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100 Clásicos de la Literatura

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Entonces, Tom midió nuestras dos décimas partes en la popa, y dejó el resto para Jim, el cual quedó sorprendidísimo de ver la diferencia que había entre las partes, y lo gigantesco que era su montón de arena, y dijo que estaba muy contento de que había podido hablar a tiempo para arreglar la primera división del trabajo, pues creía él que, incluso ahora, había más arena que alegría en su parte del contrato.

Luego, pusimos manos a la obra, y era un trabajo muy duro y arduo; nos daba tanto calor, que tuvimos que subir un poco más arriba para tener un clima más fresco, o de lo contrario no podíamos soportarlo. Tom y yo nos turnábamos, uno trabajaba mientras el otro descansaba, pero no había nadie que relevara al pobre y viejo Jim, que humedeció con su sudor toda aquella parte de África. No podíamos trabajar bien porque estábamos muertos de risa, en tanto Jim se había puesto un poco neura, y quería saber qué era lo que nos hacía reír tanto, y nosotros teníamos que inventarnos motivos, aunque eran bastante tontos, sin embargo servían, ya que Jim no parecía darse cuenta. Por fin, terminamos casi muertos, pero no por el trabajo, sino de risa. Al poco rato, Jim también estaba medio muerto, pero de trabajo, así que nos turnamos y le ayudamos. Él se mostraba más que agradecido con nosotros, y sentado sobre la borda se enjugaba el sudor, jadeaba y, con voz entrecortada, nos decía lo buenos que éramos con un pobre y viejo negro, que nunca nos olvidaría. Era el negro más agradecido que jamás haya visto, aunque uno hiciera la más pequeña cosa por él. Tan sólo era negro por fuera; por dentro era tan blanco como tú.

Capítulo 12

Jim soporta un asedio

Las comidas siguientes fueron pocas y estaban llenas de arena, pero eso no significa nada cuando estás hambriento, pues cuando no lo estás, no hay satisfacción alguna en comer; de cualquier manera, un poco de arenilla en la carne no es ningún engorro en particular, que yo sepa.

Por fin alcanzamos el límite Este del Desierto, navegando hacia el Nordeste. Más allá del límite de la arena, pudimos distinguir tres pequeños techos como si fueran tiendas de campaña, bañados por una suave luz rosa. Entonces Tom dijo:

—Son las Pirámides de Egipto.

Aquello hizo que mi corazón diera un salto de alegría. Veréis, yo había visto muchas pinturas de las Pirámides, las había oído nombrar cientos de veces, pero toparnos con ellas así, de repente, y darme cuenta de que eran algo real y no puras imaginaciones, casi me deja sin respiración por la sorpresa. Hay un hecho que resulta curioso: cuanto más oyes hablar de una cosa o de una persona magnífica y grandiosa, más etérea se te vuelve, podríamos decir, tornándose en una gran figura tenue y temblorosa, sin nada de solidez, hecha de luz de luna. Eso es lo que sucede con George Washington y las Pirámides.

Aparte de eso, las cosas que siempre se han dicho sobre ellas me parecían exageraciones. Había por ahí un tipo que tenía una pintura de ellas y que vino a la escuela dominical una vez para echar un discurso. Nos dijo que la mayor de las Pirámides tenía una extensión de cinco hectáreas, y que medía más de ciento cincuenta metros de altura, como si fuese una montaña empinada, construida toda ella con trozos de piedras tan grandes como una cómoda, y levantada en escalones perfectamente regulares, como peldaños de escalera. Cinco hectáreas, ¿sabéis?, tan sólo para una de ellas, es una granja. Si yo no hubiese estado en una escuela dominical, habría creído que aquello era una mentira; fuera de la escuela, estaba seguro de que lo era. También dijo que había un agujero en la Pirámide, y que se podía descender hasta allí con ayuda de unas velas, y luego recorrerla por un largo túnel inclinado, hasta llegar a un gran salón situado en el estómago de aquella gran montaña de piedra, y que allí se podía encontrar un gran ataúd de piedra, con un rey dentro, que tenía unos cuatro mil años de edad. Entonces, me dije a mí mismo, que si esa historia no era mentira y llegaban a descubrirlo, me comería a ese rey, pues ni siquiera Matusalén fue tan viejo, y además tampoco nadie le había reclamado.

En cuanto nos acercamos un poco más, vimos cómo la arena amarilla terminaba en un borde largo y tieso como una manta y que se unía, borde con borde, con un amplio campo de color verde brillante, el cual era atravesado a su vez por una cuerda serpenteante y torcida que, según decía Tom, era el Nilo. Aquello hizo que mi corazón saltase de alegría otra vez, pues el Nilo era otra de las cosas que, para mí, tampoco eran reales. Ahora bien, os puedo contar una cosa absolutamente cierta: si os ponéis a tontear a lo largo de miles de kilómetros de arena resplandeciente por el sol, que hace que vuestros ojos se llenen de lágrimas sólo de mirarla, y si habéis estado haciéndolo durante más de una semana, el campo verde os hará sentir como en casa y en la gloria de tal manera que los ojos se os llenarán de lágrimas otra vez. Al menos, eso me pasaba a mí, y también a Jim.

Y cuando Jim pudo creer que era la tierra de Egipto la que estaba viendo, no pudo resistir seguir mirándola de pie, sino que se puso de rodillas y se quitó el sombrero, porque decía que un pobre y humilde negro no era digno de llegar hasta allí, si no era en esa posición, ya que se trataba de una tierra en donde habían estado tantos profetas como Moisés, José y Faraón. Jim era presbiteriano, y tenía mucho respeto por Moisés, que también era presbiteriano, según decía él. Estaba tan conmocionado, que dijo:

—¡Es la tierra de Egito, la tierra de Egito, y estoy viéndola con mi propioj ojo! Y allí está el río que se volvió sangre, y estoy mirando la misma tierra en donde fueron enviada la plaga, y loj piojo, laj ranaj, y la langostaj, el graniso, y el sitio en donde marcaron las jambas de las puertaj, y el ángel del Señó vino en la oscuridá de la noche a asesiná a todos los resién nasíos de la tierra de Egito. ¡El viejo Jim no es dino de vé este día!

Entonces perdió el control y se puso a llorar, de tan agradecido como estaba. Así que, entre Tom y él hubo una gran charla: Jim estaba muy entusiasmado porque la tierra estaba tan llena de historia —José y sus hermanos, Moisés entre los juncos, Jacob llegando a Egipto a comprar maíz, la copa de plata en el saco, todas cosas muy interesantes—, y Tom estaba igualmente entusiasmado porque la tierra estaba repleta de historias que iban bien con él —Nuredín, Bedredín y otros gigantes monstruosos, que hacían que el pelo de Jim se erizara—. También nos habló de otros personajes de Las mil y una noches, los cuales probablemente, creo yo, no hicieron ni la mitad de las cosas que se dice de ellos.

Luego nos llevamos una gran desilusión, pues se levantó una de esas nieblas matutinas, y no servía de nada volar por encima de ella, ya que podríamos alejarnos de Egipto, por lo que acordamos que lo mejor sería permanecer justo por encima del lugar en donde las Pirámides se veían como manchas borrosas, y luego dejarnos caer suavemente, permaneciendo muy cerca del suelo para no perderlas de vista. Tom se hizo con el timón, yo permanecí cerca para echar el ancla, y Jim se montó a caballo de la proa para escudriñar a través de la niebla y vigilar por si había algún peligro más adelante. Fuimos a un ritmo constante, no demasiado rápido, y la niebla se iba haciendo cada vez más espesa, tan sólida que Jim se veía borroso, desdibujado y humeante a través de ella. Todo estaba espantosamente inmóvil, nosotros estábamos ansiosos y hablábamos bajito. Al poco rato, Jim dijo:

—¡Súbelo un poco, amo Tom, súbelo un poco!

Y Tom lo elevó unos pocos metros, y nos deslizamos sobre una cabaña de barro con el techo muy plano, en la que había gente que había estado durmiendo, y que ahora comenzaba a despertarse, a estirarse y a bostezar; incluso había uno que se había puesto de pie para estirarse y bostezar mejor, y nosotros pasamos volando, le silbamos por la espalda y le arrojamos al suelo. Al cabo de un rato, cerca de una hora, cuando todo estaba completamente tranquilo y nosotros aguzábamos los oídos rastreando cualquier sonido, conteniendo nuestra respiración, la niebla se disipó un poquito, y de repente Jim gritó con un susto espantoso:

—¡Oh, por el amó de Dió, retrosede, amo Tom, allí está el gigante de laj Mil y una noche y viene a po nosotro!

Y, diciendo esto, pegó un salto hacia atrás en el globo.

Tom pegó un frenazo, y disminuimos la velocidad hasta quedarnos quietos. Entonces, el rostro de un hombre, grande como nuestra casa en América, se asomó por la borda como alguien que mira a través de la ventana de su casa, y yo me tumbé y me morí. Debí estar completamente muerto durante un minuto, o tal vez más; luego me repuse y vi que Tom había incrustado el ancla del globo en el labio superior del gigante y mantenía quieta la nave, mientras inclinaba la cabeza y contemplaba largamente aquella espantosa cara.

Jim estaba de rodillas apretando las manos, mirando a la cosa con gesto suplicante, moviendo los labios pero sin poder articular palabra. Yo tan sólo eché una ojeada, y ya estaba marchitándome de nuevo, cuando Tom dijo:

—¡No está viva, bobalicones! ¡Es la Esfinge!

Nunca había visto a Tom parecer tan pequeñito como una mosca; y eso era, porque la cabeza de la Esfinge era tan enorme y atroz. Atroz, sí, eso es lo que era, pero ya no resultaba espantosa, pues se trataba de un rostro noble y un poco triste, y parecía que no estaba pensando en ti, sino en otras cosas lejanas. Era de piedra, de piedra rojiza, con la nariz y las orejas maltrechas. Parecía como si la hubiesen tratado mal, y te sentías triste por eso.

Nos detuvimos un poco, volando por los alrededores, y nos parecía grandiosa. Tal vez su cabeza era la de un hombre, o quizá la de una mujer; su cuerpo era el de un tigre de unos treinta y ocho metros de largo, y tenía también un primoroso y pequeño templo en medio de las garras de adelante. Toda la Esfinge, salvo la cabeza, había estado enterrada en la arena durante cientos, tal vez miles de años; sin embargo recientemente habían desenterrado la entrada al pequeño templo. Debía haberse necesitado muchísima arena para tapar a aquella criatura; quizá la misma cantidad que llevaría enterrar un barco de vapor, o por lo menos eso me parecía a mí.

 

Descendimos a Jim sobre la cabeza de la Esfinge, con una bandera americana a modo de protección, ya que se trataba de un país extranjero, y nosotros nos fuimos a volar por aquí y por allá, para obtener mejores perspectivas, efectos y proporciones, según decía Tom. Jim hacía lo propio, interviniendo de la mejor manera posible para que Tom pudiese estudiarlo, valiéndose para ello de las más diversas posiciones y actitudes: la mejor postura era la de colocarse cabeza abajo y mover las piernas como si fuese una rana. Cuanto más nos alejábamos, más pequeño se volvía Jim, y más grande la Esfinge, hasta que por fin podría decirse que nuestro amigo no parecía más que un imperdible de la ropa en lo alto de una cúpula. Ésa era la mejor manera de poner de manifiesto las proporciones correctas, decía Tom; decía también que los negros de Julio César no sabían lo grande que era, porque estaban muy cerca de ella.

Navegamos cada vez más lejos, hasta perder de vista a Jim por completo, y entonces aquella figura se nos mostró en toda su majestuosidad. Se veía tan quieta, solitaria y solemne cuando la contemplábamos sobre el valle del Nilo, que todas las pequeñas y viejas cabañas junto con las demás cosas que se encontraban desparramadas por los alrededores desaparecían completamente, sin dejar nada más que un amplio y suave terciopelo amarillo formado por la arena.

Aquél era un buen sitio para detenerse, y así lo hicimos. Permanecimos allí sentados, contemplando la escena y pensando durante media hora. Nadie decía nada, nos hacía sentir tranquilos y solemnes el hecho de recordar que la Esfinge había estado contemplando el valle del mismo modo, abismándose en sus terribles pensamientos durante miles de años, sin que nadie, hasta nuestros días, haya podido saber cuáles eran.

Por fin cogí los prismáticos y vi que se acercaban unas cositas negras moviéndose sobre la alfombra de terciopelo, otras iban trepando por la espalda de la Esfinge, y un poco más tarde vi dos o tres pequeñísimas bocanadas de humo blanco. Tom quiso mirar, y luego dijo:

—Son bichos. No…, espera. ¡Vaya! Creo que son hombres. Sí, son hombres…, hombres y caballos, las dos cosas. Están arrastrando una escalera y apoyándola en la espalda de la Esfinge…, ¿no es raro? Ahora están intentando levantar una… Allí hay algunas bocanadas más de humo… ¡son pistolas! ¡Huck, van a por Jim!

Pusimos el globo a toda marcha, y nos lanzamos sobre ellos con la velocidad del rayo. No teníamos tiempo que perder, bajamos como un zumbido sobre ellos, y los hombres se desparramaron en todas direcciones, y otros que estaban trepando por la escalera en pos de Jim se soltaron y cayeron rodando. Entonces remontamos vuelo y fuimos a recoger a Jim, que se encontraba en la cabeza de la esfinge, jadeando y hecho polvo, en parte debido a haber aullado pidiendo socorro, y en parte porque estaba muerto de miedo. Había estado soportando el asedio durante mucho tiempo, toda una semana según él, pero no era verdad, sólo se lo parecía pues había estado rodeado. Le habían disparado, y había caído una lluvia de balas sobre él, pero no habían acertado a darle, y cuando se dieron cuenta de que no se pondría de pie, y que las balas no le darían mientras permaneciese tumbado, fueron a buscar la escalera, y entonces supo que estaba acabado si no volvíamos pronto a buscarle. Tom estaba muy enfadado y le preguntó por qué no había hecho flamear la bandera y ordenado la rendición en nombre de los Estados Unidos. Jim dijo que lo había hecho, pero que nadie le prestó la menor atención. Tom dijo que llevaría el caso a Washington para que lo investigaran, y le dijo:

—Verás cómo tendrán que disculparse por insultar nuestra bandera, y pagar también una indemnización, aunque se hubiesen rendido fácilmente.

Jim le preguntó:

—¿Qué es una indenisasión, amo Tom?

—Dinero en efectivo, eso es lo que es.

—¿Y a quién se lo darían?

—A nosotros, claro.

—¿Y quién se llevaría las disculpas?

—Los Estados Unidos. O… bueno, nosotros podemos elegir lo que nos plazca. Podemos quedarnos con las disculpas y que el gobierno se lleve el dinero.

—¿Cuánto dinero sería eso, amo Tom?

—Bueno, en un caso grave como éste, nos tocarían por lo menos unos tres dólares a cada uno.

—Güeno, pues entonse noj quedamo con el dinero, amo Tom, y dejamo la disculpa, ¿no te parese, amo Tom? ¿No es ésa tu idea también, Huck?

Discutimos sobre el asunto durante un ratito, y estuvimos de acuerdo en que cualquiera de las dos cosas estaría bien, de así que decidimos quedarnos con el dinero. Aquél era un tema nuevo para mí, y pregunté a Tom si los países siempre se disculpaban cuando hacían algo mal, y él me contestó:

—Sí, los países pequeños siempre lo hacen.

Continuamos volando y examinando las Pirámides, y luego nos elevamos hasta llegar a la cumbre de la más grande de todas, y nos encontramos con que era exactamente igual a como nos la había descrito el hombre de la escuela dominical. Era como cuatro escaleras que comenzaban muy anchas por la parte inferior, y luego se elevaban hasta tocarse en un punto en la cumbre. Pero no podías subir esas escaleras lo mismo que subes otras escaleras, no: cada escalón era tan alto como desde el suelo hasta tu barbilla, de manera que tenían que alzarte por la espalda. Las otras dos Pirámides no estaban muy lejos de allí, y la gente que caminaba entre ellas parecían bichos arrastrándose por la arena, desde la altura en que nosotros los veíamos.

Tom no podía contenerse de alegría y asombro por estar en un sitio tan célebre, y le salían historias hasta por los poros, o al menos, eso era lo que a mí me parecía. Dijo que apenas podía creer que estuviera situado exactamente en el mismo punto en que el príncipe voló desde el Caballo de Bronce. Ése era otro cuento de Las mil y una noches, decía él. Alguien había dado un Caballo de Bronce a un príncipe, con una clavija en el hombro, al cual él podía montar como si de un pájaro se tratase, y recorrer todo el mundo dirigiéndolo mediante la clavija; así podía volar más alto o más bajo y también aterrizar donde quisiera

Cuando acabó de contar la historia, sobrevino uno de aquellos incómodos silencios, ya sabéis, cuando descubrís que una persona ha estado contándoos una tremenda trola y entonces queréis cambiar de tema para suavizarle ese difícil trago, pero de repente os atascáis y no veis la salida, y antes de que podáis recobrar la compostura y hacer algo, ese silencio ha penetrado en vosotros y os invade, obrando por sí mismo. Yo estaba avergonzado, Jim estaba avergonzado, y ninguno de nosotros atinaba a decir una sola palabra. Entonces Tom, con el ceño fruncido, me miró durante un minuto y me preguntó:

—Venga, dilo ya. ¿Qué piensas?

Yo le contesté:

—Tom Sawyer, eso no te lo crees ni tú.

—¿Por qué no? ¿Qué es lo que me impediría hacerlo?

—Sólo una cosa: es imposible que haya ocurrido. Eso es todo.

—¿Por qué motivo no puede haber sucedido?

—Dime tú un motivo por el que sí haya sucedido.

—Este globo es una buena razón por la que sí podría haber pasado, me parece a mí.

—¿Por qué ha de serlo?

—¿Por qué ha de serlo? Nunca he visto semejante mentecato. ¿Es que no ves que este globo y el Caballo de Bronce son la misma cosa bajo nombres diferentes?

—No, no lo son. Uno es un globo, y el otro es un caballo. Lo que te falta decir ahora, es que una casa y una vaca son la misma cosa.

—¡Por Jackson! ¡Huck lo ha pillao de nuevo! ¡No podrá escaparse desa!

—Cállate ya, Jim; no sabes lo que dices, ni tampoco Huck. Mira Huck, te lo pondré fácil, para que puedas entender. No es la forma lo que tiene que ver con que sea similar o disímil, es el principio involucrado; y el principio es el mismo en ambos. ¿Lo entiendes ahora?

Di vueltas a aquello durante un rato en mi cabeza, y luego dije:

—Tom, no sirve. Los principios están muy bien todos ellos, pero no tienen que ver con la cuestión más importante, que es que un globo no es ninguna prueba de lo que un caballo puede hacer.

—¡Recórcholis, Huck! No coges la idea en absoluto. Ahora bien, escucha un minuto, es sumamente sencillo. ¿No volamos nosotros por el aire?

—Sí.

—Muy bien. ¿No es verdad que volamos más alto o más bajo, tanto como deseemos?

—Sí.

—¿No dirigimos el globo adónde nos plazca?

—Sí.

—¿No lo aterrizamos en dónde queremos?

—Sí.

—¿Cómo dirigimos y movemos el globo?

—Tocando unos botones.

—Bueno, ahora veo que tienes el tema absolutamente claro por fin. En el caso del Caballo, la dirección y el movimiento estaban ocasionados por una clavija. Nosotros tocamos un botón, el príncipe daba vueltas a una clavija. No hay siquiera un átomo de diferencia, ¿lo ves? Sabía que podría metértelo en la cabeza, si lo intentaba el tiempo suficiente.

Tom estaba tan contento que se puso a silbar. Pero Jim y yo permanecíamos silenciosos, así que se interrumpió, muy sorprendido, y dijo:

—¡Eh, un momento, Huck! ¿Es que todavía no lo coges?

Yo le contesté:

—Tom Sawyer, quiero hacerte algunas preguntas.

—Sigue —dijo él, y entonces vi que Jim se dispuso a atender.

—Según yo lo entiendo, la cosa está entre los botones y la clavija, y el resto carece de importancia. Un botón es de una forma, una clavija es de otro: ¿Importa eso acaso?

—No, eso no importa, siempre que ambas tengan el mismo poder.

—Muy bien entonces. ¿Cuál es el poder que tienen una vela y una cerilla?

—El fuego.

—Ambas cosas lo tienen, ¿verdad?

—Sí, el fuego lo tienen ambas cosas.

—Muy bien. Supongamos que prendo fuego a una carpintería con una cerilla: ¿Qué le pasaría a esa carpintería?

—Se incendiaría por completo.

—Y supongamos que prendo fuego a esta Pirámide con una vela, ¿se incendiaría también?

—Claro que no.

—Muy bien. El fuego es el mismo en ambas veces. ¿Por qué se incendiaría la carpintería y no la Pirámide?

—Pues, porque una pirámide no puede arder.

—¡Ajá! Y un caballo no puede volar.

—¡Demonio, Huck lo ha pillao otra vé! ¡Huck lo ha estrellao bien contra el suelo esta vé, no te digo! Ej el tío má listo que se pasea por ahí…, y si yo…

Pero Jim estaba tan muerto de risa que se atragantó y no pudo seguir, y Tom estaba tan furioso al ver de qué modo tan impecable yo lo había hecho quedar por los suelos, y cómo había utilizado sus mismos argumentos en su contra dejándolos reducidos a meras trizas, que todo lo que pudo decir fue que cada vez que nos oía a Jim o a mí intentando discutir se avergonzaba del género humano. Yo no dije nada, ya estaba bastante contento. Cada vez que logro salirme con la mía de ese modo, no me gusta andar pavoneándome por ahí como mucha gente suele hacer, pues me parece que, de estar yo en su lugar, no me gustaría que él anduviese pavoneándose tampoco. Es mejor ser generoso, eso es lo que yo pienso.

Capítulo 13

Tras la pipa de Tom

Al cabo de poco rato dejamos a Jim volando por allí, en la vecindad de las Pirámides, y nosotros descendimos por el agujero que nos conducía al túnel, y entramos junto con unos árabes, llevando algunas lámparas. Más adentro, en medio de la Pirámide, encontramos la gran caja de piedra en donde solía estar el rey, tal como nos lo había dicho el hombre en la escuela dominical, sólo que ahora no estaba, alguien se lo había llevado. Sin embargo, yo no tenía demasiado interés en el lugar, porque tal vez hubiera fantasmas allí, no muy recientes, claro, pero aquello no me gustaba un pelo.

Así que, cuando salimos, cogimos unos burritos y paseamos un rato, luego dimos un paseo en bote, más tarde montamos de nuevo en los burros, y nos fuimos al Cairo; el camino era el más suave y hermoso que yo haya visto nunca, había palmeras de dátiles muy altas a cada lado, y niños desnudos por todas partes; los hombres tenían la piel rojiza como el cobre, y eran elegantes, fuertes y apuestos. La ciudad en sí misma era una curiosidad. Las calles eran muy estrechas…, bueno, en realidad eran callejones, atestados de gente con turbantes en la cabeza, mujeres con velos, y todo el mundo ataviado con ropas de variados y brillantes colores. Uno se preguntaba cómo los camellos y la gente podían pasar por callejuelas tan estrechas; pero lo hacían…, todo era un jaleo tremendo, ¿sabéis?, y todo el mundo hacía ruido. Las tiendas no eran lo suficientemente grandes como para poder darse la vuelta en ellas; el tendero tenía trajes de moda en el mostrador, y fumaba su larga y serpenteante pipa cuidando de tener, al alcance de la mano las cosas que pudiese vender. Se encontraba muy cómodo en la calle, en donde se daba de encontronazos con los cargamentos de los camellos al pasar por su lado.

 

De cuando en cuando alguien importante pasaba a toda velocidad en un carruaje, con hombres elegantemente vestidos gritando y corriendo delante de él, aporreando con una vara muy larga a todo el que no se apartase del camino. Al cabo de un rato, pasó el Sultán a lomos de un caballo al frente de la procesión, y sus ropajes eran tan magníficos que casi te quitaban la respiración. Todo el mundo se tumbaba boca abajo al verle pasar. Yo me había olvidado de eso, pero un hombre me lo recordó: era el que tenía la vara y corría por delante del Sultán.

También vimos algunas iglesias, pero no santifican el Domingo: santifican el Viernes y se toman el Sábado para descansar. Había una multitud de hombres y muchachos en la iglesia, sentados en grupos sobre el suelo de piedra, haciendo toda clase de ruidos interminables…, aprendiendo a conciencia sus lecciones del Corán, decía Tom, que para ellos es como la Biblia, y la gente que lo conoce lo mejor sabe lo suficiente como para decir que no sabe. Nunca había visto una iglesia tan grande en toda mi vida, era terriblemente alta también; el mirar hacia arriba hacía que te sintieses mareado; la iglesia de nuestro pueblo no tenía nada que hacer comparada con aquélla; si la trasladasen hasta aquí, la gente creería que se trataba de un puesto de comestibles.

Lo que yo quería ver era un derviche, pues comencé a interesarme por ellos desde la historia del camellero. Así que encontramos muchísimos en la iglesia, y se llamaban a sí mismos Derviches Giradores; y ya lo creo que giraban, nunca había visto nada igual: llevaban un sombrero alto, en forma de pan de azúcar, y vestían enaguas de lino; y giraban, giraban y giraban, dando vueltas y más vueltas como trompos, las enaguas se les ponían tiesas e inclinadas; nunca había visto algo tan bonito, me emborrachaba sólo con mirarlos. Todos eran musulmanes, decía Tom, y cuando le pregunté qué era un musulmán, me contestó que era alguien que no era presbiteriano. Así que debe de haber muchos en Missouri, aunque yo no lo hubiera sabido hasta entonces.

No alcanzamos a ver ni la mitad de las cosas que había para descubrir en el Cairo, pues Tom estaba ansioso por ver sitios célebres de la historia. Me aburrí muchísimo cuando intentamos encontrar el granero en donde José había guardado el trigo antes de la hambruna, y cuando lo hallamos, no resultó para tanto, ya que era una ruina vieja. Pero Tom se quedó satisfecho, y armaba tanto jaleo que era peor que el que yo podría haber armado de haber pisado un clavo. Cómo se las apañaba para encontrar los lugares históricos, era demasiado misterioso para mí. Podríamos pasar de largo por cuarenta sitios similares y, para mí, cualquiera podría haber sido el que buscábamos pero para Tom no: sólo podía ser uno. Nunca he visto a nadie más exigente que Tom. Al instante de haber dado con el sitio que estábamos buscando, lo reconocía tan fácilmente como yo hubiese reconocido mi otra camisa, de haberla tenido. Cómo lo hacía, era algo que no podía explicarlo mejor que cómo hacer para poder volar; de ese modo se lo decía a sí mismo.

Luego estuvimos rastreando durante mucho tiempo la casa en donde vivía el muchacho que había enseñado al cadí cómo resolver el caso de las aceitunas viejas y las nuevas, y Tom me dijo que ése era otro cuento de Las mil y una noches, y que ya nos lo contaría a Jim y a mí en cuanto tuviera tiempo. Así que estuvimos buscando y buscando, hasta que yo estaba a punto de caer rendido, y lo único que quería era que Tom se diese por vencido y regresáramos al día siguiente, consiguiéramos a alguien que hablara la lengua de Missouri y que incluso conociera el pueblo y nos llevase al sitio, sin dar más rodeos. Pero no: él quería encontrarlo por sí mismo, y ya no había más que decir. Así que seguimos buscando. Entonces, ocurrió el hecho más notable que yo he visto. La casa no estaba —había desaparecido hacía cientos de años—, cada última traza de ella había desaparecido, todas menos un sólo ladrillo de adobe. Ahora bien, nadie podría creer jamás que un muchacho de las afueras de Missouri, que nunca antes había estado en aquel pueblo, pudiese recorrerlo todo y encontrar aquel ladrillo, pero Tom Sawyer lo hizo. Sé que lo hizo porque yo mismo le he visto hacerlo. Estaba a su lado en el mismísimo momento en que le vi encontrar el ladrillo y reconocerlo. Así que me dije a mí mismo: ¿Cómo lo hace? ¿Se trata de conocimiento o de instinto?

Pues bien, aquí van los hechos tal como acontecieron: que cualquiera se lo explique a su manera. Estuve pensándolo durante un largo rato y, en mi opinión, se trata de conocimiento, pero la parte más importante es el instinto. La razón sería ésta: Tom se metió el ladrillo en el bolsillo para donárselo a un museo junto con su nombre y un relato de los hechos, al volver a casa. Pero yo se lo quité sigilosamente y coloqué en su sitio otro ladrillo muy parecido, y él no notó la diferencia…, pero ¿sabéis?, había una diferencia. Yo creo que eso lo explica todo: se trataba mayormente de instinto, no de conocimiento. El instinto le dice el sitio exacto en donde se encontrará el ladrillo, entonces él lo reconoce cuando llega al lugar, por el sitio en donde se encuentra, no por la visión del ladrillo. Si estuviésemos hablando de conocimiento y no de instinto, reconocería al ladrillo al verlo de nuevo la próxima vez, lo cual es algo que no hizo. Así que todo lo que oís sobre las maravillas del conocimiento es superado cuarenta veces por el instinto a causa de su natural infalibilidad. Jim dice lo mismo.

Cuando regresamos, Jim descendió y nosotros subimos al globo. Allí nos encontramos con un hombre joven, que tenía un casquete rojo con una borla, una hermosa chaqueta de seda azul y pantalones muy amplios, con un chal atado alrededor de su cintura, en el cual llevaba enganchadas también algunas pistolas. Hablaba inglés, y nos dijo que deseaba que le tomásemos como guía para llevarnos a La Meca, Medina y África Central, y también a cualquier otro sitio por medio dólar al día y su manutención. Así que le contratamos, reemprendimos la marcha del globo y nos fuimos, y para cuando llegó la hora de cenar, nos encontrábamos en el sitio en donde los israelitas cruzaron el Mar Rojo al ser perseguidos por el faraón. Al cruzar este último, el mar se cerró sobre su gente y perecieron a merced de las aguas. Allí nos detuvimos y echamos un buen vistazo al lugar. A Jim le hizo mucha ilusión poder mirarlo.

Dijo que ahora lo veía todo tal como había sucedido; podía ver a los israelitas caminando entre las paredes de agua del mar, y a los egipcios corriendo tras ellos, dándose toda la prisa posible. Podía ver cómo los egipcios llegaban hasta el mar, cuando los otros salían, y entonces, cuando ya estaban todos dentro, las paredes de agua se cerraban y ahogaban así hasta el último de los hombres del faraón. Luego encendimos de nuevo el globo y salimos pitando hasta llegar al Monte Sinaí; entonces vimos el sitio en donde Moisés rompió las tablas de piedra, y donde los hijos de Israel acamparon en las llanuras, y adoraron al becerro de oro. Todo aquello era la mar de interesante, y el guía conocía cada lugar tan bien como yo podía conocer mi pueblo en América.