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100 Clásicos de la Literatura

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»Armar, afamado en la guerra, llegó y trató de obtener el amor de Daura; ella no pudo resistírsele mucho tiempo. Hermosas eran las esperanzas de sus amigos.

»Erath, el hijo de Dogal, guardaba rencor, ya que su hermano yacía derrotado por Armar. Llegó disfrazado en un barco. Su bote era hermoso sobre las olas, la edad había encanecido sus rizos, su serio rostro estaba tranquilo. “La más hermosa de las doncellas —dijo—, querida hija de Armin, allí, junto a las rocas, a poca distancia del mar donde brillan los rojos frutos del árbol, allí espera Armar a Daura; vengo para guiar su amor a través de la rizada mar”.

»Ella lo siguió y llamó a Armar; no obtuvo otra respuesta que la voz de las rocas. “¡Armar! ¡Amor mío! ¡Amor mío! ¿Por qué me asustas así? ¡Escucha, hijo de Arnarth! ¡Escucha! ¡Es Daura la que te llama!”.

»Erath, el traidor, huyó a tierra riéndose. Ella elevó su voz, llamó a su padre y hermano: “¡Arindal! ¡Armin! ¿No hay nadie que salve a su Daura?”.

»Su voz cruzó el mar. Arindal, mi hijo, descendió por la colina, persiguiendo furioso el botín de su caza, sus flechas crujían en su costado, llevaba su arco en la mano, cinco dogos negros y grises estaban con él. Vio al ladino Erath junto a la orilla, lo apresó y lo ató al roble, apretando con fuerza su cintura; el cautivo llenaba el viento de sus quejidos.

»Arindal se adentró entre las olas en su bote para traer a Daura. Armar llegó furioso, sacó la flecha de plumas grises, silbó, ¡se hundió en tu corazón, oh Arindal, hijo mío! En lugar de Erath el traidor, caíste tú. El bote alcanzó las rocas, hundiéndote con él junto a ellas y llevándote a la muerte. A tus pies corrió la sangre de tu hermano. ¡Cuán grande fue tu pena, oh Daura!

»Las olas destrozaron el bote. Armar se precipitó al mar para salvar a su Daura o morir. De repente una ráfaga de viento llega de la colina, él se hunde y no vuelve a aparecer.

»Solo sobre las rocas que limpia el mar oí las quejas de mi hija. Atronadores y numerosos fueron sus gritos, pero su padre no podía salvarla. Durante toda la noche permanecí junto a la orilla, la vi entre los débiles rayos de la luna, oí sus clamores toda la noche, el viento silbaba con fuerza, la lluvia golpeaba duramente la ladera de la montaña. Su voz se fue debilitando; antes de llegar la mañana, murió como el viento de la tarde entre la hierba de las rocas. ¡Murió cargada de pesares y dejó a Armin solo! Mi fortaleza en el combate había desaparecido, mi orgullo había caído con la doncella.

»Cuando llegan las tormentas de la montaña, cuando el viento del norte eleva las olas, me siento junto a la orilla atronadora y busco con la mirada las espantosas rocas. A menudo, cuando se pone la luna, veo los espíritus de mis hijos: durante el amanecer vagan juntos en triste armonía».

Un torrente de lágrimas, que brotó de los ojos de Lotte y le dio aire a su oprimido corazón, detuvo el canto de Werther. Arrojó el papel, cogió su mano y lloró amargamente. Lotte se apoyó en la otra y ocultó sus ojos con el pañuelo. La emoción de ambos era terrible. Sentían su propia desgracia en el destino de los nobles, lo sentían juntos y sus lágrimas los unían. Los labios y los ojos de Werther ardían junto al brazo de Lotte; un escalofrío la recorrió; quería alejarse y el dolor y la simpatía la oprimían como si fueran plomo y la paralizaban. Respiró para recuperarse y le pidió sollozando que continuara, ¡se lo pidió con una voz celestial! Werther tembló, su corazón quería estallar, levantó la hoja y leyó con voz entrecortada.

«¿Por qué me despiertas, aire de primavera? Me cortejas diciéndome: ¡Mi rocío son gotas del cielo! Pero el tiempo de mi ajamiento está próximo, próxima está la tormenta que destruirá y hará caer mis hojas. Mañana llegará el caminante que me vio en todo mi esplendor y sus ojos me buscarán en el campo y no me encontrarán».

Toda la violencia de estas palabras cayó sobre el desdichado. Se arrojó ante Lotte lleno de desesperación, cogió sus manos, las apretó contra sus ojos, contra su frente, y ella parecía presentir en su alma su espantoso propósito. Se sintió confusa, apretó sus manos, las estrechó contra su pecho, se inclinó hacia él con un movimiento melancólico y sus ardientes mejillas se rozaron. El mundo desapareció para ellos. Werther entrelazó sus brazos rodeándola, la estrechó contra su pecho y cubrió sus labios temblorosos y balbuceantes de furiosos besos. «¡Werther!», exclamó con voz ahogada al tiempo que volvía el rostro, «¡Werther!», y alejó con mano débil su pecho del de él; «¡Werther!», exclamó con el tono sereno del más noble de los sentimientos. Él no se resistió y la dejó escapar de entre sus brazos, arrojándose ante ella fuera de sí. Ella se levantó y confusa e inquieta, oscilando entre el amor y la ira, dijo: «¡Ésta es la última vez, Werther! No volveréis a verme». Y con una mirada llena de amor por el desventurado entró rápidamente en la habitación contigua y cerró la puerta tras de sí. Werther alargó sus brazos en su dirección, pero no se atrevió a detenerla. Se quedó en el suelo con la cabeza reclinada sobre el canapé y permaneció en esta postura durante más de media hora, hasta que un ruido lo hizo volver en sí. Era la doncella, que quería poner la mesa. Él paseó por la habitación y cuando se encontró solo de nuevo, se acercó a la puerta del gabinete y dijo en voz baja: «¡Lotte, Lotte! ¡Sólo una palabra! ¡Una despedida!». Ella callaba. Él aguardó y rogó y aguardó; entonces se fue diciendo: «¡Hasta siempre, Lotte! ¡Hasta siempre!».

Llegó a la puerta de la ciudad. Los guardianes, que se habían acostumbrado a él, lo dejaron pasar sin decir palabra. Desapareció entre la lluvia y la nieve y no volvió a llamar a la puerta hasta cerca de las once. Cuando Werther regresó a casa, su sirviente se dio cuenta de que le faltaba el sombrero. No se atrevió a decir nada, lo ayudó a desvestirse; toda su ropa estaba mojada. Encontraron después el sombrero sobre unas rocas que miran hacia el valle desde la ladera de la colina y les resultó inexplicable cómo pudo llegar hasta allí sin despeñarse en una noche tan oscura y húmeda.

Se tumbó en su cama y durmió mucho. A la mañana siguiente mandó que le trajeran café y el sirviente lo encontró escribiendo la siguiente carta a Lotte:

Por última vez pues, por última vez abro los ojos. ¡Ay! Ya no verán más el sol; un día gris y nebuloso lo mantiene oculto. Así pues, naturaleza, llora por tu hijo, tu amigo, tu amante que se acerca a su fin. Lotte, éste es un sentimiento sin igual y sin embargo es lo más parecido al sueño del amanecer, a decirse: ésta es la última mañana. ¡La última! Lotte, no puedo comprender la palabra: ¡la última! Hoy estoy en plenitud de fuerzas y mañana yaceré rígido y sin energía en la tierra. ¡Morir! ¿Qué significa? Fíjate, cuando hablamos sobre la muerte soñamos. He visto morir a algunos, pero la humanidad es tan limitada que no puede comprender el comienzo y el fin de su existencia. ¡Ahora aún soy mío, tuyo! ¡Tuyo, amada! ¿Y en un instante… separados, alejados… quizá para siempre? No, Lotte, no. ¿Cómo puedo desaparecer? ¿Cómo puedes desaparecer tú? ¡Nosotros existimos! ¡Desaparecer! ¿Qué significa eso? ¡No es más que otra palabra! ¡Un sonido vacío! Algo que no significa nada a los ojos de mi corazón… ¡Muerto, Lotte! ¡Sepultado en la fría tierra, en un lugar tan estrecho, tan tenebroso! Tenía una amiga que significaba todo para mí durante mi desamparada juventud; murió y yo seguí su cadáver y permanecí de pie junto a la fosa viendo cómo descendía el ataúd y hacían crujir la soga debajo de él al retirarla; después resonó la primera paletada y la terrible caja devolvía un tono apagado, y más apagado y más apagado, hasta que acabó cubierto al fin. Me derrumbé junto a la tumba, conmovido, estremecido, horrorizado, con el corazón destrozado; pero no sabía cómo sería en mi caso, qué pasará conmigo… ¡Morir! ¡Sepulcro! ¡No entiendo estas palabras!

¡Ay, perdóname! ¡Perdóname! ¡Ayer! ¡Debía haber sido el último instante de mi vida! ¡Ay, ángel! Por primera vez, sin duda alguna por primera vez atravesó mi alma una sensación de felicidad que todo lo incendiaba: ¡Me ama! ¡Me ama! Aún arde sobre mis labios el sagrado fuego que brotaba de los tuyos, en mi corazón hay un bienestar cálido y nuevo. ¡Perdóname! ¡Perdóname!

Ay, sabía que me amabas, lo reconocí en las primeras miradas tan expresivas, en el primer apretón de manos, y no obstante, cuando me marchaba de nuevo, cuando veía a Albert a tu lado, me desalentaban de nuevo febriles dudas.

¿Recuerdas las flores que me enviaste cuando en aquella desagradable tertulia no pudiste decirme ni una palabra, no pudiste darme la mano? Pasé media noche arrodillado ante ellas y supusieron para mí un sello de tu amor. Pero, ¡ay!, estas impresiones desaparecen, como se aleja gradualmente del alma del creyente la sensación de piedad divina que se le manifestó con toda la plenitud celestial en signos sagrados y visibles.

Todo eso es perdurable, pero ¡ninguna eternidad apagará la ardiente vida que disfruté ayer sobre tus labios, que siento ahora en mí! ¡Ella me ama! Este brazo la ha rodeado, estos labios han temblado sobre los suyos, esta boca ha susurrado entrecortadamente junto a la suya. ¡Es mía! ¡Eres mía! ¡Sí, Lotte, para siempre!

¿Y qué importa que Albert sea tu marido? ¡Marido! Eso sería para este mundo… ¿y para este mundo sería pecado el que te ame, el que te arranque de sus brazos para tenerte en los míos? ¿Pecado? Bien, y me condenaré por ello; he probado el éxtasis celestial en este pecado, he absorbido fuerza y bálsamo vital para mi corazón. ¡A partir de este momento eres mía! ¡Mía, Lotte! ¡Me adelantaré! Iré a ver a mi Padre, a tu Padre. Quiero quejarme ante Él y Él me consolará hasta que vengas y yo vuele hasta ti y te abrace y permanezca a tu lado ante el Eterno en interminables abrazos.

 

¡No sueño, no deliro! Ahora que estoy cerca de la sepultura veo con más claridad. ¡Seremos uno! ¡Volveremos a vernos! ¡Veremos a tu madre! ¡La veré, la encontraré, ay, y ante ella abriré mi corazón! ¡Tu madre, tu vivo reflejo!

Cerca de las once Werther le preguntó a su sirviente si Albert había regresado. El sirviente respondió que sí, que había visto cómo llevaban su caballo. Entonces su señor le entregó una nota abierta para Albert con el siguiente contenido:

¿Querríais prestarme vuestras pistolas para un viaje que tengo previsto? ¡Adiós!

La encantadora dama había dormido poco la noche anterior; aquello que había supuesto el centro de sus temores estaba ya decidido, decidido de una manera que no podía ni prever ni sospechar. Su sangre, que por lo general fluía pura y ligera, sufría un estado febril, miles de sensaciones conmovían su hermoso corazón. ¿Era el fuego de los abrazos de Werther lo que sentía en su pecho? ¿Era enojo por su osadía? ¿Era el disgusto que le causaba comparar su estado actual y aquellos días de inocencia libre y completamente despreocupada en los que confiaba en sí misma con total naturalidad? ¿Cómo debía comportarse con su marido? ¿Cómo reconocer ante él una escena en la que ella había actuado de manera tan correcta y que sin embargo no se atrevía a confesar? Habían estado tanto tiempo en silencio, ¿y debía ser ella la primera que lo rompiera haciéndole a su marido un descubrimiento tan inesperado precisamente en un momento tan poco propicio? Ella ya se temía que la mera noticia de la visita de Werther pudiera causarle una impresión desagradable, ¡y ahora sucedía esta inesperada catástrofe! ¿Podía esperar que su marido la viera con buenos ojos, que la aceptara sin ningún tipo de prejuicio? ¿Y podía desear que leyera en su alma? Y por otra parte, ¿podía disimular frente a un hombre ante el que siempre se había presentado como un límpido cristal, abierta y libre, y a quien no le había ocultado nunca ninguno de sus sentimientos, porque tampoco podría ocultárselos? Todo esto le causaba apuros y preocupaciones; y sus pensamientos siempre volvían a Werther, a quien había perdido para siempre, a quien no podía dejar, a quien desgraciadamente debía dejar a su libre albedrío y a quien no le quedaría absolutamente nada después de que ella lo abandonara.

¡Cuánto le pesaban ahora las desavenencias que se habían establecido entre ellos! No comprendía cómo habían surgido. Unas personas tan razonables y buenas comienzan a callar en presencia del otro por ciertas diferencias personales, de opinión ambos piensan que tienen razón y el otro no y esta situación se enquista y empeora de tal manera que resulta imposible deshacer los nudos precisamente en el momento crítico del que todo depende. Si algún feliz acontecimiento los hubiera acercado de nuevo con anterioridad, si el amor y la consideración mutuos hubieran recobrado la vida y hubiesen abierto sus corazones, quizá habría sido posible salvar a nuestro amigo.

A esto había que añadir aún una circunstancia singular. Como sabemos por sus cartas, Werther nunca había ocultado su deseo de abandonar este mundo. Albert había discutido a menudo con él y también Lotte y su marido habían tratado el tema. Como sentía un decidido desprecio por esta resolución, también había manifestado a menudo, con una susceptibilidad que por lo general no formaba parte de su carácter, que veía razones para dudar mucho de la seriedad de tales propósitos, e incluso se había permitido gastar algunas bromas al respecto y le había comunicado su escepticismo a Lotte. De esta manera lograba tranquilizarla cuando sus pensamientos le presentaban tan triste imagen, pero este escepticismo suponía al mismo tiempo un obstáculo a la hora de comunicarle a su esposo las preocupaciones que la atormentaban en aquel momento.

Albert regresó y Lotte salió a su encuentro con precipitación; no estaba contento, no había podido concluir su negocio, había encontrado en el corregidor vecino a un hombre mezquino e inflexible. Lo accidentado del camino también había aumentado su malhumor.

Preguntó si no había pasado nada y ella respondió con excesiva premura que Werther había estado allí la noche anterior. Él preguntó si había llegado alguna carta y la respuesta fue que en su escritorio tenía una y algunos paquetes. Entonces él se dirigió a su despacho y Lotte se quedó sola. La presencia del hombre al que amaba y respetaba había dejado una impresión en su corazón totalmente nueva. El recuerdo de su nobleza, de su amor y bondad había tranquilizado su ánimo. Sintió una necesidad íntima de seguirlo, cogió su labor y fue a la habitación de Albert, como solía hacer a menudo. Lo encontró ocupado en abrir los paquetes y leer su contenido. Algunos parecían no portar nada agradable. Ella le formuló algunas preguntas que él respondió lacónico, poniéndose después a escribir en el escritorio.

De esta manera pasaron una hora juntos y el ánimo de Lotte se fue volviendo cada vez más sombrío. Sentía lo difícil que le resultaría desvelarle lo que ocultaba en su corazón, incluso si lo hubiese encontrado del mejor humor; calló en un estado de tristeza que se volvió aún más terrible cuando trató de ocultarlo y de tragarse las lágrimas.

La aparición del sirviente de Werther despertó en ella la mayor de las inquietudes; le entregó la nota a Albert, quien se volvió tranquilamente a su mujer y le pidió: «Dale las pistolas». «Le deseo buen viaje», le dijo al joven. Este comentario cayó sobre ella como un rayo, vaciló, al levantarse, sin saber qué le pasaba. Se acercó despacio a la pared, bajó temblando el arma, le quitó el polvo y vaciló, y hubiese titubeado aún durante más tiempo si Albert no la hubiera instigado con una mirada inquisitiva. Le entregó la infeliz herramienta al mozo sin poder pronunciar palabra y cuando hubo abandonado la casa, recogió su labor y se fue a su habitación en un estado de inefable incertidumbre. Su corazón le auguraba todo tipo de horrores. De pronto se sentía dispuesta a arrojarse a los pies de su marido y desvelarle la historia de la noche anterior, su pecado y sus sospechas. Entonces volvió la sensación de que no había salida a esa situación y que lo que menos podía esperar era convencer a su marido para que fuese a ver a Werther. La mesa estaba puesta y una buena amiga, que sólo quería preguntar una cosa e irse de inmediato, acabó quedándose e hizo que la conversación a la mesa fuera soportable; se esforzaron, hablaron, se contaron cosas y olvidaron.

El mozo le llevó las pistolas a Werther, que las recibió con enorme placer cuando oyó que Lotte se las había dado. Mandó que trajeran pan y vino, le pidió al mozo que fuera a la mesa y se sentó a escribir.

Han salido de tus manos, tú les has quitado el polvo, les doy mil besos porque tú las has tocado. ¡Y tú, espíritu celestial, apruebas mi decisión! Y tú, Lotte, me facilitas la herramienta; tú, de cuyas manos deseo recibir la muerte y, ¡ay!, ahora recibo. He interrogado a mi mozo. ¡Temblabas cuando se las entregaste, no me enviaste ninguna despedida! ¡Ay de mí! ¡Ninguna despedida! ¿Tendrás acaso tu corazón cerrado para mí en el momento que me unirá para siempre a ti? ¡Lotte, el paso de los años no borrará esta impresión! Y tengo la sensación de que no podrás odiar a aquel que arde de amor por ti de este modo.

Después de comer le pidió al mozo que terminara de empaquetarlo todo, rompió varios papeles, salió y saldó algunas pequeñas deudas. Regresó a casa, volvió a salir sin importarle la lluvia y se dirigió al jardín condal, estuvo vagabundeando por la zona y al anochecer regresó y escribió:

Wilhelm, he visto por última vez campo y bosque y cielo. ¡Me despido también de ti, madre querida, perdonadme! ¡Consuélala, Wilhelm! ¡Que Dios os bendiga! He puesto todas mis cosas en orden. ¡Hasta siempre! Volveremos a vernos en circunstancias más felices.

Te he pagado mal, Albert, pero sé que me perdonarás. He alterado la paz de tu casa, he sembrado desconfianza entre vosotros. ¡Hasta siempre! Quiero que termine. ¡Ay, espero que mi muerte os permita ser felices! ¡Albert! ¡Albert, haz feliz a ese ángel! ¡Y que Dios te bendiga!

Durante la noche estuvo revolviendo entre sus papeles, rompió muchos y los arrojó en la estufa, selló algunos paquetes dirigidos a Wilhelm. Contenían pequeños párrafos, pensamientos dispersos de los cuales he visto algunos; y después de que a las diez ordenara que avivaran el fuego y le llevaran una botella de vino, envió a su sirviente a la cama, que se encontraba muy alejada, al igual que los dormitorios del resto de la servidumbre de la casa. El asistente se acostó vestido para estar preparado por la mañana temprano, ya que el señor había dicho que los caballos de postas estarían delante de la casa antes de las seis.

Después de las once

Todo es silencio a mi alrededor y mi alma está tranquila. Te doy las gracias, Dios, por regalarme esta calidez, esta fuerza en los últimos instantes.

Me acerco a la ventana, mi bien, y miro y aún veo algunas estrellas del cielo eterno a través de las nubes de tormenta que pasan huidizas. ¡No, no caeréis! El Todopoderoso os lleva junto a su corazón y a mí también. Veo las estrellas de la lanza del carro, la más encantadora de todas las constelaciones. Por las noches, cuando camino por delante de tu casa y también cuando salgo por tu puerta, está enfrente de mí. ¡Con qué embriaguez la he observado a menudo! ¡Con frecuencia elevaba las manos y la convertía en símbolo, en referente de mi felicidad de entonces! Y también… ¡Oh, Lotte, qué no me recuerda a ti! ¿Acaso no estás en todo lo que hay a mi alrededor? ¿Y es que no he recopilado con avidez, como si fuera un niño, toda clase de pequeñeces que tú, santa, has tocado?

¡Adorada silueta! Te la lego, Lotte, y te ruego que la aprecies. He posado en ella miles, miles de besos, saludándola miles de veces cuando salía o regresaba a casa.

En una nota le he pedido a tu padre que cuide de mi cadáver. En el cementerio hay dos tilos, al fondo, en la esquina orientada a la llanura; allí deseo descansar. Puede hacerlo por su amigo y seguro que consentirá. También se lo he rogado. No quiero exigirles a los cristianos piadosos que sus cuerpos yazcan junto a un pobre infeliz. ¡Ay, cuánto me gustaría que me enterrarais junto al camino, o en un valle solitario, que el sacerdote y los levitas pasaran santiguándose ante la piedra señalada y que el samaritano derramara una lágrima!

¡Fíjate, Lotte! ¡No vacilo al tomar el cáliz frío y terrible en el que he de beber el éxtasis de la muerte! Tú me lo entregaste y yo no me amedrento. ¡Todo! ¡Todo! ¡Así se cumplen todos los deseos y esperanzas de mi existencia, llamando tan frío, tan rígido, a las puertas de bronce de la muerte!

¡Ojalá hubiera podido participar de la felicidad de morir por ti! ¡Lotte, entregarme por ti! Querría morir alegre, feliz si así pudiera devolverte la tranquilidad, la felicidad que tenía tu vida. Pero, ¡ay!, eso sólo les fue concedido a unos pocos nobles que pudieron derramar su sangre por los suyos y que por medio de su muerte consiguieron para sus amigos una vida nueva y cien veces mejor.

Quiero que me entierren con estas ropas, Lotte, tú las has tocado, las has bendecido; también se lo he pedido a tu padre. Mi alma flota sobre el ataúd. No deben mirar en mis bolsillos. Aquella cinta de color rojo pálido que tenías sobre tu pecho cuando te vi por primera vez entre tus niños… Ay, dales miles de besos y comunícales el destino de su desventurado amigo. ¡Criaturas! Pululan a mi alrededor. ¡Ay, cómo me uní a ti! ¡Desde el primer momento no pude dejarte! Esta cinta debe ser enterrada conmigo. ¡Me la regalaste el día de mi cumpleaños! ¡Cómo lo disfrutaba todo! ¡Ay, no pensé que el camino conduciría a este punto! ¡Mantén la calma! ¡Te lo ruego, mantén la calma!

Están cargadas. ¡Están dando las doce! ¡Pues que así sea! ¡Lotte! ¡Lotte, hasta siempre! ¡Hasta siempre!

Un vecino vio el brillo de la pólvora y oyó estallar el disparo; pero como después todo permaneció en silencio, lo olvidó pronto.

Por la mañana a las seis el sirviente entró con la lámpara. Encontró en el suelo a su señor, la pistola y sangre. Lo llamó, lo zarandeó; no obtuvo respuesta, sólo expelía estertores. Corrió a buscar a los médicos, a Albert. Lotte oyó cómo llamaban al timbre y un escalofrío recorrió su cuerpo. Despertó a su marido, se levantaron, el sirviente les dio la noticia llorando y tartamudeando, Lotte cayó desmayada ante Albert.

Cuando el médico llegó junto al desdichado, lo encontró en el suelo sin posibilidad alguna de salvación; el pulso latía, su cuerpo estaba paralizado por completo. Se había disparado en la cabeza a través del ojo derecho, se le había salido parte del cerebro. Le abrieron una arteria del brazo, la sangre corría, aún respiraba.

 

A partir de la sangre en el respaldo del sillón podía discernirse que había llevado a cabo la acción mientras estaba sentado ante el escritorio; después se había deslizado hasta el suelo y había estado retorciéndose convulsivamente junto al sillón. Yacía inerme junto a la ventana, descansando boca arriba, estaba completamente vestido y calzado y llevaba un frac azul con un chaleco amarillo.

La casa, el vecindario, la ciudad entera estaba alborotada. Albert entró. Habían acostado a Werther sobre la cama, con la frente vendada y ya con el rostro de un cadáver. No movía un solo músculo. Sus pulmones resonaban broncos y terribles, unas veces con suavidad, otras con más fuerza; estaban esperando su final.

Sólo había probado una copa del vino. Sobre el atril estaba abierta la obra de teatro Emilia Galotti.

Permitidme no comentar nada de la consternación de Albert, de la desesperación de Lotte.

El anciano corregidor acudió a toda prisa en cuanto recibió la noticia, besó al moribundo entre las más amargas lágrimas. Sus hijos mayores llegaron a pie poco después que él, se arrodillaron junto a la cama manifestando el dolor más incontrolable, le besaron las manos y la boca y el mayor, que era el que más lo quería, permaneció junto a sus labios hasta que expiró y lo separaron de él por la fuerza. Murió a las doce del mediodía. La presencia del corregidor y las medidas adoptadas impidieron un tumulto. Por la noche, cerca de las once, mandó que lo enterraran en el lugar que había elegido. El anciano y sus hijos siguieron al cadáver. Albert no pudo. Temían por la vida de Lotte. Lo portaron artesanos. Ningún religioso lo acompañó.