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100 Clásicos de la Literatura

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Fue la primera vez que comprendí que los marcianos podrían tener otras intenciones que no fueran la de destruir a la humanidad vencida. Por un momento nos quedamos petrificados; luego giramos sobre nuestros talones y transpusimos la puerta que teníamos a nuestra espalda para entrar en un jardín cerrado.

Caímos luego en una zanja y allí nos quedamos, sin atrevernos a susurrar siquiera hasta que brillaron las estrellas en el cielo.

Creo que eran ya las once de la noche cuando cobramos suficiente valor para salir de nuevo. Esta vez no nos aventuramos por el camino, sino que avanzamos sigilosamente por entre los setos y plantaciones, mientras que estudiábamos la oscuridad circundante en busca de los marcianos, que parecían hallarse por todas partes. En un punto pasamos sobre un área quemada y ennegrecida, que ahora se estaba enfriando.

Vimos también un número de cadáveres horriblemente quemados en la cabeza y los hombros, pero con las piernas intactas. A unos quince metros de una hilera de cañones destrozados había numerosos caballos muertos.

Sheen había escapado de la destrucción, pero la aldea estaba silenciosa y desierta. Allí no encontramos muertos, aunque la noche era demasiado oscura para que pudiéramos ver las calles laterales. En Sheen se quejó de pronto mi compañero de que sufría hambre y sed y decidimos probar suerte en una de las casas.

La primera en la que entramos, después de forzar una ventana, era una villa apartada de las demás. Allí no encontramos otro comestible que un trozo de queso viejo. Mas había agua para beber, y me apoderé de un hacha pequeña, que me serviría para entrar en alguna otra vivienda.

Cruzamos el camino hasta un lugar donde el mismo describe una curva en dirección a Mortlake. Allí se elevaba una casa blanca en el centro de un jardín cerrado, y en la despensa encontramos cierta cantidad de alimentos. Había dos panes grandes, un bistec crudo y medio jamón. Doy estos detalles tan precisos porque ocurrió que estábamos destinados a subsistir con esas provisiones durante los quince días siguientes. Bajo un anaquel encontramos varias botellas de cerveza y había dos bolsas de alubias y un poco de lechuga. La alacena daba a una cocina, en la que había leña. En un armario descubrimos cerca de una docena de botellas de vino, latas de sopa y salmón y dos latas de bizcochos.

Nos sentamos en la cocina, sin atrevernos a encender la luz, y comimos pan y jamón, bebiendo también el contenido de una botella de cerveza. El cura, que seguía mostrándose atemorizado e inquieto, sugirió que siguiéramos viaje, y yo le estaba recomendando que repusiera sus fuerzas con el alimento cuando sucedió lo que habría de aprisionarnos.

—Todavía no puede ser medianoche—dije.

En ese momento hubo un destello cegador de luz verdosa. Toda la cocina quedó iluminada fugazmente para oscurecer casi en seguida.

Siguió luego una conmoción tal como jamás he vuelto a oír. Casi instantáneamente resonó detrás de mí un tremendo golpe, el estrépito de muchos vidrios, un estruendo y el ruido de las paredes que se desplomaban a nuestro alrededor. Acto seguido se nos vino encima el revoque del cielo raso, haciéndose añicos sobre nuestras cabezas.

Yo caí contra la manija del horno y quedé atontado. Estuve sin sentido durante largo rato, según me dijo luego el cura, y cuando me recobré estábamos de nuevo en la oscuridad y él tenía la cara empapada en sangre, que le manaba de una herida en la frente.

Por un tiempo no pude recordar lo que había pasado. Luego me fui haciendo cargo poco a poco de lo sucedido.

—¿Está mejor?—me preguntó el cura en voz muy baja.

Me senté entonces para responderle.

—No se mueva—me dijo—. El piso está cubierto de fragmentos de loza y vasos del armario. No se puede mover sin hacer ruido y creo que ellos están fuera.

Nos quedamos tan en silencio, que pudimos oír mutuamente el sonido leve de nuestra respiración. Todo parecía en calma, aunque en cierta oportunidad cayó un poco de revoque de la pared y dio en el suelo con un golpe sordo. En el exterior, y muy cerca de nosotros, resonaba un ruido metálico intermitente.

—¡Eso!—dijo el cura cuando se repitió el sonido.

—Sí—repuse—. ¿Pero qué es?

—Un marciano.

Volví a prestar atención.

—No se parece al rayo calórico—expresé, y por un momento tuve la idea de que una de las máquinas guerreras de los marcianos había tropezado con la casa, tal como aquella otra que viera derribar la torre de la iglesia de Shepperton.

Nuestra situación era tan extraña e incomprensible, que durante tres o cuatro horas, hasta que llegó el alba, no nos movimos casi nada. Y entonces se filtró la luz al interior de la casa, aunque no por la ventana, que siguió oscura, sino por una abertura triangular entre un tirante y un montón de ladrillos rotos en la pared a nuestra espalda. Por primera vez vimos vagamente la cocina en que nos hallábamos.

La ventana había sido destrozada por una masa de tierra negra, que llegaba hasta la mesa a la que habíamos estado sentados. Fuera, la tierra se apilaba hasta gran altura contra el costado de la casa. En la parte superior del marco de la ventana pude ver un caño arrancado del suelo.

El piso estaba cubierto de loza destrozada; el extremo de la cocina que daba al cuerpo principal del edificio estaba derribado, y como por allí brillaba la luz del día, era evidente que la mayor parte de la casa se había desplomado.

Contrastando vívidamente con toda esta ruina vimos que el armario estaba intacto con gran parte de su contenido.

Al aclararse la luz observamos por la abertura de la pared el cuerpo de un marciano, que, según supongo, montaba la guardia junto al cilindro, todavía candente.

Ante tal espectáculo nos alejamos todo lo posible de la luz y fuimos hacia la oscuridad del lavadero.

Bruscamente me hice cargo de lo ocurrido.

—El quinto cilindro—susurré—. El quinto disparo de Marte ha dado en esta casa y nos ha atrapado entre las ruinas.

Durante un momento estuvo el cura en silencio; luego murmuró:

—¡Que Dios se apiade de nosotros!

Poco después le oí sollozar por lo bajo.

Con excepción de ese sonido, guardamos el más absoluto silencio. Por mi parte, apenas si me atrevía a respirar, y me quedé con los ojos clavados en la luz débil que llegaba por la puerta de la cocina.

Alcanzaba a ver apenas la cara pálida del cura, su cuello y sus puños. En el exterior comenzó a resonar un martilleo metálico, al que siguió un ulular violento. Un momento más tarde, tras un intervalo de silencio, oímos un silbido como el escape de una máquina de vapor.

Estos ruidos, en su mayor parte misteriosos, continuaron de manera intermitente y parecieron acrecentar en número a medida que transcurría el tiempo. Después oímos golpes mesurados y una vibración violenta, que hizo temblar todo lo que nos rodeaba y saltar los recipientes que había en el armario. En cierta oportunidad se eclipsó la luz y la entrada de la cocina quedó completamente a oscuras. Durante muchas horas nos quedamos allí acurrucados en silencio y temblorosos, hasta que, al fin, se agotaron nuestras fuerzas...

Pasado un lapso me desperté hambriento. Creo que debe haber transcurrido la mayor parte de un día antes que despertara. Mi hambre era tan insistente que me obligó a entrar en acción. Le dije a mi compañero que iba a buscar alimentos y avancé a tientas hacia la despensa. Él no me respondió, pero tan pronto como empecé a comer le oí acercarse arrastrándose.

2

LO QUE VIMOS DESDE LAS RUINAS

Después de comer volvimos al lavadero, y allí debo haberme dormido otra vez, pues cuando levanté de nuevo la cabeza me encontré solo. La vibración y los golpes continuaban con persistencia cansadora.

Varias veces llamé al cura en voz baja, y al fin avancé a tientas hasta la puerta de la cocina.

Todavía era de día y le vi al otro lado del cuarto apoyado contra la abertura triangular que daba al lugar donde se hallaban los marcianos. Tenía los hombros levantados y no pude verle la cabeza.

Oí una serie de ruidos, casi como los que predominan en un taller mecánico, y las paredes temblaban con la vibración continua de los golpes. A través de la abertura pude ver la copa de un árbol teñida de oro y el azul del cielo tranquilo de la tarde.

Por un momento me quedé mirando al cura, y al fin avancé con gran cuidado por entre los fragmentos de loza que cubrían el piso.

Toqué la pierna de mi compañero y él dio un respingo tan violento, que derribó un trozo de revoque, haciéndolo caer al suelo con fuerte ruido. Le así del brazo temiendo que gritara y durante largo rato nos quedamos completamente inmóviles.

Después me volví para ver lo que quedaba de la pared. La caída del revoque había dejado una raja vertical, y levantándome con cuidado sobre el tirante pude mirar por allí hacia lo que el día anterior fuera un tranquilo camino suburbano. Vasto fue el cambio que observé.

El quinto cilindro debe haber caído exactamente sobre la casa que visitáramos primero. El edificio había desaparecido, completamente pulverizado y lanzado a los cuatro vientos por el golpe.

El cilindro yacía ahora mucho más abajo de los cimientos originales, en un profundo agujero, ya mucho más amplio que el pozo que viera yo en Woking. Toda la tierra de alrededor había saltado ante el tremendo impacto y formaba montones que tapaban las casas adyacentes. Había salpicado igual que el barro al recibir el golpe violento de un martillo.

Nuestra casa habíase desplomado hacia atrás; la parte delantera, incluso el piso bajo, estaba completamente destruida; por casualidad se salvaron la cocina y el lavadero, los cuales estaban ahora sepultados bajo la tierra y las ruinas por todas partes menos por el lado que daba al cilindro.

 

Estábamos, pues, al borde mismo del gran foso circular que los marcianos se ocupaban en abrir. Los golpes que oíamos procedían de atrás, y a cada momento se levantaba una nube de vapor verdoso que nos obstruía la visión.

El proyectil habíase abierto ya en el centro del pozo, y sobre el borde más lejano del agujero, entre los restos de los setos, vimos una de las grandes máquinas de guerra, abandonada ahora por su ocupante, y destacándose en toda su altura contra el cielo.

Al principio no me fijé mucho en el pozo o en el cilindro, aunque me ha resultado más conveniente describirlos primero. Lo que más me llamó la atención en aquellos momentos fue el extraordinario mecanismo reluciente que realizaba trabajos en la excavación, y también las extrañas criaturas que se arrastraban lenta y penosamente sobre un montón de tierra próximo.

El mecanismo me interesó más que nada. Era uno de esos complicados aparatos que después dimos en llamar máquinas de trabajo y cuyo estudio ha dado ya un tremendo impulso a los inventos terrestres.

A primera vista parecía ser una especie de araña metálica dotada de cinco patas articuladas y muy ágiles y con un número extraordinario de palancas, barras y tentáculos. La mayoría de sus brazos estaban metidos en el cuerpo; pero con tres largos tentáculos retiraba un número de varas, chapas y barras que fortificaban las paredes del cilindro. Al irlas extrayendo las levantaba para depositarlas sobre un espacio llano que tenía detrás.

Sus movimientos eran tan rápidos, complejos y perfectos, que al principio no la tomé por una máquina, a pesar de su brillo metálico. Las máquinas de guerra estaban extraordinariamente bien coordinadas en todos sus movimientos, pero no podían compararse a la que miraba ahora. La gente que nunca ha visto estas estructuras y sólo puede guiarse por los vanos esfuerzos de los dibujantes y las descripciones imperfectas de testigos oculares, como yo, no se da cuenta de la cualidad de vida que poseían.

Recuerdo particularmente la ilustración incluida en uno de los primeros folletos que se publicaron para dar al público un relato consecutivo de la guerra. Es evidente que el artista hizo un estudio apresurado de una de las máquinas guerreras, y allí terminaba su conocimiento de la materia. Las presentó como trípodes fijos, sin flexibilidad ninguna y con una monotonía de efecto muy engañadora. El folleto que contenía estos dibujos estuvo muy en boga y lo menciono aquí simplemente para advertir al lector contra la impresión que puedan haber creado. Se parecían tanto a los marcianos que yo vi en acción como puede parecerse un muñeco holandés a un ser humano. En mi opinión, el folleto habría resultado mucho más útil sin ellos.

Al principio, como dije, la máquina de trabajo no me dio la impresión de que fuera tal, sino más bien una criatura parecida a un cangrejo con un tegumento reluciente, mientras que el marciano que la controlaba y que con sus delicados tentáculos provocaba sus movimientos me pareció simplemente el equivalente a la porción cerebral del cangrejo. Pero luego percibí la semejanza de su pie gris castaño y reluciente con la de los otros cuerpos que se hallaban tendidos en el sucio, y entonces me hice cargo de la verdadera naturaleza del habilísimo obrero. Al darme cuenta de esto mi interés se desvió entonces hacia los verdaderos marcianos. Ya había tenido una impresión pasajera de ellos y no oscurecía ahora mi razón el primer momento de repugnancia. Además, me hallaba oculto e inmóvil y no me veía obligado a huir.

Vi entonces que eran las criaturas más extraterrestres que imaginarse pueda. Eran enormes cuerpos redondeados—más bien debería decir cabezas—, de un metro veinte de diámetro, y cada uno tenía delante una cara. Esta cara no tenía nariz—los marcianos parecen no haber tenido el sentido del olfato—, sino sólo un par de ojos muy grandes y de color oscuro, y debajo de ellos una especie de pico carnoso. En la parte posterior de la cabeza o cuerpo—no sé cómo llamarlo—había una superficie tirante que oficiaba de tímpano y a la que después se ha considerado como la oreja, aunque debe haber sido casi inútil en nuestra atmósfera, más densa que la de Marte.

En un grupo alrededor de la boca había dieciséis tentáculos delgados y semejantes a látigos, dispuestos en dos montones de ocho cada uno. Estos montones han sido llamados manos por el profesor Howes, el distinguido anatomista.

Cuando vi a esos marcianos parecían todos esforzarse por alzarse sobre esas manos; pero, naturalmente, con el peso aumentado debido a la mayor gravedad de la Tierra, esto les resultaba imposible. Hay razones para suponer que en su planeta materno deben haber avanzado sobre ellos con relativa facilidad.

Diré de paso que el estudio de estos seres ha demostrado después que su anatomía interna era muy sencilla. La mayor parte de la estructura era el cerebro, que enviaba enormes nervios a los ojos, oreja y tentáculos táctiles.! Además de esto estaban los complicados pulmones, a los que daba la boca directamente, y luego el corazón y sus arterias. La laboriosa función pulmonar causada por nuestra atmósfera, más densa, y por la mayor atracción; gravitacional era claramente evidente en los convulsivos movimientos de sus cuerpos.

Y esto es el total de los órganos marcianos. Por extraño que el detalle pueda parecer a un ser humano, todo el complejo aparato de la digestión, que forma la mayor parte de nuestros cuerpos, no existe en los marcianos. Eran cabezas, solamente cabezas. Entrañas no tenían. No comían y, naturalmente, no tenían nada que digerir. En cambio, se apoderaban de la sangre fresca de otros seres vivientes y la inyectaban en sus venas. Yo mismo: los he visto hacer esto, como lo mencionaré a su debido tiempo. Pero aunque se me tache de demasiado escrupuloso, no puedo decidirme a describir lo que no me fue posible estar mirando mucho tiempo. Baste decir que la sangre obtenida de un animal todavía vivo, en la mayoría de los casos de un ser humano, era introducida directamente en el canal receptor por medio de una pipeta pequeña...

Sin duda alguna, la sola idea de este procedimiento nos resulta horriblemente repulsiva, mas al mismo tiempo opino que deberíamos recordar lo repulsivos que habrían de parecer nuestros hábitos carnívoros a un conejo dotado de facultades razonadoras.

Son innegables las ventajas fisiológicas de la práctica de la inyección de sangre. Para aceptarlas basta pensar en el tremendo derroche de tiempo y energía que es para los humanos la función de comer y el proceso digestivo. Nuestros cuerpos están constituidos casi por completo por glándulas, conductos y órganos cuya función es la de convertir en sangre los alimentos más heterogéneos. Los procesos digestivos y sus reacciones sobre el sistema nervioso consumen nuestras fuerzas y afectan nuestras mentes. Los hombres suelen ser felices o desdichados según tengan el hígado sano o enfermo o de acuerdo con el funcionamiento de sus glándulas gástricas. Pero los marcianos se encuentran elevados en un plano superior a todas estas fluctuaciones orgánicas de estados de ánimo y emoción.

Su innegable preferencia por los hombres para que les sirvieran de alimento se explica, en parte, por los restos de las víctimas que trajeron con ellos desde Marte como provisión. Estas criaturas, según podemos juzgar por los despojos que cayeron en manos humanas, eran bípedos, con frágiles esqueletos silíceos (casi como el de las esponjas silíceas) y débil musculatura, de un metro ochenta de estatura, cabeza redonda y grandes ojos. Al parecer, trajeron dos o tres en cada cilindro y todos murieron antes que llegaran a tierra. Es mejor que así fuera, pues el esfuerzo de querer pararse en nuestro planeta habría destrozado todos los huesos de sus cuerpos.

Y ya que estoy ocupado en esta descripción agregaré algunos detalles, que aunque no fueron evidentes para nosotros en aquel entonces, permitirán al lector que no los conoce formarse una idea más clara de lo que eran estas criaturas tan belicosas.

En otros tres puntos diferían fisiológicamente de nosotros. Estos seres no dormían nunca, como no lo hace el corazón del hombre. Como no tenían un gran sistema muscular que debiera recuperarse de sus fatigas, la extinción periódica que es el sueño era desconocida para ellos. No parecen haber conocido lo que es el cansancio. En nuestra Tierra jamás pudieron moverse sin hacer grandes esfuerzos; sin embargo, estuvieron en movimiento hasta el último minuto. Cumplían veinticuatro horas de labor durante el día, como quizá lo hagan en la Tierra las hormigas.

Además, por extraño que parezca en un mundo sexual, los marcianos carecían de sexo y, por tanto, se veían libres de las tumultuosas emociones causadas en los seres humanos por esa diferencia. Ya no cabe la menor duda de que un marciano joven nació aquí, en la Tierra, durante la contienda, y se le halló adherido a su padre, como un pimpollo, tal como aparecen los bulbos de los lirios o los animales jóvenes en el pólipo de agua dulce.

En el hombre y en todas las formas más adelantadas de vida terrestre ese sistema de crecimiento ha desaparecido; pero aun en la Tierra fue, sin duda, el que primó al principio. Entre los animales más bajos de la escala, y aun hasta en los tunicados, aquellos primeros primos de los animales vertebrados, los dos procesos ocurren por igual; pero, finalmente, el método sexual terminó por sobrepasar a su competidor.

En Marte, empero, ha ocurrido lo contrario.

Vale la pena comentar que cierto escritor de reputación quasi científica, que escribió mucho antes de la invasión marciana, profetizó para el hombre una estructura final no muy diferente de la predominante entre los marcianos. Según recuerdo, su profecía fue publicada en noviembre o diciembre de 1893, en una publicación extinta ya hace tiempo, el Pall Malí Budget, y no he olvidado una parodia de la misma que apareció en un periódico premarciano llamado Punch. Declaró—escribiendo en son de chanza—que la perfección de los adelantos mecánicos terminaría por reemplazar a los órganos, y la perfección de las sustancias químicas, a la digestión; que detalles externos, tales como el pelo, la nariz, los dientes, las orejas, la barbilla, no eran partes esenciales del ser humano, y que la tendencia de la selección natural llegaría a suprimirlos en los siglos venideros. Sólo el cerebro quedaría como necesidad cardinal. Sólo una parte del cuerpo tenía un motivo verdadero para subsistir, y con ello se refería a la mano, «maestra y agente del cerebro». Mientras que el resto del cerebro se empequeñeciera, las manos se agrandarían.

Muchas palabras acertadas se escriben en broma, y en los marcianos tenemos la prueba innegable de la supresión del aspecto animal del organismo por la inteligencia.

Por mi parte, no me cuesta creer que los marcianos pueden ser descendientes de seres no muy diferentes de nosotros. Con el correr de las edades se fueron desarrollando el cerebro y las manos (estas últimas se convirtieron, al fin, en dos grupos de delicados tentáculos) a expensas del resto del cuerpo. Sin el cuerpo es natural que el cerebro se convirtiera en una inteligencia más egoísta y carente del sustrato emocional de los seres humanos.

El último punto importante en el cual diferían de nosotros estos seres era algo que cualquiera habría considerado como un detalle trivial. Los microorganismos que causan tantas enfermedades en la Tierra no han aparecido en Marte o la ciencia de los marcianos los ha eliminado hace ya siglos. Todos los males, las fiebres y los contagios de la vida humana, la tuberculosis, el cáncer, los tumores y otros flagelos similares no existen para ellos. Y ya que hablo de las diferencias entre la vida marciana y la terrestre aludiré aquí a la curiosa hierba roja.

Al parecer, el reino vegetal de Marte, en lugar de ser verde en su color predominante, es de un matiz vividamente rojo. Sea como fuere, las semillas que (intencionada o accidentalmente) trajeron consigo los marcianos se desarrollaron en todos los casos como plantas de ese color. No obstante, sólo aquella que se conoce popularmente con el nombre de hierba roja logró competir con las plantas terrestres. La enredadera roja es un vegetal de crecimiento muy transitorio y pocas personas alcanzaron a verla. Pero la hierba roja medró por un tiempo con un vigor y una exuberancia asombrosos. Se extendió por los costados del pozo el tercer o cuarto día de nuestro encierro, y sus ramas, semejantes a las del cacto, formaron un reborde carmesí en nuestra ventana triangular. Después la vi crecer en todo el país y especialmente donde había corrientes de agua.

 

Los marcianos tenían lo que parece haber sido un órgano auditorio, un simple parche vibratorio en la parte posterior de la cabeza-cuerpo, y ojos con un alcance visual no muy diferente del nuestro, salvo que, según Philips, los colores azul y violeta los veían como negros. Es creencia corriente que se comunicaban por medio de sonidos y movimientos tentaculares; esto se asegura, por ejemplo, en el folleto, bien urdido, pero apresuradamente compilado (escrito, evidentemente, por alguien que no presenció las acciones de los marcianos), al cual he aludido ya, y que ha sido hasta ahora la fuente principal de información referente a nuestros visitantes.

Ahora bien, ningún ser humano viviente vio tan bien a los marcianos en sus ocupaciones como yo. No me ufano de lo que fue un accidente, pero tampoco puedo negar lo que es verdad. Y yo afirmo que los observé desde muy cerca una y otra vez y que he visto cuatro, cinco y hasta seis de ellos llevando a cabo con gran trabajo las tareas más complicadas sin cambiar un solo sonido o comunicarse por medio del movimiento de sus tentáculos. Sus peculiares gritos ululantes solían preceder, por lo general, al trabajo de alimentarse; no tenían modulación alguna y, según creo, no eran una señal, sino simplemente la expiración de aire preparatoria para la operación de succionar.

Creo poseer, por lo menos, un conocimiento elemental de fisiología, y en esto estoy convencido de que los marcianos cambiaban ideas sin necesidad de medios físicos. Y me convencí de esto a pesar de mis ideas preconcebidas de lo contrario. Antes de la invasión marciana, como quizá lo recuerde algún lector ocasional, había escrito con no poca vehemencia de expresión algunos ensayos que negaban la posibilidad de la comunicación telepática.

Los marcianos no llevaban ropa alguna. Su concepción de ornamentos y decoro debía por fuerza ser diferente de la nuestra, y no sólo eran mucho menos sensibles que nosotros a los cambios de temperatura, sino que también parece que los cambios de presión no afectaban seriamente su salud. Mas si no usaban ropas era precisamente en sus otras adiciones a sus capacidades corporales donde residía su gran superioridad sobre el hombre. Nosotros, con nuestras bicicletas y patines, nuestras máquinas Lilienthal de planear por el aire, nuestras armas y bastones, así como también con otras cosas, nos hallamos en los comienzos de la evolución, que para los marcianos ya ha completado su círculo.

Ellos se han convertido prácticamente en puro cerebro y usan sus diversos cuerpos según sus necesidades, tal como los hombres usamos trajes y tomamos una bicicleta en un momento de apuro o un paraguas cuando llueve.

Y con respecto a sus aparatos, quizá no haya para el hombre nada más maravilloso que el hecho curioso de que el detalle predominante en todos los mecanismos ideados por el hombre, o sea, la rueda, no existe para ellos. Entre todas las cosas que trajeron a la Tierra no hay nada que sugiera el uso de la rueda. Sería lógico esperar que la usaran, por lo menos, en la locomoción. Y con respecto a esto podría comentar de paso lo curioso que resulta pensar que en la Tierra la naturaleza nunca ha creado la rueda y ha preferido otros medios para su desarrollo. Y no sólo no conocían los marcianos (cosa que parece increíble) la rueda, o se abstenían de emplearla, sino que también hacían muy poco uso del pivote fijo o semifijo en sus aparatos, lo cual hubiera limitado los movimientos circulares a un solo plano. Casi todas las articulaciones de sus maquinarias presentan un complicado sistema de partes deslizantes que se mueven sobre pequeños cojinetes de fricción perfectamente curvados. Y ya que estoy en estos detalles agregaré que las palancas largas de sus aparatos son movidas en casi todos los casos por una especie de musculatura formada por discos dentro de una funda elástica; estos discos quedan polarizados y se atraen con gran fuerza al ser tocados por una corriente eléctrica. De esta manera se lograba el curioso paralelismo con los movimientos animales, el cual resultó tan extraordinario y turbador para los observadores humanos.

Estos quasi músculos abundan en la máquina de trabajo que se parecía a un cangrejo y a la cual vi ocupada en descargar el cilindro la primera vez que me asomé a la ranura. Daba la impresión de ser mucho más viva que los marcianos, que yacían en el suelo, jadeantes y moviéndose con gran dificultad después del vasto viaje a través del espacio.

Mientras estaba mirando sus débiles movimientos y notando cada uno de los extraños detalles de sus formas, el cura me recordó su presencia tirándome violentamente del brazo. Al volverme vi su rostro desfigurado por una mueca y la silenciosa elocuencia de sus labios. Quería la ranura, la que sólo permitía espiar a uno por vez. Así, pues, tuve que dejar de observarlos por un tiempo, mientras él gozaba de tal privilegio.

Cuando volví a mirar, la máquina de trabajo ya había unido varias de las piezas del aparato que sacara del cilindro dándole una forma que era igual a la suya. Hacia la izquierda apareció a la vista un pequeño mecanismo excavador, que emitía chorros de vapor verde y avanzaba por los bordes del pozo, excavando y amontonando la tierra de manera metódica y eficiente. Este aparato era el que había causado el golpeteo regular y los rítmicos temblores que hacían vibrar nuestro ruinoso refugio. Resoplaba y silbaba al trabajar. Según me fue posible ver, ningún marciano lo dirigía.

3

LOS DÍAS DE ENCIERRO

La llegada de la segunda máquina guerrera nos alejó de nuestro mirador obligándonos a ocultarnos en el lavadero, pues temíamos que desde su elevación el marciano pudiera vernos por encima de nuestra barrera. Más adelante comenzamos a no temer tanto el peligro de que nos vieran, ya que ellos se hallaban a plena luz del sol, y por fuerza nuestro refugio debería parecerles completamente oscuro. Pero al principio, la menor sugestión de proximidad de su parte nos hacía correr al lavadero con el corazón en la boca.

Sin embargo, a pesar del riesgo terrible que corríamos, la atracción de la ranura era irresistible para ambos. Y ahora recuerdo con no poca admiración que a pesar del peligro infinito en que nos hallábamos entre la muerte por hambre y la muerte más terrible en manos del enemigo luchábamos, no obstante, por el horrible privilegio de espiar a los marcianos. Corríamos por la cocina con paso grotesco, en el que se notaba el apuro y el sigilo, y nos golpeábamos con los puños y los pies a escasos centímetros de la ranura.

El caso es que éramos incompatibles, tanto en carácter como en manera de pensar y obrar, y nuestro peligro y aislamiento sólo servían para acentuar aquella incompatibilidad.

En Halliford ya había notado su costumbre de lanzar exclamaciones y su estúpida rigidez mental. Sus interminables monólogos, proferidos entre dientes, impedían todos los esfuerzos que hacía yo por hallar un plan de acción y, a veces, me llevaba hasta el borde de la locura. En lo concerniente a la falta de control, se parecía a una mujer tonta. Solía llorar horas enteras y creo que hasta el fin pensó ese niño mimado de la vida que sus débiles lágrimas tenían cierta eficacia. Y yo me quedaba sentado en la oscuridad, incapaz de no pensar en él, debido a lo importuno que era. Comía más que yo y en vano fue que le señalara que nuestra única posibilidad de salvación residía en permanecer en la casa hasta que los marcianos hubieran terminado en el pozo, que durante esa larga espera llegaría el momento en que nos harían falta los alimentos. Comía y bebía impulsivamente, atiborrándose a cada minuto. Dormía muy poco.