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100 Clásicos de la Literatura

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La anfitriona tocó la campanilla y dio sus frugales órdenes, que fueron ejecutadas al momento. Ella personalmente sirvió la leche y repartió el pan al grupo familiar instalado en torno al resplandeciente fuego de la sala de estudios. Luego ocupó el puesto de general tostador y, arrodillándose en la alfombra, tenedor en mano, cumplió su misión con destreza. El señor Hall, que disfrutaba con cualquier sencilla innovación en los usos cotidianos y para quien la costumbre había convertido la torta integral en sabroso maná, parecía del mejor talante posible. Charlaba y reía alegremente, ora con Caroline, a quien había colocado a su lado, ora con Shirley, y luego con Louis Moore. Y Louis le respondió con igual talante: no rio demasiado, pero dijo las cosas más ingeniosas con absoluta calma. De sus labios brotaban fácilmente las frases, dichas con gravedad, caracterizadas por giros inesperados y un toque de frescura y agudeza. Demostró ser lo que el señor Hall había dicho que era: una excelente compañía. A Caroline le maravilló su buen humor, pero más aún su absoluto dominio de sí mismo. Ninguno de los presentes parecía imponerle un sentimiento de desagradable represión; no parecía considerar a nadie aburrido ni adusto, ni un freno para él, y, sin embargo, allí estaba la fría y altanera señorita Keeldar, arrodillada frente al fuego, casi a sus pies.

Pero Shirley ya no era fría ni altanera, al menos en aquel momento. No parecía consciente de la humildad de su posición, o si lo era, sólo quería probar el encanto de la modestia. No repugnaba a su orgullo que en el grupo para el que oficiaba voluntariamente de criada se incluyera el preceptor de su primo; no le arredraba que, al tender el pan y la leche a los demás, tuviera también que ofrecérselos a él; y Moore recibió su parte de manos de Shirley con tanta calma como si fuera su igual.

—Se ha acalorado —dijo, cuando ella llevaba un rato sosteniendo el tenedor—, deje que la releve.

Y le cogió el tenedor con una tranquila autoridad a la que Shirley se sometió pasivamente, sin resistirse ni darle las gracias.

—Me gustaría ver sus dibujos, Louis —dijo Caroline cuando terminó la suntuosa comida—. ¿A usted no, señor Hall?

—Por complacerte a ti, pero, en cuanto a mí, no quiero saber más de él como artista. Ya tuve bastante en Cumberland y Westmoreland. Más de una vez nos mojamos en plena montaña porque él insistía en seguir sentado en su banqueta plegable, para captar los efectos de nubes de tormenta, neblinas, rayos de sol caprichosos, y quién sabe qué más.

—Aquí está la carpeta —dijo Henry, sujetándola con una mano y apoyándose en la muleta con la otra.

Louis la cogió, pero no hizo nada, como si esperara a que hablara otro. Daba la impresión de que no la abriría a menos que la orgullosa Shirley se dignara mostrarse interesada por la exhibición de los dibujos.

—Nos hace esperar para despertar nuestra curiosidad —dijo ella.

—Ya sabe cómo se abre —dijo Louis, dándole la llave—. En una ocasión forzó el candado para mí. Pruebe ahora.

Louis sostuvo la carpeta, Shirley la abrió y, monopolizando su contenido, fue la primera en ver todos los dibujos. Disfrutó de ese placer —si placer era— sin hacer un solo comentario. Moore se colocó de pie detrás de ella para mirar por encima de su hombro y, cuando hubo acabado y los demás aún contemplaban los dibujos, abandonó su puesto y se paseó por la habitación.

Se oyó un carruaje en el sendero de entrada a la casa. Sonó la campanilla de la verja; Shirley dio un respingo.

—Vienen visitas —dijo—, y me llamarán. Bonita estampa la mía, como se dice, para recibirlas. Henry y yo hemos pasado media mañana en el huerto recogiendo fruta. ¡Ojalá pudiera descansar bajo mi emparrado y mi higuera! Feliz es la esposa esclava del jefe indio, pues no tiene obligaciones de salón, sino que puede quedarse sentada con toda calma, tejiendo esteras y ensartando cuentas, y alisando pacíficamente su negra cabellera en un tranquilo rincón de su tienda. Voy a emigrar a los bosques del oeste.

Louis Moore se echó a reír.

—Para casarse con un Nube Blanca o un Gran Búfalo y, tras el matrimonio, dedicarse a la tierna tarea de cavar en el campo de maíz de su señor, mientras él se fuma su pipa o bebe agua de fuego.

Shirley pareció a punto de replicar, pero se abrió entonces la puerta de la habitación para dar entrada al señor Sympson. Este personaje se quedó horrorizado cuando vio el grupo en torno al fuego.

—Pensaba que estaba sola, señorita Keeldar —dijo—, y veo que son todo un grupo.

Era evidente, por su aire sorprendido y escandalizado, que, de no haber visto a un clérigo en el grupo, habría soltado una improvisada filípica sobre los extraordinarios hábitos de su sobrina; el respeto por el clero lo detuvo.

—Sólo deseaba anunciar —prosiguió con frialdad— que la familia de De Walden Hall, el señor, la señora, las señoritas y el señor Sam Wynne, están en el salón. —Inclinó la cabeza y se retiró.

—¡La familia de De Walden Hall! No podría ser peor —masculló Shirley.

Siguió en su sitio con expresión algo contumaz y muy poco dispuesta a moverse. Tenía el rostro encendido por el calor del fuego; el aire matinal había despeinado sus oscuros cabellos más de una vez aquel día; llevaba un vestido de muselina ligero y favorecedor, pero de amplio vuelo; el chal que había llevado en el jardín seguía envolviéndola en descuidados pliegues. Su apariencia era indolente, voluntariosa, pintoresca y singularmente hermosa, más hermosa de lo habitual, como si una suave emoción interior —avivada quién sabía por qué— hubiera dado mayor lozanía y expresividad a sus facciones.

—Shirley, Shirley, tienes que ir —susurró Caroline.

—¿Para qué? —Alzó los ojos y en el espejo que había sobre la chimenea vio al señor Hall y a Louis Moore que la miraban con seriedad—. Si —dijo, con una sonrisa de rendición—, si la mayoría de los presentes sostienen que los de De Walden Hall tienen derecho a mi cortesía, someteré mis inclinaciones al deber. Que levanten la mano los que crean que debo ir.

Al consultar de nuevo el espejo, vio reflejado en él un voto unánime en su contra.

—Debe ir —dijo el señor Hall—, y también comportarse con cortesía. Tiene usted muchos deberes sociales. No se le permite hacer únicamente lo que más le plazca.

Louis Moore convino, diciendo en voz baja:

—¡Muy bien!

Caroline se acercó a su amiga, le arregló los desordenados rizos, dio a su atuendo una gracia menos artística y más doméstica, y la obligó a salir, protestando aún, mohína, por ser así despachada.

—Hay en ella un curioso embrujo —comentó el señor Hall, cuando Shirley ya se había ido—. Y ahora —añadió— debo irme yo también, porque Sweeting se ha ido a ver a su madre y tengo dos funerales.

—Henry, coja sus libros; es la hora de su clase —dijo Moore, sentándose en su escritorio.

—¡Un curioso embrujo! —repitió el alumno, cuando él y su preceptor se quedaron solos—. Cierto. ¿No es cierto que parece una especie de hechicera buena? —preguntó.

—¿De quién habla, señor?

—De mi prima Shirley.

—Nada de preguntas irrelevantes. Estudie en silencio.

La expresión y el tono del señor Moore eran serios, adustos. Henry conocía aquel estado de ánimo: no era frecuente en su preceptor, pero cuando se daba, le causaba temor; obedeció.

CAPÍTULO XXVII

LA PRIMERA MUJER SABIA

El carácter de la señorita Keeldar no armonizaba con el de su tío, y de hecho jamás había existido armonía entre ellos. Él era irritable y ella vivaz; él era despótico y a ella le gustaba la libertad; él era materialista y ella, quizá, romántica.

El señor Sympson no se hallaba en Yorkshire sin motivo; su misión era clara y tenía intención de cumplirla concienzudamente: tenía el ferviente deseo de casar a su sobrina, conseguir para ella una boda conveniente, entregarla al cuidado de un marido adecuado y lavarse las manos para siempre.

Desgraciadamente, ya desde la infancia, Shirley y él habían discrepado sobre el significado de las palabras «conveniente» y «adecuado». Ella jamás había aceptado la definición de su tío, y era dudoso que, tratándose de dar el paso más importante de su vida, consintiera en aceptarla.

Pronto se demostró.

El señor Wynne pidió formalmente la mano de Shirley para su hijo Samuel Fawthrop Wynne.

—¡Decididamente adecuado! ¡Muy conveniente! —declaró el señor Sympson—. Un buen patrimonio sin gravámenes; una fortuna sólida; buenas relaciones. ¡Debe aceptarse!

Mandó llamar a su sobrina al gabinete de roble; se encerró allí con ella a solas; le comunicó la propuesta; dio su opinión; exigió su consentimiento.

Le fue negado.

—No; no me casaré con Samuel Fawthrop Wynne.

—¿Puedo preguntar por qué? Quiero saber el motivo. Es más que digno de usted en todos los aspectos.

Shirley estaba junto a la chimenea, tan pálida como el blanco mármol y la cornisa que había detrás de ella; los ojos grandes, dilatados, hostiles, lanzaban chispas.

—Y yo pregunto ¿en qué sentido ese joven es digno de mí?

—Tiene el doble de dinero que usted y el doble de sentido común; está tan bien relacionado como usted y es igualmente respetable.

—Aunque tuviera cinco veces más dinero que yo, no haría promesa solemne de amarlo.

—Le ruego que exponga sus objeciones.

—Ha llevado una vida abyecta de vulgar libertinaje. Acepte esto como la principal razón de mi desprecio.

—¡Señorita Keeldar, me escandaliza usted!

—Su conducta basta para hundirlo en un abismo de inferioridad inconmensurable. Su intelecto no está a la altura de ningún modelo que yo pueda valorar: ése es el segundo escollo. Sus miras son estrechas, sus sentimientos obtusos, sus gustos groseros y sus modales vulgares.

 

—Es un hombre respetable y rico. Rechazarlo es vanidad por su parte.

—¡Lo rechazo categóricamente! Deje de molestarme con ese asunto. ¡Se lo prohíbo!

—¿Tiene intención de casarse, o prefiere el celibato?

—No tiene derecho a exigir una respuesta a esa pregunta.

—¿Puedo preguntarle si espera que algún hombre con título, algún par del reino, pida su mano?

—Dudo de que exista un par del reino al que se la concediera.

—De haber una vena de locura en la familia, creería que está usted loca. Su excentricidad y su engreimiento rayan en la demencia.

—Quizá, antes de que haya acabado, ya que voy aún más lejos.

—No me sorprende. ¡Muchacha alocada e inaguantable! ¡Se lo advierto! ¡No se atreva a mancillar nuestro apellido con un matrimonio desafortunado!

—¡Nuestro apellido! ¿Me llamo acaso Sympson?

—¡Gracias a Dios, no! ¡Pero tenga cuidado! ¡Conmigo no se juega!

—En nombre de la ley y del sentido común, ¿qué haría usted, o qué podría hacer, si mis preferencias me condujeran a una elección que usted desaprobara?

—¡Cuidado! ¡Cuidado! —la advertía con la voz y la mano, que temblaban por igual.

—¿Por qué? ¿Qué sombra de poder tiene usted sobre mí? ¿Por qué habría de temerle?

—¡Tenga cuidado, señora!

—Tendré sumo cuidado, señor Sympson. Antes de casarme, estoy resuelta a estimar, a admirar, a amar.

—¡Extravagancias ridículas, indecorosas, impropias de una mujer!

—Amar con todo mi corazón. Sé que hablo en un lenguaje desconocido, pero me es indiferente que me comprenda o no.

—¿Y si ese amor suyo recae sobre un mendigo?

—Sobre un mendigo no recaerá nunca. La mendicidad no es estimable.

—Sobre un empleaducho cualquiera, un actor, un dramaturgo, o… o…

—¡Valor, señor Sympson! ¿O qué?

—Cualquier literato insignificante, o algún artista andrajoso y quejica.

—No me gustan los hombres insignificantes ni andrajosos ni quejicas; la literatura y las artes, sí. Eso me lleva a preguntarme cómo podría convenirme su Fawthrop Wynne. No sabe escribir una nota sin faltas de ortografía; sólo lee un periódico deportivo; ¡era el bobo de la escuela secundaria de Stilbro!

—¡Ese lenguaje no es propio de una señorita! ¡Dios santo! ¿Dónde irá a parar? —levantó ojos y manos al cielo.

—Jamás al altar del himeneo con Sam Wynne.

—¿Adónde vamos a llegar? ¿Por qué no serán las leyes más rigurosas para ayudarme a obligarla a entrar en razón?

—Consuélese, tío. Aunque Gran Bretaña fuera una nación de siervos y usted el zar, no podría obligarme a dar ese paso. Yo escribiré al señor Wynne. No se preocupe más por ese asunto.

***

La volubilidad de la Fortuna es proverbial; sin embargo, su carácter caprichoso se manifiesta a menudo en la repetición reiterada de un golpe de suerte similar y en el mismo sitio. Al parecer la señorita Keeldar —o su fortuna— había llegado a causar sensación en la comarca, produciendo una fuerte impresión en lugares impensables para ella. Nada menos que tres propuestas de matrimonio siguieron a la del señor Wynne, todas ellas más o menos aceptables. Su tío le instó a aceptar cada una de ellas cuando se presentaron, y todas las rechazó Shirley sucesivamente. No obstante, había entre los caballeros alguno de carácter intachable y amplio patrimonio. Muchas personas, además de su tío, se preguntaron qué pretendía y a quién esperaba cazar que justificara una actitud tan insolentemente quisquillosa.

Por fin, los chismosos creyeron haber encontrado la clave de su conducta; su tío creyó conocerla con seguridad; es más, el hallazgo le mostró a su sobrina bajo una nueva luz e hizo que cambiara por completo su actitud hacia ella.

En los últimos tiempos, la situación en Fieldhead se había vuelto demasiado delicada para que ambos siguieran bajo el mismo techo; la amable tía no conseguía reconciliarlos; las hijas se quedaban heladas a la vista de sus disputas: Gertrude e Isabella se pasaban horas cuchicheando en su vestidor y un decoroso temor las dejaba paralizadas si por casualidad se quedaban solas con su audaz prima. Pero, como ya he dicho, sobrevino un cambio: el señor Sympson se apaciguó y su familia respiró tranquila.

Se ha aludido a la aldea de Nunnely: su vieja iglesia, su bosque, sus ruinas monásticas. Tenía también su casa solariega, llamada Priory: una mansión más antigua, más grande y más señorial que cualquier otra de Briarfield o Whinbury; más aún, tenía su noble, un baronet, del que ni Briarfield, ni Whinbury podían alardear. Esta posesión —la más soberbia y valorada— había sido únicamente nominal: el baronet actual, un joven que hasta entonces había vivido en una comarca distante, era desconocido en su finca de Yorkshire.

Durante la estancia de la señorita Keeldar en el elegante balneario de Cliffbridge, sus parientes y ella habían coincidido con sir Philip Nunnely, y les había sido presentado. Una y otra vez se encontraban con él en las playas, los acantilados y los diversos paseos del lugar, y algunas veces en los salones públicos de baile. Parecía un hombre solitario; sus maneras eran sencillas, demasiado para considerarlas afables; era más tímido que orgulloso; no «condescendía» a relacionarse con ellos, se «alegraba» de hacerlo.

Shirley cimentaba una amistad rápida y fácilmente con cualquier persona que careciera de afectación. Paseó y charló con sir Philip; su tía, sus primas y ella salieron a navegar en el yate del baronet en algunas ocasiones. Le gustaba porque le parecía amable y modesto, y le encantaba ver que tenía la capacidad de entretenerla.

Había un inconveniente, ¿qué amistad no lo tiene? Sir Philip tenía una vena literaria: escribía poesía, sonetos, estrofas, baladas. Tal vez la señorita Keeldar consideraba que era demasiado aficionado a leer y recitar sus propias composiciones; tal vez deseaba que las rimas fueran más precisas, el metro más musical, las figuras más novedosas y la inspiración más apasionada. En cualquier caso, siempre torcía el gesto cuando sacaba a colación sus poemas, y solía hacer todo lo posible para desviar la conversación por otros derroteros.

Él la inducía a dar paseos por el puente a la luz de la luna, con el único propósito, al parecer, de verter en sus oídos sus baladas más largas: la llevaba a lugares agrestes y apartados, donde el ruido de la resaca en la arena era suave y tranquilizador, y cuando la tenía así para él solo, y el mar se extendía ante ellos y los rodeaba la aromática sombra de los jardines, y el alto abrigo de los acantilados se alzaba a sus espaldas, sacaba su última remesa de sonetos y los leía con voz trémula por la emoción. No parecía darse cuenta de que, aunque rimaran, no eran poesía. Era evidente, por los ojos bajos y el rostro descompuesto de Shirley, que ella sí lo sabía y que se sentía realmente mortificada por la única debilidad de aquel buen caballero tan afable.

A menudo probaba ella, con la mayor gentileza posible, a apartarlo de su fanática adoración a las Musas. Era la única manía del baronet; en todos los asuntos corrientes era de lo más sensato, y más que dispuesta estaba Shirley a interesarlo por temas vulgares. En alguna que otra ocasión, sir Philip se interesaba por su finca de Nunnely; ella se alegraba infinitamente de responder a sus preguntas con profusión de detalles: no se cansaba jamás de describir el antiguo priorato, su parque silvestre, la vieja iglesia y la aldea; tampoco olvidaba nunca aconsejarle que visitara su propiedad y conociera a sus arrendatarios en su hogar ancestral.

Con cierta sorpresa por parte de Shirley, sir Philip siguió su consejo al pie de la letra, y hacia finales de septiembre llegó al Priory.

No tardó mucho en visitar Fieldhead, y la primera visita no fue la última. Afirmó —cuando concluyó la ronda de visitas de toda la vecindad— que bajo ningún otro techo había hallado tan agradable refugio como bajo las macizas vigas de roble de la mansión gris de Briarfield, una morada exigua y modesta, comparada con la suya, pero que a él le gustaba.

Al poco tiempo no fue suficiente sentarse con Shirley en su gabinete revestido de roble, pieza por la que pasaban otras personas y donde raras veces encontraba un momento de tranquilidad para mostrarle las últimas producciones de su fértil musa; tenía que llevarla a los prados amenos y recorrer con ella los pacíficos arroyos. Shirley rehuía los paseos a solas, de modo que sir Philip le preparaba excursiones a su finca, a su glorioso bosque, a escenarios más lejanos: bosques atravesados por el Wharfe, valles regados por el Aire.

Tal asiduidad cubrió a la señorita Keeldar de distinción. El alma profética de su tío preveía un futuro espléndido: presentía ya el tiempo lejano en que, con aire desenvuelto y el pie izquierdo apoyado en la rodilla derecha, podría aludir con elegancia y familiaridad a su «sobrino el baronet». Su sobrina no se le aparecía ya como «una joven alocada», sino como una «mujer sumamente sensata». En sus diálogos confidenciales con la señora Sympson, la describía como «una persona realmente superior; peculiar, pero muy inteligente». La trataba con deferencia exagerada; se levantaba con reverencia para abrirle y cerrarle las puertas; se le encendía el rostro y le daban dolores de cabeza por agacharse a recoger guantes, pañuelos y otros objetos perdidos, cuya posesión solía ser insegura en manos de Shirley. Intercalaba bromas enigmáticas sobre la superioridad del ingenio de la mujer frente a la sabiduría del hombre; iniciaba disculpas abstrusas por el torpe error que había cometido con respecto a la estrategia, a la táctica, de «una persona que no está a cien kilómetros de Fieldhead». En resumen, parecía tan satisfecho como «un gallo con chanclos».

La sobrina observaba sus maniobras y recibía sus indirectas con parsimonia: aparentemente, no comprendía más que a medias el blanco al que apuntaban. Cuando se la acusó abiertamente de ser la preferida del baronet, dijo que creía ciertamente que le gustaba, y que también él le gustaba a ella, que jamás habría creído que un hombre de rango, hijo único de una madre orgullosa y devota y hermano mimado de varias hermanas, pudiera tener tanta bondad y, en general, tan buen juicio.

El tiempo demostró que, en verdad, a sir Philip le gustaba Shirley. Quizá había encontrado en ella ese «curioso embrujo» percibido por el señor Hall. Buscaba su compañía cada vez con mayor frecuencia y, por fin, con tanta frecuencia como para dar fe de que se había convertido para él en un estímulo indispensable. En aquella época, extraños sentimientos se cernían en torno a Fieldhead; inquietas esperanzas y anhelos extraviados merodeaban por algunas de sus estancias. Algunos de sus habitantes vagaban con intranquilidad por los silenciosos campos que rodeaban la mansión; había una sensación expectante que mantenía los nervios a flor de piel.

Una cosa parecía clara. Sir Philip no era hombre que pudiera despreciarse: era afable y, si bien no era propiamente un intelectual, era inteligente. La señorita Keeldar no podía afirmar de él lo que con tanta acritud había afirmado de Sam Wynne: que sus sentimientos eran obtusos, sus gustos groseros y sus modales vulgares. Tenía una naturaleza sensible; su amor por las artes era auténtico, aunque sin demasiado discernimiento; se conducía en todo como un auténtico caballero inglés; en cuanto a su linaje y su fortuna, desde luego ambos superaban con mucho los límites a los que Shirley podía aspirar.

Al principio su apariencia física había dado pie a ciertos comentarios divertidos, aunque no malintencionados, por parte de la alegre Shirley. Tenía un aire adolescente: sus facciones eran vulgares y finas, sus cabellos de un tono rubio rojizo, su estatura insignificante. Pero Shirley pronto reprimió sus sarcasmos sobre ese punto, se indignaba incluso si alguien hacía alguna alusión desfavorable. Sir Philip tenía «un semblante agradable —afirmó—, y en su corazón había ese algo que era mejor que tres narices romanas, que los rizos de Absalón o las proporciones de Saúl». Aún reservaba alguna que otra pulla para su desafortunada inclinación poética, pero ni siquiera en eso toleraba ironía alguna salvo la suya.

En definitiva, la situación había alcanzado un punto que parecía justificar plenamente un comentario que hizo el señor Yorke al preceptor, Louis, en aquella época.

—Ese hermano suyo, Robert, me parece que es un tonto o un loco. Hace dos meses habría jurado que tenía la presa en sus manos, y va él y recorre medio país para pasarse varias semanas en Londres, y para cuando vuelva se encontrará con que le han ganado por la mano. Louis, «en los asuntos humanos hay una marea que, si se aprovecha cuando está alta, lleva a la fortuna, pero que, si se deja escapar, no regresa jamás». Si yo fuera usted, escribiría a Robert y se lo recordaría.

 

—¿Robert pretendía a la señorita Keeldar? —preguntó Louis, como si la idea fuera nueva para él.

—Yo mismo se lo sugerí, y puede que se sintiera alentado, porque a ella le gustaba.

—¿Como vecino?

—Como algo más. La he visto cambiar de cara y de color ante la mera mención de su nombre. Escriba al muchacho, le digo, y dígale que vuelva a casa. Al fin y al cabo, como caballero es mejor que ese baronet insignificante.

—¿No cree usted, señor Yorke, que es una osadía despreciable que un simple aventurero sin blanca aspire a la mano de una mujer rica?

—¡Oh! Si es usted amigo de ideas elevadas y sentimientos delicados, no tengo nada que decir. Yo soy un hombre vulgar y práctico, y si Robert está dispuesto a ceder ese botín digno de un rey al muchachito que tiene por rival (un mocoso aristócrata), por mí encantado. A su edad, en su lugar, con su atractivo, yo habría actuado de manera diferente. Ni baronet ni duque ni príncipe me habrían arrebatado a mi amada sin lucha. Pero ustedes los preceptores son unos tipos tan solemnes que consultarles es casi como hablar con un párroco.

***

Halagada y adulada como se sentía Shirley entonces, parecía aun así que no se había echado totalmente a perder, que lo mejor de su carácter no la había abandonado del todo. Cierto era que los rumores generalizados habían dejado de emparejar su nombre con el de Moore, y ella parecía sancionar este silencio con el aparente olvido en que había caído el ausente. Sin embargo, que no lo había olvidado del todo, que aún lo tenía en cuenta, si no con amor, sí al menos con interés, pareció demostrarlo con la creciente atención que, en aquella coyuntura, una súbita enfermedad la indujo a prestar a ese hermano preceptor de Robert con el que solía comportarse de una manera extraña, alternando momentos de reserva glacial con otros de dócil respeto; ora pasando junto a él con toda la dignidad de la rica heredera y futura lady Nunnely, ora acercándose como suelen acercarse las colegialas avergonzadas a sus estrictos maestros: estirando el cuello de marfil y curvando sus labios de carmín, si sus miradas se cruzaban en un momento dado, y sometiéndose al grave reproche de sus ojos al instante siguiente, con tanta contrición como si él tuviera poder para infligir castigos a los contumaces.

Louis Moore tal vez se contagió de la fiebre, que lo dejó postrado durante unos días, en una de las viviendas pobres de la zona que el señor Hall y él, junto con su pupilo cojo, solían visitar juntos. En cualquier caso enfermó y, tras oponer una resistencia taciturna a la enfermedad durante un par de días, se vio obligado a guardar cama.

Yacía una noche, dando vueltas en su lecho de espinos, con Henry, que no quería dejarlo solo y lo velaba fielmente, cuando un golpe —demasiado flojo para ser de la señora Gill o de la doncella— llevó al joven Sympson hasta la puerta.

—¿Cómo está el señor Moore esta noche? —preguntó alguien en voz baja desde la galería en tinieblas.

—Entra y compruébalo por ti misma.

—¿Está dormido?

—Ojalá durmiera. Entra y háblale, Shirley.

—A él no le gustará.

A pesar de todo, Shirley cruzó el umbral y, al ver Henry que vacilaba en él, la cogió de la mano y la condujo hasta la cama.

La luz amortiguada mostró la figura de la señorita Keeldar de forma imperfecta, pero descubrió su elegante atuendo. Había invitados abajo, entre ellos sir Philip Nunnely; las señoras estaban ahora en el salón, y su anfitriona las había abandonado a hurtadillas para visitar al preceptor de Henry. Su vestido puramente blanco, su cuello y sus hombros hermosos, la pequeña cadena de oro que temblaba en torno a su garganta y se estremecía sobre su pecho, brillaba de un modo extraño en la oscuridad del cuarto. Tenía una expresión sobria y pensativa; habló con amabilidad.

—Señor Moore, ¿cómo se encuentra esta noche?

—No estaba muy enfermo y ahora estoy mejor.

—Me han dicho que se quejaba de tener la boca seca. Le he traído unas uvas. ¿Quiere probar una?

—No, pero le agradezco que se haya acordado de mí.

—Sólo una.

Shirley arrancó una uva del abundante racimo que llenaba un pequeño cestito que traía consigo y se la acercó a los labios. Él meneó la cabeza y apartó el rostro encendido.

—Pero entonces ¿qué otra cosa puedo traerle? No le apetece la fruta, pero veo que tiene los labios resecos. ¿Qué bebida prefiere?

—La señora Gill me da agua y pan tostado; es todo cuanto necesito.

Se hizo el silencio durante unos minutos.

—¿Sufre? ¿Tiene dolores?

—Muy poco.

—¿Cómo se ha puesto enfermo?

Silencio.

—Le pregunto qué le ha causado esta fiebre. ¿A qué la atribuye usted?

—Algún miasma, quizá… malaria. Estamos en otoño, una estación propicia para las fiebres.

—Tengo entendido que visita usted a menudo a los enfermos de Briarfield, y a los de Nunnely también, con el señor Hall. Debería tener cuidado; la temeridad no es aconsejable.

—Eso me recuerda, señorita Keeldar, que quizá no debería entrar en esta habitación, ni acercarse a esta cama. No creo que mi enfermedad sea infecciosa, no temo —añadió con una especie de sonrisa— que usted se contagie, pero ¿por qué ha de correr siquiera un mínimo riesgo? Váyase.

—Paciencia, pronto me iré, pero antes me gustaría hacer algo por usted, prestarle algún pequeño servicio.

—Abajo la echarán de menos.

—No, los caballeros aún no han dejado la mesa.

—No se quedarán mucho tiempo; sir Philip Nunnely no es bebedor de vino, y ahora mismo lo oigo pasar del comedor al salón.

—Es una criada.

—Es sir Philip, conozco sus pasos.

—Tiene un oído muy fino.

—Siempre ha sido así, y ahora parece haberse agudizado. Anoche sir Philip vino a cenar. A usted la oí cantarle una canción que le había traído él. Le oí cuando se despidió a las once y la llamó desde fuera para que contemplara el lucero vespertino.

—Probablemente tenga usted una sensibilidad nerviosa.

—Le oí besarle la mano.

—¡Imposible!

—No, mi habitación está encima del vestíbulo y la ventana da justo a la puerta principal; tenía la hoja un poco levantada, porque estaba acalorado por la fiebre. Se quedó usted diez minutos con él en los peldaños de la entrada; oí su conversación, palabra por palabra, y oí el saludo. Henry, deme un poco de agua.

—Deja que se la dé yo.

Pero el preceptor se incorporó a medias para coger el vaso de manos del joven Sympson, rechazando la ayuda de Shirley.

—¿Y yo no puedo hacer nada?

—Nada, puesto que no puede garantizarme una noche de pacífico descanso, y en estos momentos es lo único que quiero.

—¿No duerme bien?

—No duermo nada.

—Pero ha dicho antes que no estaba muy enfermo.

—Padezco de insomnio a menudo, incluso cuando estoy completamente sano.

—Si estuviera en mi poder, lo envolvería en el más plácido sueño, profundo y sosegado, sin sueños.

—¡La aniquilación total! No pido eso.

—Con los sueños que más deseara.

—¡Ilusiones monstruosas! El sueño sería delirio y el despertar la muerte.

—Sus deseos no son tan quiméricos, no creo que sea un soñador.

—Señorita Keeldar, supongo que eso es lo que usted cree, pero tal vez mi carácter no sea tan legible para usted como una página de la última novela de moda.

—Es posible… Pero el sueño: quisiera encaminarlo hasta su almohada, granjearle su favor. Si cogiera un libro, me sentara y leyera unas páginas… Podría quedarme media hora.