Kostenlos

100 Clásicos de la Literatura

Text
Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Cuando llegaron los exámenes mensuales, la emoción alcanzó su límite. El primer mes ganó Gilbert por tres puntos. El segundo, Ana le derrotó por cinco. Pero su triunfo fue frustrado por la felicitación que recibió de Gilbert delante de toda la escuela. Le hubiera resultado mucho más dulce si él hubiera sentido el aguijón de su derrota.

El señor Phillips podía no ser un buen maestro; pero un alumno tan firmemente determinado a aprender como Ana, difícilmente podría haber dejado de progresar, sea cual fuere su maestro. Al terminar el trimestre Ana y Gilbert pasaron a quinto grado, y se les permitió comenzar a estudiar «las ramas» —nombre que se daba al latín, geometría, francés y álgebra—. En la geometría, Ana encontró su Waterloo.

—Es una asignatura totalmente horrorosa, Marilla —gemía—. Estoy segura de que nunca seré capaz de ser ni la primera ni la última. No hay en absoluto campo para la imaginación. El señor Phillips dice que soy la tonta mayor que ha visto a ese respecto. Y Gil… quiero decir algunos de los otros, ¡son tan listos! Es mortificante en extremo, Marilla. Hasta Diana se desenvuelve mejor que yo. Pero no me importa ser vencida por Diana; aun cuando somos como extrañas ahora, sigo amándola con amor inextinguible. A veces me pongo muy triste cuando pienso en ella. Pero realmente, Marilla, uno no puede estar triste mucho tiempo en un mundo tan interesante, ¿no es cierto?

CAPÍTULO DIECIOCHO

Ana salva una vida

Todos los hechos de magnitud están relacionados con los de poca importancia. A primera vista, parecería imposible que la decisión de un primer ministro canadiense de incluir a la isla del Príncipe Eduardo en una gira política pudiera tener algo que ver con el destino de la pequeña Ana Shirley, de «Tejas Verdes». Pero lo tuvo.

El premier llegó en enero, para dirigirse a sus partidarios y a los adversarios que se dignaran asistir a la asamblea que se reuniera en Charlottetown. La mayoría de los habitantes de Avonlea estaban con el premier y por ello, en la noche de la asamblea, casi todos los hombres y la mayoría de las mujeres habían ido a la ciudad, a cuarenta y cinco kilómetros de allí. La señora Rachel Lynde había ido también. Esta dama era una apasionada de la política y no hubiera creído posible que reunión alguna pudiera realizarse sin su concurso, aunque fuera opositora. De manera que fue al pueblo y llevó consigo a su marido —Thomas sería útil para cuidar el caballo— y a Marilla Cuthbert. La propia Marilla tenía un secreto interés por la política y como pensara que tal vez ésa fuera su única oportunidad de ver un primer ministro vivo, aceptó prontamente, dejando a Matthew y Ana al cuidado de la casa, hasta su regreso al siguiente día.

Por lo tanto, mientras Marilla y la señora Rachel se divertían en la asamblea, Ana y Matthew tuvieron para ellos solos la alegre cocina de «Tejas Verdes». En la vieja cocina Waterloo danzaba un alegre fuego y sobre los cristales brillaba la escarcha. Matthew cabeceaba sobre «El defensor de los granjeros» en el sofá y Ana estudiaba con determinación sus lecciones en la mesa, a pesar de las continuas miradas que echaba al estante del reloj, donde estaba el nuevo libro que le prestara Jane Andrews. Jane le había asegurado un buen número de estremecimientos o palabras de admiración, y los dedos de Ana ardían por tocarlo. Pero eso significaría el triunfo de Gilbert Blythe a la mañana siguiente. Ana se volvió de espaldas al estante y trató de imaginar que no estaba allí.

—Matthew, ¿estudió usted geometría alguna vez cuando iba al colegio?

—No, creo que no —dijo Matthew, saliendo bruscamente de su modorra.

—Me gustaría que sí —suspiró Ana—, porque me tendría compasión. No se puede tener la compasión correcta si nunca se la ha estudiado. La geometría está nublando toda mi vida. ¡Soy tan zopenca en ella, Matthew!

—Bueno, no lo creo —dijo Matthew, conciliador—. Me parece que eres buena en todo. El señor Phillips me dijo la semana pasada en el almacén de Blair que eres la colegiala más inteligente y que harías rápidos progresos. «Rápidos progresos» fueron sus palabras. Hay muchos que acusan a Terry Phillips y dicen que es un mal maestro, pero creo que no es así.

Matthew pensaba que cualquiera que alabara a Ana era bueno.

—Estoy segura de que me iría mejor en geometría si no me cambiara las letras —se quejó Ana—. Me aprendo los teoremas de memoria y entonces él los escribe en el pizarrón con letras distintas de las del libro y yo me confundo. No creo que un maestro deba utilizar unos medios tan mezquinos, ¿no le parece? Ahora estamos estudiando agricultura y he descubierto qué hace rojos a los caminos. Me tranquiliza pensar cuánto se deben estar divirtiendo Marilla y la señora Lynde. La señora Rachel dice que el Canadá se hunde por culpa de la forma en que llevan las cosas en Ottawa y que es una advertencia para los electores. Dice que si las mujeres pudieran votar, pronto veríamos un cambio favorable. ¿Por quién vota usted, Matthew?

—Por los conservadores —dijo rápidamente Matthew. Votar por los conservadores era parte de la religión de Matthew.

—Entonces yo también soy conservadora —respondió Ana decididamente—. Me alegro porque Gil… porque algunos de los muchachos del colegio son liberales. Sospecho que el señor Phillips es liberal, porque el padre de Prissy Andrews lo es y Ruby Gillis dice que cuando un hombre corteja a una muchacha tiene que estar de acuerdo, con la madre en religión y con el padre en política. ¿Es verdad eso, Matthew?

—Bueno, no lo sé.

—¿Alguna vez ha cortejado a alguien, Matthew?

—Bueno, no, no creo que nunca lo haya hecho —dijo Matthew, que ciertamente nunca había pensado en tal cosa.

Ana reflexionaba con la barbilla entre las manos.

—Debe ser algo interesante, ¿no le parece, Matthew? Ruby Gillis dice que cuando crezca tendrá muchos pretendientes, todos locos por ella; pero no pienso que sea muy excitante. Más me gustaría uno solo en sus cabales. Pero Ruby Gillis sabe mucho sobre el asunto ya que tiene varias hermanas mayores y la señora Lynde dice que las muchachas Gillis son un poco ligeras de cascos. El señor Phillips va a ver a Prissy Andrews casi todas las tardes. Dice que es para ayudarla en sus lecciones, pero Miranda Sloane también estudia para la Academia de la Reina y creo que necesitaría más ayuda que Prissy, pues es mucho más estúpida, y nunca va a ayudarla. En este mundo hay muchísimas cosas que no puedo comprender, Matthew.

—Bueno, ni siquiera yo puedo entenderlas todas.

—En fin, supongo que debo terminar la lección. No me permitiré abrir el libro que Jane me ha prestado hasta que haya terminado. Pero es una tentación terrible, Matthew; aunque le dé la espalda, puedo imaginarlo como si lo viera. Jane dice que la hizo llorar terriblemente. Me encantan los libros que hacen llorar. Pero me parece que voy a encerrar ese libro en la vitrina de la sala de estar y le voy a dar la llave a usted. No se le ocurra dármela, Matthew, hasta que termine la lección, ni aunque se lo implore de rodillas. Está muy bien eso de decir que hay que vencer la tentación, pero es mucho más fácil si no se tiene la llave. ¿Puedo bajar al sótano a buscar manzanas? ¿No querría usted algunas, Matthew?

—Bueno, no sé —dijo Matthew, que nunca las comía, pero conocía la debilidad de Ana por ellas.

Cuando Ana volvía triunfante del sótano con su fuente llena de manzanas, oyeron el ruido de rápidos pasos en el exterior y un momento después se abría la puerta de la cocina y entraba Diana Barry, pálida y sin respiración, con la cabeza envuelta en una bufanda. Ana, ante la sorpresa, dejó caer la fuente y la vela, y fuente, vela y manzanas fueron a parar al fondo del sótano, donde los encontró Marilla al día siguiente, quien los recogió, dando gracias a dios de que la casa no se hubiera incendiado.

—¿Qué ocurre, Diana? —gritó Ana—. ¿Cedió tu madre por fin?

—¡Oh, Ana, ven pronto! —imploró nerviosamente Diana—. Minnie May está muy enferma. Mary Joe dice que es garrotillo; mamá y papá están en el pueblo y no queda nadie para ir a buscar al médico. Minnie May está grave y May Joe no sabe qué hacer. ¡Oh, Ana, tengo tanto miedo!

Matthew, sin decir palabra, corrió a ponerse su gabán y su gorra, pasó junto a Diana y se perdió en la oscuridad del jardín.

—Ha ido a aparejar la yegua para ir a Carmody a buscar al médico —dijo Ana mientras se ponía el abrigo—. Lo sé como si me lo hubiera dicho. Matthew y yo somos espíritus gemelos y puedo leerle los pensamientos.

—No creo que pueda encontrar al doctor en Carmody —gimió Diana—. Sé que el doctor Blair fue a la ciudad y el doctor Spencer debe haber ido también. Mary Joe nunca ha visto a nadie con garrotillo y la señora Lynde no está. ¡Oh, Ana!

—No llores, Diana —dijo Ana alegremente—. Sé exactamente cómo debe tratarse el garrotillo. Te olvidas que la señora Hammond tuvo tres veces mellizos. Cuando has tenido que cuidar tres pares de mellizos, es natural que poseas mucha experiencia. Todos tenían garrotillo regularmente. Espera a que coja la botella de ipecacuana; puede que no tengas en casa. Ahora, vamos.

Las dos pequeñas salieron, cruzaron rápidamente el Sendero de los Amantes y el campo arado, pues la nieve estaba demasiado alta para tomar por el atajo del bosque. Ana, aunque sinceramente dolorida por Minnie May, estaba lejos de hallarse insensible a la belleza del momento y a la dulzura de poder compartir una situación así con un espíritu gemelo.

La noche era clara y fría, con sombras de ébano y nieves de plata; sobre los campos silenciosos brillaban grandes estrellas; aquí y allá, los oscuros y puntiagudos pinos se erguían con las ramas empolvadas por la nieve y el viento silbando a través de ellas; Ana consideraba un verdadero placer cruzar toda aquella belleza junto a una amiga del alma que ha estado tanto tiempo lejos.

 

Minnie May, que tenía tres años, estaba muy enferma. Yacía sobre el sofá de la cocina, febril e inquieta, y su ronco respirar podía oírse por toda la casa. Mary Joe, una rolliza francesita de la Caleta que tomara la señora Barry para que le cuidara los niños durante su ausencia, estaba desolada y anonadada, completamente incapaz de pensar qué hacer, o de hacerlo si es que podía pensarlo.

Ana empezó a trabajar con habilidad y rapidez.

—Minnie May tiene garrotillo; está bastante mal, pero los he visto peores. Primero, necesitamos muchísima agua caliente. Diana, me parece que en esa olla no hay ni una taza siquiera. Bueno, ahora está llena. Tú, Mary Joe, puedes poner leña en la cocina. No quisiera herirte los sentimientos, pero creo que si tuvieras imaginación deberías haber pensado antes en esto. Ahora desnudaré a Minnie May y la acostaré, mientras tú tratas de encontrar ropas de franela. Ahora voy a darle una dosis de ipecacuana.

Minnie May no tomó la medicina de buen grado, pero Ana no había criado en vano tres pares de mellizos. Tragó la ipecacuana no una, sino muchas veces durante la larga noche ansiosa en que las dos niñas cuidaron pacientemente a la sufriente Minnie May, mientras Mary Joe, honestamente deseosa de hacer cuanto pudiera, mantenía un fuego vivo y calentaba más agua de la que hubiera necesitado todo un hospital de niños con garrotillo.

Eran las tres de la mañana cuando llegó Matthew con el médico, pues se había visto obligado a ir hasta Spencervale para conseguir uno. Pero la urgente necesidad de asistencia había pasado. Minnie May dormía profundamente, mucho más aliviada.

—Estuve terriblemente cerca de dejarme llevar por la desesperación —explicó Ana—. Se agravaba cada vez más, hasta que estuvo peor que los mellizos Hammond. Casi pensé que se asfixiaba. Le di hasta la última dosis de ipecacuana de esa botella, y cuando llegó a la última gota, me dije (no se lo podía decir a Diana o a Mary Joe para no apenarlas más, pero me lo tuve que decir a mí misma para aliviar mis pensamientos): «ésta es la última esperanza y temo que es vana». Pero a los tres minutos expulsó la flema y empezó a mejorar. Puede imaginar mi alivio, doctor, ya que no puedo expresarlo con palabras. Usted sabe que hay cosas que no se pueden decir con palabras.

—Sí, lo sé —asintió el médico. Miró a Ana como si pensara cosas sobre ella que no podían expresarse en palabras. Más tarde, sin embargo, se las dijo al señor Barry y a su señora.

—Esa chiquilla pelirroja que tienen los Cuthbert es inteligente como ella sola. Les digo que salvó la vida de la niña, pues cuando yo llegué era demasiado tarde. Parece tener una habilidad y una presencia de ánimo perfectamente maravillosas para una criatura de su edad. Nunca vi algo como sus ojos cuando me explicaba el caso.

Ana había vuelto a casa en la maravillosa y helada mañana de invierno, con los ojos cargados de sueño, pero hablando incansablemente, mientras cruzaban el gran campo blanco y caminaban bajo el brillante arco de los arces del Sendero de los Amantes.

—Oh, Matthew, ¿no es una mañana perfecta? El mundo parece algo que Dios hubiera imaginado para su propio placer. Esos árboles dan la sensación de que uno los pudiera hacer volar de un soplo. ¡Estoy tan contenta de vivir en un mundo donde hay heladas blancas! Después de todo, estoy contenta de que la señora Hammond tuviera mellizos. De no haber sido así, no hubiera sabido qué hacer con Minnie May. Siento de verdad haberme enfadado alguna vez con la señora Hammond porque tuviera mellizos. Matthew, tengo tanto sueño que no podré ir al colegio. Sé que no podría tener los ojos abiertos y eso sería muy estúpido. Pero me disgusta quedarme en casa porque Gil… porque alguien será el primero de la clase y es difícil reconquistar lo perdido, aunque cuanto más difícil es, más satisfacción se tiene al reconquistarlo, ¿no es cierto?

—Bueno, supongo que te las arreglarás muy bien —dijo Matthew, mirando la blanca cara con grandes ojeras—. Vete directamente a la cama y duerme bien, que yo haré las tareas de casa.

Ana fue a acostarse y durmió tan profundamente, que cuando despertó y descendió a la cocina era bien entrada la rosada tarde de invierno. Marilla, que en el ínterin volviera a casa, estaba allí tejiendo.

—Oh, ¿ha visto al primer ministro? —exclamó Ana en seguida—. ¿Cómo era?

—Bueno, no llegó a ese puesto por su apariencia —dijo Marilla—. ¡Con una nariz como la suya! Pero sabe hablar. Me sentí orgullosa de ser conservadora. Rachel Lynde, como es liberal, desde luego que no lo apreció. Tienes el almuerzo en el horno, Ana, y te puedes servir ciruelas en almíbar. Sospecho que debes tener hambre. Matthew me ha estado contando lo de anoche. Te digo que fue una suerte que supieras qué hacer. Ni siquiera yo lo hubiera sabido, pues nunca vi un caso de garrotillo. Bueno, no hables hasta después de almorzar. Por tu aspecto puedo decir que te mueres por hablar, pero puedes esperar.

Marilla tenía algo que decir a Ana, pero no lo dijo entonces pues sabía que la subsecuente excitación de la niña la arrancaría de asuntos tan materiales como el apetito. Cuando Ana hubo terminado, dijo Marilla:

—La señora Barry estuvo aquí esta tarde. Quería verte, pero no te desperté. Dice que le salvaste la vida a Minnie May y que siente mucho haberse portado como lo hizo respecto al asunto del vino casero. Dice que ahora sabe que no tuviste intención de emborrachar a Diana y espera que la perdones y que seas otra vez buena amiga de su hija. Si quieres, puedes ir esta tarde a su casa, pues Diana no puede salir por culpa de un resfriado que cogió anoche. Por favor, Ana Shirley, no saltes por el aire.

La expresión no era extemporánea; tan ligera y exaltada fue la actitud de Ana, que saltó sobre sus pies, con la cara iluminada.

—Oh, Marilla, ¿puedo ir antes de lavar los platos? Los fregaré cuando regrese. En un momento tan emocionante, no puedo atarme a algo tan poco romántico como lavar los platos.

—Sí, sí, corre —dijo indulgente Marilla—. Ana Shirley, ¿estás loca? Vuelve al momento y ponte algo. Es igual que si le hablara al viento. Se ha ido sin gorro. Será un milagro si no enferma.

Ana volvió bailando a casa, a través de la nieve, alumbrada por la púrpura luz del crepúsculo. Lejos, al sudoeste, sobre las siluetas de los abetos, brillaba la titilante luz perlada de una estrella vespertina en su cielo dorado pálido y rosa etéreo. El tañido de las campanillas de los trineos entre las nevadas colinas llegaba como un sonido élfico por el aire helado, pero esa música no era más dulce que la del corazón de Ana.

—Tiene ante sí a una persona completamente feliz, Marilla —anunció—. Soy totalmente feliz, a pesar de mis cabellos rojos. En estos momentos, tengo un alma por encima de los cabellos rojos. La señora Barry me besó, lloró y dijo que lo sentía mucho y que nunca me lo podría pagar. Me sentí horriblemente embarazada, Marilla, pero le dije lo más gentilmente que pude: «No le guardo rencor, señora Barry. Le aseguro de una vez por todas que no tuve intención de intoxicar a Diana y que, por lo tanto, cubriré el pasado con el manto del olvido». Ésa fue una forma bastante digna de hablar, ¿no es cierto, Marilla? Diana y yo pasamos una tarde preciosa. Diana me enseñó un lindo tejido de crochet que aprendiera de su tía de Carmody. Ni un alma lo sabe en Avonlea fuera de nosotras y juramos solemnemente no revelárselo a nadie más. Diana me dio una hermosa postal con una guirnalda de rosas y un poema:

Si me amas tanto como yo a ti,

Sólo la muerte nos puede separar.

»Y ésa es la verdad, Marilla. Vamos a pedir al señor Phillips que nos permita sentarnos juntas en el colegio otra vez y Gertie Pye puede ir nuevamente con Minnie Andrews. Tomamos un té elegante. La señora Barry sacó su mejor juego de té, como si yo fuera una visita de importancia. No le puedo decir el estremecimiento que me produjo. Nadie había usado antes su mejor loza conmigo. Comimos torta de frutas, bollitos y dos clases distintas de confituras. La señora Barry me preguntó si quería té y dijo: "Querida, por favor, ¿quieres pasar los bizcochos a Ana?".

»Debe ser hermoso ser mayor, Marilla, cuando es tan lindo sólo que te traten como si lo fueras.

—No lo sé —dijo Marilla con un suspiro.

—Bueno, de todas maneras, cuando sea mayor —dijo Ana, decidida—, siempre hablaré a los pequeños como si fueran mayores y no me reiré de ellos si emplean palabras largas. Sé por triste experiencia cuánto duelen esas cosas. Después del té, Diana y yo hicimos caramelo. Lo que salió no estaba muy bueno, supongo que porque ni Diana ni yo habíamos hecho antes. Diana me dejó removerlo mientras ella enmantecaba las fuentes; yo me olvidé y lo dejé quemar, y cuando lo dejamos secar al aire, el gato pasó por encima de una fuente y hubo que tirarla. Pero hacerlo fue divertidísimo. Cuando volvía a casa, la señora Barry me pidió que fuera cuantas veces pudiera, y Diana me echaba besos desde la ventana. Le aseguro, Marilla, que esta noche tengo ganas de rezar y que voy a pensar una nueva oración especialmente para el acontecimiento.

CAPÍTULO DIECINUEVE

Un festival, una catástrofe y una confesión

—Marilla, ¿puedo ir a ver a Diana un minuto? —preguntó Ana, bajando sin aliento de la buhardilla un atardecer de febrero.

—No veo qué necesidad tienes de salir después de oscurecer —dijo Marilla bruscamente—. Diana y tú habéis vuelto juntas de la escuela y luego os habéis quedado en la nieve durante media hora más charlando sin cesar. De modo que no veo qué razón tienes para verla otra vez.

—Pero es que ella quiere verme —rogó Ana—. Tiene algo importante que decirme.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me hizo señas desde su ventana. Hemos convenido un sistema de señales utilizando velas y cartón. Ponemos la vela en el alféizar y hacemos señales poniendo y quitando el cartón. Tantos destellos significan determinada cosa. Fue idea mía, Marilla.

—De eso estoy segura —dijo Marilla enfáticamente— y lo próximo que conseguiréis con vuestras señales es prender fuego a las cortinas.

—Oh, Marilla, somos muy cuidadosas. ¡Y es tan interesante! Dos destellos significan «¿Estás ahí?». Tres quieren decir «sí» y cuatro «no». Cinco, «ven lo antes posible porque tengo algo importante que decirte». Diana justamente hizo cinco señales, y estoy sufriendo por saber de qué se trata.

—Bueno, no necesitas sufrir más tiempo —dijo Marilla sarcásticamente—. Puedes ir, pero debes estar de vuelta exactamente dentro de diez minutos. Recuérdalo.

Ana lo recordó, y regresó dentro del tiempo estipulado, aunque nunca nadie sabrá lo que le costó limitar el mensaje de Diana al reducido límite de diez minutos. Pero por lo menos, los aprovechó bien.

—Oh, Marilla, ¿qué le parece? Ya sabe que mañana es el cumpleaños de Diana. Bueno, su madre le ha dicho que podía invitarme a ir a su casa después de la escuela, y que me quedara a pasar allí la noche. Y sus primos vienen de Newbridge en un gran trineo para ir al festival que se celebrará en el Club del Debate mañana por la noche. Y van a llevarnos a Diana y a mí al festival, si usted me deja, claro está. Me dejará, ¿no es cierto, Marilla? ¡Oh, me siento tan excitada!

—Puedes calmarte entonces, porque no irás. Estás mejor en casa, en tu propia cama, y en cuanto a ese festival del Club, son tonterías, y no se debe permitir a las niñas que vayan a lugares así.

—Estoy segura de que el Club del Debate es un lugar de lo más respetable.

—No digo que no lo sea. Pero aún no es hora de que vayas a festivales y pases fuera de casa toda la noche. ¡Bonita cosa para criaturas! Lo que me sorprende es que la señora Barry deje ir a Diana.

—Pero es una ocasión tan especial… —gimió Ana al borde de las lágrimas—. Diana cumple años sólo una vez al año. No es como si los cumpleaños fueran algo común, Marilla. Prissy Andrews va a recitar «El toque de queda no debe sonar esta noche». Es una poesía tan edificante, Marilla; estoy segura de que me hará muchísimo bien oírla. Y el coro va a cantar cuatro patéticas y maravillosas canciones que son casi tan buenas como himnos. Y, oh Marilla, el Pastor va a tomar parte; sí, no hay duda de que va a pronunciar un discurso. Será algo así como un sermón. Por favor, Marilla, ¿puedo ir?

—Ya me has oído, Ana. Ahora quítate las botas y ve a acostarte. Son más de las ocho.

—Sólo una cosa más, Marilla —dijo Ana con aire de estar jugándose la última carta—. La señora Barry le dijo a Diana que podríamos dormir en el lecho del cuarto de huéspedes. Piense en el honor que significa para su pequeña Ana el ser alojada en el cuarto de huéspedes.

 

—Pues tendrás que pasar sin ese honor. Vete a la cama, Ana, y que no vuelva a oírte decir una palabra más.

Cuando Ana hubo subido tristemente con la cara llena de lágrimas, Matthew, que en apariencia había estado profundamente dormido en el sofá durante todo el diálogo, abrió los ojos y dijo con decisión:

—Bueno, Marilla, creo que debías dejarla ir.

—No —respondió Marilla—. ¿Quién la está criando, Matthew, tú o yo?

—Bueno, tú —admitió Matthew.

—Entonces no intervengas.

—Bueno, no intervengo. No es intervenir el tener una opinión propia. Y mi opinión es que debes dejar ir a Ana.

—Si a ella se le ocurriera ir a la luna, opinarías que debía dejarla ir, no lo dudo —fue la afable respuesta de Marilla—. Podría dejarla ir a pasar la noche con Diana si eso fuera todo. Pero no apruebo lo del festival. Irá allí y cogerá frío y se llenará la cabeza con tonterías. La alteraría para una semana. Comprendo el carácter de esta niña y lo que le conviene mejor que tú, Matthew.

—Creo que debías dejarla ir —repitió Matthew firmemente. La argumentación no era su punto fuerte, pero al aferrarse a una opinión, sí.

Marilla dio un bufido de impotencia y se refugió en el silencio. A la mañana siguiente, cuando Ana estaba lavando los platos del desayuno, Matthew hizo una pausa en el camino hacia el granero para repetirle a Marilla.

—Creo que debes dejar ir a Ana, Marilla. Por un momento Marilla pensó en cosas que no se pueden repetir. Luego se rindió ante lo inevitable y dijo agriamente:

—Muy bien, puede ir, ya que nada más parece complacerte.

Ana salió corriendo con la bayeta chorreando en la mano.

—Oh, Marilla, Marilla, diga otra vez esas benditas palabras.

—Creo que con decirlas una vez es suficiente. Es asunto de Matthew y yo me lavo las manos. Si coges una pulmonía por dormir en una cama extraña o por salir de un salón caluroso en medio de la noche, no me culpes; culpa a Matthew. Ana Shirley, estás dejando caer agua grasienta sobre el piso. Nunca he visto una niña más descuidada.

—Oh, sé que soy una molestia terrible para usted, Marilla —dijo Ana, arrepentida—. Cometo muchos errores. Pero piense sólo en las muchas equivocaciones que no hago, aunque podría. Buscaré un poco de arena y fregaré las manchas antes de ir a la escuela. Oh, Marilla, mi corazón está pendiente de ese festival. Nunca fui a ninguno, y cuando las chicas hablan de festivales en el colegio, me siento tan fuera de lugar… Usted no sabe cómo me siento, pero ya ha visto que Matthew sí. Matthew me comprende, y es tan bonito ser comprendida, Marilla.

Ana estaba demasiado excitada aquella mañana como para estar a su altura con sus lecciones. Gilbert Blythe la sobrepasó en ortografía y la dejó fuera de lado en los cálculos mentales. La consecuente humillación de Ana, sin embargo, podría haber sido mayor, pues estaba abstraída por la idea del festival y del cuarto de huéspedes. Diana y ella hablaron sin cesar de lo mismo durante todo el día; de haber tenido un maestro más estricto que el señor Phillips, hubieran recibido una seria reprimenda.

Ana sintió que de no haber sido por el festival, no hubiera podido resistir su derrota, pues ese día sólo se hablaba de aquél en el colegio. El Club del Debate de Avonlea, que celebraba reuniones quincenales durante todo el invierno, había tenido algunas pequeñas tertulias sin importancia; pero éste iba a ser un asunto de mucha trascendencia. La entrada costaba diez centavos, a beneficio de la biblioteca. La gente joven de Avonlea había estado ensayando durante varias semanas, y todos los escolares tenían especial interés en él, ya que tomaban parte sus hermanos y hermanas. Todos los alumnos de más de nueve años esperaban ir, excepto Carrie Sloane, cuyo padre compartía la opinión de Marilla res-; pecto a la concurrencia de los niños a festivales nocturnos. Carrie Sloane lloró detrás de su libro de gramática toda la tarde, sintiendo que la vida no valía la pena de ser vivida.

La verdadera excitación de Ana comenzó a la salida de la escuela, y fue incrementándose hasta alcanzar en el festival su estado álgido. Tuvieron un té «perfectamente elegante»; y luego llegó-; la deliciosa tarea de vestirse en el pequeño cuarto de Diana en el piso superior. Diana peinó el flequillo de Ana al nuevo estilo «Pompadour», y Ana ató los lazos de Diana con su peculiar destreza. • probaron por lo menos media docena de peinados diferentes.

Por fin estuvieron listas, sus mejillas rojas y sus ojos brillantes por la excitación.

En verdad, Ana no pudo evitar sentir algo de angustia cuando comparó su simple boina negra y su abrigo casero de tela gris uniforme y mangas apretadas, con el vistoso gorro de piel de Diana y su elegante chaquetilla. Pero recordó a tiempo que tenía imaginación y podía hacer uso de ella.

Los primos de Diana llegaron de Newbridge y todos juntos se amontonaron dentro de un gran trineo entre pajas y mantas adornadas con pieles. Ana disfrutó del viaje hacia el salón, deslizándose por los caminos suaves como el raso con la nieve ondulándose bajo los patines. Era un atardecer magnífico y las nevadas colinas y el agua azul oscuro del golfo St. Lawrence parecían recortarse contra el esplendor como un inmenso vaso perla y zafiro lleno de vino y fuego. De vez en cuando llegaba un tintinear de cascabeles y risas distantes que parecían ser símbolo de la alegría de los duendes del bosque.

—Oh, Diana — suspiró Ana apretando la enguantada mano de la niña por debajo de la manta de piel—, ¿no es todo esto como un hermoso sueño? ¿Realmente parezco la misma de siempre? Me siento tan diferente que creo que tiene que reflejárseme en la apariencia.

—Estás guapísima —dijo Diana, quien habiendo recibido un piropo de uno de sus primos, se creía en la obligación de pasarlo—. Tienes un color de lo más hermoso.

El programa, aquella noche, fue una serie de «estremecimientos», por lo menos para una de las espectadoras, y, según Ana aseguró a Diana, cada estremecimiento era mayor que el que lo precediera. Cuando Prissy Andrews, ataviada con una blusa nueva de seda rosa, luciendo un collar de perlas alrededor de su terso y blanco cuello y con claveles dobles en el cabello (corría el rumor de que el maestro había ido hasta la ciudad para traérselos), «subió la resbaladiza escalera, oscura, sin un rayo de luz», Ana tembló con exuberante simpatía; cuando el coro cantó «Más allá de las gentiles margaritas», Ana miró fijamente al cielo como si allí hubiera habido pintados ángeles. Cuando Sam Sloane procedió a explicar e ilustrar «Cómo Sockery preparó una gallina», Ana rio antes de que también lo hicieran las personas que estaban sentadas cerca de ella, más por simpatía hacia la niña que por lo que les divertía una selección que resultaba vieja incluso para Avonlea; y cuando el señor Phillips recitó la oración de Marco Antonio sobre el cadáver de César en los tonos más patéticos (mirando a Prissy Andrews al terminar cada frase), Ana sintió que podría amotinarse con sólo encontrar un ciudadano romano que llevara la delantera.

Sólo hubo un número en el programa que no le interesó. Cuando Gilbert Blythe recitó «Bingen en el Rin» Ana cogió el libro de Rhoda Murray y estuvo leyendo hasta que el muchacho terminó y tomó asiento, muy estirado e inmóvil, mientras Diana aplaudía hasta que las manos le escocieron.