Kostenlos

100 Clásicos de la Literatura

Text
Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Sergio retiró la mano que apoyaba sobre mi cabeza, y guardó silencio durante un momento.

—Sí, esto también me había ocurrido tiempo atrás, sobre todo en la primavera —dijo, cual si recopilara sus recuerdos—. Sí, yo también me he pasado noches enteras alimentando deseos y esperanzas, y, ¡qué noches aquéllas! …, pero entonces lo tenía todo ante mí, y ahora lo he dejado todo detrás; ahora estoy contento de lo que es, y esto para mí constituye la perfección —concluyó con una seguridad y una desenvoltura que, por doloroso que me resultara de oír, me convenció de que decía la verdad.

—¿Así, tú no deseas nada más? —pregunté.

—Nada imposible —contestó, adivinándome el pensamiento—. Mira cómo te has mojado la cabeza —añadió, acariciándome como a una niña, y pasándome nuevamente la mano sobre mis cabellos—; tú tienes celos de las hojas, de la hierba que ha mojado la lluvia; tú quisieras ser la hierba y las hojas y la lluvia; pero yo me conformo sólo con verlas, así como con ver todo lo que es bueno, joven y feliz.

—¿Y no sientes añoranza del pasado? —seguí preguntándole, sintiendo que un peso cada vez mayor oprimía mi corazón.

Sergio permaneció un momento abstraído, y guardó silencio. Notaba que quería responder con toda franqueza.

—¡No! —respondió por fin, brevemente.

—¡Eso no es verdad! ¡No es verdad! —exclamé volviéndome hacia él, y clavando mis ojos en los suyos—. ¿No echas de menos el pasado?

—¡No! —respondió una vez más y con decisión—. Lo bendigo, pero no lo echo de menos.

—¿Y no desearías revivirlo?

Sergio se volvió, y se puso a contemplar el jardín.

—No lo deseo, como no deseo que me nazcan alas. No sueño imposibles.

—¿Y no quisieras reconstituir el pasado? ¿No te haces reproches, ni me los haces a mí?

—Nunca; todo ha sido para bien.

—¡Escucha! —dije, cogiéndole la mano para obligarle a volver la cabeza hacia mí—. ¡Óyeme! ¿Por qué no me has dicho nunca lo que querías de mí, a fin de que yo pudiera vivir exactamente como tú deseabas? ¿Por qué me has dado una libertad de la que no supe hacer buen uso? ¿Por qué dejaste de instruirme? Si lo hubieras querido, si hubieras querido dirigirme de otro modo, nada, nada habría pasado —proseguí con una voz que, más enérgica por momentos, expresaba un despecho frío y un reproche, mas no el amor de otras veces.

—¿Qué es lo que no habría pasado? —dijo sorprendido, volviéndose hacia mí—. ¡Si no ha pasado nada!; todo está bien, muy bien —repitió, sonriendo.

«¿Será posible que no me comprenda o, peor aún, que no quiera comprenderme?», pensaba, y las lágrimas humedecían mis ojos…

—¿Crees que de no haber ocurrido nada sufriría yo el castigo de tu indiferencia y hasta de tu desdén? —repliqué de pronto—. Lo que no habría ocurrido es que sin ninguna culpa por mi parte me viera privada repentinamente por ti de cuanto me era más caro.

—¡Pero qué dices, amiga mía! —exclamó como si no comprendiera lo que yo decía.

—No, déjame terminar. Tú me has privado de tu confianza, de tu amor, hasta de tu estimación, y esto porque he dejado de creer que me amabas aún después de lo ocurrido. No, me precisa decir de una vez para siempre todo lo que desde hace tanto tiempo me atormenta —repuse, interrumpiéndole—. ¿Era yo culpable de no conocer la vida, y de que tú me la dejaras descubrir por mí sola?… ¿Soy culpable, ahora que he acabado por comprender yo misma lo que conviene en esta vida, ahora que desde hace un año lucho por acercarme a ti, si tú insistes en rechazarme, haciendo como quien no comprende lo que quiero? ¿Soy culpable de que las cosas se arreglen de tal forma que no tengas nada que reprocharte, y yo siga siendo culpable y desgraciada? Sí, ¡tú quisieras aún lanzarme de nuevo a esta vida que habría de labrar mi desgracia y la tuya!

—¿En qué te fundas para decir esto? —preguntó con sorpresa y espanto sinceros.

—¿No me decías aún ayer, y me lo dices continuamente, que yo no me adapto aquí, que nos conviene marcharnos de nuevo a pasar el invierno en San Petersburgo, cosa que tanto me horroriza ahora? En vez de sostenerme —continué—, has evitado toda franqueza conmigo, toda palabra dulce y sincera. Y luego, el día en que caiga, me reprocharás esta caída y la contemplarás atolondrado.

—Calla, calla —dijo severa y fríamente—; no está bien lo que dices. Esto demuestra solamente que te hallas mal dispuesta hacia mí, que tú no…

—¡Que no te amo! ¡Dilo, dilo de una vez! —concluí, y las lágrimas inundaron mis ojos. Me senté en el banco, y me cubrí el rostro con mi pañuelo.

«¡Así es cómo me comprende!», pensé, tratando de contener los sollozos que me oprimían. «Se acabó, se acabó nuestro antiguo amor», dijo una voz en mi corazón. Sergio no se acercó a mí ni me consoló. Se sentía ofendido por lo que yo había dicho. Su voz era tranquila y seca.

—No sé qué tienes que reprocharme —empezó— a no ser que no te ame ya como antes…

—¡Como antes me amaste!… —murmuré con el rostro pegado a mi pañuelo, e inundándolo de lágrimas amargas.

—En eso, el tiempo y nosotros mismos, todos somos igualmente culpables. A cada época corresponde una clase del amor…

Se interrumpió.

—Y te diré toda la verdad ya que exiges franqueza. Así como durante aquel año en que te conocí, pasé noches enteras sin sueño, pensando en ti edifiqué mi propio amor, y este amor crecía de continuo en mi corazón, así precisamente, en San Petersburgo y en el extranjero, pasé noches horribles esforzándome en quebrantar, en aniquilar aquel amor que me torturaba. No conseguí quebrantarlo, pero al menos rompí lo que en él me torturaba; me tranquilicé, y a pesar de todo seguía amándote, sólo que con un amor distinto.

—¡Y tú llamas a eso amor, cuando no era sino un suplicio! —repliqué—. ¿Por qué me permitiste frecuentar el gran mundo, si te parecía tan pernicioso que a causa de ello tuvieras que dejar de amarme?

—No es el gran mundo, amiga mía, el culpable.

—¿Por qué no hiciste uso de tu poder? ¿Por qué no me encadenaste, por qué no me mataste? Eso habría sido mejor para mí que ver perdido todo lo que constituía mi dicha; eso habría sido mejor, y me habría ahorrado la vergüenza.

Y de nuevo comencé a sollozar, cubriéndome el rostro.

En el mismo instante, Macha y Sonia, alegres y mojadas, entraron en la terraza con alborozo de risas y voces; pero al vernos, se callaron y se marcharon en seguida.

Permanecimos mucho rato silenciosos; cuando se hubieron marchado, agoté todas mis lágrimas y me sentí aliviada. Miré a Sergio. Estaba con la cabeza apoyada en la mano, y parecía querer decir algo en respuesta a mi mirada, mas se limitó a suspirar penosamente y recobró su postura.

Me acerqué a él y aparté su mano. Entonces su mirada se fijó pensativamente en mí.

—Sí —dijo, como siguiendo el hilo de sus ideas—. Para todos nosotros, y en particular para vosotras, las mujeres, es absolutamente necesario haberse acercado a los propios labios la copa de las frivolidades de la vida antes de llegar a saborear la vida misma. En esto no se cree nunca la experiencia ajena. En aquella época, tú no habías adelantado mucho en la ciencia de las frivolidades seductoras y graciosas. Te dejé, pues, sumergirte en ellas Un momento; no tenía derecho a prohibírtelo por lo mismo que para mí hacía tiempo ya que aquella hora había pasado.

—¿Por qué me dejaste vivir en el seno de estas frivolidades, si me amabas?

—Porque tú no habrías querido, ni siquiera habrías podido creerme; era necesario que aprendieras por ti misma, y has aprendido.

—Razonabas mucho —dije—. Señal que me amabas poco.

Recaímos en el silencio.

—Es muy duro lo que acabas de decir, pero es la verdad —continuó Sergio, levantándose de pronto y empezando a pasear por la terraza—; sí; es la pura verdad. He sido culpable —añadió, deteniéndose delante de mí—. O no debí permitirme amarte en absoluto, o debía amarte más simplemente, sí.

—Sergio, olvidémoslo todo —dije tímidamente.

—No; lo que ha pasado no vuelve jamás; no se vuelve atrás nunca… —y su voz flaqueó al decir esto.

—Todo ha vuelto ya —le dije yo a mi vez, poniendo la mano sobre su hombro.

Sergio cogió mi mano y la oprimió.

—No, no he dicho la verdad cuando he pretendido no echar de menos el pasado; no, siento añoranza de tu antiguo amor; lloro ese amor que ahora ya no puede subsistir. ¿Quién es en ello culpable? No lo sé. El amor puede aún existir, pero ya no es el mismo; su sitio está aún ahí, pero dolorido; no tiene fuerza ni sabor; el recuerdo y el reconocimiento no se han desvanecido, pero…

—No hables así —le interrumpí—. Que renazca entero, como fue en otro tiempo… ¿es posible? —pregunté mirándole a la cara. Sus ojos estaban serenos, tranquilos, y al detenerse ante los míos, habían perdido su expresión profunda.

Mientras le hablaba, sentía ya que mi deseo, que el objeto de mi pregunta no eran irrealizables. Sergio sonrió, con una sonrisa apacible, dulce, con una sonrisa de anciano, según me pareció.

—¡Qué joven eres aún, y que viejo soy yo! —dijo—. Ya no hay en mí lo que tú puedes desear. ¿Por qué ilusionarse en vano? —añadió, sin dejar de sonreír.

Yo me mantenía silenciosa junto a él, sentía cómo mi alma recobraba más y más su tranquilidad.

—No intentemos repetir la vida —prosiguió Sergio— no intentemos engañarnos a nosotros mismos. Pero ya es una gran cosa no tener, si Dios lo permite, ni inquietudes ni turbaciones. Nada tenemos que buscar. Hemos encontrado ya y nos ha tocado en suerte buena parte de dicha. Lo que ahora hemos de esforzarnos en conseguir, es abrir el camino a éste… —dijo señalando a la nodriza, que llevando a Vania en brazos, se había aproximado y permanecía cerca de la puerta de la terraza—. Esto es lo que nos toca hacer, querida.

 

Y ya no era un amante, sino un viejo amigo el que me besaba.

Del fondo del jardín se elevaba, más potente y más dulce, la olorosa frescura de la noche; los sonidos lejanos esparcíase más solemnes en el aire, y sucedía a los mismos una profunda tranquilidad, mientras en el cielo se encendían numerosas como nunca las luces de las estrellas.

M iré a Sergio, y de pronto experimenté en el fondo del alma como un alivio infinito; era como si me hubiesen extirpado un nervio moral destemplado que me hiciera sufrir. Comprendí en seguida claramente y con calma, que el sentimiento que me dominara durante aquella fase de mi existencia, había desaparecido irrevocablemente, como aquella misma fase, y que su vuelta, no sólo era imposible, sino que me habría resultado penosa y hasta odiosa. Bastaba con lo ocurrido; después de todo, ¿quién me asegura que fuese realmente tan hernioso como me parecía aquel tiempo que consideré feliz? ¡Qué lejos, a qué enorme distancia lo veía en aquel instante! ¡Y había durado tanto, tanto!

—Me parece que es hora de tomar el té —dijo Sergio dulcemente, y nos trasladamos juntos al salón.

En la puerta encontré a Macha con la nodriza. Tomé al niño en mis brazos; tapé sus piececitos desnudos; lo estreché contra mi corazón, y le besé, rozando apenas sus labios. Medio dormido como estaba, agitó sus bracitos, extendió los dedos regordetes, y abrió sus ojos turbados, como cuando uno trata de encontrar o recordar alguna cosa. De pronto, sus ojos se fijaron en mí; brilló en ellos una chispa de inteligencia; sus labios carnosos y alargados se estremecieron en una sonrisa. «¡Eres mío, mío, mío!», pensé con una especie de deliciosa tensión que se propagaba a todos mis miembros, y lo estreché contra mi seno, procurando, no sin cierta dificultad, no hacerle daño alguno. Después volví a besar sus piececitos fríos, su pecho, sus brazos y su cabecita apenas cubierta de cabellos; mi marido se acercó, tapó rápidamente el rostro del niño, y luego descubriéndolo de nuevo, exclamó, tocándole el mentón con el dedo.

—¡Iván Sergueitx!

Pero yo volví a tapar el rostro de Iván Sergueitx. Nadie excepto yo, debía contemplarlo largo rato. Observé a mi marido: sus ojos reían al fijarse en los míos, y aquélla fue la primera vez, desde hacía mucho tiempo, que experimenté una gran dulzura y un sentimiento de alegría al contemplarlos.

Aquel día terminó mi novela matrimonial; el viejo sentimiento quedó con aquellos gratos recuerdos que no se podían revivir, y un nuevo sentimiento 4e amor a mis hijos y al padre de mis hijos, inauguró el comienzo de otra existencia, dichosa en distinto sentido, y que no he agotado aún a la hora presente, convencida de que la realidad de la dicha está en el hogar y en el seno de las más puras alegrías de la familia…

FIN

Tom Sawyer en el Extranjero

Por

Mark Twain

Capítulo 1

Tom busca nuevas aventuras

¿Creéis que Tom Sawyer estaba contento después de todas aquellas aventuras? Quiero decir, las aventuras que corrimos por el río, en los tiempos en que liberamos a nuestro negro Jim, y Tom fue herido en la pierna de un disparo). No, no estaba satisfecho. Eso sólo le hacía desear más. Tal fue el efecto que tuvieron aquellas aventuras. Veréis: cuando los tres descendíamos por el río cubiertos de gloria, como podría decirse, después de aquel largo viaje, y el pueblo nos recibió con una procesión de antorchas y discursos, con toda la gente vitoreando y aplaudiendo, algunos hasta se emborracharon, y nos convirtieron en héroes…, aquello era lo que Tom Sawyer había ansiado ser desde siempre.

Durante cierto tiempo estuvo satisfecho. Todo el mundo hablaba bien de él, y Tom levantaba orgulloso la nariz, y se paseaba por todo el pueblo como si le perteneciera. Algunos le llamaban Tom Sawyer, el viajero, y eso le hacía hincharse tanto que parecía a punto de reventar. Se mofaba bastante de mí y de Jim, pues nosotros habíamos bajado el río sólo con una balsa, y volvíamos en un barco de vapor, mientras que Tom había ido y vuelto en vapor. Los muchachos nos tenían mucha envidia a Jim y a mí, pero ¡demonios!, ante Tom sucumbían.

Bueno, yo no lo sé; tal vez habría estado contento si no hubiera sido por el viejo Nat Parsons, el jefe de correos, enormemente largo y delgado; parecía un tipo de buen corazón, tonto y calvo debido a su edad. Tal vez el animal viejo más parlanchín que yo haya visto jamás.

Durante más de treinta años, había sido el único hombre en el pueblo que tenía una reputación…, quiero decir, la reputación de ser un viajero y, por supuesto, estaba mortalmente orgulloso de ello, y se sabía que, a lo largo de esos treinta años, habría contado todo sobre sus viajes por lo menos un millón de veces, y siempre había disfrutado haciéndolo. Y ahora llegaba un muchacho, que no había cumplido los quince años, y tenía a todo el mundo embobado y admirado por sus viajes, y al pobre viejo se le ponían los pelos de punta. Le ponía enfermo escuchar a Tom y oír a la gente exclamar: «¡Demonios! ¡Habrase visto! ¡Por Dios santo!» y toda clase de cosas, pero no podía dejar de oírle: no era más que una mosca con la pata de atrás atrapada en melaza. Y siempre que Tom descansaba, la pobre criatura metía la cuchara, y contaba sus mismos antiguos viajes, y hacía que durasen lo más posible, pero ya estaban bastante desvaídos y no daban para más, lo cual era algo muy triste de ver. Entonces le tocaba a Tom otra vez, para luego seguir el anciano de nuevo… y continuar así, durante una hora o más, cada uno intentando hacer sudar al otro.

Veréis, los viajes de Parson sucedieron de la siguiente manera: Cuando consiguió su puesto de jefe de correos y todavía estaba verde en el asunto, recibió una carta para alguien que no conocía, y que tampoco existía en el pueblo. Bueno, pues él no tenía ni idea de qué hacer o cómo actuar, y allí se quedó la carta, se quedó una semana tras otra, hasta que el mero hecho de mirarla le daba retortijones secos. No estaba pagado el franqueo, y ésa era otra cosa que le preocupaba. No había forma de juntar esos diez centavos, y le parecía que el gobierno le haría responsable de ella y que, aparte de eso, le pedirían que se fuera cuando supieran que no había recaudado esa suma. Bueno, por fin, no pudo soportarlo más. No podía dormir por las noches, no podía comer, estaba más delgado que su sombra. Sin embargo, no pedía consejo a nadie, pues pensaba que cualquier persona a la que se lo solicitara podría traicionarle y denunciar el asunto de la carta al Gobierno. La tenía enterrada bajo el suelo, pero aquello tampoco le servía de mucho, pues, si veía a una persona de pie sobre el escondite, empezaban a darle escalofríos y le abrumaban las sospechas; así que permanecía sentado hasta que el pueblo estaba ya tranquilo y todo era oscuridad, para salir a hurtadillas hasta el sitio, quitar la carta de allí y enterrarla en otra parte. Por supuesto, la gente comenzó a evitarle, movían las cabezas y murmuraban, pues, por su forma de actuar y el aspecto que tenía, creyeron que había matado a alguien o que había hecho algo que ellos no sabían y, si hubiera sido un forastero, le habrían linchado.

Bueno, como iba diciendo, la situación se le volvió insoportable; así que se decidió y salió para Washington, para ir a ver al presidente de los Estados Unidos y confesarle toda la verdad, sin guardarse un solo átomo de ella, y luego sacar la carta y presentarla ante el gobierno en pleno, diciendo: «Bueno, aquí está. Haced conmigo lo que tengáis que hacer, y que el cielo me juzgue, porque soy un hombre inocente y no merezco todo el peso de la ley; dejo tras de mí una familia que se morirá de hambre, y sin embargo no tengo nada que ver en este asunto. Todo lo que digo es la pura verdad, y puedo jurarlo».

De manera que así lo hizo. Hizo un pequeño recorrido en barco de vapor, luego en una diligencia, pero todo el resto del camino tuvo que hacerlo a caballo. Le llevó tres semanas llegar hasta Washington. Vio muchas tierras, poblados y cuatro ciudades. Estuvo fuera durante más de ocho semanas, y cuando regresó, no había en el pueblo un hombre más orgulloso de su hazaña. Los viajes le convirtieron en el hombre más famoso de toda la región, y todo el mundo hablaba de él; la gente venía desde más de cincuenta kilómetros de distancia, y desde las afueras de Illinois también, sólo para verle… Entonces se quedaban mirándole, embobados, y él farfullaba sus historias. Nunca habréis visto algo parecido.

Bueno, pues ahora ya no había manera de establecer quién había sido el mayor viajero; unos decían que era Nat, otros opinaban que era Tom. Todo el mundo estaba de acuerdo en que Nat había visto más longitud geográfica, pero tenían que admitir que lo que Tom había perdido en longitud, lo había ganado en latitud y en clima. Para mantener las distancias, ambos tenían que armar jolgorio contando sus peligrosas aventuras, y de esa manera, sacar ventaja. La herida de bala en la pierna de Tom representaba para Nat algo muy duro contra lo que tenía que competir, pero lo hacía lo mejor que podía; era una desventaja, también, porque Tom no se quedaba quieto sentado como debería, para que la competencia fuese justa, sino que no hacía más que levantarse y dar saltos por ahí, luciendo su cojera, mientras Nat intentaba adornar la aventura que había tenido una vez en Washington. Tom no abandonó su cojera ni cuando su pierna se hubo curado, sino que practicaba en casa por las noches, y la mantenía como si fuese reciente, caminando así por todas partes.

Tengo que decir esto sobre la historia de Nat: él sabía cómo contarla. Podía lograr ponerle la carne de gallina a cualquiera, volverle a uno pálido o que contuviese la respiración mientras la contaba. A algunas mujeres y niñas les entraba un desvanecimiento que apenas podían aguantarlo. Bueno, la historia fue de esta manera, si mal no recuerdo:

Había llegado galopando hasta Washington y, tras dejar su caballo en algún sitio, se dirigió hasta la casa del presidente, con la carta en el bolsillo. Allí le dijeron que este último se hallaba en el Capitolio y que estaba a punto de marcharse para Philadelphia. No tenía un minuto que perder si quería pescarle. Nat casi se desploma, de tan enfermo como se puso. Su caballo estaba recuperándose, y él no sabía qué hacer. Pero, justo en ese momento, llegó un negro conduciendo un viejo coche con un jamelgo maltrecho, y entonces Nat vio su oportunidad. Salió corriendo y gritó:

—¡Te daré medio dólar si me llevas al Capitolio en media hora, y un cuarto extra si llegamos allí en veinte minutos!

—¡Hecho! —dijo el negro.

De un salto, Nat subió al coche dando un portazo, y se fueron hacia allá a toda velocidad, cayéndose a pedazos, dándose topetazos y rebotando, por el camino más lleno de baches que un tipo haya visto jamás. Nat deslizó sus brazos a través de las argollas, y permaneció esperando lo que fuese, la vida o la muerte, pero muy pronto el coche tropezó con una roca, y saltó volando por los aires, el fondo se rompió, y cuando volvió a bajar, los pies de Nat estaban tocando el suelo. Entonces se dio cuenta de que estaba en el peligro más desesperado si no podía mantenerse encima del coche. Estaba terriblemente asustado, pero insistió en aferrarse a las argollas con todas sus fuerzas, haciendo que sus piernas francamente volaran. Comenzó a chillar y a pedir a gritos al conductor que se detuviera, y eso también era lo que hacía la multitud que se encontraba en las calles, pues podían ver a través de las ventanas las piernas girando como trompos bajo el coche, y su cabeza y hombros meneándose dentro de él. Nat sabía que estaba corriendo un peligro espantoso; pero cuanto más gritaban todos al negro, más chillaba éste y fustigaba a los caballos, y el jolgorio era aún mayor: «¡No se ponga nervioso, yo le haré llegá a tiempo, patrón, lo haré, seguro!». Veréis, el negro creía que estaban todos metiéndole prisa, y, claro, no podía ver nada del jaleo que estaba organizando. De manera que allá se fueron, a toda prisa, y todo el mundo se quedaba helado y petrificado al verlos; cuando por fin llegaron al Capitolio, la gente consideró que aquél había sido el viaje más rápido que pudiera haberse llevado a cabo jamás. Los caballos se tumbaron en el suelo, y Nat se cayó; estaba completamente agotado, y entonces todos tiraron de él para sacarle del coche. Cuando salió, estaba cubierto de polvo, con la ropa hecha andrajos y descalzo; pero llegó a tiempo, justo a tiempo, luego dio alcance al Presidente, le dio la carta y todo se arregló. El presidente le concedió el perdón sobre el asunto, y Nat entregó al negro dos cuartos extra, en lugar de uno, porque se dio cuenta de que, de no haber tenido el coche, no habría llegado allí a tiempo, ni a ningún sitio cercano tampoco.

 

La aventura era increíblemente buena, y Tom Sawyer tenía que animar mucho su historia sobre la herida de bala, si quería competir con la de Nat y que el final fuese mejor.

Bueno, al cabo de poco tiempo, la gloria de Tom fue palideciendo gradualmente, como consecuencia de otros hechos que sucedieron y dieron mucho que hablar a la gente: Primero, una carrera de caballos, luego una casa en llamas, más tarde el circo, luego una gran subasta de negros, y encima de todo eso, un eclipse. Aquello dio lugar a un nuevo rollo, como ocurre siempre, y para entonces Tom ya no tenía de qué hablar: nunca habréis visto a una persona tan enfadada y disgustada. Muy pronto comenzó a preocuparse y a angustiarse todo el tiempo, todos los santos días, y, cuando yo le preguntaba qué era lo que le tenía en aquel estado de ánimo, me contestaba que le partía el corazón el pensar cuánto tiempo se le iba escapando, que iba haciéndose cada vez más mayor, no estallaban guerras, y no veía la manera de crearse una buena reputación. Ésa es siempre la manera de pensar de los muchachos, pero Tom era el primero que yo había oído que saliera a declararlo.

Así que se puso a maquinar un plan que lo hiciese famoso, y muy pronto dio con él; luego nos lo presentó, para que Jim y yo participásemos también. Tom Sawyer era siempre así de desprendido y generoso. Hay por ahí muchos chicos que son muy amables y amistosos cuando tú tienes algo bueno, pero cuando las cosas buenas les vienen a ellos, entonces no te dicen una palabra y quieren acapararlas para ellos solos. Yo puedo decir que eso no iba con Tom. No faltan muchachos que, cuando tienes una manzana, vienen ansiosamente a lloriquear a tu alrededor, rogándote que les des el corazón. Pero cuando son ellos los que tienen una, y tú vas y les pides el corazón, recordándoles que tú se lo habías dado la vez anterior, te miran y te dan las gracias efusivamente, pero no habrá corazón para ti. También he notado que se atiborraban de ellos, y todo lo que había que hacer era esperar. Jake Hooker era uno de ésos, y no pasaron dos años hasta que se ahogó.

Bueno, pues salimos hacia los bosques en la colina, y Tom nos contó de qué se trataba: era una cruzada.

—¿Qué es una cruzada? —pregunté yo.

Me miró con desdén, de esa manera que suele hacerlo como cuando está avergonzado de una persona, y me dijo:

—Huck Finn, ¿quieres decirme que no sabes lo que es una cruzada?

—No —respondí—. No lo sé. Y tampoco me importa. He vivido hasta ahora, con buena salud, y me las he arreglado muy bien sin saberlo. Pero, en cuanto me lo digas, lo sabré, y eso será muy pronto. De todas maneras, no veo el sentido en descubrir cosas y atascar con ellas mi cabeza, si tal vez nunca tendré ninguna oportunidad de vivirlas. Ahí tienes a Lance Williams que aprendió a hablar choctaw y nunca apareció un choctaw por aquí, hasta que llegó aquel que le cavó su tumba. Vamos a ver, ¿qué es una cruzada? Pero te diré una cosa antes de que empieces; si es un derecho de patente, no podemos sacar dinero de eso. Bill Thomson, él…

—¡Derecho de patente! —exclamó Tom—. ¡Vaya! Nunca en mi vida he visto semejante idiota. Una cruzada es una especie de guerra.

Creí que se había vuelto loco. Pero no, lo decía completamente en serio, y prosiguió con absoluta calma:

—Una cruzada es una guerra para reconquistar la Tierra Santa a los infieles.

—¿Qué Tierra Santa?

—Pues… la Tierra Santa. No hay más que una.

—¿Pero para qué la queremos?

—¡Pero bueno! ¿Es que no lo entiendes? Está en manos de los infieles, y es nuestro deber arrebatársela.

—¿Y cómo es que hemos permitido que se quedasen con ella?

—No les hemos permitido nada. Ellos siempre la tuvieron.

—¡Vaya, Tom! Entonces será de ellos, ¿no crees?

—Por supuesto que sí, ¿quién ha dicho lo contrario?

Reflexioné sobre eso, pero no había forma de entenderlo. Entonces dije:

—Esto es demasiado para mí, Tom Sawyer. Si yo tuviera una granja, que fuese mía, y otra persona la quisiera, ¿tendría él derecho a que…?

—¡Oh, caray! Ni siquiera sabes cuándo entrar si llueve, Huck Finn. No es una granja, es algo completamente diferente. Verás, es algo así: la tierra les pertenece, pero sólo la tierra, sólo eso. Pero fueron nuestras gentes, los judíos y los cristianos, los que la convirtieron en santa, así que ellos no tienen nada que hacer allí profanándola. Es una vergüenza, y nosotros no deberíamos soportarlo un minuto más. Deberemos ir contra ellos y arrebatársela.

—Pues me parece la cosa más enrevesada que jamás haya oído. Vamos a ver, si yo tuviese una granja…

—¿No te he dicho que no tiene nada que ver con una granja? La labranza es un negocio: sólo un cuestión corriente, marrana y mundana, eso es lo que es, y eso es todo lo que se puede decir de ella; en cambio, esto es mucho más elevado, es algo religioso y totalmente diferente.

—¿Es un asunto religioso ir y arrebatar la tierra a la gente que la posee?

—Naturalmente, siempre ha sido considerado como tal.

Jim movió la cabeza, y dijo:

—Amo Tom, me parese que debe habé un erró en alguna parte, seguro que sí. Yo mimo soy religioso, y conoco mucha gente religiosa, pero no me he topao con nadie que haga esa cosa.

Aquello enfureció a Tom, que dijo:

—¡Bueno, semejante ignorancia es suficiente para enfadar a cualquiera, merluzos! Si alguno de vosotros supiese algo de historia, sabríais que Ricardo Corazón de León, el Papa y Godofredo de Bullón, y muchas de las gentes piadosas y de corazón más noble del mundo, durante más de doscientos años, han despedazado infieles a hachazos y mazazos, intentando arrebatarles la tierra, nadando en sangre hasta el cuello durante todo el tiempo, y sin embargo, aquí tenemos a un par de campesinos patanes con sesos de mosquito, en los tupidos bosques de Missouri, pretendiendo saber mejor que ellos si está bien o está mal lo que han hecho. ¡Vaya cara!

Bueno, aquello hizo que comenzáramos a ver la cuestión de un modo diferente. Jim y yo nos sentimos bastante vulgares e ignorantes, ojalá no hubiéramos estado tan jocosos al respecto. Yo no pude decir nada durante un rato, y Jim tampoco; pero en seguida dijo:

—Bueno, entonse creo que está bien, porque si ello no lo sabían, no sirve de nada que uno pobre inorante como nosotro, lo supiéramo. É nuestro debé atacá y hasé lo mejor que podamo. Al mismo tiempo, siento pena por eso pagano, porque…, amo Tom, la parte má difísil de todo esto é matá gente que a uno le resulta extraña y que no le ha hecho daño alguno. Ej eso, te da cuenta. Si fuésemoj hasta donde están ello, sólo nosotro tré, y dijésemo que teníamoj hambre, y le pidiésemoj algo que comé, pué tal ves fuesen como lo negro y el resto de la gente, ¿no te parese? Pué ello nos lo darían, yo sé que lo harían; y entonse…

—Entonces ¿qué?

—Bueno, amo Tom, ésta é mi idea: No tiene sentido, no podemo matá a eso pobrej extranhero que no nos han hecho ningún daño, hasta que no tengamoj algo de práctica…, eso lo sé perfetamente, amo Tom, claro que lo sé perfetamente. Pero si cogiésemoj un hacha o dó, sólo tú, Huck y yo, nos deslizásemo por el río, luego de que la luna se oculte, y matásemoj a esa familia enferma que está en Sny, y le prediésemo fuego a la casa, y…

—¡Oh, cállate! Me cansas. No quiero discutir más con gente como tú y Huck Finn; siempre os estáis yendo por las ramas, y no tiene ningún sentido estar intentando razonar una cosa que es pura teología para las leyes que protegen los inmuebles.