Бесплатно

100 Clásicos de la Literatura

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

De ordinario, estos espectáculos principiaban con una caza de bestias feroces, que efectuaban varios bárbaros del Norte y del Sur; pero, en esta ocasión, había demasiadas fieras.

Empezaron, pues, los juegos con los andabates. Se llamaba así a los gladiadores que llevaban yelmos cerrados, sin abertura alguna por los ojos, y que, por consiguiente, lidiaban a ciegas. Unos cuantos efectuaron su entrada en el circo y comenzaron luego a hacer molinetes con las espadas. Los matigophori los azuzaban, empujando a unos hacia otros con largas perchas, a fin de ponerlos en contacto.

La parte más selecta del público miraba con desdeñosa indiferencia este espectáculo, pero a la plebe divertían los movimientos desairados de los combatientes. Y cuando sucedía, por ejemplo, que se encontraban de espaldas, prorrumpía el público en grandes risas y exclamaban muchos:

«¡A la derecha! ¡A la izquierda! ¡De frente!». Y, a menudo, los engañaban deliberadamente. No obstante, luego se formaron varias parejas de combatientes y la lucha empezó a revestir sangrientos caracteres.

Los lidiadores más esforzados arrojaban lejos sus escudos y, tomándose el uno al otro con la mano izquierda, a fin de no volver a separarse, luchaban con la otra mano hasta morir. Todo el que caía alzaba los dedos e imploraba gracia por medio de ese signo; pero el público, al principio del espectáculo, acostumbraba pedir la muerte para los heridos, especialmente cuando se trataba de andabates, que llevaban oculto el semblante y eran desconocidos.

Fue disminuyendo por grados el número de combatientes, y cuando, por fin, sólo quedaron dos se los empujó el uno hacia el otro a fin de que trabaran lucha; cayeron ambos recíprocamente. Luego, a los gritos de: Peractum est!, se llevaron los sirvientes los cuerpos, y un grupo de muchachos acudió con unos rastrillos, hizo desaparecer las manchas de sangre de la arena, esparciendo a continuación sobre ellas hojas de azafrán.

Y ahora empezaba la segunda parte con una lucha más importante y que despertaba no solamente el interés de la plebe, sino también de las gentes de buen gusto; durante ella, los jóvenes patricios hacían, a veces, apuestas enormes, perdiendo, a menudo, cuanto poseían.

De mano en mano iban pasando tablas, en las que se escribía los nombres de los favoritos, como asimismo la cantidad de sestercios que cada uno apostaba por su campeón predilecto.

Los spectate —es decir, los campeones que se habían presentado antes en la arena y obtenido en ella triunfos— eran los que contaban con mayor número de partidarios; pero entre los apostadores había también algunos que arriesgaban sumas considerables poniéndose de parte de gladiadores nuevos y no conocidos aún, con la esperanza de ganar sumas inmensas si obtenían éstos la victoria. El mismo César apostaba; y apostaban los sacerdotes, las vestales, los senadores y los caballeros, y apostaba el populacho. Y entre la plebe, cuando llegaba a faltarles el dinero, solían apostar hasta su propia libertad. Seguían con el corazón palpitante, e incluso con temor, las peripecias de aquellos combates, y más de uno, entretanto, hacía votos en voz alta a los dioses a fin de alcanzar protección para su favorito.

Así que cuando se escuchó el agudo son de las trompetas se hizo en el anfiteatro un profundo silencio expectante. Miles de ojos se dirigieron hacia las grandes cerraduras de una puerta, a la que se acercó un hombre vestido en traje de Caronte, y, en medio del universal silencio, dio en ella tres golpes con un martillo, como si de esa manera convocase a la muerte a los que se encontraban detrás de dicha puerta.

Entonces, las dos hojas de ésta se abrieron lentamente y dejaron ver una especie de oscuro foso, del que empezaron a brotar gladiadores, que iban entrando en la brillante arena. Avanzaban en divisiones de veinticinco individuos: tracios, mirmilones, samnitas, galos. Todos venían separados por nacionalidades, y todos pesadamente armados.

Por último entraron los retiarii, llevando una red en una mano y un tridente en la otra. A su vista estallaron por todas partes los aplausos, que pronto se convirtieron en una inmensa y no interrumpida tempestad. Desde arriba hasta abajo se veían rostros encendidos, manos que batían palmas y bocas abiertas, de las que brotaban aclamaciones estruendosas.

Los gladiadores dieron la vuelta a la arena con paso firme y flexible, hermosos con sus brillantes armaduras y sus ricos trajes, haciendo luego alto delante del podium del César, soberbios, tranquilos y espléndidos.

El toque penetrante de un cuerno puso término a los aplausos. Los lidiadores, entonces, extendieron hacia arriba la mano derecha, alzaron la cabeza a la vista del César y empezaron a gritar, o, mejor dicho, a cantar con voz lenta la siguiente salutación:

Ave, Caesar Imperator, Morituri te salutant!

Luego se alejaron rápidamente, yendo a ocupar en la arena sus respectivos puestos.

Debían atacarse los unos a los otros por grupos; pero antes se permitía a los más famosos gladiadores tener una serie de combates singulares; en los que resaltaban el valor, la fuerza y destreza de los mismos.

Y, en efecto, entre el grupo de los galos se hallaba un campeón bien conocido por los asistentes al anfiteatro llamado Lanio (El Carnicero), vencedor en muchos juegos. Llevaba un gran yelmo en la cabeza, y con la cota de malla que cubría su fuerte pecho y su espalda parecía, en medio de aquella brillante arena dorada, una especie de gigantesco escarabajo.

Y el no menos célebre retiarius Calendio se presentó a su encuentro.

Entre los espectadores empezaron entonces las apuestas.

—¡Quinientos sestercios al galo!

—¡Quinientos a Calendio!

—¡Por Hércules! ¡Van mil sestercios!

—¡Van dos mil!

Entretanto, el galo, colocándose en el centro de la arena, empezó a retroceder blandiendo la espada. Inclinando luego la cabeza siguió atentamente, a través de su visera, los movimientos de su adversario. El retiarius, que era un hombre ágil, esbelto, de formas estatuarias, se hallaba completamente desnudo y cubierto solamente por una banda que le rodeaba la cintura. Empezó a hacer giros rápidos alrededor de su fuerte antagonista, agitando en tanto la red con movimientos graciosos, alzando y bajando su tridente, a la vez que entonaba la cantilena habitual de los retiarii:

Non te peto, piscem peto. Quid me fugis, galle?

Pero el galo no le huía, pues al cabo de algunos momentos se detuvo y, permaneciendo en pie en un solo sitio, empezó a volverse con un movimiento casi imperceptible, a fin de tener siempre a su adversario enfrente.

En su ademán y en su cabeza, monstruosamente grande, había algo que infundía terror.

Los espectadores comprendieron, sin lugar a duda, que aquel pesado cuerpo encerrado en bronce estaba preparando un golpe repentino que decidiría el combate.

Entretanto, el retiarius daba un salto hacia él o brincaba hacia atrás, agitando a la vez su tridente con movimientos tan rápidos que era difícil poder seguirlos con la vista. Repetidas veces resonó sobre la coraza el golpe del tridente, pero el galo permanecía impasible, dando así muestra de sus fuerzas de gigante. Toda su atención parecía concentrarse, no en el tridente, sino en la red, que seguía girando sobre su cabeza como una especie de ave de mal agüero.

Los espectadores contenían el aliento y seguían hasta las menores peripecias de la magistral lucha.

El galo esperó, eligió el momento y se lanzó, por fin, sobre su enemigo. Este último, con igual rapidez, se deslizó por debajo de la espada que le iba dirigida, se irguió, alzó el brazo y arrojó la red. El galo, volviéndose ligeramente, pero sin abandonar su posición, rechazó la red con su escudo; luego, se separaron.

En el anfiteatro atronaron gritos de Macte!, y en las primeras filas de espectadores empezaron de nuevo las apuestas. El mismo César, que al principio se había distraído conversando con Rubria y que hasta aquel momento no había prestado gran atención al espectáculo, volvió la cabeza hacia la arena.

Y empezó de nuevo la lucha, con tal arte y precisión en los movimientos de los lidiadores que, por momentos, parecía que para ellos no se trataba de una cuestión de vida o muerte, sino de una simple exhibición de su habilidad. El galo evitó la red dos veces más y empezó a retroceder hacia un extremo de la arena. Los que tenían apuestas en su contra, con el propósito de no darle tregua, le gritaron entonces:

—¡Sigue! ¡Carga!

El galo obedeció y volvió al ataque. Repentinamente, el brazo del retiarius se cubrió de sangre y se le cayó la red de la mano. El galo llamó en su auxilio entonces todas sus fuerzas y dio un salto hacia delante, con el fin de asestar a su adversario el golpe final.

Pero en aquel instante, Calendio, cuya imposibilidad para seguir manejando la red era fingida, saltó a un lado, evitó el golpe, dirigió el tridente entre las rodillas de su adversario y le echó a tierra. El galo intentó levantarse, pero en un abrir y cerrar de ojos se vio envuelto en las fatales mallas, dentro de las que se enredaba más y más a cada movimiento de los pies o de las manos.

Entretanto, su adversario, a golpes de tridente, le clavaba una y otra vez en tierra. Hizo el galo todavía un esfuerzo postrero; se apoyó en el brazo e intentó levantarse, pero todo fue inútil.

Se llevó entonces a la cabeza la mano, inerme, con la que no podía ya empuñar la espada, y cayó de espaldas. Calendio fijó su cuello al suelo con el tridente, y, apoyando sobre el mango de éste ambas manos, volvió la vista al palco del César.

Todo el anfiteatro se estremeció con el tronar de los aplausos y las aclamaciones del pueblo.

 

Para los que habían apostado a favor de Calendio, éste era en aquel momento más grande que el César, pero, por la misma razón, la animosidad contra el galo había desaparecido de sus corazones.

Porque a costa de su sangre aquel infortunado lidiador les había llenado los bolsillos.

Así pues, el público se dividió en dos bandos. En los asientos de la parte alta, la mitad de sus ocupantes gritaban: «¡Muerte!», la otra mitad: «¡Gracia!»; pero el retiarius mantenía la vista fija tan sólo en el palco del César y las vestales, esperando lo que allí se decidiera. Por desgracia, Nerón no quería a Lanio, porque en los últimos juegos que se habían dado antes del incendio había apostado contra el galo y había perdido sumas considerables, ganadas por Licinio. Así pues, extendió la mano fuera del podium y volvió el pulgar hacia abajo. Las vestales apoyaron inmediatamente aquella señal.

Calendio, entonces, se arrodilló sobre el pecho del galo, sacó de su cinturón un cuchillo corto, apartó la armadura del cuello de su adversario e introdujo hasta el mango la hoja triangular en la garganta de Lanio.

—Peractum est! —gritaron muchas voces en el anfiteatro.

El galo se estremeció por breves instantes como un toro degollado, hundió convulsivamente los pies en la arena y quedó inmóvil. No fue, pues, necesario que Mercurio se acercara con un hierro candente a cerciorarse de si aún vivía. Se hizo desaparecer inmediatamente su cadáver y nuevas parejas de luchadores se colocaron en el centro. Después de los combates singulares empezó la batalla en que tomaron parte destacamentos enteros. El público ponía en este espectáculo el alma, el corazón y los ojos. Gritaba, aullaba, silbaba, aplaudía, reía, azuzaba a los combatientes y enloquecía.

Los gladiadores en la arena, divididos en dos legiones, peleaban con un furor de fieras; los pechos se estrellaban contra los pechos, los cuerpos se entrelazaban en un mortal abrazo, se sentía el crujir de los recios miembros, se veían espadas que se hundían en el pecho o en el estómago de los combatientes, labios pálidos que, de pronto, arrojaban borbotones de sangre sobre la arena.

Finalmente, algunos gladiadores novicios se sintieron acometidos por un pánico tan tremendo que huyeron del terreno del combate hacia los extremos; pero los mastigophori los obligaban a volver enseguida, azotándolos con sus látigos, que terminaban con puntas de plomo.

En la arena empezaron a formarse grandes manchas oscuras, y por momentos se fueron viendo sobre ella, extendidos e inmóviles, los cuerpos de los gladiadores, desnudos o cubiertos por sus armaduras.

Y los sobrevivientes seguían peleando encima de los cadáveres, tropezaban con armaduras y escudos, y se cortaban los pies al pisar sobre las armas cortas, y, a su vez, caían.

El público, embelesado, había perdido ya el dominio de sí mismo, y, embriagado por el espectáculo de la muerte y con el olor de la sangre, parecía aspirarla con delicia, extasiarse en su contemplación; insuflar voluptuosamente a sus pulmones los humanos efluvios que iban saturando aquella atmósfera.

Casi todos los vencidos habían muerto. Apenas unos pocos heridos quedaban en el centro de la arena. Puestos de rodillas, temblorosos, extendían las manos hacia la concurrencia en actitud de ruego, implorando su compasión.

A los vencedores les fueron distribuidos en recompensa obsequios diversos, coronas y guirnaldas de olivo.

Y hubo un intermedio de reposo, que, por orden del César omnipotente, fue convertido en un banquete. Se quemaron perfumes en vasos. De los rociadores brotó una fina lluvia de agua de azafrán y de violeta, que caía sobre la cabeza de los espectadores.

Se sirvieron refrescos, carnes asadas, dulces, vino, aceitunas y frutas. El pueblo devoraba, hablaba y prorrumpía en aclamaciones al César para estimular su generosidad. Satisfechos el hambre y la sed, centenares de esclavos se adelantaron dando la vuelta al anfiteatro con cestas llenas de obsequios. De ellas, multitud de muchachos en trajes de Cupidos iban extrayendo diversos objetos y los arrojaban a manos llenas entre los asientos.

Al comenzar la distribución de billetes de lotería tesserae empezó una verdadera batalla. La plebe se apretujaba, se daban golpes y pisotones, prorrumpían en gritos de auxilio, saltaban sobre las filas de asientos y se ahogaban en medio de tremendas apreturas. Lo que se explicaba considerando que el individuo a quien tocase en suerte un número premiado podía, por ventura, llegar a ser dueño de una casa con jardín, de un esclavo, de un espléndido traje o de una fiera, que podía vender a continuación en el mismo anfiteatro. Por esta razón, mientras duraban dichas distribuciones ocurrían tales disturbios, que con frecuencia los pretorianos tenían que intervenir. A menudo, después de cada distribución, había que sacar del anfiteatro a individuos con las piernas o los brazos rotos, y algunos hasta solían morir aplastados en medio de aquellos tumultos.

Pero los ricos no tomaban parte en esta pugna por los tesserae.

Los augustanos se divertían observando a Quilón y los vanos esfuerzos que éste hacía por demostrar que podía, como cualquier otro, ser espectador animoso de aquellas escenas de lucha y derramamiento de sangre. Pero, inútilmente, el infortunado griego fruncía el ceño, se mordía los labios y apretaba los puños hasta introducirse las uñas en las palmas de las manos.

Su índole griega y su cobardía innata le hacían incapaz de contemplar impasible tales espectáculos. Se ponía pálido, corrían por su frente gruesas gotas de sudor, tenía lívidos los labios, torcidos los ojos, le castañeteaban los dientes y por todo el cuerpo sentía un frío estremecimiento.

Al final de la batalla de los gladiadores pudo rehacerse un poco, y cuando empezaron a burlarse de él se enfadó repentinamente y se defendió con desesperación.

—¡Eh, griego! ¡Parece que la vista de la piel destrozada de un hombre es un espectáculo superior a tus fuerzas! —dijo Vatinio tirándole de la barba.

Quilón le mostró sus dos únicos dientes amarillos y replicó:

—¡Mi padre no fue nunca zapatero remendón, de ahí que no me sea posible componerla!

—Macte! Habet! —exclamaron muchas voces.

Pero otros prosiguieron burlándose de él.

—No es culpa suya si tiene en el pecho un pedazo de queso en vez de corazón —dijo Senecio.

—Tampoco tú eres culpable de poseer en vez de cabeza una vejiga —contestó Quilón.

—¡Bien podrías llegar a ser un gladiador! Estarías admirable manejando una red en la arena.

—Y si en ella te cogiera, sólo habría en mi red una fétida abubilla.

—¿Y cómo harás cuando llegue el turno a los cristianos? —preguntó Festo de Liguria—. ¿No quisieras convertirte en perro para morderlos?

—No quisiera ser tu hermano.

—¡Oh tú, moscardón meocio!

—¡Oh tú, mulo de Liguria!

—Se conoce que te pica la piel; mas no te aconsejo que me pidas que yo te rasque.

—Ráscate a ti mismo. Mas te advierto que al rascar tus granos destruirás lo mejor de tu persona.

Y así continuaron atacándose. Él se defendía venenosamente, en medio de la risa general. El César aplaudía y repetía a cada instante: «Macte!», azuzando a los demás. Al cabo de un momento se acercó Petronio, y tocando al griego con su bastón de marfil, le dijo fríamente:

—Todo eso está bien, filósofo, pero en una cosa has errado; los dioses hicieron de ti un vulgar bribón y tú has llegado a convertirte en un demonio. Ésa es la razón por la que no te sostendrás mucho tiempo.

El viejo le miró con sus ojos enrojecidos y en esta ocasión no halló un insulto adecuado con que replicar a Petronio. Así pues, guardó silencio por un momento y luego dijo con cierto esfuerzo:

—Aguantaré.

Entretanto, las trompetas anunciaron que el intermedio había concluido. Los espectadores empezaron a abandonar los pasillos, adonde habían ido a conversar y pasearse. Se sucedió un movimiento general acompañado de las disputas usuales de los ocupantes anteriores de asientos que ahora encontraban en poder de otros.

Los senadores y patricios volvieron a sus sitios y, al cabo de algunos momentos, cesó el ruido de aquellas disputas y el orden quedó restablecido en el anfiteatro.

Se presentó entonces en el circo un grupo de individuos cuyo oficio era extraer las masas de arena que se habían formado con la sangre coagulada.

Había llegado el turno a los cristianos. Y como aquél era un espectáculo nuevo para el pueblo y nadie suponía cómo habrían de conducirse los confesores de Cristo, aguardaban todos con curiosidad.

El ánimo del público, a la par que esperaba presenciar escenas extraordinarias, se hallaba predispuesto en contra de las víctimas.

Los individuos que iban a presentarse en la arena eran los autores del incendio de Roma y de sus antiguos tesoros.

Eran bebedores de sangre de niños, envenenadores del agua, vilipendiadores de toda la raza humana y se entregaban a la mayor abominación.

Los castigos más duros no podían parecer bastantes para el odio que se había despertado en aquel pueblo, y si algún temor se albergaba en sus corazones era el de que las torturas que se infligiesen a los cristianos no llegasen a igualar el delito perpetrado por aquellos malvados malhechores.

El sol, entretanto, se había elevado mucho y sus rayos, atravesando el velarium de púrpura, llenaban el anfiteatro de una luz sangrienta. La misma arena, al recibir estos reflejos, presentaba destellos de fuego, y en los semblantes de los espectadores, como en la arena vacía, que dentro de pocos momentos iba a ser teatro de la tortura de muchos seres humanos y del furor de las fieras, había algo horrible.

El ambiente se hallaba impregnado de una sensación de terror y muerte. En los rostros había una expresión feroz. La plebe, habitualmente alegre, se volvió hosca, a impulsos del odio.

Por fin, el prefecto hizo una señal. Se presentó el mismo viejo vestido de Caronte que había convocado a los gladiadores a la muerte. Atravesó a paso lento la arena en medio de un profundo silencio, y de nuevo dio tres martillazos en la puerta.

Un murmullo recorrió todo el anfiteatro.

—¡Los cristianos! ¡Los cristianos!…

Rechinaron los enrejados de hierro, y por entre aquellas lóbregas aberturas se escucharon los gritos usuales de los mastigophori:

—¡A la arena!

Y en un instante se vio lleno el circo de una multitud de individuos que parecían sátiros, cubiertos de pieles.

Salieron corriendo velozmente, febrilmente, hasta llegar al centro de la arena, y allí se arrodillaron los unos junto a los otros con las manos alzadas al cielo.

Los espectadores, creyendo que era ésta una petición de gracia, e indignados por tal cobardía, empezaron a golpear el suelo con los pies, a silbar y a tirar a los cristianos cántaros de vino vacíos, huesos y a gritar:

—¡Las fieras! ¡Las fieras!…

Pero, en aquel instante, ocurrió una cosa inesperada. De entre aquel grupo de seres humanos vestidos de fieras se alzó un coro de voces y entonces fue cuando por primera vez se escuchó en un anfiteatro romano el himno: Christus regnat!

El asombro se apoderó de los espectadores.

Los condenados cantaban su plegaria con los ojos levantados hacia el cielo. El público veía sus rostros pálidos, pero como inspirados.

Y todos comprendieron ahora que aquellas gentes no estaban implorando compasión, y que en aquel instante parecían no ver ni el circo, ni a los espectadores, ni al Senado, ni al César. El Christus regnat! resonaba con entonación cada vez más poderosa; y por todas las filas de asientos, desde las primeras hasta las últimas, hubo más de un espectador que se hizo esta pregunta: «¿Qué significa esto, y quién es el Christus que reina en los labios de esas gentes que van a morir?». Y, entretanto, se abrió otra puerta de rejas y se precipitaron en la arena, en furiosa carrera y ladrando, una multitud de perros. Había entre ellos gigantescos molosos amarillos del Peloponeso, perros manchados de los Pirineos y mastines semejantes a lobos de Hibernia, a todos los que habían privado expresamente de alimento, y que mostraban sus flancos enjutos y sus ojos inyectados en sangre. Sus aullidos llenaron todo el anfiteatro.

Cuando los cristianos terminaron su himno, permanecieron arrodillados, inmóviles, como petrificados, y repitiendo en un coro sollozante: «Pro Christo! Pro Christo!».

Percibieron los perros al punto el olor de la carne humana bajo las pieles de fieras, pero sorprendidos del silencio y de la inmovilidad de los cristianos, no se precipitaron inmediatamente sobre ellos.

 

Algunos se subían a la división de los palcos, como si desearan ir a mezclarse con los espectadores; otros corrían persiguiendo una fiera invisible.

El público se impacientó. Se alzó un millar de voces de protesta; algunos espectadores aullaban como fieras; otros ladraban como perros; otros azuzaban a los animales con expresiones dichas en todos los idiomas. El anfiteatro entero se estremecía con los alaridos.

Los perros, así excitados, empezaron entonces a dirigirse a la gente arrodillada, ya corriendo hacia ella, ya retirándose con los dientes apretados, hasta que, por último, uno de los mastines molosos dio una dentellada en el hombro de una mujer que estaba arrodillada en el primer término y la arrastró bajo sus garras.

Casi al mismo tiempo varias docenas de perros se abalanzaron sobre el grupo de cristianos, como si quisieran abrir brecha en él.

El público cesó entonces de aullar, a fin de contemplar con mayor atención el espectáculo. En medio de los ladridos de los perros se escuchaban todavía algunas dolientes voces de hombres y mujeres que exclamaban: «Pro Christo! Pro Christo!», mientras en la arena se entrelazaban convulsivamente los cuerpos de los perros y de las personas.

Luego empezó a brotar a torrentes la sangre de los cuerpos mutilados. Los perros se arrebataban unos a otros los sangrientos miembros de las víctimas. Y el olor de la sangre, y de las vísceras destrozadas se superponía al aroma de los perfumes de Arabia y llenaba todo el circo. Por último, fueron quedando solamente de trecho en trecho unas pocas víctimas arrodilladas, que pronto se vieron cubiertas por aquella enorme masa agitada y sanguinolenta.

Vinicio, quien en el momento de penetrar en la arena los cristianos se había puesto en pie y se había vuelto para indicar al cavador, según lo ofrecido, el sitio en donde se hallaba el apóstol, mezclado entre la gente de Petronio, se sentó de nuevo, y con el semblante de un muerto prosiguió contemplando con mirada vidriosa el horripilante espectáculo.

Al principio le anonadó el temor de que pudiera haberse equivocado el cavador y que acaso Ligia se encontrase entre las víctimas; pero cuando escuchó las voces: «Pro Christo!», cuando presenció la tortura de tantos seres, que al morir confesaban la fe en su Dios, otro sentimiento se apoderó de él, penetrando en su alma un dolor terrible e irresistible. Y fue éste: «¡Si el mismo Cristo había muerto en el tormento, si miles de cristianos estaban pereciendo por El, y cuando un mar de sangre se estaba derramando, una gota más nada significaba y era hasta un pecado el implorar misericordia!».

Y este pensamiento, inspirado por lo que estaba sucediendo en la arena, penetraba en su alma, confundido con los gemidos de los moribundos, mezclado con los vapores de su sangre. Pero él seguía orando y repitiendo, secos los labios:

—¡Oh Cristo! ¡Oh Cristo! Tu apóstol ha rezado por ella.

Y luego perdió la noción de lo que ocurría a su alrededor y del sitio en que se encontraba. Le pareció que la sangre de la arena se iba acumulando y crecía rebosando fuera del circo y que inundaba a Roma entera. Por lo demás, nada oía ya, ni el aullido de los perros, ni los gritos del público, ni las voces de los augustanos, quienes de súbito empezaron a repetir:

—¡Quilón se ha desmayado!

—¡Quilón se ha desmayado! —exclamó también Petronio, volviéndose hacia el griego.

Y así era efectivamente. Allí estaba en su asiento, pálido como un lienzo, echada hacia atrás la cabeza y la boca abierta como la de un cadáver.

En aquel momento empujaban a la arena nuevas víctimas, vestidas también con pieles. Como las primeras, éstas se arrodillaron inmediatamente; pero los perros, ya cansados, no las atacaron esta vez. Apenas unos pocos se arrojaron sobre las más próximas; los demás se echaron, empezando a rascarse los flancos y a jadear pesadamente.

Entonces, el público, perturbado el espíritu, ebrio de sangre y enloquecido, empezó a gritar con voz aguda:

—¡Los leones! ¡Los leones! ¡Soltad los leones!

En realidad, los leones habían sido reservados para el día siguiente; pero en los anfiteatros, el pueblo acostumbraba a imponer su voluntad a todos, aun al mismo César. Solamente Calígula, insolente y voluble, había osado contrariar sus caprichos, llegando en ocasiones hasta ordenar que se apaleara al pueblo; mas también solía ceder en la mayor parte de los casos.

Pero Nerón, que apreciaba más que a nada en el mundo los aplausos, nunca resistía la voluntad popular. Mucho menos había de resistir ahora, que deseaba ablandar al populacho, excitado a causa del incendio, y se trataba de los cristianos, sobre quienes quería hacer recaer la responsabilidad de la catástrofe.

En consecuencia, hizo una señal para que abriesen el cuniculum, lo que tranquilizó al pueblo enseguida.

Y rechinaron las rejas, detrás de las que se hallaban los leones. A la vista de éstos, se agruparon los perros, dando aullidos lastimeros, en el lado opuesto del circo.

Penetraron los leones, uno tras otro, inmensos, huraños, soberbios con sus grandes cabezas melenudas. El César mismo volvió hacia ellos su rostro aburrido y se colocó la esmeralda en el ojo para ver mejor. Los augustanos recibieron a los leones con aplausos; la multitud los contaba con los dedos y observaba anhelante a los cristianos, arrodillados en el centro del circo, para ver la impresión que les producían.

Pero éstos habían vuelto a repetir las palabras, incomprensibles para muchos, pero irritantes para todos: «Pro Christo! Pro Christo!».

Los leones, aunque se hallaban hambrientos, no se apresuraron a lanzarse sobre sus víctimas.

La luz rojiza, que se proyectaba sobre la arena, los ofuscaba y entornaban los ojos, como si estuvieran deslumbrados. Algunos desperezaban con lentitud sus amarillentos cuerpos; otros abrían sus poderosas mandíbulas y bostezaban; se diría que deseaban mostrar sus terribles dientes a los espectadores. Pero luego, el olor de la sangre y de los cuerpos destrozados, muchos de los cuales yacían sobre la arena, empezó a producir su efecto. Sus movimientos se volvieron inquietos, se les erizaron las melenas y aspiraron aquellas emanaciones dilatando las narices y produciendo a la vez un ronco sonido.

Finalmente, uno de ellos se lanzó sobre el cuerpo de una mujer que tenía destrozado el rostro, y poniendo sobre ella sus zarpas anteriores, empezó a lamer con su áspera lengua la sangre coagulada.

Otro se acercó a un hombre, que tenía en los brazos un niño cosido en una piel de cervatillo. El pequeñuelo, temblando de pavor, dando gritos y llorando, se aferraba convulsivamente al cuello de su padre; y éste, en el anhelo de prolongar, aunque fuera sólo un momento más, la vida de su hijo, intentó arrancarle de su cuello y pasarle a manos de algunos de sus compañeros de martirio, arrodillados junto a él. Pero los gritos del niño y los movimientos del padre irritaron al león. Y de pronto dio un rugido corto y brusco, mató al niño de un zarpazo y, cogiendo entre sus mandíbulas la cabeza del padre, la destrozó en un abrir y cerrar de ojos.

A la vista de esto, los demás leones se lanzaron sobre el grupo de cristianos. Hubo mujeres que no pudieron reprimir algunos gritos de terror; pero el público los ahogó con sus aplausos, que cesaron, porque el deseo de no perder ningún detalle de aquel espectáculo horrendo se impuso a todo en el ánimo de los circunstantes.

Y se vieron escenas terribles: cabezas que desaparecían completamente entre las abiertas fauces de las fieras, pechos destrozados de un solo golpe, corazones y pulmones arrancados instantáneamente, huesos que crujían entre los agudos dientes de los leones. Algunas fieras, aferrando a las infortunadas víctimas por el costado o las espaldas, corrían furibundas y dando brincos por la arena, como si buscaran sitios ocultos para devorar su presa; otras luchaban, se alzaban sobre sus patas traseras y se atacaban entre sí, como gladiadores, en medio de los estruendosos aplausos del anfiteatro entero.