencia de Haití.

Antes hemos citado la opinión de Lynch respecto al hecho de que creer que la Ilustración hizo revolucionarios a los americanos es confundir causa y efecto. Este es un asunto que ha provocado opiniones discrepantes.

La valoración más optimista con respecto a las correspondencias entre la difusión de las ideas de los ilustrados y el desarrollo de las de los independentistas la encontramos en Jacques Lafaye (1990), para quien éstas circularon con rapidez por América desde la segunda mitad del siglo xviii y alentaron a los criollos a asumir el liderazgo cultural e intelectual del mundo hispánico. A su parecer, después de la independencia norteamericana y de la Revolución francesa, el número de adeptos a las ideas revolucionarias se incrementó sensiblemente.

En el desarrollo de este proceso tuvo –siempre según Lafaye– una enorme influencia la expulsión de los jesuitas. Éstos controlaban la educación ideológica y espiritual de los criollos y contribuyeron de forma importante al surgimiento del patriotismo americano. La existencia creciente de una «burguesía profesional y comercial» en los principales puertos continentales, junto con la llegada de las obras de los ilustrados, catalizó un sentido de la injusticia por su casi absoluta exclusión de los altos cargos de la burocracia, la Iglesia o el Ejército.

La expulsión de los jesuitas, más allá de las repercusiones de carácter religioso, echó a perder la vida social, cultural e intelectual. Las demandas de conocimiento científico y filosófico, y de independencia respecto de la burocracia española, empezaron a ser cubiertas con la proliferación de sociedades secretas de orientación masónica. Lafaye afirma que, desde la segunda mitad del si glo xviii, florecieron las artes y las ciencias; se crearon cátedras de derecho de las cuales surgirían los juristas que más tarde serían los teóricos de la emancipación y, después de la independencia, los miembros destacados de las asambleas constituyentes. Además, este fermento intelectual no quedó circunscrito a las universidades o a las logias masónicas, sino que fue propagado en publicaciones periódicas como la Gaceta de Madrid (que se reimprimía en América), las Gacetas de México y de Lima, o en el Diario Erudito, Económico y Comercial de Lima. Igualmente se publicaron obras que condensaban el saber acumulado por los estudiosos americanos: la Storia Antica del Messico, el Diccionario Geográfico Histórico de las Indias, o las Memorias (publicadas posteriormente) del dominico fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra. Todos ellos fueron hombres influidos por la Ilustración, que leían a Feijoo y Jovellanos, y también a Bentham, Voltaire y Rousseau. Su actividad permitió que las élites americanas lograran –como confirma von Humboldt– un elevado nivel cultural a finales del siglo xviii.

Mucho más matizada es la tesis que sobre este tema defiende Céspedes del Castillo (1988), para quien la interrelación entre Ilustración y procesos independentistas debe ser estudiada a partir de una premisa básica: que la Ilustración fue en América un fenómeno de reducidas minorías, que provocó un contundente rechazo entre los conservadores (aquellos que simplemente pretendían sustituir a los españoles) y una aceptación matizada entre los progresistas (aquellos que deseaban introducir mayores o menores transformaciones estructurales). Pese a esto, el liderazgo social asumido por la minoría ilustrada supondrá a largo plazo una reorientación intelectual completa. Céspedes del Castillo diferencia lo que denomina cuatro hechos básicos con respecto a los efectos en América de las ideas de las Luces: a) que la Ilustración fue un proceso dinámico, que ofrece variantes importantes en los diferentes países europeos; b) que la recepción de estas ideas no fue homogénea en los diversos territorios americanos; c) que la mayor rapidez de las comunicaciones aumentó la velocidad de la difusión de las ideas; y d) que la influencia de la Ilustración presenta tres fases: la primera, hasta 1808; la segunda, la de los años de la emancipación; y, la tercera, la más intensa e importante, después de la independencia.

Respecto al período que nos interesa ahora, Céspedes del Castillo defiende que se aceptan los principios intelectuales, científicos y económicos, pero no los estrictamente políticos. Las ideas de democracia, soberanía del pueblo y anticlericalismo son rechazadas. Los pocos adeptos que estas ideas pudieron captar, como es el caso de Francisco de Miranda, se cuentan –a su parecer– con los dedos de una mano. Simón Bolívar fue especialmente crítico al juzgar la Primera República venezolana (1811-1812) encabezada por Miranda:

Lo que debilitó más al Gobierno de Venezuela fue la forma federal que adoptó, siguiendo las exageradas máximas de los derechos del hombre, que, al autorizarlo para que se rija por sí mismo, rompe los pactos sociales y constituye a las naciones en anarquía. (Marichal, 1986)

Bolívar, un hombre que para Juan Marichal es un hijo del siglo de las Luces y de la revolución de 1789, propugnó, en la Constitución de Venezuela, una Cámara Alta o Senado hereditario; más tarde, en la Constitución de Bolivia, añadió la Cámara de los Tribunos y la Cámara Alta (ambas electivas), y una tercera, la de los Censores, que sería vitalicia (ibidem).

Dos posiciones, pues, enfrentadas, las defendidas por Lafaye y las defendidas por Céspedes del Castillo. Centrémonos, sin embargo, en aquellos tres fenómenos de distinta genealogía sobre los cuales existe un consenso con respecto a su influencia, para así recapitular después y poder llegar a establecer conclusiones.

La independencia de Estados Unidos, que ofrecerá, no sólo el convencimiento de la posibilidad de romper con éxito los vínculos coloniales, sino, de cara al futuro, un modelo de sociedad y de instituciones que en buena medida incidirán en el proyecto de las clases dominantes latinoamericanas, ofreciéndoles al menos, como han escrito Cardoso y Pérez Brignoli, un horizonte ideológico hacia el cual avanzar. Probablemente, la influencia de la independencia de las antiguas colonias británicas del norte fue la más duradera sobre América Latina, aunque parece acertada la tesis de Céspedes del Castillo según la cual ésta aumentará a medida que avance el siglo xix. Con anterioridad a las luchas por la independencia de las colonias hispanoamericanas, la propia existencia de Estados Unidos haría poco más que excitar la imaginación de los hispanoamericanos, por utilizar la acertada idea de Lynch. No parece, pues, que la colaboración española en la lucha de los norteamericanos contra Gran Bretaña tuviera mayores repercusiones.

Es cierto que las obras de Paine o los discursos de John Adams, Jefferson y Washington circularon por las todavía colonias españolas; es cierto que algunos de los independentistas viajaron a la nueva nación del norte, pero no contamos con indicadores fiables de que el proceso emancipador recibiera más apoyo –aunque fue muy importante– que la idea de que el yugo colonial podía ser roto, como habían conseguido los americanos del norte después de enfrentarse a una potencia en su apogeo como era Gran Bretaña.

Aun así, con posterioridad a 1810, podemos rastrear una mayor incidencia de la experiencia republicana de Estados Unidos, como nos lo demuestran las constituciones de países como, por ejemplo, México o Venezuela. A los intercambios comerciales que los estadounidenses establecieron desde una fecha temprana con el Caribe se añadirán, tras la emancipación, aquellos que establecerán con el Río de la Plata y con la costa del Pacífico; y no sólo serán mercancías lo que llevarán los barcos, sino también libros e ideas.

– La Revolución francesa tendrá una relativa importancia en el campo ideológico, aunque resulta difícil establecer las dimensiones reales de ésta, a pesar de que historiadores como E. B. Burns (1989) hablan de una «monumental influencia». Conviene tener en cuenta que la idea de igualdad propugnada por los revolucionarios franceses sintonizaba mal con una sociedad en la que el segmento de población mayoritario estaba formado por indios, negros y mestizos. Quizás la influencia más notoria sea la referida a Haití –a la que nos referiremos más adelante–, por las repercusiones de la propia revolución en la isla de Santo Domingo, así como en Martinica y Guadalupe. En el plano ideológico, conviene no olvidar la huella que el proceso francés dejó en alguno de los más cualificados independentistas, como Gual, España o el mismo Miranda. En opinión de Burns, la élite hispanoamericana quedó deslumbrada por los escritos de Montesquieu, Voltaire, Rousseau y demás pensadores de la Ilustración, pero en líneas generales puede decirse que:

La Revolución Francesa insertó acciones radicales e ideas; los ibéricos y los americanos reaccionaron rechazando las acciones, mientras que aceptaron las ideas, seleccionando aquellas que podían aceptar sin dificultad, modificando algunas e ignorando o rechazando otras. (Burns, 1989)

 

François X. Guerra (1993) señala que la influencia de la Revolución francesa en la América española se extenderá a partir de las abdicaciones de Bayona, una vez se había producido una ruptura radical en las ideas y en el imaginario de las élites. Dejando de lado los principios pactistas del constitucionalismo histórico, los insurgentes americanos adoptarán, después de 1810, el lenguaje, los símbolos, las instituciones y otras referencias de la Francia posrevolucionaria.

De forma colateral, debemos apuntar que la participación española en la coalición continental formada en 1793 para atacar a la Francia revolucionaria tendría importantes consecuencias. A finales de 1795, España tuvo que firmar un nuevo tratado de alianza y ceder Santo Domingo. La respuesta británica, en forma de bloqueo naval absoluto, reduciría el comercio español a sus índices más bajos. Por otra parte, el posterior imperio napoleónico dará, desde 1808, la medida de la crisis que afecta a España, aunque ésta ya era bien conocida desde Trafalgar.

– La revuelta de los esclavos de Haití (1791), consolidada en 1804, abrió una nueva grieta en la red colonial. Será, a la vez, una señal de alarma que actuará de avisador para todas las oligarquías del continente, especialmente después de que la violencia se propagara entre los esclavos de Venezuela. Los cambios políticos podían no tener el final deseado por los criollos, teniendo en cuenta que la capacidad de presión de los sectores menos favorecidos podía inclinar la balanza de su lado. El proceso haitiano tuvo, además, otras importantes repercusiones, entre las cuales se puede destacar la gran transformación de la hasta el momento reducida industria azucarera cubana. De este extraordinario desarrollo surgirá lo que M. Moreno Fraginals denomina la sacarocracia, que tomó buena nota de cuál podía ser el resultado de las veleidades de la población blanca minoritaria frente a los habitantes de origen africano.

1.2.3 Las causas de la independencia

Hemos analizado las repercusiones políticas, sociales y económicas de la nueva política colonial española puesta en marcha desde los tiempos de Carlos III. Después hemos repasado los cuatro fenómenos que delimitan el complejo marco ideológico en el que se produce el proceso independentista. Es ahora el momento de recapitular, de retomar aquellas razones de la emancipación aludidas anteriormente para intentar comprender la respuesta de las élites dirigentes americanas, de forma que podamos resolver el problema de cómo y por qué cayó el imperio.

La respuesta de los sectores dirigentes americanos vendrá determinada por el complejo juego de las contradicciones internas y externas de la sociedad colonial que, bajo la dirección de los «más o menos españoles» (los criollos), generaron el deseo de la independencia a partir de una conciencia (el criollismo americanista) que concluyó, después, en un mosaico de naciones a partir de la mitosis de esta conciencia, que en primera instancia fue americana para pronto ser chilena, peruana, mexicana, etc. En este sentido, podemos decir que el criollismo primerizo es el punto de arranque de lo que será la base inicial de las guerras de liberación para pasar a ser, finalmente, el sustento de las sociedades poscoloniales, que no dejarán de ser criollistas (cada nación del suyo), esto es: diseñadas por los criollos, en beneficio de los criollos y basadas en aquella conciencia americana diferenciada que denominamos criollismo (Alcàzar, 1995).

Los criollos son, por definición, los hijos de los peninsulares nacidos en América y, por extensión, los descendientes de aquellos, siempre y cuando la mezcla racial les hubiera respetado en cuanto a la tonalidad de la piel o en cuanto a las dimensiones del patrimonio. Ellos, herederos directos de los autores de la primera expoliación, no hicieron otra cosa que seguir el camino iniciado por sus mayores.

A aquella contradicción social fundamental entre indios y criollos es necesario añadir una secundaria: la que se producía entre criollos y españoles, y esto en la medida que éstos últimos eran los responsables más o menos fieles de velar por los intereses de la metrópoli. Claro está que convendría hacer puntualizaciones y matizaciones regionales y cronológicas. Ya sabemos que la unidad en la diversidad –como dice Marcello Carmagnani– de América Latina no permite establecer generalizaciones sin que se tambaleen los modelos. El planteamiento, aun así, puede ser aceptado como marco general porque lo que interesa es ver cómo bajo aquellas dos contradicciones hay otras que, aunque deudoras de éstas, establecen las bases para el desarrollo de aquel embrión de conciencia americana y antiespañola. Contradicciones de los criollos con los peninsulares; contradicciones administrativas y de representación (los cabildos frente al resto de las instancias coloniales); contradicciones económicas, fruto del más o menos vigoroso monopolio metropolitano y de una política fiscal que, de poco efectiva en la época prerreformista, se convertirá en asfixiante; y contradicciones por el papel de segundones en la milicia o en la Iglesia, ambas dirigidas por españoles. Unas oposiciones estrechamente conectadas, porque la fundamental será el freno de las secundarias, especialmente por el pánico que despertará entre los criollos la posibilidad de la pérdida del control sobre la oposición propiedad / trabajo o, lo que es lo mismo: la oposición criollos / indios-negros.

Antes de las reformas, cuando el control económico peninsular era ineficaz, cuando era evidente la venalidad de buena parte de los cargos designados, cuando era prácticamente imposible hacer funcionar la maquinaria colonial, se podía vivir, decían los americanos. El reformismo borbónico lo trastocará todo. La más o menos ambigua configuración de la conciencia diferenciada irá perfilándose cada vez más. Había, evidentemente, un problema: los otros, es decir, aquellos que no eran ni criollos ni españoles. Indios, mestizos y negros no debían, no podían –desde la posición criolla– tener una conciencia perfilada, sobre todo si ésta era de grupo o de raza. Asegurarse el control social de estos grupos será –una vez quede claro que la protección de la que hablaba Revillagigedo ya no era tangible– una meta irrenunciable del criollismo, teniendo en cuenta que los objetivos de liberación de la opresión colonial no venían determinados por un posicionamiento nacional en el sentido convencional. Había naciones en formación, pero éstas eran exclusivamente criollas, puesto que, aunque alguno de los grupos étnicos (los mestizos) tenía una cierta concepción del problema, ni los indios ni los negros tenían sentido de la nacionalidad.

El nacionalismo criollo inicial presenta una débil raíz liberal (valorativa de la vertiente regional, geográfica), puesto que la idea de América no hace sino esconder la carencia de un proyecto perfilado, como se verá tras la emancipación, con la proliferación de repúblicas. Y, evidentemente, no tiene nada de jacobino, en tanto que es de libre adscripción. Es el proyecto de un grupo al cual le está reservado el derecho de admisión, y éste es aplicado en un sentido claramente exclusivista. Será necesario, pues, controlar a quienes pueden poner en cuestión la propuesta emancipadora; será necesario perderles el miedo, el pánico, que en el pasado ha actuado como fortalecedor de las relaciones con los otros blancos, con los españoles españolistas; y será necesario hacerlo porque hay mucho en juego.

Así, este americanismo exclusivista y de clase, este criollismo, nacido al calor de unas imposiciones políticas y económicas, que ha ido desarrollándose en un mundo que asiste a trascendentales cambios políticos, económicos e ideológicos, evolucionará hasta convertirse en la idea legitimadora de una liberación clasista: no hay posibilidad de compartir la dominación con los peninsulares; los criollos tienen que hacerse con el control exclusivo.

La coyuntura que permitirá poner en marcha este proyecto, el de los criollos, se producirá al estallar la guerra contra los franceses en España. Aunque la metrópoli mantendrá su contacto con las colonias gracias a su nueva alianza con Gran Bretaña, como contrapartida, la poderosa aliada asegurará su influencia sobre aquéllas. La guerra en la península Ibérica exigirá recursos que habrían sido necesarios para actuar en las posesiones de ultramar, donde las contradicciones entre peninsulares y americanos estallarán sin freno. España pronto quedó reducida a Cádiz, donde los representantes en las Cortes parecían dispuestos a revisar las relaciones de la metrópoli con las Indias, transformándolas en provincias ultramarinas de un Estado renovado por la introducción de instituciones representativas. Si esta era una vaga promesa de futuro político, el verdadero futuro económico pasaba por asumir que sólo la alianza con Gran Bretaña aseguraba el contacto de las tierras americanas con los mercados europeos, lo que ofrecía una lectura bien sencilla: España no era más que un obstáculo insoportable y no tenía sentido mantener los vínculos, renovados o no, de épocas anteriores.

1.2.4 El proceso de independencia

Las noticias de la abdicación de Bayona y de la sublevación popular peninsular de mayo de 1808 llegan a América en julio y dan origen a reacciones comparables de patriotismo y fidelidad a Fernando VII. La crisis política y de legitimidad abierta se trata de resolver en América, como en España, con la convocatoria de juntas, que en ausencia del rey debían reasumir la soberanía. Con este recurso, la concepción pactista tradicional se convirtió en un argumento gravemente perturbador de las relaciones coloniales, al asumirse que las juntas americanas eran tan soberanas como las españolas, por lo que no tenían que supeditarse a ninguna de ellas (Domínguez, 1985).

Sin embargo, varios motivos explican el primer fracaso de la creación de juntas en América y la general aceptación de la Junta Central de Sevilla como representante legítima de toda la monarquía: la distancia geográfica, que alejaba la posibilidad de una invasión francesa de las colonias americanas, la ausencia de autoridades colaboracionistas con el agresor y la fuerza del deseo de concentrar la ayuda en la península Ibérica. Esta situación se vio consolidada con la convocatoria de elecciones para nueve representantes americanos en la Junta Central, en enero de 1809. El largo proceso de elección concluyó en Venezuela, Puerto Rico, Nueva Granada, Perú, Nueva España y Guatemala, mientras que en Chile y en Río de la Plata estaba todavía en marcha cuando la Junta Central se disolvió y se constituyó el Consejo de Regencia, en enero de 1810.

Las protestas iniciales desencadenadas meses atrás por la desigual distribución de delegados, que situaba en inferioridad a los americanos frente a los representantes de las juntas de la península Ibérica, se agravaron entre las élites americanas, reacias a aceptar la legalidad del Consejo de Regencia y las condiciones, de nuevo discriminatorias para la representación americana, impuestas para la prevista elección a cortes (Guerra, 1993). Todo esto, junto con el convencimiento, en aquellos primeros meses de 1810, de que la derrota definitiva ante los franceses era inevitable e inmediata, despertó nuevamente los movimientos de autogobierno, desplegados en ciudades principales al formarse juntas a partir de la convocatoria de cabildos abiertos (Caracas, en abril; Buenos Aires, en mayo; Santa Fe de Bogotá, en julio, etc.), los cuales seguían manifestándose fieles a Fernando VII. Como señala Jaime C. Rodríguez (1996), estos movimientos, al contrario de los de 1809, desencadenaron la actividad de distintas fuerzas sociales, representantes de territorios y grupos descontentos que pretendieron desde entonces reparar los perjuicios que sufrían.

Las luchas entre fidelistas y autonomistas se manifestaron pronto, con el triunfo permanente de los segundos en Buenos Aires y la victoria más que precaria en Caracas. En la capital del Río de la Plata, la «revolución del 25 de mayo» de 1810 alejó del poder a los administradores coloniales y abrió paso a un período de autogobierno apoyado por las milicias criollas, en defensa especialmente de la libertad de comercio y del fin de los privilegios de los españoles. La independencia del litoral rioplatense sería ya irreversible, aunque fracasaron los intentos de los líderes de la junta de Buenos Aires de extender la revolución en el interior paraguayo. A pesar de todo, provocaron la declaración de independencia de Paraguay el 7 de mayo de 1811, y la de la banda oriental, en febrero de aquel mismo año.

En Caracas, sin embargo, la defensa de la oligarquía local de las libertades comerciales no bastó para ganar el apoyo de otras importantes ciudades, como Valencia. La proclamación de la independencia de las Provincias Unidas de Venezuela, el 5 de julio de 1811, estuvo acompañada de un llamamiento a su defensa por parte de la población, que por aquellas fechas contaba con un 61 % de negros y pardos. El temor de la oligarquía a propiciar una movilización de la población negra que no pudiera ser controlada explica la no abolición de la esclavitud y, con esto, el hecho de que las tropas realistas pudieran atraer más exitosamente a la población negra y a los llaneros de Tomás Boves para poner fin definitivamente a la denominada República Boba en julio de 1814. Hasta aquella fecha, la lucha independentista había continuado bajo la dirección de Simón Bolívar, que en un intento por socavar las bases sociales de los fidelistas proclamó la «guerra a muerte» a los españoles en 1813. Los fracasos sucesivos, anteriores y posteriores a 1814, llevaron a Bolívar a Nueva Granada, donde se uniría a la lucha independentista, aunque con escasos resultados.

 

También en Nueva España, el miedo de la oligarquía criolla a una explosión social indígena y mestiza, que representaban el 50 % y el 30 % de la población respectivamente, y el buen control por los fidelistas de las escisiones socioétnicas llevaron al fracaso de los primeros y violentos intentos de los curas Manuel Hidalgo, iniciado con el grito de Dolores en septiembre de 1810, y de José María Morelos. Hidalgo encabezó una sublevación apelando a Fernando VII, a la Virgen de Guadalupe y a la independencia, integrada por veinticinco mil personas, mayoritariamente indios y mestizos del Bajío, desesperadas por la crisis alimentaria y la penuria económica. La violencia desatada contra los blancos, especialmente en el ataque a Guanajuato, alejó a los criollos de cualquier inclinación en favor del movimiento indígena, rural y campesino de Hidalgo y de su seguidor en el sur del virreinato hasta 1813, Morelos. La aportación de Morelos fue dar a los proyectos independentistas un cuerpo ideológico legitimador igualitario, republicano, religioso y nacionalista, que se concretó en la inoperante Constitución de Apatzingan de 1814.

En última instancia, la debilidad política de los insurgentes permitió que fuera casi absolutamente exitosa la reacción realista ante estos intentos independentistas producidos entre 1810 y 1814, basada en la contrainsurgencia, la politización de las escisiones socioétnicas y, aunque con menos resultados, en la cooptación política mediante la representación americana en las Cortes (Domínguez, 1985).

La llegada del rey Fernando VII a España desde el exilio, en diciembre de 1813, abriría un nuevo período en la lucha por la independencia, una vez que las múltiples promesas reales empezaron a desvanecerse tras el nuevo absolutismo impuesto con la abolición de la Constitución de Cádiz. Una nueva fase, caracterizada por una adaptación mayor de las estrategias de los independentistas a las condiciones sociopolíticas de las colonias; por el convencimiento de que la garantía de las independencias de cada territorio dependía de la expansión de la rebelión por todo el continente; y, finalmente, por los intentos de reconquista y por la represión a cargo de los realistas, mediante el envío de veinticinco expediciones que traerían a unos cuarenta y cinco mil soldados a América.

El mariscal Pablo Morillo llegó al frente de una de ellas a Caracas, en abril de 1815, poniendo fin a la sublevación de la Capitanía General de Venezuela y, un año más tarde, de Nueva Granada. La ocupación militar iba acompañada de la confiscación de bienes de los rebeldes y de la creación de consejos de purificación que reprimían con dureza a los vencidos. Aquella intransigencia realista, según Céspedes (1988), radicalizó el autonomismo y amplió sus bases al hacer imposible cualquier tipo de conciliación y de concesión ante la injusticia y la represión arbitrarias.

Un ejemplo de esta radicalización lo encontramos en la fuerza reunida por Bolívar a raíz de su promesa de manumisión de los esclavos, en los acuerdos con sus antiguos enemigos llaneros y en el apoyo económico y humano recibido de Gran Bretaña. Estas fuerzas se encontrarían, en adelante, con un enemigo que iría debilitándose por descomposición interna, debido a las crecientes deserciones, a los graves problemas de intendencia y a la oposición surgida entre los comandantes y los soldados procedentes de la guerra contra los franceses, de inclinaciones liberales y opuestos a sus jefes absolutistas.

Tras las primeras importantes victorias sobre los realistas, Bolívar instaló su base en Angostura, donde un congreso celebrado en 1819 proclamó la Tercera República de Colombia, a la espera de la definitiva liberación de todos los territorios de Venezuela y Nueva Granada. Ésta última avanzaría finalmente tras la llegada de tres mil hombres comandados por Bolívar a la meseta desde las llanuras venezolanas, así como por la derrota de los realistas en la batalla de Boyacá (7 de agosto de 1819) y la inmediata toma de Santa Fe de Bogotá. A pesar de este triunfo insurgente, la derrota definitiva de los realistas en Venezuela se produciría dos años más tarde, al romperse una tregua abierta con Morillo propiciada por el triunfo liberal en España. La batalla de Carabobo (24 de junio de 1821) permitió a Bolívar ocupar definitivamente Caracas y realizar la integración de la antigua Capitanía General de Venezuela en la Gran Colombia, siendo él mismo su presidente.

Paralelamente al desarrollo de estos acontecimientos, en Buenos Aires existe la convicción de que la definitiva derrota realista en tierras peruanas era indispensable para asegurar la independencia de las Provincias Unidas de Suramérica, que había sido declarada en el Congreso de Tucumán en 1816.

Los primeros resultados de aquella táctica se recogieron en Chile, en un intento inicial de tomar Perú por el sur. El motor del proyecto fue José de San Martín, gobernador de Cuyo, quien organizó una expedición que atravesó los Andes en enero de 1817. La osadía de aquella inesperada empresa favorece a los independentistas en sus enfrentamientos con los realistas chilenos en Chacabuco, quienes tomaron Santiago un mes después. Bernardo O’Higgins estará a la cabeza de la nueva junta creada, como director supremo. La batalla definitiva con los realistas será la de Maipú (5 abril de 1818), tras la cual se declararía la independencia de Chile (Rodríguez, 1996).

Con aquella base chilena, San Martín retoma su proyecto de atacar Perú. Las duras condiciones del desierto de Atacama, que separa Chile de Perú, hicieron que San Martín decidiera enviar a sus 4.500 hombres por mar en agosto de 1820, con los barcos de lord Cochrane. Un último intento de negociación por parte del virrey Pezuela, más tarde derrocado por un golpe militar y sustituido por José de la Serna, resultó inútil. Por esto, y pese a que San Martín no pudo reclutar un elevado número de seguidores en Perú, Lima fue abandonada por los divididos realistas y tomada casi sin lucha por éste, quien proclamaría la independencia peruana en julio de 1821 y sería nombrado protector provisional de la nueva república. No obstante, el Alto Perú quedaría por un tiempo como reducto de los realistas.

Será poco después cuando se unirán los caminos de los dos grandes libertadores, Bolívar y San Martín. Éste último solicitó la colaboración de Bolívar para culminar la derrota realista en el interior del antiguo virreinato peruano, retrasada por la falta de ayuda exterior y de suficientes apoyos internos. La entrevista entre ambos se produjo en Guayaquil (julio de 1822), y será poco después cuando San Martín se retire del proceso liberador, y vaya a un exilio europeo, con lo cual quedaría Bolívar como el encargado de culminar la independencia del subcontinente.