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100 Clásicos de la Literatura

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Debido a ciertas instrucciones que tenía que dar a su mayoral, John, Shirley se quedó atrás cuando ella y sus primas se acercaban a Fieldhead al regresar del paseo; tal vez transcurrieran veinte minutos entre el momento en que se separó de ellas y su entrada en la casa. En el ínterin, había hablado con John y luego se había demorado en el sendero, junto a la verja. Entró cuando la llamaron para comer; se excusó y subió sin sentarse a la mesa.

—¿No viene a comer Shirley? —preguntó Isabella—. Ha dicho que no tenía hambre.

Una hora más tarde, dado que no había abandonado su habitación, una de las primas fue allí en su busca. La encontró sentada al pie de la cama con la cabeza apoyada en una mano: estaba muy pálida y pensativa, casi triste.

—¿Estás enferma? —le preguntó.

—Un poco indispuesta —contestó la señorita Keeldar.

Desde luego en dos horas había experimentado un gran cambio.

Este cambio, que sólo se había justificado con aquellas tres palabras, sin explicarse de ningún otro modo; este cambio, fuera cual fuera su causa, surgido en apenas diez minutos, no fue pasajero como una nube de verano. Shirley estuvo comunicativa cuando se reunió con sus parientes para cenar, como de costumbre; pasó la velada con ellos; cuando volvieron a interesarse por su salud, afirmó estar totalmente recuperada: no había sido más que una debilidad pasajera, una sensación momentánea que no valía la pena recordar. Sin embargo, se notaba una diferencia en ella.

Al día, a la semana, a la quincena siguiente, esta nueva y peculiar sombra seguía fija en el semblante, en la actitud de la señorita Keeldar. Una extraña quietud se adueñó de su expresión, de sus movimientos y hasta de su voz. La alteración no era tan acusada como para inducir o permitir indagaciones, pero estaba ahí, y no desaparecía; se cernía sobre ella como una nube que ninguna brisa podía mover o disipar. Pronto se hizo evidente que comentar este cambio la enojaba. Primero, se cerraba ante los comentarios y, si se insistía, los rechazaba con su singular altivez. ¿Estaba enferma? La respuesta llegaba con decisión:

No.

¿La atormentaba alguna inquietud? ¿Había ocurrido algo que afectara a su espíritu?

Ella ridiculizaba la idea con desdén. ¿A qué se referían al hablar de su espíritu? No tenía ninguno, ni blanco ni negro, ni azul ni gris, que pudiera resultar afectado.

Algo debía de ocurrirle cuando estaba tan alterada.

Shirley suponía que tenía derecho a cambiar a voluntad. Sabía que había perdido atractivo; si a ella le apetecía volverse fea, ¿qué necesidad tenían los demás de preocuparse?

Tenía que haber un motivo para ese cambio; ¿cuál era?

Shirley pedía que la dejaran en paz con tono autoritario.

Luego hacía esfuerzos denodados por parecer alegre, y parecía indignada consigo misma por no lograrlo del todo; cuando estaba sola, de sus labios brotaban epítetos escuetos y despectivos contra sí misma: «¡Imbécil! ¡Cobarde!», se decía. «¡Gallina!», añadía. «¡Si tienes que temblar, tiembla en secreto! ¡Da rienda suelta a tu cobardía cuando no te vea nadie!».

«¿Cómo te atreves? —se preguntaba a sí misma—. ¿Cómo te atreves a mostrar tu debilidad y a desvelar tus estúpidos temores? Deséchalos, elévate por encima de ellos; si no lo consigues, disimula».

Y se aplicó en disimularlos lo mejor que pudo. De nuevo se volvió decididamente vivaz en compañía. Cuando, cansada del esfuerzo, necesitaba relajarse, buscaba la soledad; no la soledad de su habitación —se negaba a dejarse abatir, a encerrarse entre cuatro paredes—, sino la soledad más agitada que se encuentra al aire libre y que ella perseguía montando a Zoë, su yegua. Daba largos paseos a caballo que duraban medio día. Su tío lo desaprobaba, pero no se atrevía a protestar: no era nunca agradable enfrentarse con la ira de Shirley, ni siquiera cuando estaba sana y contenta; pero ahora que su rostro había enflaquecido y sus grandes ojos parecían hundidos, había algo en la oscuridad de su semblante y el brillo de sus ojos que conmovía al tiempo que alarmaba.

Para los que no la conocían demasiado e, ignorantes del cambio de su estado de ánimo, comentaban el cambio de su apariencia, tenía una sola respuesta:

—Estoy perfectamente bien; no estoy enferma.

Y verdaderamente debía de estar sana para poder resistir las inclemencias del tiempo a las que se exponía. Lloviera o hiciera sol, con bonanza o con tormenta, daba su paseo diario a caballo por el páramo de Stilbro, y Tartar corría a su lado, infatigable en su galope lobuno de largas zancadas.

Un par de veces o tres, los ojos de los chismosos —esos que están en todas partes: sea un salón o la cima de una colina— advirtieron que, en lugar de girar en Rushedge, la loma que coronaba el páramo de Stilbro, Shirley seguía cabalgando hasta el pueblo. No faltaron exploradores que averiguaran cuál era su destino allí; se descubrió que se detenía ante la puerta de un tal señor Pearson Hall, un notario emparentado con el vicario de Nunnely. Este caballero y sus antepasados habían sido representantes legales de la familia Keeldar durante generaciones; algunas personas afirmaron que la señorita Keeldar se había metido en especulaciones comerciales relacionadas con la fábrica del Hollow, que había perdido dinero y que se veía forzada a hipotecar sus tierras; otros conjeturaban que iba a casarse y que se estaban redactando las capitulaciones.

***

El señor Moore y Henry Sympson estaban juntos en la sala de estudios; el preceptor esperaba ver los deberes que el pupilo parecía enfrascado en hacer.

—¡Henry, dese prisa! Se está haciendo tarde.

—¿Sí, señor?

—Desde luego. ¿Ha acabado esa lección?

—No.

—¿Ni siquiera está a punto de acabar?

—No he traducido ni una sola línea.

El señor Moore levantó los ojos; el tono del muchacho era muy peculiar.

—La tarea no ofrece mayores dificultades, Henry, pero si usted las encuentra, véngase aquí; trabajaremos juntos.

—Señor Moore, no puedo hacer tarea alguna.

—Muchacho, está usted enfermo.

—Señor, mi salud física es tan mala como de costumbre, no ha empeorado, pero me siento acongojado.

—Cierre el libro. Venga aquí, Henry. Acérquese al fuego.

Harry se acercó cojeando; su preceptor le colocó una silla. Le temblaban los labios, tenía los ojos llenos de lágrimas. Dejó la muleta en el suelo, agachó la cabeza y lloró.

—¿Dice que su congoja no la ocasiona un dolor físico, Harry? Algo le aflige, cuéntemelo.

—Señor, jamás había conocido tal aflicción. Ojalá pudiera hallar consuelo, porque no puedo soportarlo.

—¿Quién sabe si, hablándolo, podemos aliviarle? ¿Cuál es la causa? ¿De qué se trata?

—La causa, señor, es Shirley; se trata de Shirley.

—¿Ah, sí? ¿La encuentra cambiada?

—Todos los que la conocen la encuentran cambiada. Usted también, señor Moore.

—Seriamente no. No más alteración que la que un giro favorable puede reparar en unas pocas semanas. Además, su propia palabra algo tiene que valer: ella dice que está bien.

—Ahí está, señor. Mientras ella afirmaba que estaba bien, yo la creía. Me entristecía lejos de ella, pero pronto recobraba el ánimo en su presencia. Ahora…

—Bueno, Harry, ¿ahora qué…? ¿Le ha dicho algo? Esta mañana han pasado dos horas juntos en el jardín: a ella la he visto hablar y a usted escucharla. ¡Bien, mi querido Harry! Si la señorita Keeldar ha dicho que estaba enferma y le ha impuesto que guardara el secreto, no la obedezca. Por el bien de Shirley, confiéselo todo. ¡Hable, muchacho!

—¡Decir ella que está enferma! Creo, señor, que si se estuviera muriendo, sonreiría y afirmaría: «No me duele nada».

—¿Qué es lo que sabe entonces? ¿Qué nueva circunstancia…?

—Me he enterado de que acaba de hacer testamento.

—¡Testamento!

El preceptor y el pupilo se quedaron callados.

—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó Moore, después de unos minutos.

—Me lo ha dicho alegremente, no como una circunstancia ominosa, que fue lo que a mí me ha parecido. Ha dicho que yo era la única persona enterada, aparte de su notario, Pearson Hall, del señor Helstone y del señor Yorke, y, según me ha indicado, deseaba explicarme especialmente a mí las cláusulas del testamento.

—Siga, Henry.

—«Porque», me ha dicho, mirándome con sus hermosos ojos… ¡Oh! ¡Son muy hermosos, señor Moore! ¡Los adoro… la adoro a ella! ¡Es mi estrella! ¡El Cielo no debe reclamarla para sí! Es encantadora en este mundo y está hecha para él. Shirley no es un ángel, es una mujer, y tiene que vivir con los hombres. ¡No ha de ser para los serafines! Señor Moore, si uno de los «hijos de Dios» con grandes alas brillantes como el cielo, azules y sonoras como el mar, viendo su hermosura, descendiera para reclamarla, sería rechazado, rechazado por mí, ¡aunque no sea más que un muchacho lisiado!

—Henry Sympson, obedezca y siga cuando yo se lo mande.

—«Porque —ha dicho— si no hiciera testamento y muriera antes que tú, Harry, heredarías todas mis propiedades, y no quiero que sea así, aunque a tu padre le gustaría. Pero tú —añadió— recibirás también toda la herencia de tu padre, que es considerable, más grande que Fieldhead; tus hermanas no heredarán nada, de modo que les he dejado algún dinero, aunque no las quiero a las dos juntas ni la mitad de lo que quiero un solo rizo de tus rubios cabellos». Me ha dicho estas palabras y me ha llamado «cariño», y me ha dejado que la besara. Luego ha seguido diciéndome que también había dejado algo de dinero a Caroline Helstone, que esta casa, con sus libros y su mobiliario, me la legaba a mí, puesto que no deseaba despojar a la familia de su hogar ancestral, y que el resto de sus propiedades, cuyo valor ascendía a doce mil libras, excluyendo los legados a mis hermanas y a la señorita Helstone, se lo había dejado, no a mí, dado que ya soy rico, sino a un buen hombre que le daría el mejor uso que pudiera darle ningún otro ser humano. Un hombre, ha dicho, que era amable y valiente a la vez, firme y clemente; un hombre que tal vez no se proclamara piadoso, pero ella sabía que tenía el secreto de una religión pura e impoluta ante Dios. El espíritu de la paz y del amor estaba con él; visitaba a los huérfanos y a las viudas en su aflicción, y se mantenía inmaculado, a salvo de la corrupción mundana. Luego me ha preguntado: «¿Apruebas lo que he hecho, Henry?». Yo no he podido responder, me lo impedían las lágrimas, como ahora.

 

El señor Moore concedió a su pupilo un momento para que luchara contra sus emociones y las dominara. Luego preguntó:

—¿Qué más le ha dicho?

—Cuando he dado mi plena aprobación a las condiciones de su testamento, me ha dicho que era un muchacho generoso y que estaba orgullosa de mí. «Y ahora —ha añadido—, si ocurriera algo, sabrás qué decirle a Malevolencia cuando venga a susurrarte barbaridades en el oído, insinuando que Shirley te ha tratado injustamente, que no te quería. Sabrás que sí te quería, Harry, que ninguna hermana podría haberte querido más, tesoro mío». Señor Moore, señor, cuando recuerdo su voz y su mirada mi corazón late como si quisiera salirse del pecho. Puede que vaya al cielo antes que yo, si Dios así lo quiere, pero el resto de mi vida, y mi vida no será larga, ahora me alegro de ello, será un viaje directo, rápido y cuidadoso por la senda que ella ha pisado. Pensaba que entraría en el sepulcro de los Keeldar antes que ella; si no fuera así, que coloquen mi ataúd junto al suyo.

Moore le respondió con una calma grave que ofrecía un extraño contraste con el perturbado entusiasmo del muchacho.

—Hacen mal los dos en dañarse mutuamente. Los jóvenes que caen un día bajo la influencia de un oscuro terror imaginan que jamás volverá a lucir el sol, imaginan que su primera calamidad durará toda la vida. ¿Qué más ha dicho? ¿Nada más?

—Hemos arreglado un par de asuntos familiares entre nosotros.

—Realmente me gustaría saber qué…

—Pero, señor Moore, sonríe usted. Yo no podía sonreír al ver a Shirley en su estado.

—Muchacho, yo no tengo un temperamento nervioso ni poético, ni soy inexperto. Veo las cosas tal como son, y usted todavía no. Hábleme de esos asuntos familiares.

—Se trata únicamente, señor, de que me ha preguntado si me consideraba más Keeldar que Sympson o viceversa, y yo he contestado que era Keeldar de corazón y hasta la médula. Ha dicho que se alegraba, porque, aparte de ella, yo era el único Keeldar que quedaba en Inglaterra, y luego hemos acordado ciertas cosas.

—¿Y bien?

—Bueno, señor, que si yo vivía para heredar las propiedades de mi padre y la casa de ella, adoptaría el nombre de Keeldar y haría de Fieldhead mi residencia. Henry Shirley Keeldar, he dicho que me llamaría, y así será. Su apellido y su casa solariega tienen siglos de antigüedad, mientras que Sympson y Sympson-Grove son recientes.

—Vamos, vamos, ninguno de los dos va a irse al cielo todavía. Tengo puestas mis mayores esperanzas en este par de aguiluchos que son, orgullosos y distinguidos. Bien, ¿qué deduce usted de todo lo que me ha contado? Expréselo con palabras.

—Que Shirley cree que está a punto de morir.

—¿Ha aludido a su salud?

—En ningún momento, pero le aseguro a usted que se está consumiendo; tiene las manos cada vez más delgadas, y también las mejillas.

—¿Se ha quejado alguna vez a su tía o a sus primas?

—Jamás. Se ríe de ellas cuando la interrogan. Señor Moore, Shirley es una extraña criatura, tan bella y femenina; no es una mujer masculina en absoluto, no es una amazona, y, sin embargo, desdeña toda ayuda y simpatía.

—¿Sabe dónde está ahora, Henry? ¿Está en casa o ha salido a caballo?

—No puede haber salido, señor. Llueve a cántaros.

—Cierto, lo que, sin embargo, no es garantía de que no esté en estos momentos galopando por Rushedge. Últimamente no ha permitido que el mal tiempo sea un obstáculo para sus paseos a caballo.

—¿Recuerda, señor Moore, la tormenta del miércoles pasado? Fue tan fuerte, en realidad, que Shirley no permitió que ensillaran a Zoë, pero el viento que le parecía demasiado impetuoso para su yegua, lo afrontó ella a pie. Aquella tarde fue caminando casi hasta Nunnely. Cuando regresó le pregunté si no temía haberse resfriado. «No —me contestó—, sería demasiada suerte para mí. No sé, Harry, pero lo mejor que podría ocurrirme es coger un buen resfriado con fiebre, y morir así como cualquier cristiano». Su comportamiento es imprudente, ¿comprende, señor?

—¡Desde luego! Vaya a buscarla y, si tiene ocasión de hablar con ella sin llamar la atención, pídale que venga a verme un momento.

—Sí, señor.

Henry cogió su muleta y se dispuso a salir.

—¡Harry!

El muchacho regresó junto a su maestro.

—No le des el mensaje de una manera formal. Pídeselo como le hubieras pedido en los viejos tiempos que fuera a la sala de estudios, con toda normalidad.

—Comprendo, señor; así será más probable que obedezca.

—Y, Harry…

—¿Señor?

—Te llamaré cuando lo crea oportuno. Hasta entonces, estás dispensado de tus clases.

Henry se fue. Una vez solo, el señor Moore abandonó su escritorio.

—Puedo mostrarme imperturbable y arrogante con Henry —se dijo en voz alta—. Puedo aparentar que me tomo a la ligera sus aprensiones y contemplar du haut de ma grandeur su fogosa juventud. A él puedo hablarle como si, a mis ojos, ambos no fueran más que unos niños. Veamos si soy capaz de representar el mismo papel con ella. He conocido momentos en los que parecía haberlo olvidado, en los que la confusión y la resignación parecían a punto de aplastarme con su suave tiranía, en los que mi lengua ha vacilado y he estado al borde de dejar caer el velo y presentarme ante ella, no como maestro, no, sino como algo más. Confío en que jamás haré el ridículo de esa manera. Sir Philip Nunnely puede permitirse sonrojarse cuando sus ojos se encuentran con los de Shirley, puede darse a sí mismo el gusto de someterse, puede incluso dejar que su mano tiemble al tocar la de ella, sin avergonzarse, pero si uno de los arrendatarios de Shirley apareciera ante ella vulnerable y sentimental, no haría más que probar la necesidad de ponerme una camisa de fuerza. Hasta ahora lo he hecho muy bien. Se ha sentado cerca de mí y no he temblado más que mi escritorio. He recibido sus miradas y sus sonrisas por igual, bueno, como un preceptor, que es lo que soy. Su mano no la he tocado jamás, no he tenido que superar esa prueba. No soy ni labriego ni lacayo suyo, no he sido jamás ni su siervo ni su sirviente, pero soy pobre y es menester que atienda a mi amor propio, que no lo comprometa lo más mínimo. ¿Qué quería decir con aquella alusión a las personas frías que petrifican la carne y la convierten en mármol? Me gustó, no sé muy bien por qué, no quiero siquiera preguntármelo; jamás me permito examinar sus palabras ni su expresión, pues, si lo hiciera, algunas veces olvidaría el sentido común y creería en fantasías. Hay momentos en que un extraño y secreto éxtasis me recorre las venas. No lo alentaré, no lo recordaré. Estoy decidido, mientras sea necesario, a conservar el derecho de decir, como Pablo: «No estoy loco, sino que digo palabras de verdad y de cordura».

Hizo una pausa y aguzó el oído.

—¿Vendrá o no vendrá? —se preguntó—. ¿Cómo se tomará el mensaje? ¿Inocentemente o con desdén? ¿Como una niña o como una reina? Ambos caracteres están en su naturaleza.

»Si viene, ¿qué le diré? ¿Cómo justificaré, en primer lugar, la familiaridad de mi petición? ¿Debo disculparme? Podría hacerlo con toda humildad, pero ¿nos colocaría una disculpa en las posiciones que deberíamos ocupar el uno respecto al otro en este asunto? Debo mantenerme en mi papel de profesor, de lo contrario… oigo una puerta. —Esperó. Pasaron muchos minutos.

—Se negará a venir. Henry le ruega que venga; ella se niega. Mi petición le parece una osadía; que venga, y yo le demostraré lo contrario. Preferiría que fuera algo perversa, eso me volvería insensible. La prefiero con la coraza del orgullo y con el sarcasmo por arma. Su desprecio me saca bruscamente de mis sueños. Me levanto. Una mirada o una palabra cáusticas darán fortaleza a mis nervios y tendones. Se acercan pasos, y no son los de Henry…

La puerta se abrió, entró la señorita Keeldar. Aparentemente el mensaje le había llegado mientras cosía: llevaba consigo la labor. Aquel día no había salido a montar, era obvio que lo había pasado en casa tranquilamente. Llevaba su pulcro vestido de casa y su delantal de seda. No era una Thalestris salvaje, sino un personaje doméstico. El señor Moore la tenía a su merced: debería haberse dirigido a ella de inmediato con tono solemne y actitud rígida; tal vez lo habría hecho de haber mostrado ella cierta insolencia, pero jamás la actitud de Shirley había sido menos arrogante: una juvenil modestia mantenía su vista baja y cubría su cara. El preceptor siguió callado.

Shirley se detuvo a mitad de camino entre la puerta y el escritorio.

—¿Quería verme, señor? —dijo.

—Me he permitido enviar a buscarla… es decir, a pedirle que me conceda cinco minutos.

Ella esperó, dando trabajo a la aguja.

—Bien, señor —dijo sin levantar la vista—, ¿de qué se trata?

—Primero, siéntese. El asunto que quiero abordar es de cierta importancia. Tal vez no tenga derecho a plantearlo; es posible que deba disculparme; tal vez no haya disculpa posible. La libertad que me he tomado ha surgido de una conversación con Henry. El muchacho está angustiado por la salud de usted; todos sus amigos comparten la misma angustia. Es de su salud de lo que quiero hablar.

—Estoy perfectamente —respondió ella escuetamente.

—Pero ha cambiado.

—Eso no le concierne a nadie más que a mí misma. Todos cambiamos.

—¿Quiere sentarse, por favor? En otro tiempo, señorita Keeldar, tenía cierta influencia sobre usted; ¿ya no tengo ninguna? ¿Puedo pensar que no considera lo que le digo como un mero atrevimiento por mi parte?

—Déjeme que le lea algo en francés, señor Moore, o incluso puedo repasar un rato la gramática latina, y declararemos una tregua en las discusiones sobre salud.

—No, no, es hora de discutir sobre eso.

—Discuta si quiere, pero no me elija a mí como tema; soy una persona sana.

—¿No cree que es incorrecto afirmar y reafirmar lo que sustancialmente es falso?

—Le digo que estoy bien: no tengo tos, ni dolores, ni fiebre.

—¿No hay equivocación alguna en esa afirmación? ¿Es ésa toda la verdad?

—Toda la verdad.

Louis Moore la miró con seriedad.

—Desde luego —dijo— yo no observo huella alguna de enfermedad, pero ¿por qué, entonces, está tan cambiada?

—¿Estoy cambiada?

—Lo demostraremos, buscaremos una prueba.

—¿Cómo?

—Le preguntaré, en primer lugar, ¿duerme como de costumbre?

—No, pero no es porque esté enferma.

—¿Tiene el mismo apetito de costumbre?

—No, pero no es porque esté enferma.

—¿Recuerda el pequeño anillo que llevo sujeto a la cadena del reloj? Era de mi madre, y es demasiado pequeño para que me pase por la articulación del dedo meñique. Usted me lo hurtaba muchas veces jugando para ponérselo en el dedo índice. Póngaselo ahora.

Shirley autorizó el experimento; el anillo cayó de la pequeña mano enflaquecida. Louis lo recogió y volvió a sujetarlo a la cadena. La inquietud encendía su semblante. Shirley volvió a decir:

—No es porque esté enferma.

—No sólo ha perdido sueño, apetito y carne —prosiguió Moore—, sino que está siempre decaída. Además, a sus ojos asoma un miedo nervioso y hay un desasosiego nervioso en su forma de comportarse: antes no tenía estas peculiaridades.

—Señor Moore, lo dejaremos aquí. Ha dado usted en el clavo: estoy nerviosa. Ahora, hablemos de otra cosa. ¡Qué tiempo tan lluvioso tenemos! ¡No hace más que llover y llover!

—¡Nerviosa, usted! Sí, y si la señorita Keeldar está nerviosa, por fuerza ha de haber un motivo. Déjeme adivinarlo. Déjeme reflexionar detenidamente. El malestar no es físico; eso ya lo sospechaba. Llegó en un momento. Sé cuál fue el día. Percibí el cambio. Su sufrimiento es mental.

 

—En absoluto; no es nada tan rimbombante, sino meramente nervioso. ¡Oh! Deje ya ese tema.

—Cuando se haya agotado y sólo entonces. Los temores nerviosos deberían confesarse siempre a otras personas para que éstas los disipen. Ojalá yo tuviera el don de la persuasión y pudiera hacer que hablara usted de buen grado. Creo que, en su caso, la confesión equivaldría a media cura.

—No —replicó Shirley bruscamente—, ojalá fuera posible, pero me temo que no lo es.

Dejó la labor un momento. Por fin se había sentado. Con el codo sobre la mesa, apoyó la cabeza en la mano. Daba la impresión de que el señor Moore había conseguido al fin poner un pie en aquel arduo camino. Shirley estaba seria y en su deseo se hallaba implícita una importante admisión; después de aquello, ya no podía afirmar que no le ocurría nada.

El preceptor le concedió unos minutos de reposo y reflexión antes de volver a la carga. En una ocasión movió los labios para hablar, pero se lo pensó mejor y prolongó la pausa. Shirley alzó los ojos para encontrarse con su mirada: de haber exhibido él una emoción imprudente, tal vez el resultado habría sido una empecinada insistencia en callar, pero Louis parecía tranquilo, fuerte y digno de confianza.

—Será mejor que se lo cuente a usted que a mi tía —dijo—, o a mis primas, o a mi tío; menudo revuelo armarían, y es ese revuelo lo que temo: la alarma, el frenesí, el escándalo. En resumen, jamás me ha gustado ser el centro de una pequeña vorágine familiar. Usted podrá soportar una pequeña conmoción, ¿verdad?

—Y una grande, si es necesario.

El hombre no movió un solo músculo de su cuerpo, pero en su pecho el corazón latía desaforadamente. ¿Qué iba a contarle Shirley? ¿Acaso un mal irreparable?

—Si hubiera considerado que era oportuno recurrir a usted, jamás habría pensado en convertir todo este asunto en un secreto —continuó ella—. Se lo hubiera dicho en el acto y le hubiera pedido consejo.

—¿Por qué no era oportuno recurrir a mí?

—Puede que lo fuera… no quería decir eso; sencillamente no podía hacerlo. No creía tener derecho a molestarlo; el accidente sólo me concernía a mí, quería guardármelo para mí sola, pero no me dejan. Le aseguro que detesto ser objeto de una solícita preocupación, o dar pábulo a chismes de aldea. Además, puede que pase todo sin que ocurra nada, ¡quién sabe!

Aunque torturado por la incertidumbre, Moore no exigió una rápida explicación, no permitió que gesto ni mirada ni palabra alguna delataran su impaciencia. Su calma tranquilizó a Shirley; su seguridad le dio confianza.

—Grandes efectos pueden tener su origen en causas triviales —señaló, al tiempo que se quitaba un brazalete de la muñeca; luego se desabrochó la manga y se remangó.

—Mire aquí, señor Moore.

Shirley mostró una marca en el blanco brazo, una herida bastante profunda pero curada, que parecía algo entre una quemadura y un corte.

—No se lo enseñaría en Briarfield a nadie más que a usted, porque usted es capaz de reaccionar con calma.

—Desde luego no hay nada en esa pequeña marca que pueda causar una conmoción; su historia lo explicará mejor.

—Aun siendo pequeña, me ha robado el sueño y me ha vuelto nerviosa, delgada y estúpida, porque, por culpa de esta pequeña marca, estoy obligada a esperar con terror que se produzca cierta probabilidad.

Se bajó la manga; volvió a colocarse el brazalete.

—¿Sabe que me está poniendo a prueba? —dijo él con una sonrisa—. Soy un hombre paciente, pero se me está acelerando el pulso.

—Ocurra lo que ocurra, usted me ayudará, señor Moore. ¿Me concederá el beneficio de su serenidad y no me dejará a merced de cobardes trastornados?

—No puedo prometer nada ahora. Cuéntemelo todo y luego podrá exigirme compromisos.

—Es una historia breve. Un día, hace unas tres semanas, di un paseo con Isabella y Gertrude. Ellas volvieron a casa antes que yo, porque me entretuve hablando con John. Después de despedirme de él, me apeteció demorarme en el sendero, donde reinaban la sombra y el silencio. Estaba apoyada en la columna de la verja, dando vueltas a algunos pensamientos felices sobre mi vida futura, pues aquella mañana imaginaba que los acontecimientos iban a desarrollarse tal como yo había esperado desde hacía largo tiempo…

«¡Ah! ¡Nunnely había estado con ella la noche de la víspera!», pensó Moore, en un paréntesis.

—Oí un jadeo; un perro venía corriendo por el sendero. Conozco a la mayoría de los perros de la vecindad; era Phoebe, una de las perras de muestra del señor Sam Wynne. La pobre criatura corría con la cabeza gacha y la lengua colgando; parecía como si le hubieran dado una paliza. La llamé; pretendía hacerla entrar en casa y darle algo de agua y comida. Estaba segura de que la habían maltratado: el señor Sam azota cruelmente y a menudo a sus perros de muestra. La perra estaba demasiado nerviosa para reconocerme y, cuando intenté darle una palmada en la cabeza, se revolvió y me mordió el brazo, haciéndome sangre; luego volvió a echar a correr jadeando. Justo entonces llegó el guardabosque del señor Wynne empuñando un arma. Me preguntó si había visto a un perro y le dije que acababa de ver a Phoebe.

»“Será mejor que ate a Tartar, señora —me dijo—, y dígale a su gente que no salga de la casa. Ando detrás de Phoebe para matarla y el mozo de cuadra va por otro lado. Está rabiosa”.

El señor Moore se recostó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho; la señorita Keeldar volvió a coger su cuadrado de cañamazo para seguir bordando una guirnalda de violetas de Parma con hilos de seda.

—¿Y no se lo dijo a nadie, no buscó quien la ayudara o curara? ¿No quiso acudir a mí?

—Llegué hasta la puerta de la sala de estudios; ahí me faltó el valor. Preferí tapar el asunto.

—¿Por qué? ¿Qué otra cosa mejor puedo pedir en este mundo que serle útil a usted?

—No tenía derecho.

—¡Monstruoso! ¿Y no hizo nada?

—Sí; me fui derecha a la lavandería, donde planchan la mayor parte de la semana, ahora que tengo tantos huéspedes en casa. Mientras la criada estaba ocupada en fruncir o almidonar, cogí la plancha italiana de hierro del fuego, me apliqué la punta incandescente en el brazo y apreté: cauterizó la pequeña herida. Luego subí a mi habitación.

—Seguro que no soltó ni un gemido.

—La verdad es que no lo sé. Me sentía fatal. No tenía serenidad ni fuerzas, creo; en mi ánimo pesaba una gran desazón.

—Pero se comportaba con serenidad. Recuerdo que me pasé toda la comida aguzando el oído por si la oía moverse arriba, en su habitación; todo estaba en silencio.

—Estaba sentada al pie de la cama, deseando que Phoebe no me hubiera mordido.

—¡Y sola! Le gusta la soledad.

—Perdone.

—Desdeña la comprensión de los demás.

—¿Lo hago, señor Moore?

—Con su poderoso intelecto, no debe de sentir necesidad de la ayuda, el consejo y la compañía de los demás.

—Así será, si usted lo dice.

Shirley sonrió. Siguió bordando con rapidez y esmero, pero sus pestañas se agitaron, luego brillaron y cayó una lágrima.

El señor Moore se inclinó sobre su escritorio, movió su silla, cambió de actitud.

—Si no es así —preguntó, cambiando a una voz peculiar, más suave—, ¿cómo es entonces?

—No lo sé.

—Sí lo sabe, pero no quiere decirlo; tiene que guardárselo todo dentro.

—Porque no vale la pena compartirlo.

—Porque nadie puede pagar el alto precio que exige por su confianza. Nadie es lo bastante rico para comprarla. Nadie tiene el honor, el intelecto ni el poder que usted pide a su consejero. No hay un solo hombro en Inglaterra sobre el que usted apoyaría la mano para buscar sostén, y mucho menos un pecho sobre el que se permitiría descansar la cabeza. Por supuesto, ha de vivir sola.

—Puedo vivir sola, si es menester. Pero la cuestión no es cómo vivir, sino cómo morir sola. Eso me parece mucho más horrible.