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100 Clásicos de la Literatura

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—La señora Alian es la amabilidad personificada —anunció un domingo por la tarde—. Se ha hecho cargo de nuestra clase y es una maestra extraordinaria. Al comienzo dijo que no le parecía bien que la maestra hiciera todas las preguntas, y usted bien sabe, Marilla, que eso es lo que siempre he pensado. Dijo que podríamos hacerle cuantas preguntas quisiéramos, y yo le hice muchas. Soy muy buena para hacerlas, Marilla.

—Te creo —respondió Marilla enfáticamente.

—Nadie más preguntó, excepto Ruby Gillis, y lo que dijo fue que si habría una excursión de la escuela dominical en verano. No me parece que fuera la pregunta más correcta, porque no tenía contacto alguno con la lección, que se refería a Daniel en el foso de los leones, pero la señora Alian sonrió y dijo que le parecía que sí. La señora Alian tiene una hermosa sonrisa; se le hacen unos hoyuelos exquisitos en las mejillas. Me gustaría tener hoyuelos en las mejillas, Marilla. No estoy ni la mitad de delgada de lo que estaba cuando llegué aquí, pero todavía no tengo hoyuelos. Si los tuviera, quizá pudiera influir para bien en la gente. La señora Alian dice que debemos tratar de influir siempre en la gente para bien. Habló tan bien de todo. Nunca supe antes que la religión fuera tan alegre. Siempre pensé que era una especie de melancolía, pero la de la señora Alian no lo es, y a mí me gustaría ser cristiana si lo fuera como ella y no como el señor Bell.

—Haces muy mal en hablar así del señor Bell —dijo Marilla severamente—. Es un buen hombre.

—Desde luego que es bueno —asintió Ana—, pero no parece conseguir nada con ello. Si yo fuera buena, cantaría y bailaría durante todo el día para celebrarlo. Supongo que la señora Alian es demasiado mayor para cantar y bailar, y desde luego que eso no sería muy digno en la esposa de un pastor. Pero puedo sentir que está contenta de ser cristiana y de que lo sería igualmente aunque no fuera al cielo por ello.

—Supongo que pronto podremos invitar al señor Alian y a su esposa a tomar el té —dijo Marilla reflexivamente—. Han estado en todas partes menos aquí. Veamos. El próximo miércoles será un buen día. Pero no digas una palabra a Matthew, pues si se entera de que vienen, encontrará una excusa para no tomarlo. Se acostumbró tanto al señor Bentley que no le daba importancia, pero le va a costar acostumbrarse al nuevo ministro, y la esposa de éste le va a asustar terriblemente.

—Guardaré el secreto como una tumba —aseguró Ana—. Pero, Marilla, ¿me dejará hacer un pastel para la ocasión? Me gustaría hacer algo para la señora Alian y creo que ya puedo hacer un buen pastel.

—Lo harás.

El lunes y martes hubo grandes preparativos en «Tejas Verdes». Tener al ministro y su esposa como invitados era algo importante, y Marilla estaba determinada a no quedar eclipsada por ninguna de las amas de casa de Avonlea. Ana estaba excitada. Conversó al respecto con Diana la tarde anterior, a la luz del crepúsculo, sentadas ambas en las rocas rojas de la Burbuja de la Dríada, mientras hacían arco iris en el agua con ramitas embebidas en bálsamo de abeto.

—Todo está listo excepto mi pastel, Diana. Lo haré por la mañana, y por la tarde, antes del té, Marilla preparará los bizcochos. Te aseguro, Diana, que Marilla y yo hemos tenido dos días muy ocupados. Es una responsabilidad tan grande invitar a la familia de un pastor a tomar el té. Nunca había pasado antes por una experiencia así. Deberías ver nuestra despensa. Es una visión digna de contemplarse. Tenemos pollo en gelatina y lengua fría. Dos clases de gelatina, roja y amarilla, crema batida y tarta de limón y de cerezas; tres clases de bollitos y torta de frutas; las famosas confituras de Marilla y bizcochos y pan nuevo y viejo, en caso de que el ministro sea dispéptico y no pueda comer pan nuevo. La señora Lynde dice que la mayoría de los ministros son dispépticos, pero no creo que el señor Alian haya sido ministro suficiente tiempo como para serlo. Me dan escalofríos cuando pienso en mi pastel. ¡Temo que no salga bien! Anoche soñé que me perseguía un duende con cabeza de pastel.

—Todo saldrá bien, no te preocupes —aseguró Diana, que era una amiga muy reconfortante—. Te aseguro que el trozo de pastel que comimos en Idlewild hace dos semanas estaba muy bueno.

—Sí, pero las tortas tienen la terrible costumbre de volverse malas exactamente cuando más se necesita que estén buenas —suspiró Ana, haciendo flotar una rama—. Sin embargo, supongo que tendré que encomendarme a la Providencia y tener cuidado al echar la harina. ¡Mira, Diana, un arcoíris perfecto! ¿Crees que la dríada saldrá cuando nos vayamos para utilizarlo de pañuelo?

—Sabes que las dríadas no existen. —La madre de Diana había descubierto lo del Bosque Embrujado y se había enfadado. Como resultado, Diana se había abstenido de futuros excesos imaginativos y no consideraba prudente cultivar su credulidad ni con cosas tan innocuas como las dríadas.

—Pero es tan fácil imaginar que las hay —dijo Ana—. Cada noche, antes de acostarme, miro por la ventana y pienso si realmente la dríada estará sentada aquí, peinando sus rizos con el arroyo por espejo. Algunas veces, busco sus pisadas en el rocío de la mañana. ¡Oh, Diana, no abandones tu fe en la dríada!

Llegó el miércoles. Ana se levantó al amanecer porque se hallaba demasiado excitada para dormir. Había cogido un catarro por andar por el arroyo la noche anterior, pero nada excepto una neumonía podría reducir su interés por la cocina aquella mañana. Después del desayuno, se puso a hacer el pastel. Cuando por fin cerró la puerta del horno, lanzó un largo suspiro.

—Esta vez estoy segura de no haber olvidado nada, Marilla. ¿Cree que subirá? Suponga que la levadura no es buena. Usé la de la lata nueva. La señora Lynde dice que hoy día uno nunca está seguro de obtener buena levadura, ahora que todo está tan adulterado. Dice también que el gobierno debería tomar cartas en el asunto, porque nunca llega el día en que un gobierno tory haga algo. Marilla, ¿qué haremos si el pastel no sube?

—Hay muchas cosas para comer —fue la manera desapasionada de Marilla de contemplar el asunto.

El pastel subió, sin embargo, y salió del horno tan ligero como una esponja. Ana, roja de placer, le puso la capa de jalea y vio en su imaginación a la señora Alian comiéndola y probablemente pidiendo otra porción.

—Pondrá el mejor juego de té, desde luego, Marilla —dijo Ana—. ¿Puedo adornar la mesa con helechos y rosas silvestres?

—Me parece que es una tontería —respondió Marilla—. En mi opinión, lo que cuenta es la comida y no esa inútil decoración.

—La señora Barry tenía decorada su mesa —dijo Ana, que no estaba privada del todo de la inteligencia de la serpiente—, y el ministro le hizo un cumplido por ello. Dijo que era tanto una fiesta para los ojos como para el paladar.

—Bueno, puedes hacer lo que quieras —dijo Marilla, determinando que no sería sobrepasada ni por la señora Barry ni por ninguna otra—. Ten cuidado de dejar sitio suficiente para los platos y la comida.

Ana se puso a decorar la mesa de una forma que habría de dejar muy atrás a la señora Barry. Con un excelente sentido artístico y abundancia de helechos y rosas, la mesa quedó tan bonita que el ministro y su esposa expresaron a coro su excelencia.

—Ha sido cosa de Ana —dijo Marilla haciendo justicia, y la niña sintió que la aprobadora sonrisa de la señora Alian era demasiada felicidad para este mundo.

Matthew estaba allí, medio engañado como sólo Dios y Ana sabían. Había caído en un estado tal de timidez y nervios, que Marilla le dejó, desesperada, pero Ana se ocupó de él con tanto éxito que ahora se hallaba sentado con sus mejores ropas y cuello blanco, hablando con no poco interés con el ministro. No le dirigió la palabra a la señora Alian, pero eso hubiera sido mucho pedir.

Todo fue perfectamente hasta que le tocó el turno al pastel de Ana. La señora Alian, que se había servido una cantidad enorme de todo lo demás, declinó. Pero Marilla, viendo la desilusión en la cara de Ana, dijo sonriendo:

—Debe usted servirse un trozo, señora Alian. Ana la hizo especialmente para usted.

—En ese caso, lo probaré —dijo la señora Alian, tomando un trozo, al igual que su marido y Marilla.

La esposa del ministro tomó un bocado y una expresión muy peculiar cruzó su cara; sin embargo, no dijo una sola palabra, sino que la comió lentamente. Marilla vio la expresión y se apresuró a probarlo.

—¡Ana Shirley! —exclamó—. ¿Qué es lo que has puesto al pastel?

—Nada más que lo que decía la receta, Marilla —gritó Ana—. ¿No está bueno?

—¿Bueno? Es simplemente horrible. Señora Alian, no trate de comerlo. Pruébalo, Ana. ¿Qué le has puesto?

—Vainilla —dijo Ana, con la cara escarlata por la mortificación—. Nada más que vainilla. Oh, Marilla, debe haber sido la levadura. Sospecho que la lev…

—¡No puede ser! Tráeme la botella de vainilla que empleaste.

Ana voló a la despensa y volvió con una pequeña botella parcialmente llena de un líquido pardusco y con una etiqueta amarilla: «Vainilla superior».

Marilla lo tomó, le quitó el tapón y lo olió.

—Por todos los santos, Ana, has condimentado el pastel con linimento. Rompí la botella la semana pasada y puse lo que que-en una botella vacía de vainilla. Supongo que tengo parte de la culpa, debí haberte avisado. ¿Pero cómo es que no lo oliste?

Ana se disolvió en lágrimas ante su terrible desgracia.

—No podía; ¡tenía un resfriado tan terrible! —dijo y echó a correr hasta su habitación, donde se tiró sobre la cama y lloró no alguien que se niega a ser reconfortado.

De pronto, sonaron ligeros pasos en la escalera y alguien penetró en la habitación.

 

—Oh, Marilla —sollozó Ana sin mirar—. Estoy en desgracia para siempre. Nunca podré sobrevivir a esto. Se sabrá; las cosas siempre se saben en Avonlea. Diana me preguntará cómo salió el pastel y tendré que decirle la verdad. Seré señalada siempre como la niña que condimentó un pastel con linimento. Gil… los muchachos del colegio nunca acabarán de reír. Oh, Marilla, si tiene una chispa de caridad cristiana, no me diga que tengo que bajar a fregar después de esto. Lo haré cuando se hayan retirado el ministro y su esposa, pero no puedo volver a mirar a la cara a la señora Alian. Quizá piense que traté de envenenarla. La señora Lynde dice que conoce una huérfana que trató de envenenara su benefactora. Pero el linimento no es venenoso. Es para consumo humano, aunque no en pasteles. ¿Se lo dirá a la señora Alian, Marilla?

—¿Qué te parece si se lo dices tú misma? —dijo una voz alegre.

Ana se levantó para encontrar a la señora Alian de pie junto a su cama, contemplándola con ojos sonrientes.

—Mi querida chiquilla, no debes llorar así —dijo, realmente turbada por la trágica cara de Ana—. Es un divertido error que cualquiera puede cometer.

—Oh, no, me duele mucho haberlo cometido —dijo Ana tristemente—, quería que el pastel estuviera buenísimo.

—Lo sé, querida. Y te aseguro que aprecio tu bondad y sensatez igual que si hubiera resultado excelente. Bueno, ahora no debes llorar más. Debes bajar a enseñarme el jardín. La señorita Cuthbert me dijo que tienes una parcela propia. Quisiera verla; porque me interesan mucho las flores.

Ana se dejó llevar, reflexionando que era realmente providencial que la señora Alian fuera un espíritu gemelo. Nada más se dijo del pastel de linimento, y cuando se fueron los huéspedes, Ana se dio cuenta de que había disfrutado más de esa tardé de lo que fuera dado esperar, considerando el terrible incidente. A pesar de todo, suspiró profundamente.

—Marilla, ¿no es hermoso pensar que mañana es un nuevo día, todavía sin errores?

—Te puedo garantizar que cometerás bastantes —respondió Marilla—. Nunca pareces terminar, Ana.

—Sí, y bien que lo sé —admitió tristemente la niña—. Pero no sé si habrá notado una cosa buena en mí: nunca cometo dos veces el mismo error.

—No sé de qué te sirve, si siempre descubres errores nuevos.

—¿Pero no lo ve, Marilla? Debe haber un límite en los errores que puede hacer una persona y cuando llegue al final, habré acabado con ellos. Es un pensamiento muy reconfortante.

—Bueno, será mejor que le lleves el pastel a los cerdos —dijo Marilla—. No lo puede comer ningún ser humano, ni siquiera Jerry Boute.

CAPÍTULO VEINTIDÓS

Ana es invitada a tomar el té

—¿Por qué vienes con los ojos fuera de las órbitas? —preguntó Marilla cuando Ana entró corriendo desde la oficina de correos—. ¿Has descubierto otra alma gemela?

La excitación envolvía a Ana como una vestidura, brillando en sus ojos, resaltando en cada rasgo. Había venido bailando por el sendero, como un duende llevado por los vientos, a través de la suave luz y las perezosas sombras de la tarde de agosto.

—No, Marilla, ¿no se imagina qué es? ¡Estoy invitada a tomar el té mañana en la rectoría! La señora Alian me dejó la carta en la oficina de correos. Mírela, Marilla, «Sita. Ana Shirley», «Tejas Verdes». Es la primera vez que me llaman «señorita». ¡Me ha dado un estremecimiento! La guardaré entre mis tesoros más preciados.

—La señora Alian me dijo que tenía intención de invitar por turno a todos los miembros de su clase de la Escuela Dominical —dijo Marilla, considerando fríamente el maravilloso acontecimiento—. No necesitas excitarte tanto por ello. Debes aprender a tomar las cosas con calma, muchacha.

Pretender que Ana tomara las cosas con calma hubiera sido querer cambiar su naturaleza. Era «toda fuego y espíritu y rocío», y los placeres y dolores de la vida le llegaban con triple intensidad. Marilla lo notaba y se sentía vagamente molesta, comprendiendo que los altibajos de la vida serían mal resistidos por esa alma impulsiva, sin comprender que una capacidad igualmente grande para el deleite podría compensarlo todo. Por lo tanto, Marilla concibió como un deber enseñar a la niña una tranquila uniformidad de espíritu, tan imposible y extraña para ella como para un danzarín rayo del sol en un remanso del arroyo. Pero no hacía muchos progresos, como admitía con tristeza. La destrucción de alguna esperanza o plan hundía a Ana en «abismos de desesperación». Su cumplimiento la exaltaba al reino del deleite. Marilla casi empezaba a desesperar de llegar alguna vez a acomodar este duende a su propio modelo de niña de recatadas maneras y remilgado aspecto. Ni tampoco hubiera creído que en realidad le gustaba Ana mucho más tal como era.

La niña se acostó aquella noche muda de dolor porque Matthew había dicho que el viento giraba al nordeste y temía que lloviera al día siguiente. El susurro de las hojas de los álamos alrededor de la casa la preocupaba, pues sonaba como las gotas de lluvia, y el bajo y lejano ruido del golfo, que escuchara deleitada otras veces, gozando de un ritmo extraño, sonoro, cautivador, parecía ahora una profecía de tormenta y desastre para una doncellita que deseaba particularmente un buen día. Ana pensó que nunca llegaría la mañana.

Pero todo pasa, hasta las noches anteriores al día en que uno está invitado a tomar el té en la rectoría. La mañana fue hermosa, a pesar de las predicciones de Matthew, y el ánimo de Ana llegó a las alturas.

—Oh, Marilla, hay algo hoy en mí que me hace querer a todos los que veo —exclamó mientras lavaba la vajilla del desayuno—. ¡No sabe usted cuán buena me siento! ¿No sería hermoso que esto durara siempre? Creo que sería una niña modelo si me invitaran a tomar el té todos los días. Pero, oh, Marilla, también es una ocasión solemne. ¡Estoy tan nerviosa! ¿Qué ocurrirá si no me porto como debo? Usted sabe que nunca he tomado el té en una rectoría y no estoy segura de saber todas las reglas de urbanidad, aunque he estado estudiando las que ha publicado la sección de urbanidad del Heraldo de las familias desde que llegué aquí. Tengo tanto miedo de hacer alguna tontería, o de olvidar algo que deba hacer… ¿Será correcto volver a servirse algo que se desea mucho?

—Lo difícil contigo, Ana, es que piensas demasiado en ti. Debes pensar en la señora Alian y en qué será lo más agradable para ella —dijo Marilla, acertando por una vez en su vida con un consejo sensato. Ana lo comprendió al instante.

—Tiene razón, Marilla. Trataré de no pensar en mí.

Ana realizó su visita sin ninguna infracción a las reglas de urbanidad, pues volvió a casa al crepúsculo, bajo un hermoso cielo salpicado por nubes rosa y azafrán, en un beatífico estado de ánimo y le contó todo, feliz, a Marilla, sentada en la escalera de la cocina, mientras apoyaba su cansada cabecita en la falda de su protectora.

Un viento fresco llegaba de los campos cosechados desde las faldas de las colmas de los pinares y silbaba por entre los álamos. Sobre el manzanar brillaba una estrella y las luciérnagas danzaban sobre el Sendero de los Amantes, cruzando entre las ramas inquietas. Ana las observaba mientras hablaba y tenía la sensación de que viento, luciérnagas y estrellas formaban un todo hermoso y dulce.

—Oh, Marilla, he pasado unos momentos fascinantes. Siento que no he vivido en vano, y lo seguiré sintiendo aunque jamás me vuelvan a invitar a tomar el té en una rectoría. Cuando llegué allí, la señora Alian me recibió en la puerta. Llevaba un hermosísimo vestido de organdí rosa pálido, con muchos volantes y mangas hasta el codo, con el que parecía un serafín. Estoy pensando que me gustaría ser la esposa de un pastor cuando crezca, Marilla. Un pastor no hará hincapié en mis cabellos rojos porque no pensará mucho en cosas terrenales. Pero entonces uno debe ser naturalmente bueno y yo nunca podré serlo, de manera que de nada vale pensar en ello. Algunas gentes son naturalmente buenas y otras no, sabe usted. Yo soy una de las otras. La señora Lynde dice que estoy llena del pecado original. No importa cuánto trate de ser buena, nunca podré tener éxito en ello como aquellos que son naturalmente buenos. Eso se parece mucho a la geometría. Pero ¿no le parece que el intentarlo debería tener algún valor? La señora Alian es una de esas gentes naturalmente buenas. La quiero apasionadamente. Usted sabe que hay ciertas gentes, como Matthew y la señora Alian, a las que se quiere de inmediato. Y también hay otras, como la señora Lynde, con las que hay que realizar un esfuerzo muy grande para quererlas. Uno sabe que debe quererlas porque son muy sabias y trabajan activamente en la iglesia, pero es necesario estar recordándoselo constantemente, pues de lo contrario se olvida. Había otra niña tomando el té, del Colegio Dominical de White Sands. Se llama Lauretta Bradley y es una niña muy guapa. No era exactamente un espíritu gemelo, sabe usted, pero a pesar de eso, es muy guapa. Tuvimos un té elegante y creo que guardé bastante bien las reglas de urbanidad. Después del té, la señora Alian tocó el piano y cantó y nos hizo cantar también a Lauretta y a mí. La señora Alian dice que tengo buena voz y que debo cantar en el coro de la Escuela Dominical. No puede imaginarse cómo me estremezco con sólo pensarlo. He deseado mucho cantar en ese coro, como Diana, pero temía que fuera un honor al cual no podía aspirar. Lauretta tuvo que retirarse temprano porque hoy hay un gran festival en el hotel de White Sands y su hermana recita allí. Lauretta dice que los estadounidenses del hotel celebran uno cada quince días para ayuda del hospital de Charlottetown y piden a mucha gente de White Sands que recite. Yo la contemplaba reverentemente. Después que se fue, la señora Alian y yo tuvimos una conversación de corazón a corazón. Le conté todo sobre la señora Thomas y los mellizos, Katie Maurice y Violeta, mi venida a «Tejas Verdes» y mis preocupaciones por la geometría. ¿Quiere creerlo, Marilla? La señora Alian me dijo que ella también era terrible en geometría. No se imagina usted cuánto valor me ha dado saberlo. La señora Lynde llegó a la rectoría poco antes de que me fuera ¿y sabe qué dijo? Que los síndicos han contratado una nueva maestra. Su nombre es Muriel Stacy. La señora Lynde dice que nunca hubo una maestra en Avonlea. Pero a mí me parece maravilloso que así sea y no sé cómo voy a poder vivir estas semanas que faltan para comenzar las clases, tan impaciente estoy por verla.

CAPÍTULO VEINTITRÉS

Ana sufre por una cuestión de honor

Un mes después del episodio del pastel con linimento, era tiempo de que Ana cometiera pequeños errores, nuevas equivocaciones tales como poner distraídamente una cacerola de leche desnatada dentro de una cesta de ovillos de hilo en la despensa en vez de en el cubo de los cerdos; y caminar inocentemente sobre el borde del largo puente abstraída en sus sueños.

Diana dio una fiesta una semana después del té en la rectoría.

—Un grupo pequeño y selecto —le aseguró Ana a Marilla—.

Sólo las niñas de nuestra clase.

Lo pasaron muy bien, y no ocurrió nada enojoso hasta después del té, cuando se encontraron en el jardín de los Barry, un poco cansadas de todos sus juegos y prontas a cualquier travesura que se presentara. Repentinamente ésta tomó forma en el «desafío».

El «desafío» era un juego muy de moda entre la chiquillería de Avonlea. Había comenzado entre los muchachos y pronto se extendió hasta las niñas; las tonterías que sucedieron aquel verano en Avonlea porque los actores se «desafiaron» a hacerlas podrían llenar un libro.

Para comenzar, Carne Sloane retó a Ruby Gillis a que subiera a una cierta altura en el inmenso sauce del frente, lo que Ruby Gillis, aunque con un miedo horrible por los gordos y verdes gusanos que se decía infestaban el árbol y teniendo presente lo que diría su madre si rompía su vestido nuevo de muselina, cumplió ágilmente para derrota de la ya nombrada Carne Sloane. Luego Josie Pye desafió a Jane Andrews a que recorriera el jardín a la pata coja. Jane trató alegremente de hacerlo, pero se detuvo en la tercera esquina y tuvo que declararse vencida.

El triunfo de Josie Pye fue más aclamado de lo que permitía el buen gusto. Ana Shirley la desafió a que caminara a lo largo de la parte superior de la valla que limitaba el jardín por el este. Ahora bien, «caminar» por el borde de una cerca requiere más destreza y estabilidad de las que le parecían necesarias a quien nunca lo ha intentado. Pero Josie Pye, si bien le faltaban otras cualidades que hubieran contribuido a hacerla popular, tenía, por lo menos, una facilidad natural e innata, debidamente cultivada, para caminar sobre vallas. Josie caminó sobre la valla de los Barry con un aire de indiferencia que parecía significar que una cosita así no merecía ser un «desafío». Su hazaña fue recibida con renuente admiración; la mayoría de las niñas podían apreciarla dados los inconvenientes que sufrieran al intentar la hazaña. Josie descendió sonrojada por la satisfacción y dirigió a Ana una desafiante mirada.

 

Ana sacudió sus trenzas rojas.

—No creo que sea algo tan maravilloso el caminar por una pequeña valla baja —dijo—. Yo conocía una niña en Marysville que podía caminar por la cresta de un tejado.

—No lo creo —dijo Josie llanamente—. No creo que nadie pueda hacerlo. Al menos, tú no puedes.

—¿Que no puedo? —gritó Ana temerariamente.

—Entonces te reto a que lo hagas —dijo Josie desafiante—. Te desafío a que subas al techo de la cocina del señor Barry y a que andes por la cresta del tejado.

Ana palideció, pero había un solo camino que tomar. Se dirigió hacia la casa y vio una escalera apoyada contra el techo de la cocina. Todas sus compañeras de clase exclamaron: «¡Oh!», en parte excitadas, en parte asustadas.

—No lo hagas, Ana —imploró Diana—. Puedes caer y morirte. Qué importa Josie Pye. No es justo desafiar a alguien a hacer algo tan peligroso.

—Debo hacerlo. Está en juego mi honor —dijo Ana solemnemente—. Lo haré, Diana, o pereceré en el intento. Si muero, quédate con mi anillo de perla.

Ana subió por la escalera en medio de un profundo silencio y comenzó a caminar por la cresta con la plena conciencia de que se hallaba muy alta sobre el mundo y de que la imaginación no resulta de gran ayuda para caminar por un tejado. No obstante, se las arregló para dar unos cuantos pasos antes de que sobreviniera la catástrofe. Se tambaleó, perdió el equilibrio, tropezó, vaciló, resbaló por el tejado y cayó a través de las enredaderas, todo antes de que el espantado círculo que se hallaba debajo dejara escapar un simultáneo y aterrorizado chillido. Si Ana se hubiera caído por el mismo lado por el que ascendiera, probablemente Diana hubiera heredado el anillo de perla en aquel mismo instante. Afortunadamente cayó por el otro lado, donde el tejado se extendía bajando sobre el porche hasta tan cerca del suelo que una caída allí resultaba mucho menos peligrosa. Sin embargo, cuando Diana y las demás niñas llegaron corriendo al otro lado de la casa (con excepción de Ruby Gillis, que se quedó como pegada al suelo gritando histéricamente), hallaron a Ana yaciendo pálida y medio desmayada entre las ruinas de la enredadera.

—Ana, ¿te has matado? —gritó Diana cayendo de rodillas junto a su amiga—. Oh, Ana, querida Ana, di sólo una palabra; dime que no estás muerta.

Para inmenso alivio de todas y especialmente de Josie Pye, quien, a pesar de carecer de imaginación, se había visto asaltada por horribles visiones de un futuro donde se la señalaba como la niña culpable de la trágica y temprana muerte de Ana Shirley, Ana se incorporó y contestó en tono vago:

—No, no estoy muerta, pero creo que estoy inconsciente.

—¿Dónde te duele? —sollozó Carne Sloane—, ¿dónde, Ana?

Antes de que Ana pudiera responder, apareció en escena la señora Barry. Al verla, Ana trató de ponerse de pie, pero volvió a caer con un pequeño grito de dolor.

—¿Qué sucede? ¿Dónde te has lastimado? —inquirió la señora Barry.

—Mi tobillo —murmuró Ana—. Oh, Diana, por favor, busca a tu padre y pídele que me lleve a casa. Sé que no puedo caminar y estoy segura que no podría llegar tan lejos a la pata coja, cuando Jane no pudo dar la vuelta al jardín.

Marilla se encontraba en la huerta recogiendo manzanas de verano cuando vio al señor Barry que venía cruzando el puente y subiendo la colina junto con la señora Barry y toda una procesión de chiquillas arrastrándose detrás de él. En sus brazos traía a Ana, que llevaba la cabeza recostada sobre su hombro.

En aquel momento Marilla tuvo una revelación. El repentino pánico que se apoderó de ella le reveló cuánto había llegado a significar para ella Ana. Hubiera admitido que le gustaba, más aún, que le tenía mucho afecto. Pero mientras corría supo que esa niña era lo que más quería en el mundo.

—Señor Barry, ¿qué le ha sucedido? —murmuró más pálida y temblorosa de lo que nunca había estado la reservada y sensata Marilla.

La misma Ana contestó alzando la cabeza.

—No se asuste, Marilla. Estaba caminando por el tejado y me caí. Me parece que me he torcido el tobillo. Pero me podría haber roto el cuello, Marilla. Miremos las cosas por el lado bueno.

—Tendría que haber sabido que harías algo por el estilo cuando te dejé ir a esa fiesta —dijo Marilla, brusca y cortante en medio de su alivio—. Tráigala aquí, señor Barry, y acuéstela en el sillón. ¡Dios mío, la niña se ha desmayado!

Era verdad. Vencida por el dolor, Ana vio cumplido otro de sus deseos: se desmayó.

Matthew, a quien se mandó buscar rápidamente al campo de cultivo, fue directamente a buscar al médico, quien llegó a su debido tiempo para descubrir que el mal de Ana era más serio de lo que habían supuesto. El tobillo estaba roto.

Aquella noche, cuando Marilla subió a la buhardilla, donde yacía una niña de rostro muy blanco, una quejumbrosa voz le llegó desde el lecho.

—¿Está muy apenada por mí, Marilla?

—Fue culpa tuya —dijo Marilla bajando la persiana nerviosamente y encendiendo una lámpara.

—Precisamente por eso debería tenerme lástima —dijo Ana—, porque el pensamiento de que todo fue culpa mía es el que torna el asunto tan duro. Si pudiera echarle la culpa a alguien me sentiría muchísimo mejor. Pero, ¿qué habría hecho usted, Marilla, si la hubieran desafiado a caminar por un tejado?

—Quedarme en tierra firme y dejar pasar el reto. ¡Vaya disparate!

—Pero usted tiene fuerza de voluntad, Marilla. Yo no. Sólo sentí que no podía soportar el desprecio de Josie Pye. Hubiera alardeado ante mí toda la vida. Y pienso que ya tengo tanto castigo, que no necesita estar enfadada conmigo, Marilla. Después de todo, desmayarse no tiene nada de lindo. Y el doctor me hacía muchísimo daño cuando me arreglaba el tobillo. No podré salir durante seis o siete semanas y me perderé la nueva maestra. Ya no será nueva cuando yo pueda ir a la escuela. Y Gil… cualquiera me aventajará en clase. Oh, estoy mortalmente afligida. Pero trataré de soportarlo todo valerosamente sólo con que usted no esté enfadada conmigo, Marilla.

—Bueno, no estoy enfadada —dijo Marilla—. Eres una niña con mala suerte, de eso no hay duda; pero como tú dices, tendrás que sufrir por ello. Y ahora, trata de tomar un poco de sopa.

—¿No es una suerte que yo tenga una imaginación así? —dijo Ana—. Me ayudará muchísimo. ¿Se imagina, Marilla, lo que hará la gente que no tiene imaginación cuando se rompe un hueso?

Ana tuvo buenas razones para bendecir su imaginación durante las siete tediosas semanas que siguieron. Pero no dependió solamente de ella. Recibió muchas visitas, y no pasaba un día sin que una o más de sus compañeras fueran a llevarle flores, libros, y a contarle todas las noticias relacionadas con la gente joven de Avonlea.

—Todos han sido tan buenos y amables, Marilla —suspiró Ana el día en que por primera vez pudo caminar cojeando—. No es muy agradable guardar cama; pero esto también tiene un lado bueno, Marilla. Uno ve cuántos amigos tiene. Porque hasta el señor Bell vino a verme, y es realmente un caballero muy distinguido. No es un alma gemela, por supuesto, pero con todo lo aprecio y estoy terriblemente arrepentida de haber criticado sus oraciones. Ahora creo verdaderamente que las siente, sólo que ha adquirido la costumbre de decirlas como si no. Podría vencer esta dificultad si se preocupara un poquito. Le eché una indirecta. Le dije cuánto me empeñaba en que mis oraciones privadas fueran interesantes. Me habló de la vez que se rompió el tobillo siendo niño. Parece tan extraño pensar que el señor Bell haya sido niño alguna vez. Hasta mi imaginación tiene límites, porque no puedo imaginarme eso. Cuando trato de hacerlo, lo veo con patillas grises y gafas, tal como está en la Escuela Dominical, sólo que pequeño. En cambio es tan fácil imaginar a la señora Alian como una niña. Ha venido a verme catorce veces. ¿No es como para estar orgullosa, Marilla? ¡La esposa de un ministro tiene tanto que hacer! Y también es una persona muy alegre para hacer una visita. Nunca dice que la culpa es de uno mismo y que espera que sea una niña más buena después de lo ocurrido. La señora Lynde me lo dijo cada vez que vino a verme; y de una manera que me hizo sentir que esperaba que yo fuera una niña buena, pero que no creía realmente que podría serlo. Hasta Josie Pye vino a verme. La recibí tan amablemente como pude, porque pienso que siente mucho haberme desafiado a caminar por el tejado. Si me hubiera muerto, el remordimiento la habría perseguido toda la vida. Diana ha sido una amiga fiel. Ha venido todos los días a alegrar mi soledad. ¡Pero, oh, estaré muy contenta cuando pueda ir a la escuela, porque he oído cosas tan excitantes sobre la nueva maestra! Todas las chicas piensan que es muy dulce. Diana dice que tiene el cabello rubio y rizado y unos ojos fascinantes. Viste maravillosamente y sus mangas abullonadas son más grandes que las de cualquiera en Avonlea. Todos los viernes por la tarde da declamación, y todos tienen que decir una poesía o intervenir en el diálogo. ¡Oh, es simplemente glorioso pensar en ello! Josie Pye dice que odia la poesía pero es sólo porque Josie tiene muy poca imaginación. Diana y Ruby Gillis y Jane Andrews están preparando un diálogo para el próximo viernes, llamado «Una visita por la mañana». Y los viernes que no tienen declamación la señorita Stacy las lleva al bosque, a pasar un día de campo, y estudian los helechos, las flores y los pájaros. Y todas las mañanas y las tardes hacen ejercicios físicos. La señora Lynde dice que nunca ha visto cosas semejantes y que esto pasa por tener una maestra. Pero yo creo que debe ser espléndido y que hallaré un alma gemela en la señorita Stacy.