Kostenlos

100 Clásicos de la Literatura

Text
Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

—Gracias, pero no quiero entretenerla.

—Leería en voz baja.

—No serviría de nada. Tengo demasiada fiebre y estoy demasiado excitable para soportar una voz suave, arrulladora y vibrante cerca de mi oído. Será mejor que se vaya.

—Bien, me voy.

—¿Sin darme las buenas noches?

—Sí, señor, sí. Señor Moore, buenas noches. —Mutis de Shirley.

—Henry, muchacho, váyase a la cama. Es hora de que descanse.

—Señor, me complacería velar junto a su cama toda la noche.

—Es totalmente innecesario; ya estoy mejor. Vamos, váyase.

—Deme su bendición, señor.

—¡Que Dios te bendiga, mi mejor alumno!

—¡Nunca me llama su más querido alumno!

—No, ni lo haré jamás.

***

Posiblemente, a la señorita Keeldar la ofendió que su antiguo maestro rechazara su cortesía; por descontado no volvió a repetir su ofrecimiento. Por muchas veces que sus ligeros pies cruzaran la galería en el curso de un día, no volvió a detenerse ante su puerta, ni su «voz arrulladora y vibrante» perturbó el silencio de la habitación del enfermo una segunda vez. En realidad, pronto dejó de estar enfermo; la buena constitución del señor Moore venció rápidamente la indisposición; en unos cuantos días se libró de ella y volvió a sus deberes como preceptor.

Que «los viejos tiempos» ejercían todavía su autoridad sobre preceptor y alumna quedaba demostrado por la manera en que él salvaba de repente la distancia que ella solía mantener entre los dos y derribaba su muro de reserva con mano firme y tranquila.

Una tarde, la familia Sympson fue a dar un paseo en carruaje. Shirley, que no lamentaba jamás librarse por un tiempo de su compañía, se había quedado en casa, obligada por asuntos de negocios, según dijo. Sus asuntos —unas cuantas cartas que escribir— se despacharon poco después de que la verja se hubiera cerrado tras el carruaje; entonces la señorita Keeldar se encaminó al jardín.

Era un apacible día otoñal. Los pastos se extendían hasta donde alcanzaba la vista, dorados, madurados por el veranillo de San Martín. Los bosques rojizos estaban a punto para desnudarse de sus todavía abundantes hojas. El tono púrpura de las flores de los brezales, secas pero no marchitas, teñía las colinas. El arroyo bajaba hasta el Hollow atravesando una comarca silenciosa: ni el viento seguía su curso, ni rondaba por sus orillas boscosas. Los jardines de Fieldhead mostraban la huella de una suave decadencia. Las hojas amarillas habían vuelto a caer en los paseos, barridos aquella misma mañana. Su época de flores, e incluso de frutos, había terminado, pero unas cuantas manzanas adornaban los árboles; tan sólo una flor aquí y allá se abría, pálida y delicada, en medio de un puñado de hojas marchitas.

Estas escasas flores —las últimas de su estirpe— eran las que cogía Shirley mientras paseaba pensativamente entre los arriates. Mientras se colocaba en el fajín un ramillete de flores descoloridas e inodoras, apareció Henry Sympson cojeando desde la casa y llamándola.

—Shirley, el señor Moore desearía que fueras a la sala de estudios para oírte leer un poco en francés, si no hay ninguna ocupación urgente que te lo impida.

El mensajero transmitió su mensaje con toda sencillez, como si fuera cosa normal.

—¿Te ha dicho el señor Moore que me dijeras eso?

—Pues claro, ¿por qué no? Y ahora ven, por favor, y volvamos a ser como éramos en Sympson-Grove. En aquella época pasábamos muy buenos ratos en la sala de estudios.

La señorita Keeldar se dijo que quizá las circunstancias habían cambiado desde entonces; sin embargo, no hizo comentario alguno, sino que, tras unos breves instantes de reflexión, siguió a Henry en silencio.

Al entrar en la sala de estudios inclinó la cabeza a modo de cortés reverencia, como era su costumbre en otros tiempos, se quitó el sombrero y lo colgó junto a la gorra de Henry. Louis Moore estaba sentado en su escritorio, volviendo ante él las hojas de un libro abierto y señalando pasajes con un lápiz; se limitó a moverse para responder al saludo de Shirley, pero no se levantó.

—Hace unas cuantas noches se ofreció usted a leerme algo —dijo—. Entonces no podía escucharla; mi atención se encuentra ahora a su servicio. Puede que le sea de provecho practicar un poco su francés; he observado que su acento empieza a oxidarse.

—¿Qué libro he de leer?

—Aquí están las obras póstumas de Saint-Pierre. Lea unas cuantas páginas de «Fragments de l’Amazone».

Shirley aceptó la silla que Louis había colocado cerca de la suya; el volumen descansaba sobre el escritorio, nada más los separaba; los largos rizos de Shirley cayeron y ocultaron la página de la vista del preceptor.

—Apártese el cabello —dijo éste.

Por un momento, Shirley pareció dudar entre obedecer o no hacerle caso. Lanzó una mirada furtiva al rostro de Louis; tal vez si él la hubiera mirado con rudeza o timidez, o si en su semblante hubiera habido una sombra de vacilación, Shirley se habría rebelado y la lección habría llegado a su fin en aquel preciso instante. Pero él se limitaba a aguardar que obedeciera, tan sereno como el mármol e igualmente frío. Shirley se echó la cascada de bucles detrás de la oreja. Afortunadamente su rostro tenía un agradable perfil y sus mejillas tenían la finura y la redondez de la primera juventud; de lo contrario, privado así de un velo que lo suavizara, los contornos podrían haber perdido su gracia. Pero ¿qué importaba eso cuando era Louis quien la contemplaba? Ni Calipso ni Eucaris se molestaron en seducir a Méntor.

Empezó a leer. El idioma se había vuelto extraño a su lengua, que titubeó: la lectura fluyó de manera irregular, estorbada por una respiración apresurada y una pronunciación anglicada. Desistió.

—No puedo. Léame usted un párrafo, se lo ruego, señor Moore.

Lo que él leyó, ella lo repitió: cogió su acento en tres minutos.

—Très bien —fue el favorable comentario al final del fragmento.

—C’est presque le français rattrapé, n’est-ce pas?

—Supongo que ya no escribirá tan bien en francés como antes, ¿no?

—¡Oh, no! No sabría hacer ni una sola concordancia.

—¿No podría volver a hacer la redacción de «La première femme savante»?

—¿Aún se acuerda de aquella tontería?

—Entera.

—Lo dudo.

—Me comprometo a recitarla de memoria.

—No pasaría de la primera línea.

—Póngame a prueba.

—Pruébelo.

Louis procedió entonces a recitar lo siguiente; lo hizo en francés, pero debemos traducirlo para que puedan entenderlo todos los lectores:

Y ocurrió que, cuando los hombres empezaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra y a procrear hijas, los hijos de Dios vieron la hermosura de las hijas de los hombres y tomaron de entre todas ellas las que más les agradaron.

Esto sucedió en el alba de los tiempos, antes de que se pusieran las estrellas matutinas y cuando aún brillaban juntas.

La época es tan remota, las nieblas y la gris humedad de la penumbra matinal la velan con una oscuridad tan vaga que todas las costumbres definidas y todas las orientaciones escapan a la percepción de los sentidos e impiden la búsqueda. Baste con saber que el mundo existía, que lo poblaban los hombres, que la naturaleza del hombre, con sus pasiones, simpatías, sufrimientos y placeres, conformaban el planeta y le daban vida.

Cierta tribu colonizó cierto lugar del orbe; de qué raza era esta tribu: no se sabe; en qué regiones se hallaba ese lugar: no se nos ha revelado. Solemos pensar en oriente cuando nos referimos a sucesos de aquella época, pero ¿quién puede afirmar que no había vida en occidente, en el norte y en el sur? ¿Quién puede demostrar que aquella tribu, en lugar de acampar bajo las palmeras de Asia, no vagaba por los bosques de robles isleños de nuestros mares de Europa?

No es una llanura arenosa, ni un ralo oasis, lo que a mí me parece imaginar. A mis pies se extiende un hondo valle boscoso, con paredes rocosas y sombras profundas formadas por un sinfín de árboles. Aquí moran, en efecto, seres humanos, pero son tan pocos y caminan por senderos tan cubiertos de ramas y tapados por los árboles que no pueden verse ni oírse. ¿Son salvajes? Sin duda. Viven del cayado y del arco: mitad pastores, mitad cazadores, sus rebaños son tan salvajes como sus presas. ¿Son felices? No, no más que nosotros; su naturaleza es la nuestra: humanas ambas. Hay alguien en esta tribu que se siente infeliz con demasiada frecuencia: una niña huérfana de padre y madre. Nadie la cuida; la alimentan algunas veces, pero casi siempre la olvidan; rara es la vez que duerme en una choza: el árbol hueco y la fría caverna son su hogar. Abandonada, perdida, vagando sola, pasa más tiempo con las bestias salvajes y los pájaros que con los de su propia especie. El hambre y el frío son sus camaradas; la tristeza se cierne sobre ella y la soledad la asedia. Desatendida, menospreciada, debería morir, pero vive y crece; la fértil naturaleza la cuida y se convierte en una madre para ella: la alimenta de fruta jugosa, de hierbas dulces y frutos secos.

Hay algo en el aire de este clima que favorece la vida; también debe de haber algo en su rocío que cura como un eficaz bálsamo. Sus templadas estaciones no exacerban pasiones ni sentidos; su temperatura tiende a la armonía; diríase que sus brisas traen del cielo el germen del pensamiento puro y de sentimientos más puros todavía. Las formas de riscos y follajes no son grotescamente fantásticas, ni intensamente vivido el colorido de flores y pájaros. En toda la grandeza de estos bosques hay reposo; en toda su frescura hay delicadeza.

El gentil encanto otorgado a flores y árboles, a ciervos y palomas, no ha sido negado a la criatura humana. Ha florecido en solitario, erguida y grácil. La naturaleza ha moldeado finamente sus facciones; han madurado sus primeros contornos puros y precisos sin padecer los estragos de las enfermedades. Ningún intenso viento árido ha barrido la superficie de su piel; ningún ardiente sol ha encrespado o secado sus bucles: su figura reluce, blanca como el marfil, a través de los árboles: sus cabellos ondean abundantes, largos y lustrosos; a sus ojos no los han cegado los fuegos verticales, brillan en la sombra, grandes y muy abiertos, puros y virginales; sobre esos ojos, cuando la brisa la despeja, resplandece una amplia y hermosa frente: una página clara e inocente sobre la que el conocimiento —si llegara alguna vez— podría escribir con letras de oro. No se percibe vicio ni vaciedad alguna en la joven y desolada salvaje; merodea por el bosque, inofensiva y pensativa, por más que no sea fácil adivinar en qué puede pensar alguien a quien nada se ha enseñado.

 

Una tarde de un día de verano antes del Diluvio en que se encontraba completamente sola, pues había perdido todo rastro de su tribu, que se había alejado varias leguas, no sabía en qué dirección, ascendió desde el valle para contemplar cómo se despedía el Día y llegaba la Noche. Un risco sobre el que se extendía la copa de un árbol era su atalaya: las ramas del roble, cubiertas de hierba y musgo, eran su asiento; las ramas de denso follaje entretejían un dosel sobre su cabeza.

Despacio, majestuosamente, terminaba el Día abrasándose en un fuego púrpura, marchándose al son de la despedida de un grave coro salvaje que surgía de los bosques. Entonces llegó la Noche, silenciosa como la muerte: el viento cesó, los pájaros dejaron de cantar. En todos los nidos había parejas felices, y ciervo y cierva dormían beatíficamente, a salvo en su guarida.

La joven estaba sentada, con el cuerpo inmóvil y el alma agitada; ocupada, empero, más en sentir que en pensar, en desear que en esperar, en imaginar que en planear. Sentía que el mundo, el cielo y la noche eran infinitamente poderosos. De todas las cosas, se consideraba a sí misma el centro: un pequeño y olvidado átomo de vida, una chispa de espíritu emitida involuntariamente por la gran fuente creativa y que arde ahora, desapercibida, consumiéndose en el corazón de una negra hondonada. Se preguntaba, ¿iba a arder así hasta apagarse y perecer, sin que su luz viviente hiciera bien alguno, sin ser jamás vista ni necesitada, como una estrella en un firmamento sin estrellas que ningún pastor, ni viajero, ni sabio, ni sacerdote buscara como guía, ni leyera como profecía? ¿Era esto posible, se decía, cuando la llama de su inteligencia era tan intensa, cuando su pálpito vital era tan auténtico y real y poderoso, cuando algo en su interior se agitaba con inquietud y conservaba con impaciencia la fuerza que Dios le había dado y a la que ella insistía en hallar ocupación?

Contempló el ancho Cielo y la Noche; Cielo y Noche le devolvieron la mirada. Se agachó buscando orilla, colina y río, que se extendían en la penumbra, a sus pies. Todo a lo que interrogaba respondía con oráculos: los oía, impresionada, pero no los entendía. Alzó las manos unidas por encima de la cabeza.

—¡Consejo, ayuda, consuelo, venid a mí! —fue su grito.

No oyó voz alguna, ni le respondió nadie.

Esperó, arrodillada y con la vista fija en las alturas. Aquel cielo estaba sellado: las estrellas solemnes brillaban ajenas y remotas.

Al fin se aflojó una tensa fibra de su agonía; creyó ver que algo en lo alto se ablandaba; se sintió como si Algo muy distante se acercara; le pareció que el Silencio hablaba. No era un lenguaje, no eran palabras, sólo un tono.

De nuevo un tono agudo, sonoro, altivo, un sonido profundo y suave como el susurro de una tormenta, hizo ondular el crepúsculo.

De nuevo, más profundo, cercano y nítido, resonó armoniosamente.

Y una vez más una voz clara llegó a la Tierra desde el Cielo.

—¡Eva!

Si Eva no era el nombre de aquella mujer, no tenía nombre. Se levantó.

—Aquí estoy.

—¡Eva!

—¡Oh, Noche! —No puede ser más que la Noche la que habla—. ¡Aquí estoy!

La voz descendió y alcanzó la Tierra.

—¡Eva!

—¡Señor! —clamó ella—. ¡Mira a tu sierva!

Tenía una religión; todas las tribus tienen alguna creencia.

—¡Ya llego: un Espíritu Santo!

—¡Señor, ven presto!

La Noche resplandeció llena de esperanza, el Aire palpitaba, la Luna, que ya había salido, ascendía en su plenitud, pero su luz era informe.

—Inclínate hacia mí, Eva. Ven a mis brazos; reposa en ellos.

—En ellos me apoyo, ¡oh, Invisible, pero sentido! ¿Y qué eres tú?

—Eva, he traído un elixir de vida del cielo. Hija de los Hombres, ¡bebe de mi copa!

—Bebo; es como si un torrente de dulcísimo rocío cayera sobre mis labios. Mi corazón árido revive; se alivia mi dolor; mi apuro y mi lucha han desaparecido. ¡Y la noche cambia! ¡El bosque, la colina, la luna, el inmenso cielo, todo cambia!

—Todo cambia y para siempre. ¡De tu visión, yo arranco la oscuridad! ¡A tus facultades, yo les quito los grilletes! ¡En tu camino, yo allano los obstáculos; con mi presencia, yo lleno el vacío! ¡Reclamo como mío hasta el último átomo de vida! ¡Tomo para mí la chispa del alma, que hasta ahora ardía olvidada!

—¡Oh, llévame! ¡Oh, reclámame! Eres un dios.

—Soy un Hijo de Dios, que se percibe a sí mismo en la porción de vida que te anima. Se le ha permitido reclamar lo que es suyo para alimentarlo y evitar que perezca sin esperanza.

—¡Un Hijo de Dios! ¿Soy en verdad una elegida?

—Sólo tú en esta tierra. Vi en ti que eras bella; vi en ti que eras mía. A mí me corresponde salvar, mantener y amar lo que es mío. Debes saber que soy ese serafín en la tierra llamado Genio.

—¡Mi glorioso esposo! ¡Aurora verdadera de las alturas! Todo cuanto anhelaba, al fin lo poseo. He recibido una revelación. La oscura insinuación, el misterioso susurro, que me han obsesionado desde la infancia, se han interpretado. Tú eres aquel a quien buscaba. ¡Hijo de Dios, tómame como esposa!

—Sin ser humillado puedo tomar lo que es mío. ¿Acaso no di yo del altar la llama misma que iluminó a Eva? Vuelve al cielo de donde fuiste enviada.

Aquella presencia, invisible pero poderosa, la atrajo como se lleva la oveja al redil; aquella voz, suave, pero que todo lo llenaba, resonaba en su corazón como música. Sus ojos no recibían imágenes y, sin embargo, su cerebro y su vista tuvieron una sensación como de la serenidad del aire puro, el poder de los mares soberanos, la majestad de las estrellas errantes, la energía de los elementos en colisión, la eterna solidez de las grandes colinas, y, por encima de todo, del resplandor de la belleza heroica alzándose victoriosa sobre la Noche, sometiendo sus sombras como un Sol más divino.

Así fue la unión nupcial de Genio y Humanidad. ¿Quién relatará la historia de su vida conyugal? ¿Quién describirá su dicha y sus pesares? ¿Quién contará cómo aquel a quien Dios enemistó con la Mujer urdió maléficas intrigas para romper el vínculo o mancillar su pureza? ¿Quién hablará de la larga contienda entre Serpiente y Serafín? ¿Cómo, una vez más, introdujo el Padre de la Mentira el mal en el bien, el orgullo en la sabiduría, la sordidez en la gloria, el dolor en la alegría, el veneno en la pasión? ¿Cómo el «valeroso Ángel» lo desafió, se resistió y lo rechazó? ¿Cómo, y mil veces cómo, purificó la copa corrupta, exaltó la emoción degradada, corrigió el impulso pervertido, detectó el veneno acechante, frustró la tentación desvergonzada, purificó, justificó, vigiló y se mantuvo firme? Cómo, gracias a su paciencia, a su fortaleza y a esa indescriptible excelsitud que procedía de Dios —su Origen—, este leal Serafín luchó por la Humanidad a través de los tiempos y, cuando se cerró el círculo del Tiempo, y la Muerte acudió a su encuentro, impidiendo con brazos descarnados que cruzara el pórtico de la Eternidad; cómo Genio siguió abrazando con fuerza a su esposa moribunda, sosteniéndola en aquel agónico viaje, para llevarla triunfante a su propio hogar: el Cielo; y cómo la redimió, la devolvió a Jehová, su Creador, y, por fin, ante Ángeles y Arcángeles, la coronó con la corona de la Inmortalidad.

¿Quién, de estos hechos, escribirá la crónica?

—Nunca pude corregir esa redacción —dijo Shirley cuando terminó Moore—. Su lápiz censor la subrayó con rayas condenatorias cuyo significado me esforcé en vano por adivinar.

Shirley había cogido un carboncillo del escritorio del preceptor y estaba dibujando hojas, fragmentos de columnas y cruces rotas en los márgenes del libro.

—Puede que haya olvidado el francés, pero veo que conserva las costumbres de la clase de francés —dijo Louis—. Mis libros no están seguros con usted, igual que antes. Mi recién encuadernado Saint-Pierre pronto quedaría igual que mi Racine: con la señorita Keeldar, con su marca, en cada página.

Shirley soltó el carboncillo como si le quemara los dedos.

—Dígame qué faltas había en aquella redacción —pidió—. ¿Eran errores gramaticales o era al contenido a lo que ponía reparos?

—Nunca dije que mis líneas subrayaran ninguna falta. Usted quiso creer que así era y yo me abstuve de contradecirla.

—¿Qué otra cosa indicaban?

—Ahora ya no importa.

—Señor Moore —exclamó Henry—, pídale a Shirley que repita algunos de los pasajes que antes se sabía de memoria.

—Si he de pedir alguno, que sea «Le cheval dompté» —dijo Moore—, afilando con su cortaplumas el lápiz que la señorita Keeldar había reducido a un cabo.

Shirley volvió el rostro; privados de su velo natural, se vio cómo enrojecían cuello y mejilla.

—¡Ah! No lo ha olvidado, ¿se da cuenta, señor? —dijo Henry, exultante—. Sabe que se portó realmente mal.

Una sonrisa, que Shirley no permitió que se agrandara, hizo que le temblaran los labios; agachó la cabeza y la ocultó entre los brazos y los rizos, que, cuando se irguió, volvieron a caer sueltos.

—¡Desde luego, era una rebelde! —dijo.

—¡Una rebelde! —repitió Henry—. Sí; papá y tú habíais tenido una pelea terrible y tú le desafiaste, y a mamá, y a la señora Pryor, y a todo el mundo. Dijiste que él te había insultado…

—Me había insultado —dijo Shirley, interrumpiéndole.

—Y quisiste abandonar Sympson-Grove inmediatamente. Metiste tus cosas en el baúl y papá las sacó; mamá lloraba, la señora Pryor lloraba; las dos se retorcían las manos y te suplicaban que fueras paciente, y tú te arrodillaste en el suelo junto a tus cosas y tu baúl volcado, Shirley, con expresión… con expresión… bueno, la de uno de tus accesos de cólera. En esos casos no tuerces el gesto, sino que tus facciones, aunque paralizadas, siguen siendo absolutamente hermosas; no pareces enfadada, si acaso resuelta e impaciente. Sin embargo, uno percibe que, en momentos así, cualquier obstáculo que se arrojara en tu camino se partiría en dos como tocado por un rayo. Papá se amilanó y llamó al señor Moore.

—Basta, Henry.

—No, no basta. No sé bien cómo se las arregló el señor Moore, sólo recuerdo que insinuó a papá que le volvería a dar un ataque de gota si se acaloraba, luego se dirigió con calma a las señoras y consiguió que se fueran, y después te dijo, señorita Shirley, que no serviría de nada hablarte o darte un sermón en aquel momento, pero que acababan de llevar la bandeja del té a la sala de estudios y que estaba sediento, y que le alegraría que dejaras tus cosas y el baúl durante un rato para servirnos una taza de té a él y a mí. Viniste; al principio no hablabas, pero pronto se aplacó tu cólera y volviste a estar alegre. El señor Moore nos habló del continente, de la guerra y de Bonaparte, asuntos de los que a nosotros nos gustaba oírle hablar. Después del té, el señor Moore dijo que no nos separaríamos de él, que no nos perdería de vista por temor a que volviéramos a meternos en líos. Nos sentamos, uno a cada lado de él, la mar de contentos. Jamás he pasado una velada tan agradable como aquélla. Al día siguiente, señorita, te sermoneó durante una hora y dio el asunto por terminado señalándote un pasaje de Bossuet para que te lo aprendieras como castigo: «Le cheval dompté». Te lo aprendiste de memoria en lugar de hacer el equipaje, Shirley. No volvimos a oírte hablar de huidas. Durante todo el año siguiente, el señor Moore no dejó de hacerte bromas sobre lo ocurrido.

—Jamás puso mayor pasión en una lección —añadió el señor Moore—. Por primera vez, me dio el placer de oír mi lengua materna hablada sin acento inglés por una joven inglesa.

 

—En el mes que siguió fue tan dulce como las cerezas —apuntó Henry—. Una buena disputa mejoraba siempre el carácter de Shirley.

—Hablan de mí como si no estuviera presente —dijo la señorita Keeldar, que aún no había levantado la cara.

—¿Está segura de que está presente? —preguntó Moore—. Ha habido momentos desde mi llegada en los que me he sentido tentado de preguntar a la señora de Fieldhead si sabía qué había sido de mi antigua pupila.

—Está aquí ahora.

—La veo, y con aire más que humilde. Pero no aconsejaría a Henry, ni a ningún otro, que diera demasiado crédito a la humildad de quien puede ocultar en un momento su rostro sonrojado romo una niña, y al siguiente alzarlo, pálido y altanero, como una Juno de mármol.

—Se cuenta que en la Antigüedad un hombre dio vida a la estarna que había esculpido. Puede que otros tengan el don contrario, de convertir la vida en piedra.

Moore hizo una pausa al oír este comentario antes de replicar. Su expresión, sorprendida y meditabunda a la vez, decía: «Extraña frase; ¿qué puede significar?». Le dio vueltas en la cabeza, reflexionando despacio y en profundidad, como un alemán cualquiera meditando sobre metafísica.

—Quiere decir —sugirió al fin— que algunos hombres inspiran repugnancia y, por lo tanto, convierten en piedra un corazón amable.

—¡Ingenioso! —replicó Shirley—. Si esa interpretación le satisface, es libre de considerarla válida. Me es indiferente.

Y tras estas palabras, alzó la cabeza con expresión altanera y la tonalidad marmórea de una estatua, tal como Louis la había descrito.

—¡Contemplen la metamorfosis! —dijo—. Inimaginable hasta que se produce: una simple ninfa se convierte en una diosa inaccesible. Pero no debemos defraudar a Henry, y Olimpia se dignará a complacerlo. Empecemos.

—He olvidado el primer verso.

—Pero yo no. Mi memoria es buena, aunque lenta. Las simpatías y los conocimientos los adquiero con lentitud: la adquisición crece en mi cerebro y el sentimiento en mi pecho, y no es como ese fruto que brota rápidamente, pero sin estar arraigado, que se muestra apetitoso durante un tiempo, pero que madura demasiado pronto y cae. ¡Atención, Henry! La señorita Keeldar consiente en obsequiarte. «Voyez ce Cheval ardent et impétueux»; así comienza.

La señorita Keeldar consintió, en efecto, en hacer el esfuerzo, pero pronto se interrumpió.

—No puedo continuar a menos que lo oiga repetido entero —dijo.

—Sin embargo, lo aprendió rápidamente. «Lo que rápido se obtiene, pronto se va» —dijo el preceptor con tono moralizante. Recitó el pasaje despacio, con claridad, enfatizando lentamente, dándole mayor efecto.

Shirley ladeó la cabeza paulatinamente mientras él recitaba. Su rostro, antes vuelto, giró hacia él. Cuando Moore terminó, retomó las palabras como de sus propios labios, imitó su tono, captó su mismo acento, hizo las pausas tal como las había hecho él, reprodujo sus maneras, su pronunciación, su expresión.

Le había llegado el turno de hacer una petición.

—Recuerde «El sueño de Atalía» —rogó—, y recítelo.

Moore lo recitó; Shirley lo tomó de él; le producía un intenso placer convertir la lengua del preceptor en suya. Pidió nuevamente ser complacida; se repitieron todos los viejos pasajes escolares y, con ellos, los viejos tiempos escolares de Shirley.

Moore había repasado alguno de los mejores pasajes de Racine y de Corneille, y luego había escuchado el eco de su propia voz grave en la voz de Shirley, que se modulaba siguiendo fielmente la suya. El preceptor había recitado «La encina y la caña», esa hermosísima fábula de La Fontaine; la había recitado bien, y la pupila había aprovechado la enseñanza con gran animación. Tal vez un sentimiento, encendido por el entusiasmo, se había apoderado de ellos a un tiempo, y ya no bastaba el ligero combustible de la poesía francesa para alimentar su fuego; tal vez anhelaban avivar sus ávidas llamas con un leño de encina inglesa como tronco de Nochebuena. Moore dijo:

—¡Y éstos son nuestros mejores fragmentos! ¡Y no tenemos nada más dramático, enérgico ni natural!

Y luego sonrió y guardó silencio. Su naturaleza entera parecía serenamente iluminada: estaba de pie junto a la chimenea, con el codo apoyado en la repisa, meditando, no sin contento.

Oscurecía en aquel corto día de otoño: las ventanas de la sala de estudios —ensombrecidas por enredaderas cuyas hojas secas aún no habían barrido los fuertes vientos de octubre— apenas dejaban vislumbrar el cielo, pero el fuego arrojaba luz suficiente para conversar.

Y entonces Louis Moore se dirigió a su pupila en francés, y ella respondió al principio entre vacilaciones y risas, con frases entrecortadas. Moore la animó al tiempo que la corregía; Henry se incorporó a la lección; los dos pupilos estaban frente al maestro, enlazados por la cintura; Tartar, que hacía rato que había reclamado y obtenido la admisión, estaba sentado con aire sabio en el centro de la alfombra, contemplando las llamas que desprendían caprichosamente los pedazos de carbón entre las cenizas al rojo. Era un grupo feliz, pero…

Pleasures are like poppies spread;

you seize the flower — its bloom is shed.

Desde el sendero de entrada llegó el estrépito de unas ruedas.

—Es el carruaje que regresa —dijo Shirley—; la cena debe de estar ya lista, y yo no estoy vestida.

Entró una sirvienta con la bujía y el té del señor Moore, pues el preceptor y su pupilo solían hacer la comida principal a mediodía.

—El señor Sympson y las señoras han regresado —dijo la sirvienta—, y sir Philip Nunnely viene con ellos.

—¡Cómo te has sobresaltado y cómo te temblaba la mano, Shirley! —exclamó Henry cuando la sirvienta salió de la habitación tras cerrar los postigos—. Pero yo sé por qué, ¿usted no, señor Moore? Sé lo que pretende papá. Es un feo hombrecillo, ese sir Philip. Ojalá no hubiera venido, ojalá mis hermanas y todos los demás se hubieran quedado en De Walden Hall a cenar. Shirley nos habría preparado el té una vez más a usted y a mí, señor Moore, y habríamos pasado una velada feliz.

Moore cerró su escritorio y guardó su volumen de Saint-Pierre.

—Ése era su plan, ¿verdad, muchacho?

—¿No lo aprueba, señor?

—No apruebo nada que sea utópico. Mire a la vida a la cara, a su férrea cara: descubra la realidad en su expresión insolente. Prepare el té, Henry. Volveré en seguida.

Abandonó la habitación; lo mismo hizo Shirley, por otra puerta.

CAPÍTULO XXVIII

«PHOEBE»

Seguramente Shirley pasó una agradable velada con sir Philip, pues a la mañana siguiente bajó de muy buen humor.

—¿Quién quiere dar un paseo conmigo? —preguntó, después del desayuno—, Isabella y Gertrude, ¿os apetece?

Tan extraña era semejante invitación por parte de la señorita Keeldar a sus primas, que éstas vacilaron antes de aceptar. No obstante, habiéndoles indicado su madre que aprobaba la idea, se pusieron el sombrero y el trío partió.

A aquellas tres jóvenes no les agradaba demasiado estar juntas: a la señorita Keeldar le gustaba la compañía de muy pocas señoras; de hecho, no hallaba el placer de la cordialidad en nadie salvo en la señora Pryor y en Caroline Helstone. Era cortés, amable y atenta incluso con sus primas; aun así, solía tener muy poco que decirles. Aquella mañana en particular, su risueño humor hizo que intentara incluso distraer a las señoritas Sympson. Sin apartarse de su norma habitual de no tratar con ellas más que sobre temas triviales, infundió en éstos un extraordinario interés: su chispa vital asomaba en todas sus frases.

¿Por qué estaba tan alegre? La causa debía de estar en ella misma. El día no era soleado, sino gris: un decadente y desapacible día otoñal; los senderos que atravesaban los bosques pardos estaban húmedos, la atmósfera pesada, el cielo encapotado, y, sin embargo, parecía que en el corazón de Shirley vivía toda la luz y el azul celeste de Italia, del mismo modo que su fogosidad centelleaba en los grises ojos ingleses.