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100 Clásicos de la Literatura

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Catherine buscó enseguida su labor, asegurando, con aire desconsolado, que no pensaba en Bath.

—Entonces estás preocupada por la conducta del general Tilney, y haces mal, porque es muy posible que jamás vuelvas a verle. No debemos angustiarnos por semejantes pequeñeces. —Luego, a continuación de un breve silencio, añadió—: Yo espero, mi querida Catherine, que las grandezas de Northanger no te habrán convertido en una persona descontenta con tu vida. Todos debemos procurar estar satisfechos allí donde nos encontremos, y más aún en nuestro propio hogar, que es donde más tiempo estamos obligados a permanecer. No me gustó oírte hablar con tanto entusiasmo mientras desayunábamos del pan francés que os daban en Northanger.

—Pero ¡si para mí el pan no tiene importancia! Lo mismo me da comer una cosa que otra.

—En uno de los libros que tengo arriba hay un estudio muy interesante acerca del tema. En él se habla precisamente de esos seres a quienes amistades de posición económica más elevada que la suya incapacitaron para adaptarse a sus circunstancias familiares. Se titula El espejo, si mal no recuerdo. Lo buscaré para que lo leas. Seguramente encontrarás en él consejos de provecho.

Catherine no contestó y, deseosa de enmendar su reciente conducta, se aplicó a la labor; pero a los pocos minutos recayó, sin darse ella misma cuenta, en el mismo estado de ánimo que deseaba combatir. Sintió pereza y languidez, y la irritación que su cansancio le producía la obligó a dar más vueltas en la silla que puntadas en su trabajo. Se apercibió de ello Mrs. Morland, y convencida de que las miradas abstraídas y la expresión de descontento de su hija obedecían al estado de ánimo a que antes aludiera, salió precipitadamente de la habitación en busca del libro con que se proponía combatir tan terrible mal. Transcurrieron varios minutos antes de que lograra encontrar lo que deseaba, y habiéndola detenido otros acontecimientos familiares, resultó que hasta pasado un buen cuarto de hora no le fue posible bajar de nuevo, armada, eso sí, de la obra que tan prácticos resultados debía lograr. Habiéndola privado sus quehaceres en el piso superior de oír ruido alguno fuera de sus habitaciones, ignoraba que durante su ausencia había llegado a la casa una visita, y al entrar en el salón encontróse cara a cara con un joven completamente desconocido. El recién llegado se levantó respetuosamente de su asiento, mientras Catherine, turbada, le presentaba a su madre:

—Mr. Tilney...

Henry, con el azoramiento propio de un carácter sensible, comenzó por disculpar su presencia y reconociendo que, después de lo ocurrido, no tenía derecho a esperar un cordial recibimiento en Fullerton, excusando su intrusión con el deseo de saber si Miss Morland había tenido un viaje satisfactorio. El joven no se dirigía, por fortuna, a un corazón rencoroso. Mrs. Morland, lejos de culpar a Henry y a su hermana de la descortesía del general, sentía por ellos una marcada simpatía, y atraída por el respetuoso proceder del muchacho, contestó a su saludo con natural y sincera benevolencia, agradeciendo el interés que mostraba por su hija, asegurándole que su casa siempre estaba abierta para los amigos de sus hijos y rogándole que no se refiriera para nada al pasado. Henry se apresuró a obedecer dicho ruego, pues aun cuando la inesperada bondad de la madre de Catherine lo relevaba de toda preocupación en este aspecto, por el momento no encontraba palabras adecuadas con que expresarse. Silencioso, ocupó nuevamente su asiento y se limitó a contestar con cortesía a las observaciones de Mrs. Morland acerca del tiempo y el estado de los caminos. Mientras tanto, la inquieta, ansiosa y, con todo, feliz Catherine, los contemplaba muda de satisfacción, revelando con la animación de su rostro que aquella visita bastaba por sí sola para devolverle su perdida tranquilidad. Contenta y satisfecha de aquel cambio, Mrs. Morland dejó para otra ocasión el primer tomo de El espejo, destinado para la curación de su hija.

Deseosa luego de recabar el auxilio de Mr. Morland, no sólo para alentar, sino para dar conversación a Henry, cuya turbación comprendía y lamentaba, la madre de Catherine envió a uno de los niños en busca de su marido. Desgraciadamente, éste se hallaba fuera de casa, y la excelente señora se encontró, después de un cuarto de hora, con que no se le ocurría nada que decir al visitante. Tras unos minutos de silencio, Henry, volviéndose hacia Catherine por primera vez desde que entrara Mrs. Morland en el salón, preguntó con vivo interés si Mr. y Mrs. Allen se hallaban de regreso en Fullerton, y tras lograr desentrañar de las frases entrecortadas de la muchacha la respuesta afirmativa, que una palabra habría bastado para expresar, se mostró decidido a presentar a dichos señores sus respetos. Luego, un poco turbado, rogó a Catherine le indicase el camino de la casa.

—Desde esta ventana puede usted verla, caballero —intervino Sarah, que no recibió más contestación que un ceremonioso saludo por parte del joven y una señal de reconvención por parte de su madre.

Mrs. Morland, creyendo probable que tras la intención de saludar a tan excelentes vecinos se ocultara un deseo de explicar a Catherine la conducta de su padre —explicación que Henry habría encontrado más fácil ofrecer a solas a la muchacha—, trataba de arreglar las cosas de modo que su hija pudiera acompañar al joven. Así fue, en efecto. Apenas iniciado el paseo quedó demostrado que Mrs. Morland había acertado con los motivos que animaban a Henry a tener una entrevista a solas con su amiga. No sólo necesitaba disculpar la conducta de su padre, sino la suya propia, acertadamente hizo esto último de forma que para cuando llegaron a la propiedad de los Allen, Catherine hubiera recibido una consoladora y grata justificación. Henry hizo que se sintiese segura de la sinceridad de su amor y solicitó la entrega del corazón que ya le pertenecía por completo; cosa que por otra parte, no ignoraba el muchacho, hasta el punto de que aun sintiendo por Catherine un afecto profundo, complaciéndole las excelencias de su carácter y deleitándole su compañía, preciso es confesar que su cariño hacia ella partía en primer lugar, de un sentimiento de gratitud. En otras palabras: que la certeza de la parcialidad que por él mostraba la muchacha fue lo primero que motivó el interés de Henry. Es ésta una circunstancia poco corriente y algo denigrante para una heroína, y si en la vida real puede considerarse como extraño tal procedimiento, estaré en condiciones de atribuirme los honores de la invención.

Una corta visita a Mrs. Allen, en la que Henry se expresó con una absoluta falta de sentido, y Catherine, entregada a la consideración de su inefable dicha, apenas despegó los labios, permitió a la joven pareja reanudar al poco tiempo su estático téte-a-téte. Antes de que éste terminara supo con certeza la muchacha hasta qué punto estaba sancionada la declaración de Henry por la autoridad paterna del general. Le explicó él cómo a su regreso de Woodston, dos días antes, se había encontrado con su padre en un lugar próximo a la abadía, y cómo éste le había informado de la marcha de Miss Morland, advirtiéndole al mismo tiempo que le prohibía volver a pensar en ella.

Éste era el único permiso, a cuyo amparo solicitaba el honor de su mano. Catherine no pudo por menos de alegrarse de que el joven, afianzando antes su situación mediante una solemne y comprometedora promesa, le hubiera evitado la necesidad de rechazar su amor al enterarse de la oposición del general. A medida que Henry iba adornando de prolijos detalles su relato y explicando las causas que habían motivado la conducta de su padre, los sentimientos de pesar de la muchacha fueron convirtiéndose en triunfal satisfacción. El general no encontraba nada de qué acusarla, ni imputación que hacerle. Su ira se fundaba única y exclusivamente en haber sido ella objeto inconsciente de un engaño que su orgullo le impedía perdonar y que habría debido avergonzarse de sentir. El pecado de Catherine consistía en ser menos rica de lo que el general había supuesto. Impulsado por una equivocada apreciación de los derechos y bienes de la muchacha, el padre de Henry había perseguido la amistad de ésta en Bath, solicitando su presencia en Northanger y decidido que, con el tiempo, llegara a ser su hija política. Al descubrir su error, no halló medio mejor de exteriorizar su resentimiento y su desdén que echarla de su casa.

John Thorpe había sido causa directa del engaño sufrido por Mr. Tilney. Al observar una noche en el teatro de Bath que su hijo dedicaba una atención preferente a Miss Morland, había preguntado a Thorpe si conocía a la muchacha. John, encantado de hablar con un hombre de tanta importancia, se había mostrado muy comunicativo, y como quiera que se hallaba en espera de que Morland formalizara sus relaciones con Isabella, y estaba, además, resuelto a casarse con la propia Catherine, se dejó arrastrar por la vanidad propia de él e hizo de la familia Morland una descripción tan exagerada como falsa. Aseguró que los padres de la muchacha poseían una fortuna superior a la que su propia avaricia le impulsaba a creer y desear. La vanidad del joven era tal, que no admitía una relación directa o indirecta con persona alguna que no gozara de prestigio y categoría social, atribuyéndole ambas cosas cuando así convenía a su interés y a su amistad. La posición de Morland, por ejemplo, exagerada en un principio por su amigo, iba haciéndose más lucida a medida que se afianzaba su situación como novio de Isabella. Con duplicar, en obsequio de tan solemne momento, la fortuna que poseía Mr. Morland, triplicar la suya propia, dejar entrever la seguridad de una herencia procedente de un pariente acaudalado y desterrar del mundo de la realidad a la mitad de los pequeños Morland, logró convencer al general de que la familia de John gozaba de una posición envidiable. Adornó el caso de Catherine —objeto de la curiosidad de Mr. Tilney y de sus propias y especuladoras aspiraciones— de detalles más gratos aún, asegurando que a la dote de diez o quince mil libras que debía recibir de su padre podía añadirse la propiedad de Mr. y Mrs. Allen. La amistad que dichos señores manifestaban hacia la muchacha habíale sugerido la idea de una probable herencia, y ello bastó para que hablara de Catherine como presunta heredera de la propiedad de Fullerton.

 

El general, que ni por un instante dudó de la autenticidad de aquellos informes, había obrado de acuerdo con ellos. El interés que por la familia Morland manifestaba Thorpe, y que aumentaba la inminente unión matrimonial de Isabella, y sus propias intenciones respecto de Catherine —circunstancias de las que hablaba con igual seguridad y franqueza—, le parecieron al general garantía suficiente de las manifestaciones hechas por John, a las que pudo añadir otras pruebas convincentes, tales como la falta de hijos y la indudable posición de los Allen, y el cariño e interés que por Miss Morland éstos demostraban. De lo último pudo cerciorarse por sí solo Mr. Tilney una vez entablada relación de amistad con los Allen, y su resolución no se hizo esperar. Tras adivinar por la expresión de su hijo la simpatía que a éste inspiraba Miss Morland, y animado por los informes de Mr. Thorpe, decidió casi instantáneamente hacer lo posible para desbaratar las jactanciosas pretensiones de John y destruir sus esperanzas. Por supuesto, los hijos del general permanecían tan ajenos a la trama que éste fraguaba como la propia Catherine. Henry y Eleanor, que no veían en la muchacha nada capaz de despertar el interés de su padre, se asombraron ante la precipitación, constancia y extensión de las atenciones que éste le dirigía, y si bien ciertas indirectas con que acompañó la orden dada a su hijo de asegurarse el cariño de la chica hicieron comprender a Henry que el anciano deseaba que se realizara aquella boda, no conoció los motivos que lo habían impulsado a precipitar los acontecimientos hasta después de su entrevista con su padre en Northanger. Mr. Tilney se había enterado de la falsedad de sus suposiciones por la misma persona que le había proporcionado los primeros datos, John Thorpe, a quien encontró en la capital, y que, influido por sentimientos contrarios a los que le animaban en Bath, irritado por la indiferencia de Catherine y, más aún, por el fracaso de sus gestiones para reconciliar a Morland y a Isabella; convencido de que dicho asunto no se arreglaría jamás, y desdeñando una amistad que para nada le servía ya, se había apresurado a contradecir cuanto había manifestado al general respecto de la familia Morland, reconociendo que se había equivocado en lo que a las circunstancias y carácter de ésta se refería. Hizo creer al padre de Henry que James lo había engañado en cuanto a la verdadera posición de que disfrutaba su padre, y cuya falsedad demostraban unas transacciones llevadas a cabo en las últimas semanas. Sólo así se explicaba el que, después de haberse mostrado dispuesto a favorecer una unión entre ambas familias con los más generosos ofrecimientos, Mr. Morland se hubiera visto obligado, formalizadas ya las relaciones, a confesar que no le era posible ofrecer a los jóvenes novios el más insignificante apoyo y protección. El narrador astuto adornó su relato con nuevas revelaciones, asegurando que se trataba de una familia muy necesitada, el número de cuyos hijos pasaba de lo usual y corriente; que no disfrutaba del respeto y consideración del vecindario y, al fin, que, como había podido comprobar personalmente, llevaba un tren de vida que no justificaban los medios económicos con que contaba, por lo que procuraba mejorar su situación relacionándose con personas acaudaladas. En definitiva, le dijo que se trataba de gente irresponsable, jactanciosa e intransigente.

El general, aterrorizado, le había pedido entonces informes de la vida y el carácter de los Allen, y también a propósito de este matrimonio modificó Thorpe su primera declaración. Mr. y Mrs. Allen conocían demasiado a los Morland por haber sido vecinos durante largo tiempo. Por lo demás, Thorpe aseguró que conocía al joven destinado a heredar los bienes de los supuestos protectores de Catherine. No fue preciso nada más. Furioso con todos menos consigo mismo, Mr. Tilney había regresado al día siguiente a la abadía para poner en práctica el plan que ya conocemos.

Dejo a la sagacidad de mis lectores el adivinar lo que de todo esto pudo referir Henry a Catherine aquella tarde y el determinar los detalles que respecto a este asunto le fueron comunicados por su padre, los que dedujo por intuición propia y los que reveló James más tarde en una carta. Yo los he reunido en una sola narración para mayor comodidad de mis lectores; éstos, si lo desean, podrán luego separarlos a su antojo. Bástenos por el momento saber que Catherine quedó convencida de que al sospechar al general capaz de haber asesinado o secuestrado a su mujer no había interpretado erróneamente su carácter ni exagerado su crueldad.

Henry, por otra parte, sufrió al revelar estas cosas de su padre tanto como al enterarse de ellas. Se avergonzaba de tener que exponer semejantes ruindades. Además, la conversación sostenida en Northanger con el general había sido extremadamente violenta. Tanto o más que la descortesía de que había sido víctima Catherine y las pretensiones interesadas de su padre le indignaba el papel que se le tenía reservado. Henry no trató de disimular su disgusto, y el general, acostumbrado a imponer su voluntad a toda la familia, se molestó ante una oposición que, además, estaba afianzada en la razón y en los dictados de la conciencia. Su ira en tales circunstancias disgustaba, sin intimidar, a Henry, a quien un profundo sentido de la justicia reafirmó en su propósito. El joven se consideraba comprometido con Miss Morland, no sólo por los lazos del afecto, sino por los mandatos del honor, y, convencido de que le pertenecía el corazón que en un principio se le había ordenado conquistar, se mostró decidido a guardar fidelidad a Catherine y a cumplir con ella como debía, sin que lograra hacerle desistir de su proyecto ni influir en sus resoluciones la retractación de un consentimiento tácito ni los decretos de un injustificable enojo.

Henry luego se había negado rotundamente a acompañar a su padre a Herfordshire, tras lo cual anunció su decisión de ofrecer su porvenir a la muchacha. La actitud de su hijo había encolerizado más aún al general, que se separó de ambos sin más explicación.

Henry, presa de la agitación que es de suponer, había regresado a Woodston, para desde allí emprender, a la tarde siguiente, viaje a Fullerton.

31

Cuando Mr. y Mrs. Morland supieron que Henry solicitaba la mano de Catherine se llevaron una sorpresa considerable. Ninguno de los dos había sospechado la existencia de tales amores, pero como, al fin y al cabo, nada podía parecerles más natural que el que su hija inspirase tal sentimiento, no tardaron en considerar el hecho con la feliz complacencia que merecía y no opusieron la menor objeción. Los distinguidos modales del joven y su buen sentido eran recomendación suficiente, para ellos, y como nada malo sabían de él, no se creían en la obligación de suponer que no fuera una buena persona. Por lo demás, opinaban que no era necesario verificar el carácter de quien suplía con su buena voluntad la falta de experiencia.

—Catherine será un ama de casa algo inexperta y alocada —observó Mrs. Morland, consolándose luego al recordar que no hay mejor maestro que la práctica.

No existía, en suma, más que un obstáculo, sin cuya resolución, sin embargo, no estaban dispuestos a autorizar aquellas relaciones. Eran personas de carácter comedido, pero de principios inalterables, y mientras el padre de Henry siguiera prohibiendo terminantemente los amores de su hijo, ellos no podían dar su conformidad ni su consentimiento. No eran lo bastante exigentes para pretender que el general se adelantara a solicitar aquella alianza, ni siquiera que de corazón la desease, pero sí consideraban indispensable una autorización convencional, que una vez lograda, como era de esperar, se vería en el acto apoyada por su sincera aprobación. El «consentimiento» era lo único que pretendían, ya que en cuanto a «dinero», ni lo exigían, ni lo deseaban. La carta matrimonial de sus padres aseguraba, al fin y al cabo, el porvenir de Henry, y la fortuna que por el momento disfrutaba bastaba para procurar a Catherine la independencia y la comodidad necesarias. Indudablemente, aquella boda era por demás ventajosa para la muchacha.

La decisión de Mr. y Mrs. Morland no podía sorprender a los enamorados. Lo lamentaban, pero no podían oponerse a ello, y se separaron con la esperanza de que, al cabo de poco tiempo, se operara en el ánimo del general un cambio que les permitiera gozar plenamente de su privilegiado amor. Henry se reintegró a lo que ya consideraba como su único hogar, dispuesto a ocuparse en el embellecimiento de la casa que algún día esperaba ofrecer a su amada, en tanto que Catherine se dedicaba a llorar su ausencia. No es cosa que nos importe averiguar si los tormentos de aquella separación se vieron amortiguados por una correspondencia clandestina. Tampoco pretendieron saberlo Mr. y Mrs. Morland, a cuya bondad se debió que no les fuese exigida a los novios promesa alguna en ese sentido y que siempre que Catherine recibía alguna carta se hicieran los distraídos.

Tampoco es de suponer que la inquietud, lógica dado tal estado de cosas, que sufrieron por entonces Henry, Catherine y cuantas personas los querían, se hiciese extensiva a mis lectores; en todo caso, la delatora brevedad de las páginas que restan es prueba de que nos acercamos a un dichoso y risueño final. Sólo resta conocer la manera en que se desarrolló esta historia y se llegó a la celebración de la boda, y cuáles fueron las circunstancias que al fin influyeron sobre el ánimo del general. El primer hecho que favoreció el feliz desenlace de esta novela fue el matrimonio de Eleanor con un hombre de fortuna y sólida posición. Dicho acto, que se efectuó en el transcurso del verano, provocó en el general un estado permanente de buen humor, que su hija aprovechó para obtener de él, no sólo que perdonase a Henry, sino que lo autorizase a, según palabras de su propio padre, «hacer el idiota» si así lo deseaba.

El hecho de casarse Eleanor y de verse apartada por un matrimonio de los males que a su permanencia en Northanger acompañaban satisfará a todos los conocidos y amigos de tan bella joven. A mí me produjo sincera alegría. No conozco a persona alguna más merecedora de felicidad ni mejor preparada a ello debido a su largo sufrir, que Miss Tilney, cuya preferencia por su prometido no era de fecha reciente. Los separó por largo tiempo la modesta posición del enamorado, pero tras heredar éste, inesperadamente, título y fortuna, quedaron allanadas las dificultades que a la dicha de ambos se oponían.

Ni en los días en que más aprovechó su compañía, su abnegación y su paciencia quiso tanto a su hija el general como en el momento en que por primera vez pudo saludarla por su nuevo título. El marido de Eleanor era, por todos los conceptos, digno del cariño de la joven, pues independientemente de su nobleza, su fortuna y su afecto, gozaba de la simpatía de todos aquellos que lo conocían. Era, según criterio general, «el chico más encantador del mundo», y no necesito extenderme más, porque seguramente ninguna lectora que al leer esto no haya evocado la imagen del «chico más encantador del mundo». En lo que a éste en particular se refiere, sólo añadiré —y sé perfectamente que las reglas de la composición prohíben la introducción de caracteres que no tienen relación con la fábula— que el caballero en cuestión fue el mismo cuyo negligente criado olvidó ciertas facturas tras una prolongada estancia en Northanger, y que fueron, con el tiempo, la causa de que mi heroína se viera lanzada a una de sus más serias aventuras.

Sirvió de apoyo a la petición que a favor de su hermano hicieron los vizcondes al general una nueva rectificación del estado económico de Mr. y Mrs. Morland.

Ésta sirvió para demostrar que tan equivocado había estado Mr. Tilney al juzgar cuantiosa la fortuna de la familia de Catherine como al creerla luego completamente nula. Pese a lo dicho por Thorpe, los Morland no andaban tan escasos de bienes que no les fuera posible dotar a su hija en tres mil libras esterlinas. Tan satisfactoria resolución de sus recientes temores contribuyó a dulcificar el cambio de opinión manifestado por el general, a quien, además, le produjo un efecto excelente la noticia de que la propiedad de Fullerton, que era exclusivamente de Mr. Allen, se hallaba abierta a todo género de avariciosa especulación.

 

Animado por todo esto, el general, poco después de la boda de Eleanor, se decidió a recibir a Henry nuevamente en Northanger y a enviarle luego a casa de su prometida con un mensaje de autorización a la boda. El consentimiento iba dirigido a Mr. Morland en unas cuartillas llenas de frases corteses y triviales. Poco tiempo después se celebró la ceremonia que en ellas se autorizaba. Se unieron en matrimonio Henry y Catherine, sonaron las campanas y todos los presentes se alegraron. Si se considera que todo esto ocurría antes de cumplirse doce meses desde el día en que por vez primera se conocieron los cónyuges, hay que reconocer que, a pesar de los retrasos que hubo de sufrir la boda a causa de la cruel conducta del general, ésta no perjudicó gravemente a los novios. Al fin y al cabo, no es cosa tan terrible empezar a ser completamente feliz a la edad de veintiséis y dieciocho años, respectivamente, y puesto que estoy convencida de que la tiranía del general, lejos de dañar aquella felicidad, la promovió, permitiendo que Henry y Catherine lograran un más perfecto conocimiento mutuo al mismo tiempo que un mayor desarrollo del afecto que los unía, dejo al criterio de quien por ello se interese decidir si la tendencia de esta obra es recomendar la tiranía paterna o recompensar la desobediencia filial.

FIN