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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Lord Warburton! —exclamó, poniéndose en pie.

—No tenía ni idea de que fuese usted. Al doblar esa esquina me la he encontrado.

La joven miró a su alrededor para explicarse.

—Estoy sola en este momento, pero mis acompañantes acaban de dejarme. Mi primo se ha ido a ver los trabajos de excavación que hay por allí.

—Ah, sí; ya veo. —Y lord Warburton dirigió la mirada vagamente en la dirección que ella le había indicado. Ahora estaba plantado con firmeza ante ella; había recobrado el aplomo y parecía querer demostrarlo, si bien con toda gentileza—. No quiero molestarla —añadió, mirando el pilar abandonado—. Se la ve cansada.

—Sí, me siento un tanto fatigada. —Tras un breve titubeo, Isabel tomó de nuevo asiento—. Pero no quiero que interrumpa su paseo por mi causa —añadió.

—No importa, estoy completamente solo, no tengo absolutamente nada que hacer. No tenía la menor idea de que estuviese usted en Roma. Acabo de llegar de Oriente y solo estoy de paso.

—Ha hecho usted un largo viaje —dijo Isabel, que había sabido por Ralph que lord Warburton se había ausentado de Inglaterra.

—Sí, me marché al extranjero seis meses, poco después de verla por última vez. He estado en Turquía y en Asia Menor; llegué de Atenas hace unos días. —Aunque hacía lo posible por no mostrarse azorado, no parecía muy cómodo, y tras dirigir una larga mirada a la joven le preguntó sin rodeos—: ¿Quiere que la deje sola, o me permite que le haga compañía un rato?

Isabel respondió con amabilidad.

—No quiero que me deje, lord Warburton. Me alegro mucho de verle.

—Le agradezco sus palabras. ¿Me permite que me siente?

En el fuste estriado donde Isabel se había sentado podrían haberse acomodado varias personas, y había sitio de sobra incluso para un fornido caballero inglés. Aquel distinguido espécimen de las clases privilegiadas tomó asiento cerca de nuestra joven dama, y al cabo de cinco minutos ya le había hecho varias preguntas, escogidas un tanto al azar, cuyas respuestas al parecer no captó, ya que formuló alguna de ellas dos veces. A su vez, le proporcionó bastante información sobre sí mismo, que ella, haciendo gala de la mayor tranquilidad propia del carácter femenino, no echó en saco roto. En reiteradas ocasiones afirmó que no había esperado encontrársela, y resultó evidente que el encuentro le afectaba de tal forma que habría sido recomendable cierta preparación. Sin apenas transición, la superficialidad con la que hablaba de las cosas se trocó en solemnidad, y de enumerar sus tribulaciones pasó a relatar sus placeres. Lucía un espléndido bronceado; incluso su indómita barba aparecía bruñida por el ardiente sol de Asia. Se cubría con esas prendas holgadas y heterogéneas que elige el viajero inglés en tierras extranjeras para sentirse cómodo y afirmar su nacionalidad; y con aquellos ojos serenos y agradables, aquella tez bronceada, fresca aunque madura, aquella figura varonil, aquellos modales pausados y aquel aire general de ser un caballero y un explorador, era un representante tan claro de la raza británica que quienes sienten aprecio por ella no habrían podido evitar reconocerle en cualquier confín de la tierra. Isabel reparó en tales cosas y se congratuló de que él siempre le hubiese agradado. Había conservado, de forma inequívoca y a pesar de los contratiempos, todas sus cualidades, cualidades que expresaban, por así decirlo, la esencia de las grandes casas nobles; que recordaban las características y ornamentos más íntimos de aquellas, esos que no se cambian de sitio por capricho y que solo desaparecen en caso de desgracia mayor. Hablaron de los asuntos que era natural que tratasen: de la muerte del tío de Isabel, del estado de salud de Ralph, de cómo había pasado ella el invierno, de su visita a Roma, de su vuelta a Florencia, de los planes que tenía para el verano, del hotel en el que se alojaba; y, a continuación, de las aventuras de lord Warburton, de sus movimientos, intenciones, impresiones, y de su domicilio en aquel momento. Por fin se hizo un silencio que fue mucho más elocuente que cualquier cosa que se habían dicho y que casi convirtió en superfluas las últimas palabras de lord Warburton:

—Le he escrito varias veces.

—¿Que me ha escrito? Jamás he recibido carta suya.

—Nunca se las envié. Las quemé.

—¡Ah! —dijo Isabel entre risas—. Mejor que haya sido usted quien lo hiciera y no yo.

—Pensé que no le interesarían —añadió él, con una sencillez que la conmovió—. Me pareció que, después de todo, no tenía derecho alguno a molestarla con mis cartas.

—Me habría alegrado mucho recibir noticias suyas. Bien sabe usted cuánto esperaba que… que… —Isabel se interrumpió; sus pensamientos expresados en voz alta habrían parecido pueriles.

—Sé lo que va a decirme. Que esperaba que continuásemos siendo buenos amigos.

La fórmula, en labios de lord Warburton, sonaba en verdad pueril; pero también era cierto que a él le interesaba que así fuese.

—No hable de eso, se lo ruego —fue lo único que Isabel acertó a decir, unas palabras que tampoco le parecieron más sustanciosas que las de él.

—Sería un pequeño consuelo que me permitiese hablar —dijo su interlocutor con tono enérgico.

—No puedo fingir para consolarle —dijo la joven, que, pese a seguir sentada inmóvil, sintió un triunfo íntimo al lanzarle de nuevo la respuesta que tan poco había satisfecho a su acompañante seis meses antes. Lord Warburton era agradable, fuerte, galante; no había hombre mejor que él. Pero su respuesta seguía siendo la misma.

—Es mucho mejor que no trate de consolarme; le resultaría imposible —le oyó decir a través de la bruma de aquella extraña euforia que la embargaba.

—Tenía la esperanza de que volviésemos a encontrarnos, ya que no temía que me hiciese sentir culpable por haberlo tratado mal. Pero cuando habla usted así… me causa más dolor que placer.

Isabel se levantó con aire un tanto estudiado y majestuoso, y buscó con la mirada a sus compañeros.

—No quiero hacerla sentir así; está claro que no puedo decirlo. Lo único que deseo es que sepa un par de cosas, para hacerme, en cierto modo, justicia a mí mismo. No volveré a aludir de nuevo a la cuestión. Todo lo que le dije el año pasado lo sentía de verdad; era incapaz de pensar en otra cosa. He tratado de olvidar, con todas mis fuerzas y de forma sistemática. He tratado de interesarme por alguien más. Le estoy diciendo esto porque quiero que sepa que he cumplido mi parte. Pero ha sido en vano. Me marché al extranjero por la misma razón, lo más lejos posible. Según dicen, viajar distrae la mente, pero en mi caso no fue así. He pensado constantemente en usted desde la última vez que la vi. Sigo exactamente igual. La amo tanto como entonces, y todo lo que le dije sigue siendo verdad. En este preciso instante, mientras le hablo, me doy cuenta de nuevo, con toda claridad y para mi inmensa desgracia, del hechizo que usted ejerce sobre mí. Ya está, no podía por menos de decírselo. Sin embargo, no es mi intención insistir; ha sido solo un momento. Solo añadiré que cuando hace apenas un rato me tropecé con usted, sin la más remota idea de que iba a verla, estaba precisamente, se lo juro por mi honor, preguntándome dónde estaría usted.

Había recuperado el dominio de sí mismo, que, a medida que hablaba, se fue afianzando. Podría haber estado dirigiéndose a un pequeño comité, pronunciando con claridad y aplomo absolutos una declaración de importancia, auxiliado de vez en cuando por una rápida ojeada a unas anotaciones escritas en un papel escondido en el sombrero, que no había vuelto a ponerse. Y a buen seguro que el comité habría quedado convencido con sus explicaciones.

—He pensado a menudo en usted, lord Warburton —respondió Isabel—. Puede estar seguro de que siempre lo voy a hacer. —Y, en un tono en el que trató de subrayar la gentileza y suavizar el significado, añadió—: Eso no nos perjudicará a ninguno de los dos.

Echaron a andar juntos, e Isabel se interesó al punto por sus hermanas y le rogó que les dijera que así lo había hecho. Por el momento, él no volvió a hacer referencia a la gran cuestión, sino que de nuevo se internó en terreno más firme y seguro. Pero quiso saber cuándo pensaba irse de Roma, y al comunicarle ella la fecha de su partida, declaró que se alegraba de que fuera algo tan lejano todavía.

—¿Por qué dice eso si usted tan solo está de paso? —preguntó Isabel con cierta ansiedad.

—Bueno, cuando hablé de estar de paso, no quería decir que uno pueda pasar por Roma como si lo hiciese por Clapham Junction. Estar aquí de paso implica quedarse una o dos semanas.

—Sea franco y diga que tiene la intención de quedarse el mismo tiempo que yo.

Sonrió avergonzado y, por un momento, dio la impresión de estar tanteándola.

—Es que si lo digo, no le va a gustar. Le entrará miedo de verme demasiado.

—Que me guste o no, carece de importancia. Está claro que no puedo esperar que abandone por mi causa este lugar maravilloso. Pero confieso que me da miedo.

—¿Miedo a que empiece de nuevo? Le prometo que tendré mucho cuidado.

Poco a poco habían ido aminorando el paso y, por un momento, se quedaron frente a frente.

—¡Pobre lord Warburton! —dijo Isabel con una compasión que pretendía ser beneficiosa para ambos.

—¡Sí, pobre lord Warburton! Pero tendré cuidado.

—Usted puede sentirse desgraciado, pero no va a conseguir que yo lo sea. No lo permitiré.

—Si creyera que podría hacerla desgraciada, creo que lo intentaría.

Al oír esas palabras, Isabel echó a andar y lord Warburton procedió a seguirla.

—Jamás diré nada que pueda molestarla.

—Muy bien. Porque si lo hace, se acabará nuestra amistad.

 

—Quizá algún día, pasado algún tiempo, me dé usted su permiso.

—¿Permiso para hacerme desgraciada?

Él titubeó.

—Para decirle de nuevo… —empezó, pero se detuvo a tiempo—. Me lo guardaré para mí. Me lo guardaré siempre para mí.

La señorita Stackpole y su acompañante se habían sumado a la visita de Ralph a las excavaciones, y los tres emergieron en aquel momento de entre los montículos de tierra y piedras que rodeaban la abertura y quedaron a la vista de Isabel y lord Warburton. El pobre Ralph saludó a su amigo con alegría no exenta de asombro, y Henrietta exclamó con voz estentórea:

—¡Dios mío, pero si está aquí ese lord!

Ralph y su vecino inglés se saludaron con esa austeridad con la que, tras una larga separación, se saludan los vecinos ingleses, y la señorita Stackpole posó su inquisitiva mirada intelectual en el bronceado viajero. Pero pronto decidió cuál era su postura ante la crisis.

—Imagino que no se acordará de mí, señor.

—Por supuesto que me acuerdo de usted —dijo lord Warburton—. La invité a venir a verme, y usted jamás lo hizo.

—Yo no voy a todos los sitios a los que me invitan —respondió con frialdad la señorita Stackpole.

—Ah, bien; en tal caso, no la invitaré más —dijo entre risas el amo de Lockleigh.

—Si lo hace, iré; no le quepa duda.

A lord Warburton, pese a su hilaridad, no parecía caberle la menor duda. El señor Bantling se había quedado a un lado con discreción, pero aprovechó aquel momento para saludar con una inclinación de cabeza al noble.

—Ah, ¿está usted por aquí, Bantling? —dijo lord Warburton estrechándole la mano.

—Vaya —dijo Henrietta—, no sabía que lo conociera usted.

—Imagino que no sabe a cuánta gente conozco —repuso el señor Bantling con humor.

—Creía que, cuando un inglés conocía a un lord, era algo que siempre contaba.

—Ya, es que me temo que Bantling se avergüenza de mí —dijo lord Warburton riendo de nuevo.

A Isabel le agradó aquel tono y exhaló un leve suspiro de alivio mientras emprendían el camino de vuelta a casa.

Al día siguiente era domingo, y la joven empleó la mañana en escribir dos largas cartas: una a su hermana Lily y otra a madame Merle, pero en ninguna de aquellas epístolas mencionó el hecho de que un pretendiente rechazado hubiese amenazado con declarársele de nuevo. Los domingos por la tarde, todos los romanos de pro (y con frecuencia los bárbaros del norte son los mejores) tienen por costumbre asistir al rezo de vísperas en San Pedro; y nuestros amigos habían acordado ir juntos en coche a la gran basílica. Después del almuerzo, una hora antes de que llegase el carruaje, lord Warburton se presentó en el Hôtel de Paris e hizo una visita a las dos damas, ya que Ralph Touchett y el señor Bantling habían salido juntos. El visitante parecía querer darle a Isabel una prueba de su intención de mantener la promesa que le había hecho el día anterior; se mostró discreto y franco a la vez, y no fue ni de lejos inoportuno o torpe, y menos insistente. Quería así que fuese ella la que juzgase que podía ser un buen amigo sin más. Habló de sus viajes, de Persia, de Turquía, y cuando la señorita Stackpole le preguntó si le merecería la pena visitar dichos países, él le aseguró que ofrecían un sinfín de oportunidades para una mujer emprendedora. Isabel le hizo justicia, pero se preguntó cuáles eran sus intenciones e incluso qué esperaba alcanzar con aquella demostración de sinceridad tan absoluta. Si lo que esperaba era ablandarla al mostrarle que era un magnífico compañero, podría haberse ahorrado la molestia. Bien sabía que todo en él era de una calidad superlativa, y nada de lo que ahora hiciese era necesario para mejorar tal opinión. Es más, el simple hecho de que se encontrase en Roma le resultaba una complicación desagradable, y ella con las que disfrutaba era con las agradables. Pese a todo, cuando al término de la visita lord Warburton anunció que él también acudiría a San Pedro y que los buscaría a ella y a sus amigos, Isabel se vio obligada a responderle que hiciera como gustase.

Ya en la iglesia, mientras recorría aquella inmensidad de mosaicos, fue lord Warburton la primera persona con la que se encontró. Ella no se había contado entre esos turistas de casta superior que se sienten «decepcionados» al ver San Pedro y que encuentran que la basílica no se corresponde con su fama. La primera vez que pasó bajo los enormes cortinajes de cuero que se tensan y golpetean la entrada, la primera vez que se encontró bajo la enorme cúpula arqueada y vio cómo la luz se filtraba a través del aire denso de incienso, entre reflejos de mármol y oro, de mosaicos y bronce, su concepto de grandeza aumentó hasta límites vertiginosos, y desde entonces jamás careció de espacio para expandirse. Lo contempló todo con admiración, como lo hace un niño o un campesino, y rindió silencioso tributo a lo sublime del lugar. Lord Warburton iba a su lado y le hablaba de Santa Sofía de Constantinopla, y por un instante Isabel temió que acabase haciéndole reconocer lo ejemplar de su conducta. El servicio religioso aún no había comenzado, pero en San Pedro hay mucho que observar, y, como hay algo que resulta casi profano en la inmensidad del lugar, que lo hace parecer destinado en igual medida al ejercicio físico que al espiritual, las distintas figuras y grupos, los fieles y espectadores entremezclados, pueden cumplir sus variados propósitos sin conflicto ni escándalo. En aquella inmensidad esplendorosa las indiscreciones individuales no se aprecian más que a corta distancia. A Isabel y sus acompañantes, sin embargo, no podía reprochárseles ninguna; ya que, pese a que Henrietta declaró con toda ingenuidad que la cúpula de Miguel Ángel quedaba empequeñecida si se la comparaba con la del Capitolio de Washington, su queja iba destinada principalmente a los oídos del señor Bantling y se reservaba una versión más detallada para las columnas del Interviewer. Isabel hizo el recorrido de la iglesia en compañía de lord Warburton y, al aproximarse al coro que queda a la izquierda de la entrada, les llegaron las voces de los cantores del Papa por encima de las cabezas del gran número de personas congregadas al otro lado de las puertas. Se detuvieron un momento en los márgenes de aquella multitud, formada a partes iguales de romanos autóctonos y extranjeros curiosos, y el concierto sacro continuó mientras estaban allí. Al parecer, Ralph se hallaba, junto con Henrietta y el señor Bantling, en el interior, donde Isabel, al mirar más allá del denso grupo, vio cómo la luz vespertina, entre nubes plateadas de incienso que parecían entremezclarse con los espléndidos cánticos, caía oblicuamente desde los altos ventanales hundidos entre relieves. Al cabo de un tiempo cesaron los cánticos y entonces lord Warburton pareció dispuesto a alejarse de allí con ella. Isabel no tuvo más opción que acompañarlo; y en ese momento se encontró frente a frente con Gilbert Osmond, que al parecer había estado detrás de ella, a corta distancia, y ahora se acercaba mostrando sus mejores modales, que en esta ocasión parecía hacer aún más patentes para adecuarse al lugar.

—Así que se ha decidido a venir —dijo la joven al tiempo que le tendía la mano.

—Sí, llegué anoche y me he acercado a su hotel esta tarde. Allí me han dicho que se encontraba usted aquí y he estado buscándola.

—Los demás están ahí dentro —se decidió a decir Isabel.

—Yo no he venido buscando a los demás —replicó él al instante.

Isabel apartó la mirada; lord Warburton estaba observándolos, y tal vez hubiese oído aquello. De improviso recordó que era exactamente lo mismo que le había dicho la mañana que fue a Gardencourt a pedirle que se casase con él. Las palabras del señor Osmond habían hecho que el rubor cubriese sus mejillas, y aquel recuerdo no ayudó a que se disipase. Para evitar traicionarse a sí misma, procedió a hacer las presentaciones y, afortunadamente, en ese momento emergió del coro el señor Bantling, que se abrió paso entre la multitud con valerosa determinación británica, seguido de la señorita Stackpole y Ralph Touchett. Y digo afortunadamente, aunque tal vez sea esta una versión superficial de las cosas, ya que, al percatarse de la presencia del caballero de Florencia, Ralph Touchett no pareció encontrar en ello motivo alguno de alegría. No obstante, se acercó con cortesía y le comentó a Isabel, con la debida benevolencia, que pronto tendría a todos sus amigos a su alrededor. La señorita Stackpole había conocido al señor Osmond en Florencia, pero ya había encontrado ocasión para decirle a Isabel que no le gustaba más que sus otros admiradores, refiriéndose al señor Touchett y a lord Warburton, e incluso a aquel menudo señor Rosier de París. «No sé qué es lo que tienes —se había complacido en observar—, pero para ser una joven tan agradable atraes a la gente más extraña. El señor Goodwood es el único que merece mi respeto, y es justo el que tú no valoras».

—¿Qué opinión le merece San Pedro? —estaba en aquel momento preguntándole el señor Osmond a nuestra joven dama.

—Es muy grande y muy luminoso —se limitó a responder ella.

—Es demasiado grande; hace que uno se sienta como un átomo.

—¿Y no es así como debe sentirse uno en el templo más grande erigido por los humanos? —preguntó ella a su vez, bastante satisfecha de la frase.

—Imagino que es como hay que sentirse en cualquier parte, cuando uno no es nadie. Pero en una iglesia me gusta tan poco como en cualquier otro lugar.

—¡Tendría que haber sido usted Papa! —exclamó Isabel, recordando algo que él le había dicho en Florencia.

—¡Ah, lo que habría disfrutado! —dijo Gilbert Osmond.

Lord Warburton, mientras tanto, se había unido a Ralph Touchett, y ambos se alejaron juntos.

—¿Quién es ese individuo que está hablando con la señorita Archer? —quiso saber el noble.

—Se llama Gilbert Osmond y vive en Florencia —dijo Ralph.

—Y aparte de eso, ¿qué es?

—Nada en absoluto. Bueno, sí: es estadounidense, pero es algo que uno olvida fácilmente… tiene muy poco de ello.

—¿Hace mucho que conoce a la señorita Archer?

—Unas dos o tres semanas.

—¿Y a ella le gusta?

—Es lo que trata de averiguar.

—¿Y qué crees que va a pasar?

—¿Que si va a averiguarlo?

—Si le gustará.

—¿Me estás preguntando si lo aceptará?

—Sí —reconoció lord Warburton tras un instante—; para mi desgracia, supongo que es eso lo que quiero decir.

—Si nadie trata de impedirlo, puede que no lo acepte.

Su señoría se quedó un instante mirándolo fijamente, pero al final lo entendió.

—Entonces, ¿lo que tenemos que hacer es estar callados?

—Callados como tumbas. ¡Y a ver si así tenemos alguna posibilidad!

—¿Alguna posibilidad de que lo acepte?

—De que no lo haga.

Lord Warburton asimiló el comentario en silencio, pero a continuación habló de nuevo.

—¿Es muy inteligente?

—No lo sabes bien —dijo Ralph.

Su interlocutor se quedó pensativo.

—¿Y qué más?

—¿Qué más quieres? —gimió Ralph.

—Querrás decir qué más quiere ella.

Ralph lo tomó del brazo para hacerle dar la vuelta: tenían que reunirse con los demás.

—Ella no quiere nada de lo que nosotros podamos ofrecerle.

—Ah, bueno, si no quiere nada de ti… —dijo su señoría con gracejo mientras regresaban.

28

Al día siguiente, ya entrada la tarde, lord Warburton acudió de nuevo al hotel a ver a sus amigos y, una vez allí, se enteró de que habían ido a la ópera. Se dirigió al teatro con la intención de visitarlos en el palco, como se acostumbra a hacer sin formalismos en Italia; y una vez que logró entrar (se trataba de un local de segunda categoría), inspeccionó aquella sala de gran tamaño, mal iluminada y de pobre decoración. Acababa de finalizar uno de los actos y no había obstáculo para su búsqueda. Tras escudriñar dos o tres filas de palcos, descubrió en uno de los más grandes a una dama a la que no tuvo dificultad en reconocer. La señorita Archer estaba sentada de cara al escenario y quedaba parcialmente oculta por la cortina del palco; y a su lado, recostado en su asiento, se encontraba el señor Gilbert Osmond. Parecían tener el lugar para ellos solos, y Warburton supuso que sus acompañantes habían aprovechado el descanso para disfrutar de la relativa frescura del vestíbulo. Permaneció un instante con la mirada clavada en la interesante pareja y se preguntó si debería subir e interrumpir su tranquilidad. Al fin le pareció que Isabel lo había visto, y esa circunstancia le hizo tomar una decisión. No debía mostrarse claramente esquivo. Tomó el camino de las alturas y en la escalera se tropezó con Ralph Touchett, que bajaba con lentitud, el sombrero ladeado como indicando hastío y las manos donde siempre solía llevarlas.

 

—Te he visto abajo hace un momento e iba a buscarte. Me siento solo y necesito compañía —dijo Ralph a modo de saludo.

—Pues tienes una muy buena y la has abandonado.

—¿Te refieres a mi prima? Tiene un visitante y no me quiere allí. Y la señorita Stackpole y el señor Bantling se han ido a un café a tomarse un helado; a la señorita Stackpole le encanta el helado. Y tampoco me pareció que ellos me quisiesen a su lado. La ópera es muy mala; las mujeres parecen lavanderas y cantan como pavos reales. Me encuentro muy deprimido.

—Entonces harás mejor regresando al hotel —dijo lord Warburton sin rodeos.

—¿Y abandonar a mi joven dama en este deprimente lugar? De eso ni hablar, tengo que cuidar de ella.

—No parece andar escasa de amigos.

—Ya, por eso precisamente tengo que vigilarla.

—Pues si a ti no te quiere a su lado, es probable que a mí tampoco.

—No, en tu caso es distinto. Ve al palco y quédate allí mientras yo doy una vuelta.

Lord Warburton se dirigió al palco, donde Isabel le recibió como si fuese un amigo tan honorable y antiguo que él se preguntó vagamente a qué extraño dominio temporal lo estaba anexionando. Intercambió saludos con el señor Osmond, a quien había sido presentado el día anterior y que, tras su entrada, se mantuvo en silencio y un tanto al margen, como si rechazase cualquier intervención en los asuntos que probablemente se estaban tratando. Al recién llegado le sorprendió ver que, en un ambiente operístico como aquel, la señorita Archer aparecía radiante, presa incluso de una leve exaltación. Sin embargo, como la mirada de la joven era siempre penetrante, sus gestos vivaces y su conversación muy animada, era posible que se equivocase al respecto. Su conversación con él, por otro lado, indicaba presencia de ánimo; expresaba una afabilidad tan deliberada e ingeniosa que no dejaba duda de que se encontraba en pleno dominio de sus facultades. El pobre lord Warburton tuvo momentos de perplejidad. Ella lo había desanimado, expresamente, en la medida en que podía hacerlo una mujer. ¿A qué venían entonces todas aquellas artes y agasajos, sobre todo con aquel tono de reparación… o de preparación? Su voz tenía timbres de dulzura, pero ¿por qué razón los utilizaba con él? Regresaron los demás compañeros de palco, y dio comienzo otro acto de aquella ópera trivial, deprimente y familiar. El palco era amplio y había sitio para que él se quedase si se sentaba un poco atrás y a oscuras. Y así lo hizo durante media hora, mientras el señor Osmond permanecía en su sitio, inclinado hacia delante y con los codos apoyados en las rodillas, justo detrás de Isabel. Lord Warburton no oía nada, y desde su oscuro rincón no veía otra cosa que el nítido perfil de aquella joven dama recortado contra la tenue iluminación de la sala. Al llegar el siguiente entreacto nadie se movió. El señor Osmond se puso a hablar con Isabel y lord Warburton permaneció en su rincón. Sin embargo, solo estuvo unos instantes; después, se levantó y dio las buenas noches a las damas. Isabel no hizo nada por retenerlo, pero ello no impidió que volviese a ser presa de la confusión. ¿Por qué tenía ella tanto empeño en subrayar una de sus cualidades, justo la equivocada, y pasar completamente por alto otra, que era la acertada? Se sintió furioso consigo mismo por estar tan desconcertado, y después se enojó por sentirse furioso. La música de Verdi no le brindaba consuelo alguno, y salió del teatro y se fue caminando hacia su hotel, sin saber el camino, por aquellas tortuosas y trágicas callejuelas de Roma, por las que penas más grandes que la suya habían sido arrastradas bajo la luz de las estrellas.

Una vez que se hubo marchado, Osmond le preguntó a Isabel:

—¿Cómo es el carácter de ese caballero?

—Irreprochable… ¿acaso no lo ha visto?

—Es dueño de media Inglaterra; ese es su carácter —comentó Henrietta Stackpole—. ¡Y después dicen que es un país libre!

—¡Ah! ¿Es un gran terrateniente? ¡Dichoso él! —dijo Gilbert Osmond.

—¿Le parece a usted dichoso… ser propietario de unos infelices seres humanos? —preguntó Henrietta—. Él es amo de sus arrendatarios, y los cuenta por miles. Es agradable tener posesiones, pero yo me conformo con objetos inanimados. No me empeño en ser dueña de carne y huesos, de conciencias y mentes.

—Pues a mí me parece que es usted dueña de uno o dos seres humanos —señaló en tono burlón el señor Bantling—. Dudo mucho de que Warburton maneje a sus arrendatarios como usted me maneja a mí.

—Lord Warburton es un auténtico radical —apuntó Isabel—. Tiene ideas muy avanzadas.

—Lo que son muy avanzados son sus muros de piedra. Su parque está rodeado por una gigantesca verja de hierro, de unas treinta millas de extensión —anunció Henrietta para información del señor Osmond, y añadió—: Ya me gustaría a mí que tuviese una conversación con algunos de nuestros radicales de Boston.

—¿Es que están en contra de las verjas de hierro? —preguntó el señor Bantling.

—No cuando sirven para encerrar a malvados conservadores. Siempre tengo la impresión de hablar con usted sorteando algo rematado por finos y cortantes vidrios rotos.

—¿Conoce usted bien a ese reformador incorregible? —siguió preguntando Osmond a Isabel.

—Lo suficiente para lo que me interesa.

—¿Y en qué consiste ese interés?

—Pues en que me agrada que me guste.

—«Agradarle que le guste»… ¡menuda pasión!

—No —reflexionó Isabel—, entienda por gustarle a uno no tenerle aversión.

Osmond se echó a reír.

—¿Se propone, entonces, provocar en mí una pasión hacia él?

Ella no contestó de inmediato, pero poco después respondió a aquella frívola pregunta con una seriedad desproporcionada.

—No, señor Osmond —dijo—. No creo que yo me atreviera jamás a provocar nada en usted. —Luego, un poco más tranquila, añadió—: En cualquier caso, lord Warburton es un hombre muy agradable.

—¿De una gran inteligencia? —preguntó su amigo.

—De una enorme inteligencia, y tan bueno como aparenta.

—¿Tan bueno como bien parecido, quiere decir? Es muy bien parecido. ¡Qué detestable ser tan afortunado! Gran magnate inglés, además de inteligente y apuesto, y, por si esto fuera poco, merecedor de su más alta estima. Un hombre así, sí que despierta mi envidia.

Isabel lo examinó con interés.

—Me parece que usted siempre tiene a alguien a quien envidiar. Ayer era al Papa; hoy, al pobre lord Warburton.

—Mi envidia no es peligrosa; no le haría daño ni a una mosca. Yo no quiero destruir a ninguna persona, lo único que quiero es ser ella. Como ve, al único al que destruiría es a mí mismo.

—¿Es que le gustaría ser el Papa? —preguntó Isabel.

—Me encantaría, aunque tendría que haberme puesto a ello antes. Pero —preguntó Osmond volviendo al tema—, ¿por qué cuando habla usted de su amigo se refiere a él como pobre?

—Las mujeres, cuando son muy buenas, buenas de verdad, a veces se compadecen de los hombres a quienes han hecho daño; esa es la mejor forma que tienen de demostrar su bondad —dijo Ralph, tomando por primera vez parte en la conversación y con un cinismo tan transparente e ingenioso que resultaba prácticamente inocente.

—¿Es que acaso le he hecho yo daño a lord Warburton? —preguntó Isabel, enarcando las cejas como si tal idea fuese totalmente novedosa.

—Pues si lo has hecho, le está bien empleado —dijo Henrietta al tiempo que se alzaba el telón para dar paso al ballet.

Isabel no volvió a ver a su supuesta víctima durante las veinticuatro horas siguientes, pero el segundo día después de la visita a la ópera se lo encontró en la galería del Capitolio, inmóvil ante la pieza más notable de la colección, la estatua del Gladiador moribundo. Isabel había llegado con sus acompañantes, entre quienes en esta ocasión se hallaba de nuevo Gilbert Osmond, y el grupo, tras haber subido por la escalinata, había entrado en la primera y más importante de las salas. Lord Warburton la saludó con aire animado, pero al momento le comunicó que se marchaba de la galería.