Бесплатно

100 Clásicos de la Literatura

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

—Eso es lo que quiero decirte, Ana, si me dejas meter baza. Me estuvo hablando de ti.

—¿De mí? —Ana pareció algo asustada. Luego enrojeció y exclamó:

—Oh, ya sé. Tenía pensado decírselo, Marilla, de verdad, pero me olvidé. La señorita Stacy me cogió leyendo Ben Hur en clase ayer tarde, cuando debería haber estado estudiando historia del Canadá. Jane Andrews me lo prestó. Lo leía al mediodía y acababa de llegar a la carrera de cuadrigas cuando regresamos a clase. Me moría por saber cómo terminaba, aunque estaba segura de que Ben Hur ganaría, porque no habría justicia poética si no; de manera que abrí el libro de historia sobre el pupitre y coloqué Ben Hur debajo, sobre mis rodillas. Parecía que todo el tiempo estaba estudiando historia, cuando en realidad estaba sumergida en Ben Hur. Tan interesada estaba, que no noté que la señorita Stacy venía por el pasillo hasta que alcé la vista y la vi mirándome con ojos llenos de reproche. No puedo decirle cuan avergonzada me sentí, Marina, especialmente cuando oí la risa sofocada de Josie Pye. La señorita Stacy se llevó Ben Hur, pero no dijo nada. Me llamó durante el recreo y me habló. Dijo que había estado mal por dos razones. Primero, por gastar el tiempo dedicado a estudiar y segundo por tratar de engañar a mi maestra. Hasta ese momento no había comprendido que lo que hacía era un engaño. Me sorprendió. Lloré amargamente y le pedí a la señorita Stacy que me perdonara y le dije que nunca lo volvería a hacer. Ofrecí como penitencia no leer Ben Hur en toda una semana, ni siquiera para ver cómo terminaba la carrera de cuadrigas. Pero la señorita Stacy dijo que no era necesario, que me perdonaba. De manera que pienso que no estuvo bien de su parte venir a verla.

—La señorita Stacy ni siquiera mencionó el episodio, Ana, y lo único que te tiene a mal traer es tu conciencia culpable. No debes llevar novelas al colegio. Estás leyendo demasiadas últimamente. Cuando yo era niña ni siquiera me permitían mirar las tapas de una.

—Oh, ¿cómo puede llamar novela a Ben Hur, cuando es un libro tan religioso? —protestó Ana—. Desde luego que es casi demasiado excitante para leerlo los domingos, pero yo lo leo sólo entre semana. Y nunca leo libro alguno a menos que la señorita Stacy o la señora Alian lo juzguen conveniente para una niña de trece años y tres cuartos. La señorita Stacy me lo hizo prometer. Una vez me encontró leyendo un libro titulado El espeluznante misterio de la habitación embrujada. Me lo había prestado Ruby Gillis, ¡y era tan fascinante y pavoroso, Marilla! Helaba la sangre en las venas. Pero la señorita Stacy dijo que era muy vulgar y me pidió que no lo leyera más, ni tampoco libros parecidos. No tuve inconveniente en hacerlo, pero era dolorosísimo devolverlo sin saber cómo terminaba. Mas mi cariño por la señorita Stacy pasó la prueba. Es realmente maravilloso, Marilla, cuánto se puede hacer cuando se está deseoso de complacer a una persona.

—Bueno, creo que encenderé la lámpara y me pondré a trabajar —dijo Marilla—. Veo claramente que no quieres oír lo que dijo la señorita Stacy. Estás más interesada en el sonido de tus propias palabras.

—¡Oh, no!, Marilla, de verdad que quiero escucharlo —exclamó Ana, contrita—. No diré una sola palabra más. Sé que hablo demasiado, pero estoy tratando de vencerme y, aunque digo demasiadas cosas, quedan muchas que quisiera decir y no las digo. Por favor, cuéntemelo.

—Bueno, la señorita Stacy desea organizar una clase entre los escolares adelantados que quieran hacer los exámenes de ingreso en la Academia de la Reina. Vino a preguntarnos a Matthew y a mí si nos gustaría que tú participaras. ¿Qué opinas, Ana? ¿Te gustaría ir a la Academia de la Reina y estudiar magisterio?

—¡Oh, Marilla! —Ana se arrodilló y le tomó las manos—. Ha sido el sueño de mi vida; es decir, durante los últimos seis meses, desde que Ruby y Jane comenzaron a hablar del ingreso. Pero no dije nada, porque lo suponía inútil. Me gustaría muchísimo ser maestra. Pero, ¿no será muy caro? El señor Andrews dice que le cuesta ciento cincuenta dólares hacer entrar a Prissy, y eso que ella no era un fracaso en geometría.

—Creo que no debieras preocuparte por eso. Cuando Matthew y yo resolvimos criarte, decidimos hacer cuanto pudiéramos por ti y darte una buena educación. Creo que una chica debe estar preparada para ganarse el sustento, lo necesite o no. Siempre tendrás un hogar en «Tejas Verdes» mientras Matthew y yo estemos aquí, pero nadie sabe qué pasará en este incierto mundo y no está de más hallarse preparado. De manera que puedes seguir esas clases si quieres, Ana.

—¡Oh, Marilla, muchas gracias! —Ana le echó los brazos a la cintura y la miró a los ojos—. Les estoy tan agradecida. Estudiaré cuanto sea capaz y haré cuanto pueda para que se enorgullezcan de mí. Les prevengo que no esperen mucho en geometría, pero creo que me distinguiré en todo lo demás si trabajo firme.

—Estoy segura de que te irá bastante bien. La señorita Stacy dice que eres brillante y diligente. —Por nada del mundo hubiera dicho Marilla a Ana todo lo que le había dicho la señorita Stacy; habría halagado demasiado su vanidad—. No necesitas tomártelo muy a pecho. No hay prisa. No estarás lista para el ingreso hasta dentro de un año y medio. Pero es bueno comenzar a su debido tiempo y tener una base correcta, como dice la señorita Stacy.

—Desde ahora pondré más interés que nunca en mis estudios —anunció Ana, llena de felicidad—, porque tengo una razón para vivir. El señor Alian dice que todos deberíamos tener una razón para vivir y luchar fielmente por ella. Sólo que dice que debemos estar seguros de que se trata de un propósito valioso. Yo llamaría propósito valioso el ser maestra como la señorita Stacy. Creo que es una profesión muy noble.

La clase para la Academia de la Reina fue organizada a su debido tiempo. Gilbert Blythe, Ana Shirley, Ruby Gillis, Jane Andrews, Josie Pye, Charlie Sloane y Moody Spurgeon MacPherson tomaron parte. Diana no asistió, ya que sus padres no tenían pensado mandarla a la Academia de la Reina. Esto pareció poco menos que una calamidad para Ana. Desde la noche en que Minnie May tuviera garrotillo no se habían separado para nada. La tarde en que el grupo de la Academia se quedó por primera vez para dar las lecciones iniciales y Ana vio salir a Diana lentamente con los otros para volver sola a casa por el Camino de los Abedules y el Valle de las Violetas, nada pudo hacer excepto quedarse sentada y reprimir sus deseos de salir corriendo con su compañera. Se le hizo un nudo en la garganta y rápidamente ocultó tras la gramática latina las lágrimas que llenaban sus ojos. Por nada del mundo dejaría que Gilbert y Josie las vieran.

—Pero, Marilla, creí haber probado la amargura de la muerte, como dijo el señor Alian en su sermón del domingo pasado, al ver a Diana salir sola —dijo tristemente aquella noche—. ¡Qué maravilloso hubiera sido si Diana hubiese seguido también el curso! Pero no podemos aspirar a la perfección en un mundo imperfecto, como dice la señora Lynde. Aunque a veces no sea una persona muy reconfortante no cabe duda de que dice muchas verdades. Y pienso que la clase será muy interesante. Jane y Ruby sólo estudiarán para ser maestras. Es la meta de sus ambiciones. Ruby dice que piensa enseñar durante un par de años después de la graduación y luego casarse. Jane dice que dedicará toda su vida al magisterio y no se casará nunca, porque a una le pagan por enseñar, mientras que un marido no paga nada y además gruñe cuando le pides dinero para huevos o manteca. Supongo que Jane habla por triste experiencia, pues la señora Lynde dice que su padre es un cascarrabias y terriblemente mezquino. Josie Pye dice que cursará sus estudios simplemente para tener mayor educación, porque no tendrá que ganarse la vida; dice además que desde luego es distinto en el caso de los huérfanos que viven de la caridad; ellos sí que deben abrirse camino. Moody Spurgeon será ministro. La señora Lynde dice que con un nombre así no podrá ser otra cosa. No lo tome a mal, Marilla, pero con sólo pensar en Moody corno ministro me hace reír. ¡Tiene un aspecto tan ridículo, con la cara gorda, los ojillos azules y las orejas como pantallas! Quizá cuando crezca tenga un aspecto más intelectual. Charlie Sloane dice que se dedicará a la política y se hará miembro del Parlamento, pero la señora Lynde dice que no tendrá éxito, porque los Sloane son honrados y sólo los sinvergüenzas tienen futuro en política.

—Y Gilbert Blythe, ¿qué será? —preguntó Marilla, viendo que Ana abría su Julio César.

—No tengo conocimiento de las ambiciones de Gilbert Blythe, si es que tiene algunas —dijo Ana, airada.

En aquel momento la rivalidad entre Ana y Gilbert era evidente. Antes había sido unilateral, pero ahora no cabía duda de que Gilbert quería ser el primero de la clase, igual que Ana. Eran dignos uno del otro. Los otros miembros de la clase aceptaban tácitamente su superioridad y ni siquiera soñaban con competir con ellos.

Desde el día de la laguna, en que ella se negara a perdonarle, Gilbert, exceptuando la antedicha rivalidad, no daba muestras de reconocer la existencia de Ana Shirley. Hablaba y bromeaba con las otras muchachas, cambiando libros y acertijos con ellas; discutía lecciones y planes y algunas veces acompañaba a su casa a alguna, después de las oraciones o de la reunión del Club de Debates. Pero a Ana Shirley simplemente la ignoraba; y ésta descubrió que no es nada agradable ser ignorado. En vano se decía a sí misma que no le importaba. En lo más profundo de su corazoncito sabía que le importaba y que si volviera a tener la oportunidad del Lago de las Aguas Refulgentes, su respuesta sería bien distinta. De pronto, para su secreta tortura, había descubierto que el viejo resentimiento había desaparecido, desvaneciéndose cuando más necesitaba de su apoyo. Era en vano que recordara la memorable ocasión y tratara de sentir la vieja y satisfactoria ira. Aquel día, junto a la laguna, había contemplado su último y espasmódico relámpago. Ana comprendió que había perdonado y olvidado sin darse cuenta. Pero era demasiado tarde.

 

Por lo menos, ni Gilbert ni nadie, ni siquiera Diana, sospecharían jamás cuánto lo sentía y cuánto deseaba no haber sido tan orgullosa. Decidió «sepultar sus sentimientos en el más profundo de los olvidos», y tuvo tanto éxito que Gilbert, que posiblemente no era tan indiferente como parecía, no pudo consolarse con la certeza de que Ana sentía su desprecio. Su único pobre consuelo fue burlarse sin piedad, continua e inmerecidamente del pobre Charlie Sloane.

Por lo demás, el invierno pasó entre agradables deberes y estudios. Para Ana, los días transcurrían como doradas cuentas de la gargantilla del año. Estaba feliz, ansiosa, interesada; había lecciones que aprender y distinciones que ganar; deliciosos libros que leer; nuevos cantos que practicar para el coro de la escuela dominical; placenteras tardes de domingo en la rectoría, junto a la señora Alian. Entonces, casi antes de que Ana lo notara, llegó la primavera a «Tejas Verdes» y una vez más todo floreció.

Los estudios se volvieron menos agradables; en el curso extraordinario, al quedarse en el colegio mientras los otros corrían por los verdes campos, los atajos sombríos y los senderos, miraba por la ventana y descubría que los verbos latinos y los ejercicios en francés habían perdido algo de la belleza que poseyeran en los meses de invierno. Hasta Gilbert y Ana se rezagaron. Maestra y alumnos se sintieron igual de felices cuando terminaron las clases y los alegres días de las vacaciones se extendieron rosados ante ellos.

—Habéis realizado una buena labor este año —les dijo la señorita Stacy durante la última noche— y os merecéis unas buenas y alegres vacaciones. Divertíos cuanto podáis al aire libre y reunid mucha vitalidad y ambición para trabajar el próximo año. Será una tarea extraordinaria; es el último año antes del ingreso.

—¿Volverá el año que viene, señorita Stacy? —preguntó Josie Pye.

Josie Pye nunca dudaba en hacer preguntas; en esta ocasión, el resto de la clase le estuvo agradecida. Ninguno se hubiera atrevido a preguntarlo, aunque todos deseaban saber; habían corrido alarmantes rumores por el colegio de que la maestra no regresaría al siguiente año, pues había recibido una oferta del colegio de su distrito natal y tenía intención de aceptarla. La clase de la Academia de la Reina esperó la respuesta sin respirar.

—Sí, creo que lo haré —dijo la señorita Stacy—. Pensé en encargarme de otra escuela, pero he decidido volver a Avonlea. Para ser sincera, me he interesado tanto por la clase que no la puedo dejar. De manera que me quedaré hasta después de los exámenes.

—¡Hurra! —gritó Moody Spurgeon. Nunca se había dejado llevar por sus sentimientos, y durante una semana enrojecía cada vez que recordaba el incidente.

—¡Oh, estoy tan contenta! —dijo Ana con los ojos brillantes—. Querida señorita Stacy, hubiera estado muy mal de su parte no regresar. No creo que hubiera sido capaz de continuar con los estudios si otro maestro hubiera ocupado su lugar.

Cuando Ana llegó a su casa aquella noche, guardó todos sus libros de texto en un viejo baúl del altillo, lo cerró con llave y la tiró en un cajón.

—Durante las vacaciones ni siquiera voy a mirar el edificio de la escuela —dijo a Marilla—. He estudiado todo lo que he podido durante el curso; he aprendido geometría hasta saber de memoria cada teorema del primer libro aunque me cambien las letras. Estoy cansada de ser sensata y dejaré correr la imaginación este verano. ¡Oh, no se alarme, Marilla! La dejaré correr dentro de límites razonables. Pero quiero tener un verano realmente alegre, pues probablemente sea mi último verano de niña. La señora Lynde dice que si sigo estirándome el año próximo igual que éste, tendré que alargar las faldas. Dice que soy toda ojos y piernas. Y cuando me ponga faldas más largas sentiré que deberé ser digna de ellas, y lo seré. Sospecho que entonces ni siquiera podré creer en las hadas, así que este verano creeré en ellas con todo mi corazón. Me parece que vamos a pasar unas vacaciones muy alegres. Ruby Gillis va a dar una fiesta de cumpleaños, y el mes próximo tendremos el festival de la misión y la excursión de la escuela dominical. Y el señor Barry dice que una noche nos llevará a Diana y a mí al hotel de White Sands a cenar. Allí se cena por las noches, ¿sabe? Jane Andrews fue el verano pasado y dice que es maravilloso ver la luz eléctrica y las flores y las señoras con sus elegantes vestidos. Dice que fue su primera visión de la vida elegante y que no la olvidará hasta el día de su muerte.

La señora Lynde llegó por la tarde, para averiguar por qué Marilla no había asistido a la reunión del jueves de la Sociedad de Ayuda. Cuando Marilla no concurría a dicha reunión, la gente de Avonlea sabía que algo andaba mal en «Tejas Verdes».

—El corazón de Matthew no andaba muy bien —explicó Marilla—, y no me sentí con ánimos de dejarle. Ya pasó, pero los ahogos le dan más a menudo y eso me preocupa. El médico dice que debe tener cuidado y evitar las emociones fuertes. No es muy difícil, ya que Matthew no las busca ni nunca las buscó, pero tampoco debe hacer trabajos pesados, y usted sabe que pedirle a Matthew que no trabaje es igual que pedirle que no respire. Venga y deje sus cosas, Rachel. ¿Se quedará a tomar el té?

—Bueno, ya que me lo pide, creo que sí —contestó la señora, que, además, no tenía otros planes.

Ambas se sentaron en la sala de estar mientras Ana preparaba el té y horneaba unos bollos que pudieran desafiar cualquier crítica.

—Debo decir que Ana se ha transformado en una chica muy dispuesta —admitió la señora Lynde, mientras Marilla la acompañaba al atardecer hasta el final del sendero—; debe ser una gran ayuda.

—Lo es —contestó Marilla—, y ahora es sensata y digna de confianza. Antes temía que no se curara de sus yerros; pero no ha sido así y ya no temo confiarle nada.

—Aquel día, tres años atrás, no se me hubiera ocurrido pensar que resultaría así. ¡Nunca olvidaré su terrible reacción! Cuando volví a casa, le dije a Thomas: «Toma nota, Thomas, Marilla Cuthbert se arrepentirá toda su vida del paso que ha dado». Pero me equivoqué, y me alegro. No soy de esas que nunca reconocen el error. No, ésa nunca fue mi costumbre, gracias a Dios. Cometí un error con Ana, pero no era de extrañar, pues nunca había visto una criatura más singular, eso es. No había modo de criarla con las reglas aptas para los demás niños. Es maravilloso cuánto ha mejorado en todos estos años, especialmente en apariencia. Será una hermosa muchacha, aunque yo no sea partidaria del tipo de tez pálida y grandes ojos. Me gustan más rollizas y rosadas, como Diana Barry o Ruby Gillis. Ésta sí que es guapa. Pero hay algo, no sé qué es, que las hace parecer vulgares cuando están con Ana, aunque ésta no sea tan hermosa; es como si pusiéramos un narciso junto a las grandes peonías, eso es.

CAPÍTULO TREINTA Y UNO

Donde el arroyo y el río se encuentran

Ana disfrutó aquel verano con todo su corazón. Diana y ella vivieron totalmente al aire libre, gozando de todas las delicias que les brindaban el Sendero de los Amantes, la Burbuja de la Dríada, Willowmere y la isla Victoria. Marilla no opuso inconveniente a los vagabundeos de Ana. El médico de Spencervale, el mismo que había ido la noche de la enfermedad de Minnie May, halló una tarde a Ana en la casa de una paciente, la observó agudamente, torció la boca, sacudió la cabeza y envió a Marilla la siguiente nota:

«Tenga a su pelirroja al aire libre todo el verano y no la deje leer ningún libro hasta que tenga un andar más vivo.»

Este mensaje asustó a Marilla saludablemente. Leyó en él la condena de muerte de Ana de tisis, a menos que lo siguiera al pie de la letra. Como resultado, Ana pasó el verano más dorado de su vida en lo que se refería a libertad y retozó, paseó, remó, cogió fresas y soñó con el corazón alegre; y cuando llegó septiembre tenía los ojos brillantes y vivos, un andar que hubiera satisfecho al médico de Spencervale y un corazón lleno nuevamente de ambición y deleite.

—Me siento con ánimo de estudiar con todas mis fuerzas —declaró mientras bajaba sus libros de la buhardilla—. ¡Oh, mis queridos y viejos amigos! ¡Estoy tan contenta de ver vuestras honestas caras otra vez! ¡Sí, hasta la tuya, geometría! He pasado un verano maravilloso, Marilla, y ahora estoy tan alegre como un hombre fuerte antes de correr una carrera, como dijo el señor Alian el domingo pasado. ¿No son magníficos los sermones del señor Alian? La señora Lynde dice que mejora día a día y que en cualquier momento alguna iglesia de la ciudad lo pedirá y nos quedaremos sin él, teniendo que volver a otro ministro que aún no esté maduro. Pero yo no veo la necesidad de preocuparse antes de tiempo. ¿No le parece, Marilla? Creo que lo mejor es disfrutar del señor Alian mientras lo tenemos. Si yo fuera hombre creo que sería ministro. Ellos pueden tener mucha influencia para el bien si están fuertes en teología; y debe ser estremecedor pronunciar sermones espléndidos y conmover los corazones de quienes escuchan. ¿Por qué las mujeres no pueden ser ministros, Marilla? Se lo pregunté a la señora Lynde y se sobresaltó y me dijo que sería algo escandaloso. Dijo que en los Estados Unidos se permiten ministros femeninos, y cree que los hay, pero que, gracias a Dios, eso todavía no ocurre en el Canadá, y que espera que nunca los habrá. Pero yo no veo el porqué. Pienso que las mujeres serían espléndidos ministros. Cuando hay que preparar una reunión social, un té o cualquier otra cosa a beneficio de la iglesia, las mujeres tienen que ocuparse y hacer todo el trabajo. Estoy segura de que la señora Lynde puede rezar cada oración tan bien como el señor Bell, y no dudo que también podría predicar con un poco de práctica.

—Sí, creo que sí —dijo Marilla secamente—. Lo ha probado en infinidad de sermones extraoficiales. Nadie tiene muchas oportunidades de cometer equivocaciones en Avonlea con Rachel Lynde vigilando.

—Marilla —dijo Ana confidencialmente—, quiero contarle algo y conocer su opinión al respecto. Me preocupa terriblemente, sobre todo los domingos por la tarde cuando pienso sobre estos asuntos. Realmente quiero ser buena, y cuando estoy con usted, con la señora Alian o la señorita Stacy, lo deseo más aún y quiero sólo hacer las cosas que ustedes aprobarían. Pero generalmente, cuando me encuentro con la señora Lynde, me siento desesperadamente mala y deseo hacer justamente lo que ella dice que no debo. Siento una tentación irresistible. Ahora bien, ¿por qué le parece que me sentiré así? ¿Cree usted que es porque soy realmente mala y que no puedo regenerarme?

Marilla pareció dudar un instante y luego se echó a reír.

—Si tú estás confundida, Ana, yo también lo estoy, porque a menudo Rachel produce en mí ese mismo efecto. A veces pienso que ella influiría mucho más para el bien, como tú dices, si no estuviera siempre sermoneando a la gente sobre lo que debe hacer. Tendría que haber algún precepto contra el sermoneo. Pero no debería expresarme así. Rachel es una buena cristiana y tiene buenas intenciones. No hay un alma más noble en Avonlea y nunca elude sus tareas.

—Me alegra mucho que sienta lo mismo —dijo Ana decididamente—. Es alentador. Ahora ya no me preocuparé tanto por este asunto. Pero me atrevo a decir que se presentarán otras cosas que me preocuparán. Cada momento trae una nueva que me deja perpleja. Se termina con una cuestión e inmediatamente surge otra. Hay tantas cosas que meditar y que decidir cuándo se está empezando a crecer. Pensar y determinar lo que es correcto ocupa todo mi tiempo. Estar creciendo es algo muy serio, ¿no le parece, Marilla? Pero con amigos tan buenos como usted y como Matthew, la señora Alian y la señorita Stacy tengo que crecer correctamente, y estoy segura de que si fallo será sólo por culpa mía. Siento que es una gran responsabilidad, porque no tengo más que una oportunidad. Si no crezco como Dios manda, no puedo volver atrás y empezar otra vez. Este verano he crecido cinco centímetros, Marilla. La señora Gillis me midió en la fiesta de Ruby. ¡Estoy tan contenta de que me hiciera más largos los vestidos nuevos! ¡El verde oscuro es tan bonito y fue tan bondadoso de su parte ponerle el volante! Por supuesto, sé que no era realmente necesario, pero los volantes están de moda este otoño y Josie Pye los tiene en todos sus vestidos. Sé que seré capaz de estudiar mejor con el mío. En lo más profundo de mi mente guardaré un sentimiento muy agradable por el volante.

 

—Por lo menos servirá para algo —admitió Marilla.

La señorita Stacy retornó a la escuela de Avonlea y halló a sus alumnos ansiosos por comenzar a estudiar otra vez. Especialmente los que se preparaban para el ingreso a la Academia, pues a fin de año, ensombreciendo ya ligeramente su camino, se alzaba esa cosa horrible conocida como «el examen de ingreso», ante cuya sola idea se les caía el alma a los pies. ¡Imagina que no lo pasaran! Ese pensamiento estaba destinado a obsesionar a Ana en sus horas de insomnio aquel invierno, incluyendo los domingos por la tarde con la exclusión casi total de todos los problemas teológicos y morales. En sus pesadillas, Ana se veía observando miserablemente la lista de los que habían pasado los exámenes, encabezada por el nombre de Gilbert Blythe, mientras que el suyo no figuraba por ninguna parte.

Pero el invierno pasaba rápido, feliz y lleno de ocupaciones. El trabajo en la escuela era muy interesante; la competencia, tan absorbente como en otros tiempos. Nuevos mundos de pensamientos, sentimientos y ambiciones; frescos y fascinantes campos de conocimientos ignorados parecían abrirse ante los ávidos ojos de Ana

como colinas asomando tras la colina

y Alpes alzándose sobre los Alpes.

El éxito se debía al tacto, cuidado y tolerante guía de la señorita Stacy. Hacía que sus alumnos pensaran, exploraran y descubrieran por sí mismos, fomentaba que se apartaran de senderos trillados hasta un punto que sorprendía por completo a la señora Lynde y a los síndicos de la escuela, quienes miraban de reojo todo lo que se apartara de los viejos métodos establecidos.

Aparte de sus estudios, Ana tuvo mayor vida social, pues Marilla, obsesionada por la advertencia del médico de Spencer-vale, no se opuso más a las salidas que se presentaban ocasionalmente. El Club del Debate prosperó y celebró varios festivales; hubo una o dos fiestas que casi llegaron a ser grandes acontecimientos, y paseos en trineo y patinaje.

Mientras tanto, Ana crecía tan rápidamente que Marilla se sorprendió un día que estaban de pie una junto a la otra al descubrir que la jovencita era más alta que ella.

—¡Vaya, Ana, cómo has crecido! —exclamó, casi incrédulamente. Un suspiro acompañó estas palabras. Marilla sentía una extraña pena ante la estatura de Ana. La niña que ella había aprendido a amar se había desvanecido y en su lugar estaba esta alta muchacha de quince años, de mirada seria, semblante pensativo y cabecita orgullosa.

Marilla amaba a la jovencita mucho más de lo que había amado a la niña, pero tenía conciencia de una extraña y triste sensación de pérdida. Y aquella noche, cuando Ana se hubo ido con Diana a la reunión de la iglesia, Marilla, sentada sola en medio del crepúsculo invernal, se permitió la debilidad de llorar. Matthew, que llegaba con un farol, la sorprendió, y se quedó mirándola con tal consternación, que Marilla tuvo que reír en medio de sus lágrimas.

—Estaba pensando en Ana —explicó—. Se está haciendo mayor, y probablemente el invierno que viene estará separada de nosotros. La echaré mucho de menos.

—Podrá venir a casa a menudo —la consoló Matthew, para quien Ana siempre sería la pequeña y ansiosa criatura que trajera de Bright River aquel atardecer de junio hacía cuatro años—. El ramal del ferrocarril llegará hasta Carmody para entonces.

—No será lo mismo que tenerla aquí todo el tiempo —suspiró Marilla, lúgubremente determinada a sufrir sin consuelo alguno—. ¡Pero, claro, los hombres no pueden entender estas cosas!

Había otros cambios en Ana, no menos reales que los físicos. Para empezar, se había vuelto mucho más tranquila; quizá pensara más que nunca y soñara tanto como antes, pero lo cierto era que hablaba menos. Marilla lo notó y también lo comentó.

—Hablas la mitad de lo que acostumbrabas antes, Ana, y apenas usas palabras importantes. ¿Qué te ha ocurrido?

Ana se sonrojó y rio brevemente, mientras abandonaba su libro y miraba soñadoramente por la ventana, donde rojos y grandes capullos reventaban sobre la enredadera como respuesta al reclamo del sol de primavera.

—No sé. No siento deseos de hablar tanto —dijo pensativamente—. Prefiero pensar en cosas que me gustan y guardarlas en el corazón como tesoros. No me gusta que se rían o duden de ellas. Y por alguna razón, ya no quiero usar más palabras rimbombantes. Es casi una pena, ya que ahora casi soy suficientemente mayor como para decirlas si lo deseara. Es divertido crecer en ciertos sentidos, pero no es la clase de diversión que yo esperaba, Marilla. Hay tanto que aprender y hacer y pensar, que no hay tiempo para palabras importantes. Además, la señorita Stacy dice que las simples son mucho más fuertes y mejores. Nos hace escribir todos nuestros trabajos tan sencillamente como sea posible. Al principio fue difícil. Estaba acostumbrada a llenarlo todo con cuanta palabra grande podía pensar, y eran muchas. Pero ahora me estoy acostumbrando y veo que es mucho mejor así.

—¿Qué se ha hecho de tu club de cuentos? Hace mucho que no te oigo hablar de él.

—El club de cuentos ya no existe. No tenemos tiempo, y de cualquier modo creo que estaba empezando a aburrirnos. Era una estupidez estar escribiendo sobre amor, asesinatos, fugas y misterios. A veces la señorita Stacy nos hace escribir algo como práctica de composición, pero no nos deja relatar nada que no pudiera pasar en Avonlea, en nuestras propias vidas; lo juzga con dureza y hace que también nosotros hagamos nuestra propia crítica. Nunca creí que mis composiciones tuvieran tantos errores, hasta que empecé a corregirlas yo misma. Me sentí tan avergonzada que quise desistir para siempre, pero la señorita Stacy dijo que podía aprender a escribir bien sólo con que me constituyera en mi más severo juez. Y en eso me estoy ejercitando.

—Faltan sólo dos meses para el examen de ingreso; ¿crees que lo aprobarás?

Ana tembló.

—No sé. A veces pienso que todo saldrá bien, y luego siento un miedo terrible. Estamos estudiando fuerte y la señorita Stacy nos ejercita concienzudamente, pero no obstante podemos fracasar. Cada uno de nosotros tiene su punto débil. El mío es la geometría, por supuesto; el de Jane es el latín; el de Ruby y Charlie, el álgebra, y el de Josie, la aritmética. Moody Spurgeon dice que lo lleva dentro y que sabe que fallará en historia inglesa. La señorita Stacy va a hacernos unos exámenes en junio que serán tan difíciles como los de la Academia, y nos calificará estrictamente, para irnos dando una idea. Quisiera que todo estuviera terminado, Marilla; me obsesiona. A veces me despierto en medio de la noche y pienso qué haré si no apruebo.

—Bueno, pues ir al colegio el año próximo y probar otra vez —dijo Marilla sin inmutarse.

—Oh, no creo que tuviera ánimo para ello. Sería horrible fracasar, especialmente si Gil… si los otros pasan. Y me pongo tan nerviosa en los exámenes que es probable que me confunda. Querría tener nervios como los de Jane Andrews. Nada la perturba.

Ana suspiró, apartó sus ojos del hechizo del mundo en primavera, de la tentación de la brisa y el cielo y de los verdes pastos primaverales del jardín, y se sepultó resueltamente en su libro. Habría otras primaveras, pero si no aprobaba los exámenes de ingreso, Ana tenía la seguridad de que nunca podría recobrarse lo suficiente como para gozar de ellas.