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100 Clásicos de la Literatura

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CAPÍTULO DIECISÉIS

Diana es invitada a tomar el té con trágicos resultados

Octubre fue un mes hermoso en «Tejas Verdes» donde los abedules de la hondonada se tornaron tan dorados como el sol y los arces del huerto se cubrieron de un magnífico escarlata; los cerezos silvestres del sendero vistieron sus más hermosos tonos rojo oscuro y verde broncíneo, mientras en los campos comenzó la siega. Ana soñaba en aquel mundo de colores.

—Oh, Marilla —exclamó un sábado por la mañana, al llegar con los brazos llenos de preciosas ramas—, estoy tan contenta de vivir en un mundo donde hay octubres. Sería terrible que tuviéramos que pasar de septiembre a noviembre, ¿no es así? Mire esas ramas de arce. ¿No la hacen estremecer? Voy a decorar mi habitación con ellas.

—Son molestas —dijo Marilla, cuyo sentido estético no estaba muy desarrollado—. Llenas la habitación con demasiadas cosas campestres, Ana, los dormitorios se han hecho nada más que para dormir.

—Y para soñar también, Marilla. Y bien sabe que se puede soñar mejor en una habitación llena de cosas bonitas. Voy a poner estas ramas en el florero azul y lo colocaré sobre mi mesa.

—Ten cuidado de no dejar hojas en las escaleras. Esta tarde voy a la reunión de la Sociedad de Ayuda en Carmody, Ana, y es probable que no regrese hasta la noche. Tendrás que preparar la merienda para Matthew y Jerry, de manera que no te olvides de poner el agua para el té, como hiciste la última vez.

—Hice muy mal en olvidarme —dijo Ana disculpándose—, pero ocurrió en la tarde que estaba pensando un nombre para Violeta Vale y se me fue el santo al cielo. Matthew fue muy bueno; nunca me regañó por ello. Él mismo hizo el té y dijo que podría esperar. Y mientras esperábamos, le conté un hermoso cuento de hadas, de modo que el tiempo no se hizo nada largo. Fue un cuento hermoso, Marilla. Me había olvidado del final, de manera que tuve que inventar uno, pero Matthew dijo que no se había notado.

—Matthew sería capaz de encontrar bien que le sirvieras el almuerzo a medianoche. Pero esta vez debes hacer las cosas como es debido. Y aunque no sé si hago bien, pues quizá te vuelva más descuidada que de costumbre, puedes pedirle a Diana que venga a pasar la tarde contigo.

—¡Oh, Marilla! —Ana golpeó sus manos—. ¡Qué bien! Después de todo, usted es capaz de imaginar cosas, pues de lo contrario no hubiera comprendido cuánto lo he ansiado. Será tan bonito y tan de persona mayor. No hay temor de que me olvide de poner el té si tengo una invitada; Marilla, ¿puedo sacar el juego de té floreado?

—¡No! ¡El juego de té floreado! ¿Y luego, qué? Bien sabes que nunca lo empleo, excepto para el pastor o la Sociedad de Ayuda. Usarás el juego marrón. Pero puedes abrir el pequeño frasco amarillo de cerezas en almíbar. Es hora de gastarlo; temo que se esté echando a perder. Y puedes cortar algo de la torta de frutas y comer algunos bollitos.

—Me imagino sentada a la cabecera de la mesa, sirviendo el té —dijo Ana, cerrando extasiada los ojos—. ¡Y preguntándole si quiere azúcar! Sé que no le gusta, pero sin embargo se lo preguntaré como si no lo supiera. Y luego rogándola que tome otra porción de torta y de confitura. Oh, Marilla, el solo hecho de pensar en ello produce una hermosa sensación. ¿Puedo llevarla a la sala de huéspedes a que deje su sombrero cuando venga, y luego pasar a charlar a la sala?

—No. El cuarto de estar será bastante. Pero tienes una botella de licor de frambuesas a medio vaciar que quedó de la reunión en la iglesia de la otra noche. Está en el segundo estante del armario del cuarto de estar. Y además unos bollitos para comer durante la tarde, pues temo que Matthew llegue con retraso al té, ya que está embarcando patatas.

Ana voló por la hondonada, cruzó la Burbuja de la Dríada y subió el camino de los abetos hasta «La Cuesta del Huerto» para pedirle a Diana que fuera a tomar el té. Como resultado, poco después de que Marilla partiera hacia Carmody, Diana llegó, vestida con casi su mejor vestido y con el aspecto típico de quien ha sido invitada a tomar té. En otras circunstancias hubiera entrado en la cocina sin llamar, pero esta vez golpeó ceremoniosamente con el llamador de la puerta principal. Y cuando Ana, vestida con sus mejores ropas, abrió la puerta ceremoniosamente, se estrecharon las manos con tanta vaguedad como si no se hubieran visto antes. Esta solemnidad poco natural duró hasta que Diana fue conducida a la buhardilla para que dejara su sombrero y luego acompañada al cuarto de estar.

—¿Cómo está tu mamá? —dijo Ana gentilmente, como si no hubiera visto a la señora Barry esa misma mañana recogiendo pepinos, en perfecto estado de salud.

—Está muy bien, muchas gracias. Supongo que el señor Cuthbert está cargando patatas en el Lily Sanas esta tarde —dijo Diana, que había ido hasta la casa del señor Harmon Andrews aquella mañana en el coche de Matthew.

—Sí, la cosecha de patatas es muy buena este año. Espero que la de tu padre también lo sea.

—Es bastante buena, muchas gracias. ¿Han cosechado ya muchas manzanas?

—¡Más que nunca! —dijo Ana y, olvidándose del protocolo se puso en pie de un salto—. Salgamos al manzanar y cojamos algunas de las «Dulzuras Rojas», Diana. Marilla dice que podemos coger todas las que quedan en el árbol. Es una mujer muy generosa. Dijo que podíamos comer torta de frutas y cerezas en almíbar con el té. Pero no es de buena educación decir a los invitados qué les darán con el té, de manera que no te diré qué nos ha dejado para beber. Diré nada más que comienza con una / y una/y que tiene un brillante color rojo. A mí me gustan las bebidas rojo brillante; ¿a ti no? Saben el doble de bien que las de cualquier otro color.

El manzanar, con grandes ramajes cargados de frutas, resultó tan delicioso que ambas niñas pasaron allí la mayor parte de la tarde, en un rincón del césped perdonado por la escarcha, donde vagaba la suave luz del sol otoñal, comiendo cuanto quisieron y charlando todo el tiempo. Diana tenía mucho que contar a Ana sobre lo que ocurría en el colegio. Debía sentarse junto a Gertie Pye y no le gustaba; Gertie hacía rechinar el lápiz todo el tiempo, lo que ponía a Diana los nervios de punta. Ruby Gillis se había quitado todas las verrugas con un guijarro mágico que le había dado la vieja Mary Joe. Había que frotar las verrugas con el guijarro y luego tirarlo por encima del hombro izquierdo al tiempo de la luna nueva y las verrugas desaparecían. En el porche alguien había escrito el nombre de Charlie Sloane junto al de Emma White y ésta se había puesto terriblemente furiosa por ello: Sam White le había gastado una broma al señor Phillips en plena clase, éste le azotó y el padre de Sam fue al colegio y amenazó al señor Phillips con darle su merecido si volvía a ponerle la mano encima a uno de sus hijos; Lizzie Wright no le hablaba a Mamie Wilson, porque la hermana mayor de Mamie Wilson había hecho pelearse a la hermana mayor de Lizzie Wright con su novio, y que todos echaban mucho de menos a Ana y deseaban que volviera al colegio, y que Gilbert Blythe…

Pero Ana no quería que le hablaran de Gilbert Blythe. Se puso de pie y sugirió que tomaran un poco de licor.

Ana miró en el segundo estante, pero allí no había trazas de licor. Una investigación más detallada lo descubrió en el estante superior. Ana lo puso sobre una bandeja y lo colocó sobre la mesa.

—Sírvete tú misma, Diana —dijo ceremoniosamente—. Yo no tengo muchas ganas ahora, después de todas esas manzanas.

Diana se sirvió una copita, miró admirada su color rojo vivo y luego lo sorbió delicadamente.

—Es un riquísimo licor de frambuesas, Ana —dijo—. No creí que supiera tan bien.

—Me alegro de que te guste. Bebe cuanto quieras. Yo iré a avivar el fuego. ¡Un ama de casa tiene tantas responsabilidades!, ¿no es cierto?

Cuando Ana regresó de la cocina, Diana bebía su segunda copa de licor y, ante la insistencia de su compañera, no ofreció mucha resistencia a la tercera. Las raciones eran generosas y el licor de frambuesas estaba realmente muy bueno.

—Es el mejor que he probado —dijo Diana—; es superior al de la señora Lynde, aunque ella alardee tanto del suyo.

—Yo aseguraría que el licor de frambuesas de Marilla debe ser mucho mejor que el de la señora Lynde —comentó lealmente Ana—. Marilla es una cocinera famosa. Está tratando de enseñarme, pero te aseguro, Diana, que es un trabajo ímprobo. En el arte culinario hay muy poco campo para la imaginación. Uno debe ceñirse a las reglas. La última vez que hice una torta, me olvidé de echarle la harina. Estaba pensando algo muy hermoso sobre tú y yo. Imaginaba que estabas desesperadamente enferma de viruela y que todos te abandonaban, pero yo iba junto a ti y te cuidaba hasta que volvías a la vida y me contagiabas la viruela. Yo moría y me enterraban bajo los álamos del cementerio; tú plantabas un rosal sobre mi tumba y lo regabas con tus lágrimas y nunca, nunca jamás, olvidabas a la amiga de tu juventud que te sacrificó su vida. Oh, era una aventura tan patética, Diana. Las lágrimas me corrían por las mejillas mientras mezclaba los ingredientes para la torta. Pero olvidé la harina y la torta fue un terrible fracaso. Ya sabes que la harina es esencial en las tortas. Marilla se enfadó y pensé que soy un dolor de cabeza para ella. Se mortificó terriblemente por culpa de la salsa del budín de la semana pasada. El martes cenamos budín de ciruelas y sobró la mitad y un poco de salsa. Marilla dijo que quedaba suficiente para otra comida y me pidió que lo pusiera en el estante de la despensa y lo tapara. Tenía toda la intención de hacerlo, Diana, pero cuando lo llevaba, imaginaba ser una monja —aunque soy protestante, imaginé que era católica— que vestía el hábito para enterrar en la clausura un corazón destrozado. Con todo eso, olvidé tapar la comida. A la mañana siguiente me acordé y corrí a la despensa. ¡Diana, imagina si puedes mi terrible horror al encontrar un ratón ahogado en la salsa! Saqué el animal con una cuchara y lo tiré al jardín, y luego lavé tres veces el cubierto. Como Marilla se hallaba ordeñando, pensé preguntarle cuando volviera si echaba el budín a los cerdos. Pero cuando regresó, yo soñaba ser el hada de la escarcha, que iba por los bosques trocando los colores de los árboles en rojo y amarillo, de manera que no volví a pensar en el budín y Marilla me mandó a recoger manzanas. Bueno, el señor Chester Ross y su señora, de Spencervale, vinieron esta mañana. Sabes que son gente muy elegante, especialmente la señora. Cuando me llamó Marilla, la comida estaba preparada. Traté de ser todo lo bien educada posible, pues quería que la señora Ross pensara que era muy bonita, aunque no fuera guapa. Todo fue bien hasta que vi llegar a Marilla con el budín de ciruelas en una mano y la salsa en la otra. Diana, fue un momento terrible. Me acordé de todo, me puse de pie y grité: «Marilla, no debe servir esa salsa. Un ratón se ha ahogado ahí. Me olvidé de decírselo antes». Oh, Diana, nunca podré olvidar tan terrible momento. La señora Ross me miró y deseé que me tragara la tierra. Una ama de casa tan perfecta como ella, imagina lo que debe haber pensado de nosotras. Marilla enrojeció, pero no dijo nada… entonces. Se llevó el budín y la salsa y trajo dulce de fresas; incluso me ofreció una ración, pero yo no podía tragar bocado. Me ardía la cabeza. Después que se fueron los Ross, Marilla me echó una reprimenda terrible. ¿Qué te pasa, Diana?

 

Diana se había puesto en pie con dificultad, luego se sentó y se cogió la cabeza con las manos.

—No… no me encuentro… muy bien —dijo con voz temblorosa—. Debo ir a casa.

—Oh, no debes ni pensar en ir a casa sin tomar el té —dijo Ana, afligida—. En seguida lo traeré.

—Debo ir a casa —repitió Diana, estúpida pero determinadamente.

—Come algo al menos —imploró Ana—. Déjame que te dé un trozo de torta y cerezas en almíbar. Acuéstate un rato en el sofá y te sentirás mejor. ¿Dónde te duele?

—Debo ir a casa —dijo Diana, y no había quien la sacara de ahí, por más que rogara Ana.

—Nunca vi que una visita se fuera a su casa sin tomar té —se quejó—. Oh, Diana, ¿crees que sea posible que estés con viruela? Si es así, iré a cuidarte, puedes estar segura. Nunca te abandonaré. Pero me gustaría que te quedaras a tomar el té. ¿Dónde te duele?

—Estoy mareada.

Y, en verdad, su andar lo corroboraba. Ana, con los ojos llenos de lágrimas, fue a buscar el sombrero de Diana y la acompañó hasta la cerca del jardín de los Barry. Luego volvió sollozando hasta «Tejas Verdes», donde colocó tristemente en su lugar los restos del licor de frambuesas y preparó el té para Matthew y Jerry.

Al día siguiente era domingo y la lluvia fue torrencial desde que amaneció hasta al anochecer. Ana no salió de «Tejas Verdes». El lunes por la tarde, Marilla la envió con un recado a casa de la señora Lynde. Al poco rato, Ana volvió corriendo por el sendero, con lágrimas en los ojos. Entró en la cocina y se echó de bruces en el sofá.

—¿Qué ha pasado ahora, Ana? —preguntó Marilla—. Espero que no te hayas portado mal otra vez con la señora Lynde.

La única respuesta de Ana fueron las lágrimas y los sollozos.

—Ana Shirley, cuando hago una pregunta, quiero que se me responda. Siéntate bien ahora mismo y dime por qué lloras.

Ana se sentó, personificando la tragedia.

—La señora Lynde fue a ver a la señora Barry y ésta estaba de un humor terrible —dijo entre sollozos—. Dice que yo emborraché a Diana el sábado, y que la mandé a su casa en un estado lastimoso. Y dice que debo ser muy mala y que nunca dejará que Diana vuelva a jugar conmigo. ¡Oh, Marilla, la pena me embarga!

Marilla la contemplaba asombrada.

—¡Emborrachar a Diana! —dijo cuando pudo recobrar el habla—. Ana, ¿estás loca tú o lo está la señora Barry? ¿Qué fue lo que le diste?

—Nada más que el licor de frambuesas —lloró Ana—. Nunca sospeché que eso pudiera emborrachar a la gente, ni siquiera si bebían tres copas, como hizo Diana. ¡Oh, esto me recuerda tanto, tanto, al marido de la señora Thomas! Pero yo no quise emborracharla.

—¡Emborracharla! —dijo Marilla dirigiéndose al armario de la sala. En uno de los estantes había una botella que en seguida reconoció como de vino casero de tres años, por el cual era celebrada en Avonlea, aunque algunos habitantes muy estrictos, entre ellos la señora Barry, no lo aprobaban. Al mismo tiempo, Marilla recordó que había puesto en el sótano la botella de licor de frambuesas, en lugar de dejarla donde le dijera a Ana.

Volvió a la cocina con la botella de vino. En su cara se dibujaba una mueca que no podía reprimir.

—Ana, por cierto que eres un genio para meterte en camisa de once varas. Diste a Diana vino en lugar de licor de frambuesas. ¿No notaste la diferencia?

—No lo probé. Pensé que era el licor y, además, quería ser hospitalaria. Diana se mareó y tuvo que irse a casa. La señora Barry le dijo a la señora Lynde que estaba borracha. Se rio como una tonta cuando su madre le preguntó qué le pasaba y durmió varias horas seguidas. Su madre le olió el aliento y dijo que estaba beoda. Ayer tuvo un terrible dolor de cabeza durante todo el día. La señora Barry está indignada. Nunca creerá otra cosa excepto que lo hice a propósito.

—Creo que mejor debiera castigar a Diana por haber bebido esas tres copas. Tres de esas copas eran capaces de marearla aunque hubieran sido sólo de licor. Bueno, este episodio les vendrá muy bien a esas gentes que no aprobaron que yo hiciera vino casero; aunque desde hace tres años, cuando supe que al pastor no le agradaba, no he hecho más. Sólo guardaba esa botella para casos de enfermedad. Bueno, muchacha, no llores. No veo que tengas culpa alguna, aunque siento que ocurriera así.

—Debo llorar —dijo Ana—. Mi corazón está destrozado. Las estrellas están en mi contra, Marilla. Diana y yo estamos separadas para siempre. Oh, Marilla, no había pensado que pudiera ocurrir algo así cuando hicimos nuestros juramentos de amistad.

—No seas tonta, Ana. La señora Barry lo pensará mejor cuando se entere de que no es tuya la culpa. Supongo que cree que lo has hecho en broma o algo por el estilo. Será mejor que vayas esta noche y le digas cómo fue.

—Mi valor me abandona ante el pensamiento de enfrentarme a la madre de Diana. Quisiera que fuera usted, Marilla. Usted es muchísimo más digna que yo. Es probable que la escuche antes que a mí.

—Bueno, lo haré —dijo Marilla, pensando que sería el camino más lógico—. No llores más, Ana. Todo irá bien.

Marilla había cambiado de manera de pensar a ese respecto cuando volvió de «La Cuesta del Huerto». Ana la vio regresar y corrió a su encuentro.

—Oh, Marilla, por su cara sé que ha sido inútil —dijo, tristemente—. ¿La señora Barry no me perdonará?

—¡La señora Barry, sí, sí! —saltó Marilla—. Es la mujer más irrazonable que he conocido. Le dije que todo fue un error, que no era culpa tuya, pero simplemente se negó a creerlo. Y me refregó por las narices lo del vino y que yo había dicho que no hacía daño a nadie. Yo le dije claramente que una persona no se emborracha con tres cepitas y que si una criatura mía fuera tan amiga de beber, yo la hubiera puesto sobria con una buena zurra.

Marilla entró en la cocina, muy preocupada, dejando tras sí un alma muy triste. De pronto Ana salió; lenta pero determinadamente se dirigió al campo de los tréboles, luego cruzó el puente de troncos y luego los bosques, alumbrada por una pálida luna. La señora Barry, al acudir a la tímida llamada, halló en el umbral a una suplicante de labios blancos y ojos ansiosos.

Su cara se endureció. La señora Barry era una mujer de fuertes odios y prejuicios y su enfado era de esa clase fría y hosca que es la más difícil de vencer. Para hacerle justicia, diremos que creía sinceramente que Ana había emborrachado a Diana por malicia y estaba honestamente ansiosa de preservar a su hijita de la contaminación que significaba una mayor intimidad con una niña así.

—¿Qué quieres? —dijo secamente.

Ana juntó las manos en actitud suplicante.

—Oh, señora Barry, perdóneme, por favor. No tuve intención de… de emborrachar a Diana. ¿Cómo podría hacerlo? Imagínese que usted fuera una pobre huerfanita adoptada por gentes caritativas y tuviera una sola amiga del alma en el mundo. ¿Cree que la intoxicaría a propósito? Pensé que era licor de frambuesas. Oh, por favor, no diga que nunca más dejará que Diana juegue conmigo. Si lo hace, cubrirá mi vida con una oscura nube de tristeza.

Este discurso, que hubiera ablandado el corazón de la señora Lynde en un abrir y cerrar de ojos, no tuvo otro efecto que enfadar más aún a la señora Barry. Sospechaba de los gestos y las palabras de Ana e imaginaba que la niña se burlaba de ella. De manera que dijo, fría y cruelmente:

—No creo que seas una niña adecuada para ser amiga de Diana. Será mejor que vuelvas a casa y te portes bien. Los labios de Ana temblaron.

—¿No me dejará ver a Diana sólo una vez para despedirnos?

—Diana ha ido a Carmody con su padre —dijo la señora Barry, entrando y cerrando la puerta.

Ana volvió a «Tejas Verdes» con una calma rayana en la desesperación.

—Mi última esperanza se ha esfumado —le dijo a Marilla—. Fui a ver a la señora Barry y ella me trató en forma insultante. No me parece que sea una dama educada. Ya no queda otra cosa que hacer aparte de rezar, aunque no tengo muchas esperanzas de que sirva de algo, porque no creo que el propio Dios pueda hacer mucho con una persona tan obstinada como la señora Barry.

—Ana, no debes decir esas cosas —respondió Marilla, tratando de vencer la impía tendencia a reír que, para su escándalo, se estaba apoderando últimamente de ella. Y, por cierto, esa noche, al contarle todo a Matthew, se rio bastante de las tribulaciones de Ana.

Pero cuando se deslizó dentro de la buhardilla, antes de acostarse, y vio que Ana se había dormido rendida por el llanto, su cara se tino de ternura.

—Pobrecilla —murmuró, alzando un rizo rebelde de la cara bañada en lágrimas. Luego se inclinó y besó la ardiente mejilla que descansaba sobre la almohada.

CAPÍTULO DIECISIETE

Un nuevo interés por la vida

La tarde siguiente Ana, levantando la vista de su costura y mirando por la ventana de la cocina, vio a Diana que, bajando por la Burbuja de la Dríada, le hacía señas misteriosamente. En un tris Ana estuvo fuera de la casa y corrió a la hondonada con los ojos brillantes por el asombro y la esperanza. Pero la esperanza se esfumó cuando vio el afligido semblante de su amiga.

—¿Ha cedido tu madre? —murmuró.

Diana sacudió la cabeza tristemente.

—No, oh no, Ana. Dice que no puedo jugar contigo nunca más. He llorado y llorado, diciéndole que no fue culpa tuya, pero todo fue inútil. Le rogué que me permitiera venir a decirte adiós. Dijo que me concedía diez minutos y que iba a controlar con el reloj.

—Diez minutos no son mucho tiempo para decir un eterno adiós —dijo Ana llorando—. Oh, Diana, ¿me prometes fielmente que no has de olvidarte nunca de mí, la amiga de tu juventud, a pesar de los muchos amigos queridos que puedas tener?

—Sí —sollozó Diana—. Y nunca tendré otra amiga del alma. No quiero tenerla. A nadie podría querer como a ti.

—Oh, Diana —exclamó Ana juntando las manos—, ¿de veras me quieres?

—Claro que sí. ¿No lo sabías?

—No —Ana exhaló un largo suspiro—. Por supuesto, sabía que yo te gustaba, pero nunca esperé que me quisieras. Porque, ¿sabes, Diana?, nunca pensé que nadie pudiera quererme. No recuerdo que nadie me haya querido nunca. ¡Oh, es maravilloso! Es un rayo de luz que siempre iluminará la oscuridad del sendero que me separará de ti, Diana. Oh, dilo otra vez.

—Te quiero muchísimo, Ana —dijo Diana firmemente—, y siempre será así, puedes estar segura.

—Y yo siempre os amaré, Diana —exclamó Ana solemnemente extendiendo la mano—. En el futuro, vuestro recuerdo brillará como una estrella sobre mi solitaria vida, como dice en el último cuento que leímos juntas. Diana, ¿queréis darme un bucle de vuestros cabellos negros como el azabache, para que sea mi tesoro para siempre jamás?

—¿Tienes algo con qué cortarlo? —preguntó Diana secándose las lágrimas que habían hecho brotar las afectuosas palabras de Ana.

 

—Sí, afortunadamente tengo en el bolsillo mis tijeras de labores —dijo Ana. Solemnemente cortó uno de los rizos de Diana.

—Que seáis feliz, mi amada amiga. Desde ahora en adelante, debemos ser extrañas aunque vivamos una junto a la otra. Pero mi corazón siempre os será fiel.

Ana permaneció de pie observando alejarse a Diana y moviendo tristemente la mano cada vez que su amiga se volvía a mirarla. Luego retornó a la casa no poco consolada, por el momento, por aquella despedida romántica.

—Ya todo ha terminado —le informó a Marilla—. Nunca volveré a tener otra amiga. Realmente ahora estoy mucho peor que nunca, porque ya no tengo ni a Katie Maurice ni a Violeta. Y aunque las tuviera sería lo mismo. De cualquier modo, las niñas de los sueños no satisfacen después de tener una amiga real. Diana y yo nos hemos despedido con mucho cariño. Siempre guardaré sagrada memoria de este adiós. He usado el lenguaje más patético. Pude recordarlo a tiempo, y usé el «vos» en vez del «tú». «Vos» parece mucho más romántico que «tú». Diana me dio un rizo y voy a guardarlo en una pequeña bolsita que me pondré alrededor del cuello toda la vida. Por favor, encárguese de que la entierren conmigo, porque no creo que viva mucho tiempo. Quizá cuando la señora Barry me vea yerta ante ella, sienta remordimientos por lo que ha hecho y permita que Diana asista a mi funeral.

—No creo que haya que temer que te mueras de pena mientras puedas hablar, Ana —fue la seca respuesta de Marilla.

El lunes siguiente, Marilla se sorprendió al ver bajar a Ana de su cuarto con los libros bajo el brazo y los labios apretados con determinación.

—Vuelvo a la escuela —anunció—. Es todo lo que me queda en la vida, ahora que mi amiga ha sido cruelmente separada de mí. En la escuela podré mirarla y pensar en los días idos.

—Será mejor que pienses en las lecciones y sumas —dijo Marilla ocultando su satisfacción por el giro que tomaba el asunto—. Espero que no volvamos a oír que has roto pizarras sobre la cabeza de la gente y demás cosas por el estilo. Pórtate bien y haz sólo lo que te diga tu maestro.

—Trataré de ser una alumna modelo —accedió Ana tristemente—. Supongo que no ha de ser muy divertido. El señor Phillips dice que Minnie Andrews es una alumna modelo y no hay en ella una chispa de imaginación o vida. Es apagada y lenta y nunca parece estar contenta. Pero me siento tan deprimida que me resulta fácil. Voy a ir por el camino principal. No podría resistir pasar por el Camino de los Abedules sola. Me traería aparejadas lágrimas muy amargas.

Ana fue recibida con los brazos abiertos. Habían echado de menos su imaginación para los juegos, su voz en el canto y su habilidad dramática para leer libros en voz alta a la hora del almuerzo. Ruby Gillis le pasó tres plumas azules durante la lectura de la Biblia. Ellie May MacPherson le dio un enorme pensamiento amarillo, recortado de la tapa de un catálogo de flores, una especie de decoración para los pupitres muy preciada en la escuela de Avonlea; Sophia Sloane se ofreció para enseñarle un nuevo punto muy elegante para hacer encaje, ideal para franjas de delantal. Katie Boulter le dio una botella de perfume para guardar agua para limpiar la pizarra; y Julia Bell le copió cuidadosamente en una hoja de papel rosa pálido, festoneado en los bordes, el siguiente verso:

Cuando el crepúsculo deja caer su cortina

Y la prende con una estrella.

Recuerda que tienes una amiga

Doquiera esté ella.

—Es tan bonito ser apreciada —suspiró Ana esa noche al contárselo a Marilla.

Las niñas no eran las únicas alumnas que la «apreciaban». Cuando Ana regresó a su asiento después de almorzar (el señor Phillips le había dicho que se sentara junto a Minnie Andrews, la alumna modelo) encontró sobre su pupitre una brillante «manzana fresa». Ana ya iba a darle un buen mordisco, cuando recordó que el único lugar de Avonlea donde crecían «manzanas fresas» era en la huerta del viejo Blythe, al otro lado del Lago de las Aguas Refulgentes. Ana soltó la manzana como si hubiera sido un ascua y ostentosamente se limpió los dedos con su pañuelo. La manzana quedó intacta sobre su escritorio hasta la mañana siguiente, cuando el pequeño Timothy Andrews, que barría la escuela y encendía el fuego, se la anexó como una de sus propinas. La tiza que le enviara Charlie Sloane después del almuerzo, suntuosamente adornada con tiras de papel rojo y amarillo y que costaba dos centavos, cuando una ordinaria valía sólo uno, halló mejor recepción en Ana. Ésta la aceptó complacida y agradeció el obsequio con una sonrisa que transportó al muchacho al séptimo cielo y le hizo cometer tantos errores en el dictado, que el señor Phillips le hizo quedarse después de las clases a pasarlo otra vez.

Pero como:

De César el ostentoso ataque al busto de Bruto

El amor de Roma por él sólo consiguió aumentar,

así la ausencia absoluta de alguna señal de reconocimiento por parte de Diana, que estaba sentada junto a Gertie Pye, oscurecía el pequeño triunfo de Ana.

—Creo que Diana podría haberme sonreído siquiera una vez «-se lamentó ante Marilla. Pero a la mañana siguiente le pasaron una nota doblada y arrugada, y un paquetito.

«Querida Ana —decía la primera—, mamá dice que no tengo que jugar ni hablar contigo, ni aun en el colegio. No es culpa mía y te ruego que no te enfades conmigo, porque te quiero como de costumbre. Te extraño terriblemente para contarte todos mis secretos y Gertie Pye no me gusta ni un poquito. He hecho para ti un señalador nuevo de papel de seda rojo. Ahora están muy de moda y sólo tres niñas de la escuela saben hacerlo. Cuando lo mires recuerda a

tu amiga de verdad, Diana Barry.»

Ana leyó la nota, besó el señalador y rápidamente mandó su respuesta al otro extremo del aula.

«Por supuesto que no estoy enfadada contigo porque tienes que obedecer a tu madre. Nuestros espíritus pueden comunicarse. Guardaré tu ermoso regalo por siempre jamás. Minnie Andrews es una buena chica (aunque no tiene imaginación), pero después de haver sido la amiga del halma de Diana, no puedo serlo de Minnie. Por fabor perdona los errores porque mi hortografía todavía no es muy buena, aunque he megorado.

»Tuya hasta que la muerte nos separe,

Ana o Cordelia Shirley.

»P.D. Esta noche dormiré con tu carta bajo mi halmoada.

A. o C. S.»

Desde que Ana comenzara a ir otra vez a la escuela, Marilla esperaba que surgieran problemas en cualquier momento. Pero no pasó nada. Quizá Ana captó algo del espíritu «modelo» de Minnie Andrews; de cualquier modo, desde ese entonces le fue muy bien con el señor Phillips. Se sumergió en sus estudios en cuerpo y alma, decidida a no ser eclipsada en ninguna clase por Gilbert Blythe. La rivalidad existente entre ellos pronto se hizo notoria; Gilbert era todo afabilidad; pero era de temerse que con Ana no sucediera lo mismo, ya que ésta tenía una condenable tenacidad para conservar rencores. Era tan apasionada en sus odios como en sus amores. Nunca admitiría que consideraba a Gilbert su rival, porque hubiera significado reconocer que existía, a lo que Ana no estaba dispuesta; pero la rivalidad se mantenía y los honores fluctuaban entre ellos. Hoy era Gilbert el primero en la clase de gramática y al día siguiente Ana, con un movimiento de sus trenzas rojas, le sobrepasaba. Una mañana Gilbert había hecho todas sus sumas correctamente y su nombre era escrito en la lista de honor del pizarrón. A la mañana siguiente Ana, habiendo luchado salvajemente toda la tarde anterior con los decimales, sería la primera. Un aciago día empataron y sus nombres fueron escritos juntos. Esto resultó casi tan malo como un «Atención», y el descontento de Ana fue tan evidente como la satisfacción de Gilbert.