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100 Clásicos de la Literatura

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CAPÍTULO TREINTA Y DOS

La lista de promociones

Con el fin de junio llegaron el final de curso y del reinado de la señorita Stacy en la escuela de Avonlea. Ana y Diana volvieron esa tarde a casa con el ánimo muy triste. Ojos enrojecidos y pañuelos húmedos eran testimonio de que las palabras de despedida de la maestra habían sido tan conmovedoras como las del señor Phillips tres años atrás. Diana contempló el edificio del colegio desde la falda de la colina de los abetos y suspiró profundamente.

—Parece como si fuera el fin de todo, ¿no es así? —dijo desmayadamente.

—No creo que te sientas ni la mitad de dolorida que yo —contestó Ana, buscando inútilmente un trozo seco en su pañuelo—. Tú volverás el próximo invierno, pero yo creo que dejaré el viejo colegio para siempre; es decir, si tengo suerte.

—Ya no será lo mismo. La señorita Stacy no estará, y ni tú, ni Ruby, ni Jane tampoco, posiblemente. Me tendré que sentar sola, pues no seré capaz de resistir a ninguna compañera de banco después de ti. ¡Oh, hemos pasado unos momentos maravillosos! ¿No es así, Ana? Es horrible pensar que han terminado.

Dos lágrimas resbalaron por la nariz de Diana.

—Si tú fueras capaz de dejar de llorar, yo también podría hacerlo —dijo Ana, implorante—. En cuanto guardo mi pañuelo, te veo hacer pucheros y es empezar otra vez. La señora Lynde dice: «Si no puedes estar alegre, sé tan alegre como puedas». Después de todo, me atrevo a decir que volveré el año próximo. Estoy segura de que no me aprobarán.

—¡Pero si pasaste con holgura los exámenes de la señorita Stacy!

—Sí, porque no estaba nerviosa. Cuando pienso en las pruebas reales se me hiela la sangre en las venas. Además, mi número es el trece, y Josie Pye dice que trae mala suerte. No soy supersticiosa y sé que no modificará nada, pero aun así me gustaría no ser la trece.

—¡Cuánto quisiera estar contigo! —dijo Diana—. Pasaríamos buenos ratos. Pero supongo que te tendrás que dar un atracón por las noches.

—No; la señorita Stacy nos ha hecho prometer que no abriremos un solo libro. Dice que eso sólo nos cansaría y nos confundiría, y que debemos salir a pasear sin pensar en los exámenes y acostamos temprano. Es un buen consejo, pero sospecho que será difícil seguirlo. Prissy Andrews me contó que durante la semana de sus exámenes de ingreso se sentaba en la mitad de la noche a darse un atracón de lecciones, y yo estaba determinada a hacer lo mismo por lo menos durante el mismo tiempo. Tu tía Josephine fue muy gentil al pedirme que me hospedara en Beechwood durante mi estancia.

—Me escribirás, ¿no es cierto?

—Te escribiré el martes para decirte cómo fue el primer día.

—No me apartaré del correo el miércoles. Ana partió para la ciudad el lunes siguiente, y el miércoles Diana no se apartó del correo, como prometiera, y recibió su carta.

«Mi querida Diana:

»Ya estamos a martes por la noche y te escribo desde la biblioteca de Beechwood. Anoche me sentí muy sola en mi habitación y deseé con toda mi alma que estuvieses aquí. No pude empollar las lecciones porque prometí no hacerlo a la señorita Stacy, pero me resultó tan difícil no estudiar como difícil me había resultado no leer novelas en tiempos de estudio.

»Esta mañana, la señorita Stacy vino a buscarme y fuimos a la Academia; por el camino recogimos a Jane, Ruby y Josie. Ruby me pidió que le tocara las manos y las tenía frías como el hielo. Josie dijo que yo tenía aspecto de no haber dormido un minuto y que no parecía suficientemente fuerte para resistir el curso aunque pasara el examen. ¡Hay ocasiones en que tengo la sensación de no poder conseguir nada en mi intento de querer a Josie!

»Cuando llegamos a la Academia, había muchísimos estudiantes de todas partes de la Isla. La primera persona que vi fue Moody Spurgeon, sentado en los escalones y hablando solo; Jane le preguntó qué diablos hacía y él contestó que repetía la tabla de multiplicar una y otra vez para calmarse los nervios y que por amor de Dios no le interrumpiéramos, pues si se detenía un instante, del susto olvidaría cuanto sabía.

»Cuando nos designaron las aulas, la señorita Stacy tuvo que dejarnos. Jane y yo nos sentamos juntas y ella estaba tan tranquila que la envidié. ¡No hay necesidad de tabla de multiplicar para la buena, segura y sensata Jane! Me puse a pensar si se notaría mi estado de ánimo y si oirían los latidos de mi corazón desde la otra punta de la habitación. Entonces entró un hombre y comenzó a distribuir las hojas para el examen de inglés. Las manos se me helaron y la cabeza empezó a darme vueltas al cogerla. Durante un terrible momento, me sentí igual que cuatro años atrás en "Tejas Verdes", cuando le pregunté a Marilla si me quedaría en la casa; luego todo se aclaró y mi corazón comenzó a latir otra vez.

»A mediodía fuimos a almorzar, para regresar por la tarde para el examen de historia. Fue muy difícil y me hice un lío horrible con las fechas. Sin embargo, creo que me porté bastante bien. Pero oh, Diana, mañana toca el examen de geometría y cuando pienso en él, me cuesta un enorme esfuerzo no abrir mi Euclides. Si creyera que la tabla de multiplicar me ayudaría, me pasaría repitiéndola desde hoy hasta mañana.

»Esta noche he ido a ver a las otras chicas. De camino me encontré con Moody, que paseaba abstraído. Me dijo que sabía que había fracasado en historia y que había nacido para ser una desilusión para sus padres y que volvería en el tren de la mañana, porque sería más fácil ser carpintero que ministro. Le consolé y le persuadí de que se quedara hasta el fin, porque no sería leal con la señorita Stacy si no lo hiciera. Algunas veces me gustaría haber nacido varón, pero cuando veo a Moody, siempre me alegro de ser mujer y de no ser su hermana.

»Ruby estaba histérica cuando llegué a su alojamiento; acababa de descubrir un horrible error que cometiera en su examen de inglés. Cuando se recobró, fuimos a tomar un sorbete. Oh, cuánto me hubiera gustado que estuvieras con nosotras.

»¡Oh, Diana, cómo me gustaría haber pasado ya el examen de geometría! Pero, como dice la señora Lynde, el sol seguirá igual su curso, fracase o no en geometría. Es cierto, aunque no muy consolador. Pensaré mejor que no lo seguirá si fracaso.

Tuya

Ana»

El examen de geometría y todos los demás pasaron a su tiempo, y Ana llegó a su casa el viernes por la noche, algo cansada, pero con un aire de neto triunfo. Diana estaba en «Tejas Verdes» y se saludaron como si hubieran estado separadas durante varios años.

—Es maravilloso tenerte de nuevo aquí. Parece que haya transcurrido un siglo desde que te fuiste. ¿Cómo te ha ido?

—Creo que bastante bien, excepto en geometría. No sé si salí bien o no y tengo la horrible sensación de que no. ¡Oh, cuán hermoso es estar de regreso! ¡«Tejas Verdes» es el lugar que más quiero en el mundo!

—¿Cómo les fue a los demás?

—Las chicas dicen que saben que no pasarán, pero yo creo que se portaron bastante bien. ¡Josie dice que la geometría era tan fácil que una criatura de diez años podía hacerla! Moody Spurgeon cree que fracasó en historia y Charlie dice que le fue mal en álgebra. Pero nada se sabrá hasta que se conozca la lista de promociones, dentro de quince días. ¡Imagínate, vivir quince días en un suspenso así! Quisiera dormirme y no despertar hasta que todo haya pasado.

Diana sabía que sería inútil preguntar por Gilbert Blythe, de manera que sólo dijo:

—Aprobarás, no te preocupes.

—Preferiría fracasar a no ocupar un lugar destacado en la lista —contestó Ana, queriendo decir en realidad (y Diana bien que lo sabía) que el éxito sería incompleto si no salía delante de Gilbert.

Con ese propósito, Ana había agotado sus fuerzas durante el examen. Y lo mismo había ocurrido con Gilbert. Se habían cruzado en la calle media docena de veces sin dar muestra de reconocerse y cada vez Ana había erguido un poquito más la cabeza y había deseado más haber hecho las paces con Gilbert cuando él se lo pidiera, al mismo tiempo que se prometía pasarle en los exámenes. Sabía que toda la juventud de Avonlea estaría conjeturando cuál de ambos saldría primero; hasta sabía que Jimmy Glover y Ned Wright habían hecho apuestas y que Josie Pye dijo que no había duda de que Gilbert sería el primero, y sentía que la humillación sería insoportable si fracasaba.

Pero tenía otra razón para desear salir bien. Quería pasar «con todos los honores» por Marilla y Matthew, especialmente por éste. Matthew le había declarado su convicción de que «vencería a toda la isla». Ana sentía que eso era algo que no podía pensar ni en los sueños más irrealizables. Pero esperaba fervientemente estar entre los primeros para ver brillar el orgullo en los ojos de Matthew. Sería la recompensa más dulce por su dura labor y su paciente lucha contra las áridas ecuaciones y conjugaciones.

De manera que, al final de la quincena, Ana comenzó a rondar el correo, en la distraída compañía de Jane, Ruby y Josie, abriendo los periódicos de Charlottetown con las mismas frías y temblorosas manos del día del examen. Charlie y Gilbert no pudieron evitar hacer lo mismo, pero Moody permaneció resueltamente alejado.

—No tengo valor para ir allí y contemplar el diario a sangre fría —le dijo a Ana—. Voy a esperar hasta que alguien venga y me diga de pronto si he pasado o no.

Cuando hubieron pasado tres semanas sin que se conociera la lista, Ana comenzó a sentir que ya no podría resistir mucho más la tensión. Su apetito se extinguió y desapareció su interés por los acontecimientos de Avonlea. La señora Lynde quería saber qué otra cosa se podía esperar con un secretario «conservador» a cargo de la educación, y Matthew, notando la palidez e indiferencia de Ana y los lentos pasos con que salía cada tarde del correo, comenzó a pensar seriamente si debería votar a los liberales en las próximas elecciones.

 

Pero finalmente llegó la lista. Ana estaba sentada frente a su ventana abierta, olvidada de la angustia de los exámenes y de las calamidades del mundo, embebida en la belleza del atardecer de verano, dulcemente perfumado por los aromas de las flores que subían del jardín. El cielo tenía relámpagos rosados y Ana soñaba si el espíritu del color sería así, cuando vio a Diana cruzar entre los pinos, pasar corriendo el puente de troncos y acercarse blandiendo un periódico.

Ana saltó sobre sus pies, sabiendo al instante qué contenía ese periódico. ¡Ya se conocía la lista de promociones! La cabeza le dio vueltas y el latido del corazón le lastimó el pecho. No pudo mover los pies. Pareció una hora lo que tardó Diana en cruzar el salón y entrar en la habitación sin llamar siquiera, tan grande era su excitación.

—Ana, has aprobado —gritó—; eres la primera; tú y Gilbert, ambos iguales, pero tu nombre figura primero. ¡Estoy tan orgullosa!

Diana echó el diario sobre la mesa y se tiró sobre la cama de su amiga, completamente sin aliento e incapaz de decir una sola palabra más. Ana trató de encender la lámpara, empleando media docena de cerillas antes de que sus temblorosas manos pudieran cumplir con la tarea. Luego revisó el periódico. Sí, había pasado; allí estaba su nombre encabezando una lista de doscientos. Era un instante digno de ser vivido.

—Te has portado espléndidamente, Ana —sopló Diana, suficientemente recobrada como para sentarse y hablar, pues Ana, con los ojos cubiertos y transportada, no había dicho palabra—. Papá trajo el diario desde Bright River no hace ni diez minutos; llegó por la tarde en el tren y no estará aquí en el correo hasta mañana, y en cuanto vi la lista de promociones salí corriendo. Todos habéis pasado. Hasta Moody Spurgeon, aunque está condicional en historia. Jane y Ruby se portaron bastante bien; están por la mitad, igual que Charlie. Josie apenas si pudo llegar, a tres puntos del mínimo, pero ya verás como se dará aires de ser la primera. ¿No se pondrá contenta la señorita Stacy? Ana, ¿qué se siente cuando uno tiene el nombre a la cabeza de la lista de promociones? Si fuera yo, estaría loca de alegría. Ya lo estoy, pero tú estás fría y calmada como una noche de primavera.

—La procesión va por dentro —respondió —. Quisiera decir algo, pero no puedo encontrar palabras. Nunca soñé esto; sí, lo hice, pero sólo una vez. Una vez me permití pensar: ¿qué ocurriría si saliera primera?, temblando, desde luego, pues me parecía vano y presuntuoso pensar que sería la primera de la lista. Perdóname un momento, Diana. Debo correr a decírselo a Matthew, que está en el campo. Luego iremos a decírselo a los demás.

Corrieron al henar más allá del granero, donde Matthew empacaba heno, y, oh suerte, la señora Lynde estaba charlando con Marilla por encima del cerco del sendero.

—¡Matthew —gritó Ana—, he pasado y fui la primera; o uno de los primeros! No soy vanidosa pero estoy agradecida.

—Bueno, siempre lo dije —respondió Matthew, contemplando alegremente la lista—. Sabía que les ganarías fácilmente a todos.

—Te has portado bastante bien, debo decirlo, Ana —comentó Marilla, tratando de ocultar su enorme orgullo del ojo crítico de la señora Lynde. Pero esa alma caritativa dijo sinceramente:

—Sospecho que sí y lejos de mí está el no decirlo. Eres el crédito de tus amigos, Ana, eso es, y todos estamos orgullosos de ti.

Aquella noche Ana, que terminara una tarde deliciosa con una seria conversación con la señora Alian en la rectoría, se arrodilló dulcemente junto a su ventana abierta alumbrada por la luz y murmuró una plegaria de gratitud y aspiraciones que le salió de lo más profundo de su corazón. En ella había agradecimiento por lo pasado y reverente petición por lo futuro; y cuando se durmió sobre su gran almohada blanca, sus sueños fueron tan etéreos, dulces y hermosos como los puede desear la adolescencia.

CAPÍTULO TREINTA Y TRES

El festival en el hotel

—De cualquier modo, Ana, ponte tu vestido blanco de organdí —dijo Diana decididamente.

Se encontraban en la buhardilla; afuera, reinaba el crepúsculo; un maravilloso crepúsculo amarillo verdoso bajo un límpido cielo azul pálido. Una inmensa luna, que cambiaba lentamente de pálido en brillante su argentino color, alumbraba el Bosque Embrujado; el aire estaba lleno de sonidos estivales: amodorrados gorjeos de pájaros, caprichosas brisas, voces lejanas y risas. Pero en la habitación de Ana estaba cerrada la persiana y encendida la lámpara, pues se llevaba a cabo un importantísimo tocado.

La buhardilla había cambiado mucho desde aquella noche, cuatro años atrás, en que Ana sintiera que penetraba en lo más profundo de su espíritu toda su desnudez con su inhóspito frío. Los cambios habían surgido, y Marilla convino en ellos con resignación, hasta que el cuarto quedó convertido en el nido más dulce y delicado que pudiera desear una jovencita.

La alfombra de terciopelo con rosas y las cortinas de seda que fueron los primeros sueños de Ana nunca habían llegado a materializarse; pero éstos se habían sosegado al crecer y no es probable que lamentara no poseerlas. El suelo estaba cubierto con una bonita estera, y las cortinas que cubrían las altas ventanas agitadas por las errantes brisas, eran de muselina verde pálido. Las paredes, si bien no estaban tapizadas con brocado oro y plata, estaban revestidas de un delicado estampado con flores de manzano y adornadas con unos pocos y buenos cuadros que la señora Alian le regalara. La fotografía de la señorita Stacy ocupaba el sitio de honor y Ana se había impuesto la sentimental ocupación de poner siempre flores frescas en la repisa que se hallaba debajo. Aquella noche perfumaba la habitación la suave fragancia de las lilas. No había «muebles de caoba», pero sí una biblioteca pintada de blanco, llena de libros; una mecedora de mimbre cubierta con almohadones; un tocador con un tapete de muselina blanca; un primoroso espejo con ribete dorado, rosados cupidos y uvas de color púrpura pintados sobre el arco superior, que había estado en el cuarto de huéspedes, y una cama blanca.

Ana se estaba vistiendo para ir a un festival en el hotel de White Sands. Los huéspedes lo habían organizado a beneficio del hospital de Charlottetown y habían reclamado la ayuda de todos los aficionados con talento de los alrededores. A Bertha Sampson y Pearl Clay, que pertenecían al coro de la iglesia bautista de White Sands, se les había pedido que cantaran un dúo; Milton Clark, de Newbridge, iba a tocar un solo de violín; Winnie Adella Blair, de Carmody, cantaría una balada escocesa, y Laura Spencer, de Spencervale, y Ana Shirley, de Avonlea, iban a recitar.

Como Ana había dicho en una ocasión, ésta era «una época en su vida», y la excitación le hacía sentir deliciosos estremecimientos. Matthew se hallaba transportado al séptimo cielo del orgullo por el honor que se había conferido a Ana, y Marilla no se quedaba atrás, aunque hubiera muerto antes que admitirlo, y dijo que no le parecía correcto que un grupo de jóvenes fueran al hotel sin la compañía de una persona responsable. Ana y Diana iban a ir con Jane Andrews y su hermano Bill en su coche de doble asiento; y también concurrían varios jóvenes y jovencitas de Avonlea. Se esperaba un grupo de visitantes del pueblo y después del festival se serviría una cena a los participantes.

—¿Realmente te parece que el de organdí será el mejor? —inquirió Ana ansiosamente—. Creo que el de muselina azul estampada es más bonito y, sin lugar a dudas, más a la moda.

—Pero el blanco te queda mucho mejor —dijo Diana—. ¡Es tan delicado! El de muselina es almidonado y te hace parecer demasiado puntillosa. Pero el de organdí da la impresión de que forma parte de ti.

Ana suspiró condescendientemente; Diana estaba adquiriendo reputación por su buen gusto en el vestir y sus consejos eran muy solicitados. También ella estaba muy guapa aquella noche especial con un vestido rosado, color del que Ana siempre tendría que prescindir; pero como no iba a tomar parte en el festival, su apariencia era de menor importancia. Todos sus anhelos se concentraban en Ana, quien, para honor de Avonlea, debía estar vestida y adornada como para desafiar cualquier mirada.

—Corre un poco más ese volante… así; ven, déjame atarte el cinturón; ahora los zapatos. Voy a dividir tu cabello en dos gruesas trenzas y las ataré por la mitad; no, no deshagas ni un rizo de los que caen sobre la frente; es como mejor te queda, Ana, y la señora Alian dice que pareces una madonna cuando te peinas así. Te pondré esa rosa blanca detrás de la oreja. Era la única que había en casa y la guardé para ti.

—¿Me pongo las perlas? —preguntó Ana—. Matthew me trajo un collar de la ciudad la semana pasada y sé que le gustaría vérmelo puesto.

Diana frunció los labios, inclinó la cabeza con aire crítico y finalmente se pronunció en favor de las perlas.

—¡Hay algo tan estilizado en ti, Ana! —dijo Diana con admiración exenta de toda envidia—. ¡Tienes un porte tan especial! Supongo que es por tu figura. Yo soy regordeta. Siempre temí llegar a serlo y ahora sé que es así. Bueno, supongo que tendré que resignarme.

—Pero si tienes hoyuelos —sonrió Ana afectuosamente al vivo y bonito rostro que se encontraba cerca del suyo—. Hoyuelos maravillosos como pequeñas abolladuras en la crema. Yo he perdido todas las esperanzas de tenerlos. Mi sueño de hoyuelos nunca será una realidad; pero tantos otros se han cumplido, que no debo quejarme. ¿Ya estoy lista?

—Completamente —aseguró Diana en el instante en que Marilla apareció en la puerta; una figura delgada con más cabellos grises que en otros tiempos, pero con un rostro mucho más tierno—. Venga y observe a nuestra declamadora, Marilla. ¿No está encantadora?

Marilla emitió un sonido mezcla de bufido y gruñido.

—Está limpia y decente. Me gusta esa manera de arreglarse el cabello. Pero supongo que arruinará el vestido viajando con él por el polvo y el rocío. Y además parece demasiado liviano para una noche tan húmeda. De cualquier modo, el organdí es la tela menos útil del mundo, y así se lo dije a Matthew cuando la compró. Pero hoy en día es inútil decirle algo a Matthew. Tiempo hubo en que hacía caso de mis consejos, pero ahora compra cosas para Ana sin ton ni son, y los horteras de Carmody saben que pueden engañarle con cualquier cosa. Basta con que le digan que algo es bonito y a la moda para que Matthew les suelte su dinero. Ten cuidado de mantener tu falda lejos de las ruedas, Ana, y ponte tu chaqueta abrigada.

Luego Marilla bajó la escalera con paso majestuoso pensando orgullosamente cuan dulce parecía Ana, envuelta en ese rayo de luna y lamentando no poder ir al festival a escuchar a su niña.

—Estoy pensando si no está demasiado húmedo para mi vestido —dijo Ana ansiosamente.

—En absoluto —respondió Diana empujando el postigo de la ventana—. Es una noche perfecta y no habrá rocío. Mira la luz de la luna.

—¡Estoy tan contenta de que mi ventana mire hacia el este! —dijo Ana acercándose a Diana—. ¡Es tan bello ver llegar la mañana sobre las largas colinas resplandeciendo a través de las puntiagudas copas de los abetos! Es algo nuevo cada mañana y siento como si bañara mi alma en esos primeros rayos de sol. Oh, Diana, ¡quiero tan entrañablemente a este pequeño cuarto! No sé cómo podré dejarlo cuando vaya a la ciudad el mes que viene.

—No hables de tu partida esta noche —rogó Diana—. No quiero pensar en ella; me hace sentir muy triste y hoy quiero pasar una noche divertida. ¿Qué vas a recitar, Ana? ¿Estás nerviosa?

—Ni un poquito. He recitado en público tan a menudo que ahora ya no me preocupa en absoluto. He decidido declamar «El voto de la Doncella». ¡Es tan patético! Laura Spencer va a recitar algo cómico, pero yo prefiero hacer llorar a la gente.

—¿Y qué dirás si te piden un bis?

—No lo harán —se burló Ana, quien en lo más íntimo de su ser abrigaba la esperanza de que lo harían y ya se veía contándoselo a Matthew a la mañana siguiente durante el desayuno—. Allí llegan Billy y Jane; oigo el ruido de las ruedas. Vamos.

Billy Andrews insistió en que Ana debía ir en el asiento de delante, a su lado, a lo que ésta accedió de mala gana. Hubiera preferido mucho más sentarse atrás con las jovencitas, donde podría haber reído y charlado a su gusto. Junto a Billy no había probabilidades de charla ni risa. Éste era un robusto joven, grande y grueso, de veinte años de edad, con cara redonda e inexpresiva y una dolorosa escasez del don de la conversación. Pero admiraba inmensamente a Ana, y estaba henchido de orgullo ante la perspectiva de viajar hasta White Sands con esa delicada y erguida criatura junto a él.

 

Ana contribuyó a alegrar el viaje volviéndose a charlar con las niñas y pasándole ocasionalmente un soplo de vida a Billy, quien gruñía, resoplaba y nunca alcanzaba a dar con una respuesta antes de que fuera demasiado tarde. Era una noche dedicada a la diversión. El camino estaba lleno de coches que se dirigían hacia el hotel, y de todos surgían risas y charlas. Cuando llegaron, el hotel estaba completamente iluminado. Se encontraron con las damas de la comisión y una de ellas condujo a Ana a la sala de espera, que estaba ocupada por los miembros del Club Sinfónico de Charlottetown, entre quienes Ana repentinamente se sintió asustada y tímida. Su vestido, que en la buhardilla le había parecido tan delicado y bonito, se le presentaba ahora simple y ordinario; demasiado simple y ordinario, pensaba, entre todas aquellas sedas y encajes que brillaban y crujían en torno. ¿Qué era su collarcito de perlas comparado con los diamantes de la elegante dama que se encontraba a su lado? ¡Y qué pobre debía parecer su única rosa blanca de jardín junto a las flores de invernadero que usaban las demás! Ana se quitó el sombrero y la chaqueta y se quedó miserablemente en un rincón. Hubiera deseado estar de vuelta en su blanco cuarto de «Tejas Verdes». Fue aún peor cuando se halló repentinamente en el escenario del salón de actos del hotel. Las luces eléctricas la deslumbraban y el perfume y el susurrar de la gente la mareaban. Deseaba hallarse entre el auditorio con Diana y Jane, quienes parecían estarlo pasando estupendamente. Se encontraba aprisionada entre una fornida dama vestida de seda rosa y una joven alta de mirada desdeñosa que llevaba un vestido de encaje blanco. La obesa señora miró ocasionalmente en derredor e inspeccionó a Ana a través de sus quevedos hasta que ésta, que era muy sensible a que la examinaran así, sintió la imperiosa necesidad de gritar, y la joven del vestido de encaje hablaba en voz alta con la que se encontraba a su lado sobre los «patanes campesinos» y las «bellezas rústicas» riéndose por anticipado de los despliegues de talento local que había en el programa. Ana pensó que odiaría a la del vestido blanco hasta el fin de sus días.

Para desgracia de Ana, en el hotel se encontraba alojada una recitadora profesional y había consentido en declamar. Era una mujer delgada, de ojos oscuros, que llevaba una magnífica túnica de tela gris plateado, como rayos de luna, con gemas en el cuello y en su oscuro cabello. Poseía una voz espléndida y un maravilloso poder de expresión que hicieron enloquecer al auditorio. Ana, olvidándose por el momento de sí misma y de todas sus dificultades, escuchó arrebatada y con los ojos brillantes; pero cuando hubo terminado se cubrió repentinamente el rostro con las manos. Nunca podría levantarse y recitar después de aquello, nunca. ¿Es que había siquiera pensado que podría recitar? ¡Cómo le gustaría estar en «Tejas Verdes»! En aquel momento tan poco propicio oyó su nombre. De algún modo, Ana, quien no notó el pequeño sobresalto de sorpresa de la chica vestida de encaje blanco, aunque tampoco hubiera comprendido el cumplido que esto significaba, se puso de pie y se adelantó como atontada. Estaba tan pálida que Diana y Jane, que se hallaban entre el auditorio, se apretaron las manos nerviosamente.

Ana era víctima de un ataque de miedo a la concurrencia. Nunca había recitado ante un auditorio como éste y el espectáculo paralizaba completamente sus energías. Todo era tan extraño, tan brillante e inquietante; las filas de damas con trajes de fiesta, los rostros críticos, toda la atmósfera de riqueza y cultura que la envolvía. Había mucha diferencia con los sencillos bancos del Club del Debate ocupados por los rostros simpáticos y familiares de amigos y vecinos. Esas gentes, pensó, serían jueces implacables. Quizá, al igual que la joven del vestido blanco, ya se divertían por anticipado ante los «rústicos esfuerzos». Se sintió desesperada, avergonzada y miserable. Le temblaron las rodillas, se agitó su corazón y sintió que se desmayaba, no podía pronunciar ni una palabra, y hubiera huido del escenario a pesar de la humillación que le acarrearía el hecho.

Pero repentinamente, ante sus asustados ojos dilatados apareció la figura de Gilbert Blythe, con una sonrisa en el rostro que a Ana le pareció triunfal e insultante. En realidad, no había nada de eso. Gilbert simplemente sonreía apreciativamente, por el espectáculo en general y en particular ante el efecto producido por la silueta blanca de Ana y su cara espiritual contra un fondo de palmas. Josie Pye, que había ido con él, estaba sentada a su lado y su rostro sí que mostraba triunfo e insulto. Pero Ana no vio a Josie Pye y de haberlo hecho no le habría dado importancia. Respiró profundamente e irguió la cabeza con orgullo, sintiendo que el valor y la decisión sacudían su cuerpo. No fracasaría delante de Gilbert Blythe; ¡él nunca tendría ocasión de reírse de ella, nunca, nunca! El miedo y los nervios se desvanecieron y comenzó a recitar. Su voz clara y dulce llegó hasta los rincones más lejanos del salón sin un temblor o una interrupción. En un instante se recuperó y como reacción de aquel horrible momento de parálisis recitó como nunca lo había hecho. Cuando terminó hubo un estallido de aplausos. Ana volvió a su asiento sonrojada por la timidez y el placer, para encontrarse con que la dama del vestido de seda rosa le oprimía la mano y se la sacudía vigorosamente.

—Querida, has estado espléndida —bufó—. He llorado como una criatura, te lo aseguro. ¡Anda, te están aplaudiendo, quieren un bis!

—Oh, no puedo hacerlo —dijo Ana, confusa—. Pero sin embargo, debo ir, o Matthew se sentirá desilusionado. Él dijo que me pedirían un bis.

—Entonces no desilusiones a Matthew —exclamó la dama de rosa riendo.

Sonriendo ruborizada, con los ojos brillantes, Ana volvió ágilmente y recitó una amena y graciosa selección que cautivó aún más a su auditorio. El resto de la noche completó su pequeño triunfo.

Cuando el festival hubo terminado, la robusta dama de rosa, que era la esposa de un millonario norteamericano, la tomó bajo su protección y la presentó a todo el mundo y todos fueron muy amables con ella. La recitadora profesional, la señora Evans, se acercó a conversar con Ana y le dijo que tenía una voz divina y que «interpretaba» sus poesías magníficamente. Hasta la joven del vestido de encaje blanco tuvo para ella un pequeño cumplido. La cena tuvo lugar en el gran comedor espléndidamente decorado; Diana y Jane también fueron invitadas ya que habían ido con Ana, pero Bill no pudo ser hallado, pues se había fugado ante el temor de que se le invitara. Sin embargo, estaba esperándolas con el coche cuando todo hubo terminado, y las tres jovencitas salieron a la blanca y tranquila luz de la luna. Ana suspiró profundamente y miró al cielo azul más allá de las oscuras ramas de los abetos.

¡Oh, qué alivio era encontrarse otra vez fuera en medio de la pureza y el silencio de la noche! ¡Qué grandioso y maravilloso estaba todo, con el murmullo del mar y las oscuras escolleras que como formidables gigantes guardaban las costas!

—¿No ha sido todo espléndido? —suspiró Jane cuando volvían—. Me gustaría ser una rica americana y poder pasar los veranos en un hotel, usar joyas y vestidos escotados y comer todos los días sorbetes y ensalada de pollo. Estoy segura de que eso sería mucho más divertido que enseñar en una escuela. Ana, tu declamación fue simplemente grandiosa, aunque al principio me pareció que nunca ibas a comenzar. Creo que estuviste mejor que la señora Evans.