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100 Clásicos de la Literatura

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—No lloro, Shirley, o si lo hago, no es por nada. Sigue, si eres amiga mía no debes ocultarme la verdad; detesto la hipocresía de disfrazar y mutilar la verdad.

—Afortunadamente, he dicho ya casi todo lo que tenía que decir, salvo que tu tío en persona corroboró las palabras del señor Yorke, pues también él desprecia la mentira y no utiliza ninguno de esos subterfugios convencionales que son más despreciables que las mentiras.

—Pero papá está muerto; deberían dejarle descansar en paz.

—Sí… y nosotras lo dejaremos. Llora, Cary, te hará bien; no es bueno contener las lágrimas que fluyen con naturalidad. Además, he decidido que quiero compartir una idea que en este momento se trasluce en los ojos de tu madre cuando te mira: cada lágrima borra un pecado. Llora; tus lágrimas tienen la virtud de la que carecían los ríos de Damasco: pueden limpiar un recuerdo leproso, como el Jordán. Señora —continuó, dirigiéndose a la señora Pryor—, ¿creía usted que podía ver todos los días a su hija y a usted juntas, dándome cuenta de sus asombrosas similitudes en muchos aspectos, advirtiendo, perdóneme, su emoción incontenible en presencia de ella, y más incontenible aún en su ausencia, y no hacer conjeturas? Las hice, y son del todo correctas. Empezaré a pensar que soy una mujer perspicaz.

—¿Y no dijiste nada? —preguntó Caroline, que había recobrado pronto el tranquilo dominio de sus sentimientos.

—Nada. No tenía derecho a decir una sola palabra. No era asunto mío, de modo que me abstuve de hacer el menor comentario.

—¿Adivinaste un secreto tan importante y no insinuaste en modo alguno que lo habías adivinado?

—¿Es eso tan difícil?

—No es propio de ti.

—¿Cómo lo sabes?

—No eres reservada. Eres abierta y comunicativa.

—Puede que lo sea, pero sé muy bien hasta dónde puedo llegar. Cuando enseño mi tesoro, puedo ocultar un par de gemas: una curiosa piedra tallada, no comprada; un amuleto cuyo resplandor místico ni siquiera yo me permito contemplar más que raras veces. Adiós.

Así fue como Caroline pudo contemplar el carácter de Shirley desde un nuevo punto de vista. No pasó mucho tiempo antes de que esta perspectiva se renovara: se abrió ante sus ojos.

En cuanto Caroline se sintió con fuerzas para un cambio de escenario —la emoción de un poco de compañía—, la señorita Keeldar solicitó diariamente su presencia en Fieldhead. No se sabe si Shirley se había cansado de sus honorables parientes; ella nada dijo, pero reclamó y retuvo a Caroline con una vehemencia que demostraba que un aditamento a aquellas excelentísimas personas era bien recibido.

Los Sympson eran gente de iglesia; a la sobrina de un rector, por supuesto, la recibieron con cortesía. El señor Sympson resultó ser un hombre de respetabilidad intachable, carácter inquietante, principios piadosos y opiniones mundanas; su esposa era muy buena mujer, paciente, buena, bien educada. La habían educado en un rígido sistema de valores, alimentándola apenas con unos cuantos prejuicios: un simple puñado de hierbas amargas, unas cuantas preferencias hervidas para extraer su sabor natural y sin condimento alguno, todo lo cual había convertido unos cuantos principios excelentes en una inflada masa de intolerancia, difícil de digerir. Ella era demasiado sumisa para quejarse de semejante dieta, o para pedir alguna migaja más.

Las hijas eran un ejemplo para su sexo. Eran altas y con una recta nariz romana. Habían recibido una educación impecable. Todo lo que hacían estaba bien hecho. Libros de historia y de las materias más sesudas habían cultivado su espíritu. Estaban en posesión de principios y opiniones que no podían ser enmendados. Sería difícil encontrar vidas, sentimientos, maneras y costumbres regulados con mayor minuciosidad. Conocían al dedillo cierto código de leyes sobre lenguaje, comportamiento, etcétera, de ciertas escuelas de señoritas; jamás se desviaban de sus curiosas y pragmáticas reglas, y contemplaban con secreto horror las desviaciones de los demás. La abominación de la desolación no era ningún misterio para ellas: habían descubierto esa cosa indecible en la característica que otros llaman originalidad. Prontas estaban a reconocer el menor indicio de este mal, y tanto si veían su huella, fuera en miradas, palabras o hechos, como si la leían en el estilo nuevo y vigoroso de un libro, o la escuchaban en un lenguaje interesante, novedoso, puro y expresivo, sentían escalofríos, vacilaban: el peligro pendía sobre sus cabezas; hollaban terreno peligroso. ¿Qué era esa cosa extraña? Tenía que ser mala, puesto que no la comprendían. Era preciso censurarla y encadenarla.

Henry Simpson —el único varón y el menor de los tres hijos— era un muchacho de quince años. Solía preferir la compañía de su preceptor; cuando no podía estar con él, buscaba la compañía de Shirley. Era diferente de sus hermanas: menudo, cojo y macilento. Sus grandes ojos tenían un brillo lánguido dentro de unas pálidas órbitas; por lo general eran en realidad bastante apagados, pero, capaces de iluminarse, a veces, no sólo resplandecían, sino que llameaban. Una emoción interior podía asimismo dar color a sus mejillas y decisión a sus movimientos de lisiado. Su madre lo amaba; creía que sus peculiaridades eran la señal de un elegido. Admitía que Henry no era como los demás niños; creía que era un ser regenerado, un nuevo Samuel que había recibido la llamada de Dios desde su nacimiento: iba a ser clérigo. El señor y las señoritas Sympson, que no comprendían al muchacho, lo dejaban de lado. Shirley había hecho de él su favorito; él había hecho de Shirley su compañera de juegos.

En medio de este círculo familiar —o más bien fuera de él— se movía el preceptor, el satélite.

Sí, Louis Moore era el satélite del hogar de los Sympson: vinculado a ellos, pero aparte; siempre presente, siempre distante. Todos los miembros de aquella correcta familia lo trataban con la debida dignidad. El padre lo trataba con austera cortesía, algunas veces irritable; la madre, que era una persona de buen corazón, se mostraba atenta, pero formal; las hijas no veían en él a un hombre, sino una abstracción. Diríase, por su actitud, que el preceptor de su hermano no existía para ellas. Eran personas educadas; también él lo era, pero ellas no lo veían así. Eran jóvenes dotadas; también él tenía talento, pero imperceptible para sus sentidos. El más inspirado dibujo surgido de los dedos del preceptor era un papel en blanco a ojos de las señoritas Sympson; el comentario más original que brotara de sus labios era inaudible para ellas. Nada podía imponerse al decoro de su comportamiento.

Tendría que haber dicho que nada podía igualarlo, pero he recordado un hecho que asombró a Caroline Helstone por lo extraño. Fue el descubrimiento de que su primo Louis no tenía absolutamente ningún amigo comprensivo en Fieldhead, que para la señorita Keeldar era un mero profesor, que le tenía por tan poco caballero y tan poco hombre como las estimadas señoritas Sympson.

¿Qué le había ocurrido a la bondadosa Shirley para que también ella fuera indiferente a la triste situación de un semejante que se veía aislado de tal modo bajo su techo? Quizá no fuera altanera con él, pero jamás le prestaba atención: lo dejaba abandonado a su suerte. Louis entraba y salía, hablaba o callaba, y rara era la vez en que ella se daba por enterada de su presencia.

En cuanto al propio Louis Moore, tenía el aire de un hombre habituado a esta vida y que había resuelto sobrellevarla durante un tiempo. Sus facultades parecían encerradas en su interior y no se resentían de su cautividad. No reía jamás; sonreía muy contadas veces; no expresaba ninguna queja. Cumplía con todos sus deberes escrupulosamente. Tenía el cariño de su pupilo; del resto del mundo no pedía nada más que cortesía. Daba la impresión, incluso, de que no aceptaría nada más, en aquella casa al menos, pues cuando su prima Caroline le ofreció su amistad afectuosamente, no sólo no la alentó, sino que rehuyó su compañía en lugar de buscarla. Aparte de su pálido alumno lisiado, tan sólo a un ser viviente trataba con afecto en aquella casa, al rufián de Tartar, que, arisco e intratable para los demás, demostraba una singular parcialidad hacia Louis Moore; tan marcada era que, a veces, cuando se llamaba a Moore a comer y éste entraba en el comedor y se sentaba sin que nadie le dirigiera la palabra, Tartar se levantaba de su escondrijo a los pies de Shirley y se iba junto al taciturno preceptor. Una vez —una sola vez— se fijó Shirley en la deserción y, extendiendo su blanca mano y en voz baja, intentó convencerlo de que volviera. Tartar miró, babeó y suspiró, como tenía por costumbre, pero desdeñó la invitación y se sentó tranquilamente sobre los cuartos traseros al lado de Louis Moore. Este caballero atrajo la cabezota del perro hacia su rodilla, le dio una palmada y esbozó una leve sonrisa.

Un observador sagaz podría haber notado, en el curso de esa misma noche, que después de que Tartar hubiera recobrado su devoción por Shirley y se hubiera tumbado una vez más cerca de su escabel, el audaz preceptor volvió a hechizarlo una vez más con una palabra y un gesto. El can levantó las orejas al oír la palabra; se alzó al ver el gesto, y se dirigió con la cabeza cariñosamente agachada para recibir la esperada caricia: mientras lo acariciaba, la significativa sonrisa volvió a alterar una vez más el rostro sereno de Moore.

***

—Shirley —dijo Caroline un día, mientras las dos estaban solas en la glorieta—, ¿sabías que mi primo era preceptor del hijo de tu tío antes de que los Sympson vinieran aquí?

Shirley no respondió con su acostumbrada rapidez, pero por fin dijo:

—Sí, por supuesto. Lo sabía perfectamente.

—Ya me parecía que debías de estar al tanto de esa circunstancia.

 

—¡Bueno! ¿Y qué?

—No acierto a adivinar a qué se debe que nunca lo mencionaras y me sorprende.

—¿Por qué habría de sorprenderte?

—Me parece raro. No me lo explico. Tú eres muy locuaz, muy sincera. ¿Cómo es que nunca me has comentado esa circunstancia?

—Pues porque no te la he comentado. —Shirley se echó a reír.

—¡Eres un ser muy singular! —comentó su amiga—. Pensaba que te conocía muy bien, pero empiezo a darme cuenta de que me equivocaba. Fuiste tan callada como una tumba en lo que respecta a la señora Pryor y ahora, una vez más, he aquí otro secreto. Pero para mí es un misterio por qué lo convertiste en secreto.

—Nunca lo convertí en secreto, no tenía ninguna razón para hacerlo. Si me hubieras preguntado quién era el preceptor de Henry, te lo habría dicho. Además, pensaba que lo sabías.

—Me asombran muchas más cosas de este asunto: no te gusta el pobre Louis, ¿por qué? ¿Te molesta lo que quizá consideras su posición servil? ¿Desearías que el hermano de Robert estuviera en mejor situación?

—¡El hermano de Robert! —fue la exclamación de Shirley, pronunciada en un tono cercano al desdén, y, con un movimiento de orgullosa impaciencia, arrancó una rosa de una rama que asomaba a través de la celosía abierta.

—Sí —repitió Caroline con suave firmeza—, el hermano de Robert. Ése es su estrecho parentesco con Gérard Moore, del Hollow, aunque la naturaleza no lo haya dotado de facciones tan bellas ni de un aire tan noble como el de su pariente, pero su sangre es igual de buena y sería tan caballero como él, si fuera libre.

—¡Sabia, humilde y piadosa Caroline! —exclamó Shirley con ironía—. ¡Hombres y ángeles, escuchadla! No deberíamos despreciar unas facciones vulgares, ni un trabajo arduo, pero honrado, ¿verdad? Fíjate en el objeto de tu panegírico; está allí, en el jardín —añadió, señalando a través de un orificio en las densas enredaderas, y por ese orificio era visible Louis Moore, que llegaba caminando lentamente por el sendero.

—No es feo, Shirley —fue la defensa de Caroline—; no es innoble. Es taciturno; el silencio sella sus pensamientos, pero lo considero un hombre inteligente; y puedo asegurarte que el señor Hall jamás cultivaría su amistad de no haber encontrado algo muy digno de alabanza en su carácter.

Shirley soltó una carcajada y luego otra, con un leve deje sarcástico en ambas ocasiones.

—Bueno, bueno —comentó—. Con la excusa de que es amigo de Ciryl Hall y hermano de Robert Moore, toleraremos su existencia, ¿no es así, Cary? Tú crees que es inteligente, ¿verdad? No es del todo idiota, ¿eh? ¡Algo digno de alabanza en su carácter! Es decir, no es un completo rufián. ¡Bien! Yo valoro tus opiniones y, para demostrártelo, si pasa por aquí, hablaré con él.

Louis Moore se acercó a la glorieta. Ignorando que estaba ocupada, se sentó en el escalón. Tartar, que se había convertido en su compañero habitual, lo había seguido hasta allí y se tumbó sobre sus pies.

—¡Viejo amigo! —dijo Louis, tirándole de una oreja o, más bien, del resto mutilado de ese órgano, desgarrado y mordido en cien batallas—. El sol otoñal nos da el mismo agradable calor que a los más ricos y favorecidos. Este jardín no es nuestro, pero gozamos de sus aromas y su verdor, ¿verdad?

Guardó silencio sin dejar de acariciar a Tartar, que babeó con extremado afecto. Un leve estremecimiento empezó a agitar los árboles que los rodeaban, algo revoloteó hasta el suelo, ligero como una hoja: eran pájaros pequeños que aterrizaron en el césped a una tímida distancia y se pusieron a dar saltitos, como expectantes.

—Estos duendecillos marrones recuerdan que les di de comer el otro día —dijo Louis, reanudando su soliloquio—. Quieren más galleta. Hoy he olvidado guardar un trozo. Pequeños espíritus hambrientos, no tengo migas para vosotros.

Se metió la mano en el bolsillo y la sacó vacía.

—Una necesidad fácil de cubrir —susurró la señorita Keeldar.

De su retículo sacó un trozo de bizcocho, pues aquel receptáculo no estaba jamás desprovisto de algo disponible que arrojar a las gallinas, patos o gorriones; lo desmenuzó e, inclinándose sobre el hombro de Louis, echó las migas en su mano.

—Ahí tiene —dijo—, la Providencia vela por el imprevisor.

—Esta tarde de septiembre es agradable —dijo Louis Moore mientras, sin perder en absoluto la compostura, arrojaba tranquilamente las migas a la hierba.

—¿Incluso para usted?

—Tan agradable para mí como para cualquier monarca.

—Siente usted un desabrido y solitario regocijo en disfrutar de los elementos, de los seres inanimados y de los seres animados inferiores.

—Solitario sí, pero no desabrido. Con los animales me siento como un hijo de Adán: el heredero de aquel a quien se le dio dominio sobre «todos los seres vivientes que se mueven sobre la tierra». A su perro le gusta y me sigue; cuando entro en ese corral, las palomas de su palomar revolotean a mis pies; su yegua me conoce tan bien como a usted y me obedece mejor.

—Y mis rosas tienen un dulce aroma para usted y mis árboles le dan sombra.

—Y —prosiguió Louis— no hay capricho en el mundo que pueda quitarme esos placeres: son míos.

Louis se alejó; Tartar fue tras él, como obligado por el deber y el afecto, y Shirley se quedó de pie en el escalón de la glorieta. Caroline vio su rostro mientras contemplaba al insolente preceptor: estaba pálido, como si el orgullo bullera en su interior.

—Mira —dijo Caroline para disculparlo—, hieren sus sentimientos tan a menudo que se vuelve malhumorado.

—Mira —replicó Shirley con ira—, Louis Moore es un tema sobre el que tú y yo acabaremos peleándonos si hablamos de él a menudo, de modo que no vuelvas a mencionarlo nunca más.

«Supongo que se ha comportado así en más de una ocasión —pensó Caroline—, y que eso ha hecho que Shirley sea tan distante con él. Sin embargo, me extraña en ella que no tenga en cuenta su carácter y sus circunstancias. Me extraña que la modestia, la hombría y la sinceridad de Louis no aboguen por él a sus ojos. No suele ser tan desconsiderada ni tan irritable».

***

El testimonio verbal de dos amigos de Caroline con respecto al carácter de su primo abundó en la opinión favorable que tenía de él. William Farren, cuya casita había visitado Louis en compañía del señor Hall, afirmó que era un «auténtico caballero» como no había otro en Briarfield. Él, William, «haría cualquier cosa por ese hombre. Y es de ver cómo gusta a los chiquillos y cómo mi mujer le cogió simpatía en cuanto lo vio. En cuanto entró en la casa, los niños se le acercaron inmediatamente. Las criaturas parecen tener un sexto sentido que no tienen los mayores para descubrir la naturaleza de la gente».

El señor Hall, en respuesta a una pregunta de la señorita Helstone sobre lo que pensaba de Louis Moore, contestó con presteza que era el mejor hombre que había conocido desde que abandonara Cambridge.

—Pero es tan serio —objetó Caroline.

—¡Serio! ¡La mejor compañía del mundo! Tiene un sentido del humor curioso, tranquilo, poco convencional. Jamás en toda mi vida había disfrutado tanto con una excursión como con la que hicimos a los lagos. Sus conocimientos y sus gustos son tan superiores que a uno le sienta bien hallarse bajo su influencia, y en cuanto a su naturaleza y su temperamento, me parecen excelentes.

—En Fieldhead parece sombrío, y creo que lo tienen por un misántropo.

—¡Oh! Imagino que allí está totalmente fuera de lugar, en una posición falsa. Los Sympson son personas muy estimables, pero no son gente que puedan comprender a alguien como él; conceden una gran importancia a las formas y la etiqueta, que no se corresponden con su manera de ser.

—Creo que a la señorita Keeldar no le gusta.

—No lo conoce, no lo conoce, porque tiene el sentido común suficiente para hacer justicia a sus méritos, si lo conociera.

«Bueno, supongo que es verdad que no lo conoce», reflexionó Caroline, y con esta hipótesis se esforzó en explicar lo que, de otro modo, parecía inexplicable. Pero esta sencilla solución no le sirvió mucho tiempo: se vio obligada a privar a la señorita Keeldar incluso de esta excusa negativa para sus prejuicios.

Un día se encontraba Caroline por casualidad en la sala de estudio con Henry Sympson, cuyo carácter amigable y afectuoso le había granjeado rápidamente sus simpatías. El muchacho estaba atareado con un artefacto mecánico; su cojera le hacía preferir las actividades sedentarias. Empezó a hurgar en el escritorio de su preceptor en busca de un trozo de cera o bramante, necesarios para su tarea. Moore estaba ausente. Lo cierto es que el señor Hall había ido a buscarlo para dar un largo paseo juntos. Henry no consiguió encontrar lo que buscaba inmediatamente: revolvió un compartimento tras otro y, abriendo finalmente un cajón interior, no dio con un ovillo de cuerda, ni con un trozo de cera de abejas, sino con un paquetito de cuadernos pequeños de color de mármol atados con una cinta. Henry los miró.

—¡Hay que ver las tonterías que guarda el señor Moore en su escritorio! —dijo—. Espero que no guarde mis viejos ejercicios con tanto esmero.

—¿Qué es?

—Viejos cuadernos de ejercicios.

Arrojó el paquete a Caroline. Tan pulcro era su aspecto exterior que sintió curiosidad por descubrir su contenido.

—Si sólo son cuadernos de ejercicios, supongo que podré abrirlos, ¿no?

—¡Oh, sí! Con entera libertad. Comparto la mitad del escritorio del señor Moore, pues me deja guardar en él todo tipo de cosas, y yo le doy permiso.

Tras un breve escrutinio, los cuadernos resultaron contener redacciones en francés con una escritura peculiar, pero compacta, y exquisitamente limpia y clara. La letra era reconocible: Caroline no necesitó ver la prueba de la firma al final de cada redacción para saber a quién pertenecía. Sin embargo, la firma la dejó atónita: Shirley Keeldar, Sympson Grove, …shire (un condado del sur de Inglaterra), y la fecha se remontaba a cuatro años antes.

Caroline volvió a atar el paquete y lo sostuvo en la mano mientras meditaba. Se sentía como si, al abrirlo, hubiera traicionado la confianza de otra persona.

—Son de Shirley, ¿sabe? —dijo Henry con indiferencia.

—¿Se los diste tú al señor Moore? Supongo que los ejercicios los escribió con la señora Pryor.

—Los escribió en mi sala de estudios de Sympson Grove, cuando vivía allí con nosotros. El señor Moore le enseñó francés; es su lengua materna.

—Lo sé… ¿Era una buena alumna, Henry?

—Era un ser alocado y risueño, pero resultaba agradable tenerla al lado durante las clases; las hacía más placenteras. Aprendía deprisa, aunque era difícil saber cómo y cuándo. El francés fue pan comido para ella; lo hablaba con fluidez, tanta fluidez como el propio señor Moore.

—¿Era obediente? ¿Causaba algún trastorno?

—En cierto sentido causaba muchos trastornos: era muy atolondrada, pero a mí me gustaba. Estoy perdidamente enamorado de Shirley.

—¡Perdidamente enamorado… tontuelo! No sabes lo que dices.

—Estoy perdidamente enamorado de ella, es la luz de mis ojos. Anoche se lo dije al señor Moore.

—Te regañaría por exagerar de esa manera.

—No. Nunca regaña y regaña, como hacen las institutrices de las chicas. Estaba leyendo, y se limitó a sonreír sin dejar de mirar el libro, y dijo que si la señorita Keeldar no era más que eso, era menos de lo que él creía, pues yo no era sino un muchacho de mirada apagada y corto de vista. Me temo que soy un pobre desgraciado, señorita Caroline Helstone. Soy un lisiado, ¿sabe?

—Eso no debe preocuparte, Henry, eres un muchachito muy agradable, y si Dios no te ha dado salud y fortaleza, te ha dado en cambio un carácter afable y un corazón y un cerebro excelentes.

—Me despreciarán. Algunas veces creo que usted y Shirley me desprecian.

—Escucha, Henry. Por lo general, no me gustan los muchachos de tu edad; me horrorizan. Me parecen todos pequeños rufianes que sienten un placer anormal en matar y atormentar a pájaros, insectos, gatos y cualquier cosa que sea más débil que ellos; pero tú eres muy diferente; me gustas mucho. Tienes casi tanto juicio como un hombre. Mucho más, bien sabe Dios, que muchos hombres —masculló entre dientes—. Te gusta leer y sabes comentar con sensatez lo que has leído.

—Es cierto que me gusta leer. Sé que tengo buen juicio y sé que soy una persona sensible.

En aquel momento entró la señorita Keeldar.

 

—Henry —dijo—. Te he traído aquí la comida. Yo misma te la prepararé.

Dejó sobre la mesa un vaso de leche recién ordeñada, una bandeja de algo que semejaba cuero y un utensilio que parecía un tenedor largo para tostar.

—¿Qué estáis haciendo los dos aquí? —continuó diciendo—. ¿Registrar el escritorio del señor Moore?

—Estamos mirando tus viejos cuadernos de ejercicios —contestó Caroline.

—¿Mis viejos cuadernos?

—Cuadernos de ejercicios de francés. ¡Mira! Debe de tenerlos en muy alta estima; los ha guardado con todo el cuidado del mundo.

Caroline mostró el paquete. Shirley se lo arrebató.

—No sabía que aún existieran —dijo—. Pensaba que habían ardido hace tiempo en el fuego de la cocina, o que habían servido para rizar los cabellos de la doncella en Sympson Grove. ¿Por qué los has guardado, Henry?

—No es cosa mía. Yo ni siquiera había pensado en ellos. Jamás se me hubiera ocurrido que unos cuadernos de ejercicios tuvieran valor alguno. El señor Moore los puso en el cajón interior de su escritorio; quizá los haya olvidado ahí.

—C’est cela. Los ha olvidado, sin duda —repitió Shirley—. Están extremadamente bien escritos —dijo con satisfacción.

—¡Qué atolondrada eras, Shirley, en aquella época! Te recuerdo muy bien: una criatura esbelta y ligera a la que hasta yo podía levantar del suelo, con todo lo alta que eras. Te veo con aquellos largos e incontables rizos sobre los hombros y el largo fajín ondeante. Entonces hacías que el señor Moore estuviera alegre, al principio, quiero decir. Creo que después de un tiempo lo afligiste.

Shirley volvió las páginas de apretada escritura sin decir nada. Al cabo de un rato dijo:

—Esto lo escribí en una tarde de invierno. Es una descripción de un paisaje nevado.

—Lo recuerdo —dijo Henry—. El señor Moore, cuando lo leyó, exclamó: «Voilà le français gagné!». Dijo que estaba bien escrito. Después le hiciste dibujar en sepia el paisaje que habías descrito.

—¿No lo has olvidado entonces, Hal?

—En absoluto. Aquel día nos riñeron a todos por no bajar a tomar el té cuando nos llamaron. Recuerdo que mi preceptor estaba sentado frente a su caballete y tú estabas de pie detrás de él, sosteniendo la vela y mirando cómo dibujaba el risco nevado, el pino, el ciervo recogido debajo de él y la media luna en lo alto.

—¿Dónde están sus dibujos, Harry? Caroline debería verlos.

—En su carpeta de dibujo. Pero está cerrada con candado; él tiene la llave.

—Pídesela cuando vuelva.

—Deberías pedírsela tú, Shirley. Ahora lo esquivas; me he fijado en que te has vuelto una señorita orgullosa.

—Shirley, eres un auténtico enigma —susurró Caroline a su oído—. ¡Qué extraños hallazgos hago cada día! Y yo que pensaba que gozaba de tu confianza. ¡Eres una criatura inexplicable! Incluso este muchacho te lo echa en cara.

—He olvidado «los viejos tiempos», ¿comprendes, Harry? —dijo la señorita Keeldar, respondiendo al joven Sympson, sin prestar atención a Caroline.

—Cosa que no deberías haber hecho jamás. No mereces ser el lucero del alba de un hombre, si tienes tan mala memoria.

—¡Conque el lucero del alba de un hombre! Y por «hombre», supongo que te refieres a tu devota persona, ¿no? Vamos, bébete la leche antes de que se enfríe.

El joven lisiado se levantó y cojeó hacia la chimenea; se había dejado la muleta junto a la repisa.

—¡Mi pobrecito lisiado! —musitó Shirley con su tono más cariñoso, ayudándole.

—¿Quién te gusta más, Shirley, el señor Sam Wynne o yo? —preguntó el muchacho, mientras ella lo instalaba en una butaca.

—¡Oh, Harry! Sam Wynne es mi pesadilla; tú eres mi niño mimado.

—¿El señor Malone o yo?

—Tú otra vez y mil veces tú.

—Sin embargo, son grandes tipos con patillas, de un metro ochenta de estatura los dos.

—Mientras que tú, Harry, no serás nada más que un pobre cojo macilento toda tu vida.

—Sí, lo sé.

—No debes lamentarte. ¿Acaso no te he explicado quién fue casi tan menudo, pálido y enfermizo como tú y, sin embargo, era tan fuerte como un gigante y tan bravo como un león?

—¿El almirante Horatio?

—El almirante Horatio, vizconde de Nelson y duque de Bronti: valiente como un titán, galante y heroico como en los viejos tiempos de la caballería, caudillo del poderío de Inglaterra, comandante de sus fuerzas en los mares, desataba sus tempestades.

—Un gran hombre, pero yo no soy un guerrero, Shirley. Sin embargo, mi espíritu está inquieto, día y noche ardo en deseos… ¿de qué? Ni yo mismo lo sé… de ser, de hacer, de sufrir, creo.

—Harry, es tu espíritu, que es más fuerte y más maduro que tu cuerpo, lo que te causa ese trastorno. Está cautivo. Está sometido a una esclavitud física. Pero aún ha de lograr su propia redención. Estudia mucho, no sólo libros, sino también el mundo. Amas la naturaleza; ámala sin miedo. Sé paciente, espera que transcurra el tiempo. No serás soldado ni marino, Henry, pero, si vives, serás, escucha mi profecía, serás escritor, quizá un poeta.

—¡Escritor! ¡Es un destello, un destello de luz para mí! ¡Lo seré, lo seré! Escribiré un libro para dedicártelo a ti.

—Lo escribirás para dar a tu alma su desahogo natural. ¡Dios bendito! ¿Qué estoy diciendo? Más de lo que está a mi alcance, creo, y de lo que puede ser útil. Toma, Hal, aquí tienes tu torta de harina de avena. ¡Come y vive!

—¡De mil amores! —la voz que esto exclamaba entró por la ventana abierta—. Conozco ese olor a pan de avena. Señorita Keeldar, ¿puedo entrar y compartirlo con ustedes?

—Señor Hall —era el señor Hall, que regresaba del paseo con Louis Moore—, en el comedor se ha servido una comida como Dios manda, y a la mesa se sientan otras personas como Dios manda. Puede usted acompañarlas y compartir su comida, si lo desea. Pero si sus gustos anómalos le llevan a preferir un proceder anómalo, entre e imítenos.

—Apruebo el aroma y, por lo tanto, me dejaré guiar por el olfato replicó el señor Hall, que entró entonces acompañado por Louis Moore. La mirada de este caballero se posó sobre su saqueado escritorio.

—¡Ladrones! —dijo—. Henry, mereces unos palmetazos.

—Déselos a Shirley y a Caroline, han sido ellas —alegó éste, más preocupado por causar efecto que por ser fiel a la verdad.

—¡Traición y falso testimonio! —exclamaron ambas jóvenes—. No hemos tocado nada, salvo con el ánimo de realizar una loable pesquisa.

—De modo que era eso —dijo Moore, con su peculiar sonrisa—. ¿Y qué han descubierto «con el ánimo de realizar una loable pesquisa»? —Se fijó en el cajón interior abierto—. Esto está vacío —dijo—. ¿Quién ha cogido…?

—¡Aquí está! ¡Aquí está! —se apresuró a decir Caroline, y devolvió el pequeño paquete a su lugar. Louis cerró el cajón e hizo uso de una pequeña llave que llevaba atada a la cadena del reloj. Reordenó los demás papeles, cerró el escritorio y se sentó sin hacer ningún otro comentario.

—Pensaba que las reñiría mucho más, señor —dijo Henry—. Las muchachas merecen una reprimenda.

—Se lo dejo a su conciencia.

—Las acusa de crímenes que han perpetrado deliberadamente, señor. De no haber estado yo aquí, habrían hecho con su carpeta de dibujo lo mismo que con su escritorio, pero yo les he dicho que tiene un candado.

—¿Y comerá con nosotros? —terció Shirley, dirigiéndose a Moore, deseosa, al parecer, de cambiar de conversación.

—Desde luego, si me lo permiten.

—Tendrá que contentarse con leche fresca y torta de harina de avena de Yorkshire.

—Va, pour le lait frais! —dijo Louis—. ¡Pero la torta de avena…! —Hizo una mueca.

—Es incapaz de comerla —dijo Henry—. Dice que le sabe a salvado con levadura amarga.

—Bien, pues, por una dispensa especial, le permitiremos comer unos cuantos torreznos, pero nada que no sea casero.