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100 Clásicos de la Literatura

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No bien entró en la avenida del parque su lujoso carruaje, observó Pitt, con contrariedad y mal humor, que se habían abierto inmensos boquetes en las dos hileras de árboles que bordeaban el paseo —en sus árboles— y que, con escandaloso menosprecio del derecho de propiedad que sobre ellos tenía, el viejo barón los cortaba con arreglo a las inspiraciones de su capricho. El parque ofrecía el más desolador aspecto de ruina y abandono, los paseos estaban pésimamente cuidados; el carruaje saltaba de bache en bache, disparando chorros de lodo que lo salpicaban de una manera deplorable. La gran plazoleta que daba frente a la terraza no era más que un cenagal inmundo; ya no existían los macizos de flores que en otro tiempo la circundaban, ni se descubría la mano del jardinero por parte alguna.

Llamaron a la puerta: al cabo de un rato abrió Horrocks, quien condujo a los recién casados al salón de sus mayores. Mientras tanto los visitantes habían visto a una señora, cargada de gasas y cintajos, que desaparecía rápidamente por la escalera de encina negra.

—El señor barón se encuentra un poco delicado —dijo Horrocks—. Está en la biblioteca: ¿tienen ustedes la bondad de seguirme?

La biblioteca daba al parque. Sir Pitt había abierto una de las ventanas, y desde ella regañaba al postillón de los recién llegados, dispuesto, al parecer, a descargar los equipajes.

—¡Deja en paz los baúles, zángano! —gritaba—. ¿No ves que se trata de una visita momentánea?… ¡Hola, Pitt!… ¿Qué tal, querido? ¿Venís a ver al viejo? Eres preciosa, niña… A fe que no te pareces poco ni mucho al marimacho que la naturaleza te dio por madre… Acércate y da un beso al viejo, como buena niña que eres.

El beso desagradó a lady Jane, pero lo soportó con resignación ejemplar.

—Pitt engorda prodigiosamente —continuó el viejo—. ¿Te lee muchos sermones, querida? Un centenar de salmos y una docenita de himnos todos los días, ¿verdad? Trae un vaso de vino y un pastelito para lady Jane, Horrocks, y no estés ahí mirándola con ojos de cerdo cebado… No os invito a que paséis aquí un día siquiera, queridos, porque os aburriríais soberanamente y me aburriríais a mí, que soy un viejo raro con muchas manías, y al que no le interesa ya más que su pipa y su partida de chaquete todas las noches.

—Sé jugar al chaquete, señor —contestó lady Jane riendo—. Muchas veces hice la partida a papá y a la señorita Matilde Crawley; ¿no es verdad, Pitt?

—Mi esposa puede jugar al juego que tanto gusta a usted, padre —terció Pitt con arrogancia.

—No importa, se aburriría y me aburriría. Volveos a Mudbury, o bien haced una visita a mi hermano el rector, quien os dará de comer. Seguramente le proporcionaréis unas horas de verdadero placer, pues os está agradecidísimo por haberle privado de la fortuna de mi hermana… ¡Ja, ja, ja, ja! A mi muerte, ya tienes fondos para remendar el castillo, que bien lo necesitará.

—He visto, padre —dijo Pitt con entonación de reproche—, que se hacen escandalosas talas de árboles.

—Tienes razón, hijo: el día no puede estar más encantador —contestó el barón, que de pronto había ensordecido—. ¡Ah! Por desgracia, ya no pueden alegrarme los días buenos… soy muy viejo… Por supuesto, que también tú estás cerca de los cincuenta. Pero los llevas muy bien; ¿no es verdad, Jeannie? Es natural: su conducta ha sido siempre ejemplar, su vida de lo más moral que pueda darse… Pero yo voy a cumplir los ochenta, y me conservo bastante bien.

Pitt intentó llevar de nuevo la conversación a la tala de árboles, mas fue en vano, porque la sordera de su padre continuaba.

—Soy muy viejo, y este año particularmente, el lumbago se ha empeñado en atormentarme. Mi vida será breve, no os molestaré mucho tiempo. Te agradezco que hayas venido a visitarme, Jeannie: me gusta tu cara, quiero hacerte un regalo de valor para que lo luzcas en los salones… —y diciendo esto se dirigió renqueando a un armario, del que sacó un estuche que contenía algunas alhajas—. Toma esto, querida; perteneció a mi madre, y más tarde, a la primera lady Crawley; son perlas, perlas preciosas. Nunca quise dárselas a la hija del ferretero.

En aquel momento entró Horrocks llevando una bandeja con un pequeño refrigerio.

****

—¿Qué has regalado a la mujer de Pitt? —preguntó al viejo la individua de las gasas y cintajos, apenas se despidieron los visitantes.

Era aquella mujer la señorita Horrocks, hija del mayordomo del castillo y escándalo del país entero, y reinaba como dueña y señora en el castillo del barón.

La aparición y progreso del almacén de gasas y cintas había excitado el descontento de la familia y las murmuraciones de todo el condado. La dama de los cintajos tenía cuenta abierta en la sucursal de la Caja de Ahorros, la dama de los cintajos iba en coche a la iglesia, la dama de los cintajos monopolizaba el uso de los caballos que desde tiempo inmemorial utilizaron todos los dependientes del castillo, la dama de los cintajos admitía o despedía la servidumbre sin oír otra voz que la de su capricho. El jardinero escocés tuvo la desgracia de desagradar a la dama de los cintajos, y hubo de emigrar con su mujer, sus hijos y sus aperos, abandonando los jardines a los cuidados de la madre naturaleza, que muy pronto los dejó convertidos en desiertos desolados. Las caballerizas estaban desiertas y en estado ruinoso. El barón, fuese por vergüenza, fuese por desprecio a sus vecinos, casi nunca traspasaba las verjas de su parque: reñía a sus administradores y estrujaba a sus colonos por medio de cartas. Nadie podía llegar hasta él sin pasar antes por la dama de los cintajos, encargada de recibir a todo el mundo en la puerta, y dueña de despedir o de franquear el paso a quien le viniera en gana.

Imagínese cuál no sería el horror de Pitt, hombre de orden y adorador de la etiqueta, cuando tuvo noticia de un menosprecio tan escandaloso de todas las conveniencias sociales. Estremecíase de espanto cuantas veces pensaba en la posibilidad de que la dama de los cintajos fuese su madrastra. Con posterioridad a la visita hecha al barón, el nombre de éste no volvió a pronunciarse en la refinada casa de su hijo. En cambio la condesa de Southdown enviaba al viejo libertino folletos terroríficos, de los que el barón se reía, como se reía de sus hijos y del mundo entero, como se reía hasta de la dama de los cintajos si ésta llevaba demasiado lejos sus rabietas, lo cual sucedía con bastante frecuencia.

La Horrocks, una vez instalada como ama y señora en el castillo, trataba a sus antiguos compañeros de servicio con rigor y despotismo intolerables. Los criados recibieron la orden de llamarla madam, pero una doncellita, recién entrada en el castillo, la llamaba siempre milady, tratamiento que al parecer no disgustaba a la persona a quien iba dirigido, toda vez que se limitaba a contestar:

—Algunas hay que merecen ese título mejor que yo, pero también las hay que lo merecen menos.

Ejercía una autoridad suprema sobre la casa entera, con excepción de su padre, a quien no dejaba de tratar con altanería, advirtiéndole con frecuencia que no debía tomarse libertades con la «llamada a ser baronesa».

Un día el barón sorprendió a milady, como llamaba burlonamente a la dama de los cintajos, sentada al viejo piano que adornaba el salón, y que no había sido abierto desde que Becky ejecutó en él varias piezas de su repertorio, aporreando las teclas con gravedad risible y cantando, a voz en grito, tonadillas que había oído antaño. A su lado estaba la doncellita, aplaudiendo con entusiasmo.

El barón rompió a reír estrepitosamente. Más de doce veces narró el caso a Horrocks durante el día, llenando de indignación a la artista. Durante la comida, aporreó con sus dedos la mesa cual si fuese un instrumento músico y cantó con voz destemplada, remedando las tonadillas de la dama de los cintajos. Juró y perjuró que una voz tan divina como la de su amiga merecía la pena de ser cultivada y la instó a que se buscase un maestro de canto. Nunca estuvo el barón tan alegre y decidor como aquella noche. Bebió extraordinariamente y, ya muy tarde, se retiró a su dormitorio.

Media hora después, todo era movimiento, todo revolución en el castillo. Veíanse pasar rápidamente luces por las ventanas e iluminarse sucesivamente las vastas salas del castillo. Momentos más tarde, abríanse las puertas para dar paso a un criado montado, el cual tomó a galope tendido el camino de Mudbury y no paró hasta llegar a la casa del médico. Una hora después entraban en el castillo el reverendo hermano del barón, con su mujer y su hijo James, los cuales encontraron a la dama de los cintajos en el despacho de sir Pitt, armada de un manojo de llaves y probando a abrir armarios y gavetas. La de los cintajos dejó caer las llaves y lanzó un grito de espanto al ver alzarse ante ella la figura de Martha, cuyos ojos relampagueaban.

—¡Viéndolo estás, James… tú eres testigo, esposo mío! —exclamó Martha, apuntando con el índice a la asustada culpable.

—¡Me lo dio todo… me lo dio todo! —repetía la de los cintajos.

—¡Miente usted, miserable criatura! Tú eres testigo, esposo mío, de que hemos sorprendido a esta bribona robando los objetos de propiedad de tu hermano. Morirá en la horca, conforme había yo predicho.

La desdichada cayó de rodillas a los pies de Martha, y suplicó, y lloró, pero en vano: nosotros, que conocemos cuán santa y virtuosa era Martha, comprenderemos cuán reacia había de estar para otorgar su perdón.

—Tira del cordón de la campanilla, James, tira hasta que acuda alguien —dijo Martha a su hijo.

Segundos después, llegaban tres o cuatro criados.

—Encerrad a esa mujer —les dijo Martha—. La hemos sorprendido robando al señor barón. Mañana la conduciréis a la cárcel de Southampton.

 

—No extremes la severidad, querida —suplicó el rector—. Al fin y al cabo…

—¿No hay un par de esposas? Las había antes en el castillo —continuó Martha—. ¿Dónde está el sinvergüenza del padre de esta bribona?

—Todo me lo dio el señor barón —gritó la pobre dama de los cintajos—. Me dio todo lo que tengo… —y mientras hablaba sacó de un bolsillo un par de hebillas de zapatos de que acababa de apropiarse—. Tome usted esto si cree que no es mío, pero yo nada he robado; ¿no es verdad, Esther? Esta muchacha presenció cuando me daba estas hebillas al día siguiente de la feria de Mudbury…

—¿Cómo se atreve usted a contar semejantes mentiras? —replicó Esther—. Yo no he visto que el señor barón le regalase nada, ni antes ni después de la feria de Mudbury. Tome usted la llave de mi baúl, señora; regístrelo, y si encuentra un palmo de cinta, hágame llevar a la cárcel; yo soy una muchacha honrada.

—¡Deme usted sus llaves, ladrona! —gritó Martha, dirigiéndose a la dama de los cintajos.

—Yo le enseñaré la habitación que ocupa, señora, y en donde tiene montones de cosas —dijo Esther, haciendo innumerables cortesías.

—Hazme el favor de callar de una vez. Sé muy bien qué habitación ocupa esa desgraciada. Usted, señora Brown, tenga la bondad de venir conmigo, y usted, Beddoes, no me pierda de vista a la bribona. Tú, esposo mío, vete arriba, no sea que asesinen a tu pobre hermano.

Martha salió de la estancia con la señora Brown, su marido se fue a la habitación del enfermo, y Beddoes quedó guardando a la culpable.

El médico de Mudbury sangraba mientras tanto al barón de Crawley.

Por la mañana, muy temprano, salió un mensajero encargado de avisar a Pitt Crawley. Le enviaba Martha, que había asumido el mando supremo en el castillo. La excelente señora había velado al enfermo toda la noche, consiguiendo, a fuerza de cuidados, devolverle un soplo de vida. No podía hablar, pero reconocía, al parecer, a las personas. Martha tomó asiento a la cabecera de su lecho. El mayordomo Horrocks hizo algunos vanos intentos para mantener su autoridad, pero la señora Martha le trató de borracho y libertino, le exigió que abandonase el castillo lo más pronto posible y le aseguró que le enviaría a presidio si se permitía presentarse ante ella.

Asustado el mayordomo retiróse al comedor, donde encontró al señorito James. Éste pidió una botella y vasos. Momentos más tarde, el rector y su hijo, sentados a la mesa, festejaban el suceso. Después de vaciar unas cuantas botellas, el rector ordenó a Horrocks que entregase todas las llaves que se encontrasen en su poder, y que desapareciese del castillo por el camino más corto. El mayordomo obedeció, saliendo con su hija sigilosamente, a favor de las tinieblas de la noche.

Capítulo XL

Rebeca es admitida en el seno de la familia

Llegó el heredero del barón de Crawley al castillo poco después de acaecida la catástrofe, y puede decirse que reinó en él desde entonces. El viejo barón sobrevivió varios meses a su ataque, pero sin recobrar el uso de la palabra ni el de sus facultades mentales, de aquí que el gobierno de la casa y patrimonio hubo de recaer sobre su hijo y heredero. No era muy agradable ni muy clara la situación: sir Pitt se había pasado la vida comprando e hipotecando; tenía veinte agentes y veinte disputas con cada agente; sostenía media docena de pleitos con cada uno de sus arrendatarios, otra media docena con cada uno de sus abogados, pleiteaba contra dos compañías de minas y contra una de docks, y, en una palabra, contra toda persona o entidad que con él hubiese sostenido relaciones, de negocios o personales. Desenredar tantos y tan complicados asuntos, ver claro en aquel caos, era tarea digna de la perspicacia, sagacidad y perseverancia del antiguo diplomático, el cual, dicho sea en honor a la verdad, puso manos a la obra con laudable energía.

Como es natural, toda la familia acudió a Crawley de la Reina, incluso la suegra de Pitt, condesa de Southdown. Esta última, llevada de su ardor religioso, se empeñó en convertir a la parroquia entera en las mismas barbas del pastor, y a este efecto alzó un púlpito irregular frente al regular de la iglesia, sin que le arredrasen los frecuentes accesos de furor de Martha. Su intención era perfeccionar la obra, presentando para la parroquia un joven protegée suyo. Habló del asunto a Pitt, quien, diplomático como siempre, nada contestó.

Las caritativas intenciones abrigadas por Martha contra la dama de los cintajos no cristalizaron en realidades, por fortuna para la ladrona, que no visitó, como temía, la cárcel de Southampton. Su padre se puso al frente de la taberna llamada A las armas de los Crawley, establecimiento que tiempo antes tomara en arrendamiento al barón, y la hija fue a vivir con el antiguo mayordomo del castillo. Éste compró, andando el tiempo, algunos inmuebles y consiguió gozar del derecho de sufragio. El voto del rector, unido al del ex mayordomo y a cuatro más, componían el colegio electoral del pueblo, que elegía a su vez dos representantes.

Pronto se estableció un cambio de cortesías mutuas entre las señoras de la rectoría y las del castillo, es decir, entre las jóvenes, porque la señora del rector y la condesa de Southdown reñían cuantas veces se encontraban, de lo que resultó que al cabo de varias escaramuzas y combates formales, optaron por no verse. La condesa se recluía en sus habitaciones cuando las señoras de la rectoría visitaban el castillo, siendo lo probable que a Pitt no le desagradasen aquellas ausencias momentáneas de su cariñosa mamá política. Cierto que siempre tuvo a la familia de los condes de Southdown por la más grande, la más gloriosa de la tierra, cierto que su suegra conquistó sobre él gran ascendiente, pero parece que comenzaba a percatarse de que era excesivamente imperiosa. Agrada ser tenido por joven, no hay duda, pero mortifica ser tratado como niño a los cuarenta y seis años. Lady Jane era dócil instrumento en manos de su madre; la voluntad de ésta era la suya, tanto, que ni osaba acariciar a sus hijos, ni casi quererlos, en presencia de su madre. Por fortuna para ella, la condesa tenía mil asuntos a que atender, siempre andaba escasa de tiempo, que le embargaban por entero las conferencias con los ministros del culto, la activa correspondencia que sostenía con todos los misioneros de África, Asia, Australia, etc., etc., y de consiguiente, era muy escaso el que podía dedicar a sus nietecitos Matilde y Pitt. Este último se criaba extraordinariamente débil y raquítico; a fuerza de calomelanos consiguió la condesa sostenerle un hilo de vida.

El viejo barón pasaba sus postreros días de lucha con la vida encerrado en las mismas habitaciones donde había fallecido su segunda esposa. Le cuidaba la muchachita Esther, la que fue favorita de la dama de los cintajos, la cual tenía para él atenciones conmovedoras. ¡Con cuánto cariño, con cuánta asiduidad, con cuánta constancia sirven las personas que reciben espléndidos estipendios! La muchachita en cuestión ablandaba sus almohadas, preparaba sus caldos, se pasaba las noches en pie, sufría con paciencia ejemplar sus quejas y gruñidos; los días que lucía el sol le sacaba de la alcoba en el mismo sillón que en otro tiempo sirvió para la solterona Matilde, y le llevaba a la terraza. También pasaba muchas horas acompañando al viejo lady Jane, quien desde el primer día había sabido granjearse sus simpatías, que demostraba sonriendo cuando aquélla entraba en su aposento y lanzando gemidos inarticulados cuando le dejaba. No bien cerraba lady Jane la puerta de la estancia del enfermo, dejando a éste solo, el barón sollozaba y gemía, y entonces, la muchachita Esther, todo cariño y todo mieles durante la permanencia de lady Jane, variaba radicalmente de actitud, se mofaba del enfermo, le hacía muecas y le enseñaba el puño gritando: «¿Callarás de una vez, viejo insoportable?». Por supuesto, que en lo que decía Esther habían venido a parar setenta años largos de mentiras, de borracheras, de egoísmo y de libertinaje: en un viejo idiota y llorón, a quien había necesidad de acostar, de dar de comer y de cuidar como a un recién nacido.

Encargóse al fin la naturaleza de poner término a las funciones de la enfermera. Una mañana, en ocasión en que Pitt examinaba en su despacho diversos documentos que le había traído su mayordomo y procurador, llamaron a la puerta y Esther apareció en el umbral, y después de hacer tres o cuatro cortesías, dijo:

—¡Perdón, señor… pero el señor barón ha fallecido esta mañana, señor! Yo estaba preparando su desayuno, que diariamente tomaba el enfermo a las seis en punto, cuando… señor, me pareció oír un suspiro, señor, y… y… y…

En vez de terminar la frase, hizo a Pitt dos o tres reverencias más.

¿Qué causa hizo que el rostro pálido de Pitt se tornase súbitamente de un rojo encendido? ¿Sería por ventura la satisfacción consiguiente de verse al fin barón de Crawley y titular de un escaño en el Parlamento? ¿Sería que vislumbró en lontananza un porvenir de grandezas y dignidades? Lo ignoramos: lo que sí podemos afirmar es que hizo el cálculo de las cantidades que serían necesarias para desenredar los asuntos y dejar libre y limpio el patrimonio, y de las sumas que invertiría en mejoras. Para ello recurriría a la fortuna que heredó de su tía, y que antes no quiso tocar por si el viejo curaba y sus sacrificios resultaban estériles.

En el castillo y en la rectoría fueron cerradas todas las ventanas, doblaron lúgubremente todas las campanas de la iglesia, y en ésta el presbiterio fue cubierto de paños negros.

—¿Te parece bien que escriba a tu hermano, o lo haces tú? —preguntó lady Jane a su marido.

—Le escribiré yo y le invitaré al funeral —contestó el flamante barón. Sería falta imperdonable no hacerlo.

—¿Y… y… a la señora Rawdon, no la invitamos? —repuso con timidez lady Jane.

—¡Jeannie! —gritó la condesa—. ¿Cómo puede ocurrírsete desatino semejante?

—También la señora Rawdon debe ser invitada —contestó con resolución sir Pitt.

—¡No pondrá los pies en esta casa mientras yo esté en ella! —replicó la condesa.

—La señora condesa debe recordar que el jefe de esta familia soy yo —insistió sir Pitt—. Jeannie; ten la bondad de escribir a la señora Rawdon Crawley, diciéndole que le suplicamos que venga.

—¡Jeannie… te prohíbo terminantemente que escribas semejante carta! —rugió la condesa.

—Siento tener que repetir que soy el jefe de la familia, señora —insistió sir Pitt—. Me dolería que circunstancias que yo no he de provocar, obligasen a usted a salir de esta casa, señora, pero tenga entendido de ahora para siempre que, aun corriendo ese riesgo, en mi casa no ha de mandar nadie más que yo.

La condesa se puso en pie con ademán majestuoso y mandó que enganchasen el carruaje. Puesto que sus hijos la echaban a la calle, iría a esconder sus pesares en cualquier rincón del mundo, desde donde pediría a Dios la conversión de los que tan mal pagaban sus desvelos.

—No te echamos de nuestra casa, mamá —dijo con timidez lady Jane.

—Invitáis a que vengan personas cuya compañía no puede, no debe tolerar ningún cristiano. Que no enganchen ahora los caballos; me iré mañana temprano.

—Ten la bondad de escribir lo que voy a dictarte, Jeannie —dijo sir Pitt, adoptando una actitud imperiosa—: «Crawley de la Reina 14 de septiembre de 1822. —Mi querido hermano…».

Apenas escuchado un encabezamiento tan terrible como decisivo, la condesa, que había acariciado la esperanza de sorprender alguna muestra de debilidad en su yerno, se irguió, y, con mirada extraviada y trágico ademán, semejante a lady Macbeth, salió de la biblioteca. Lady Jane miró a su marido como pidiéndole permiso para seguir a su mamá e intentar contentarla, pero sir Pitt le prohibió que lo hiciera.

—Puedes estar tranquila, que no se irá —dijo—. Ha alquilado su casita de Brighton y no le queda un cuarto de las rentas del semestre. Una condesa no puede vivir en una posada sin desprestigiarse. Hace mucho tiempo que esperaba yo una oportunidad para dar… este paso decisivo, amor mío, pues como comprenderás, no es posible que en una sola familia haya dos cabezas… Voy a continuar dictando:

Mi querido hermano: La triste nueva que, con todo el dolor de mi alma, he de comunicar a la familia, estaba prevista… etc., etc.

En una palabra: Pitt, elevado al trono de sus mayores, y dueño, merced a la suerte o a sus merecimientos, de la fortuna que esperaban sus demás parientes, estaba resuelto a tratar a éstos con amabilidad y deferencia, y a convertir de nuevo en centro abierto a todos los individuos de la familia el castillo de sus antepasados. Lisonjeábale la circunstancia de ser jefe único e indiscutible. El primer empleo que pensaba hacer de su talento y de la influencia que le daba su nueva y brillante posición era asegurar a su hermano y a sus primos una posición digna de ellos. Acaso sentía cierto remordimiento al pensar que era dueño de toda la fortuna que para tantas personas fuera objeto de risueñas esperanzas. Tres o cuatro días de reinado bastaron para transformarle por completo y para que ultimase, con toda clase de detalles, la norma de conducta que seguiría en el porvenir. En sus planes entraba reinar rindiendo culto a la honradez y a la justicia, deponer a la condesa de Southdown y mantener relaciones de amistad con todos los individuos de su familia.

 

Tal era su disposición de espíritu cuando dictó la carta para su hermano Rawdon, carta llena de dignidad y mesura, donde las palabras más sublimes y las frases más altisonantes realzaban los más espléndidos pensamientos. La humilde amanuense estaba maravillada. «Será un orador como no ha visto otro el mundo cuando hable en la Cámara de los Comunes», pensaba con transporte. «Mi marido es un verdadero sabio… un genio… Yo le creía un poquito frío, pero es muy bueno, y sobre todo, un genio, sí, un genio.» Ignoraba que su marido había estudiado y meditado toda la carta y aprendídola de memoria muchas horas antes de dictarla a su atónita mujer.

La misiva, circundada de ancha orla negra, fue enviada a Rawdon Crawley a Londres. No agradó mucho a su destinatario.

«¿Qué voy a hacer en aquel castillo triste y aburrido?», pensó. «Me desespera la perspectiva de pasar algunas horas de sobremesa con Pitt, aparte de que no hacemos el viaje con menos de veinte libras.»

Subió la carta a Becky, que no se había levantado todavía, juntamente con el chocolate, que hacía y servía él todas las mañanas. Dejó la bandeja sobre el tocador, entregó la misiva a Becky, y ésta, no bien leyó las primeras líneas, saltó de la cama y lanzó un ¡hurra!, agitando triunfalmente la carta sobre su cabeza.

—¿Hurra? —repitió Rawdon—. A fe que no te entiendo. Nada nos ha dejado, Becky; yo tomé mi parte al llegar a la mayoría de edad.

—¡Tú nunca fuiste mayor de edad, tonto! Vete corriendo a encargarme un vestido de luto riguroso a madame Brunoy, y tú haz que adornen con gasa tu sombrero y búscate un chaleco negro. Prepáralo todo para que podamos emprender el viaje el jueves.

—Pero ¿opinas que debemos ir?

—Naturalmente que iremos. Quiero que Jeannie me presente en la corte el año que viene; quiero que tu hermano te conquiste un escaño en el Parlamento, ¡tonto!, quiero que lord Steyne pueda unir tu voto al suyo, ¡majadero!, quiero que seas secretario del gobierno de Irlanda, ¡estúpido!, gobernador de las Indias, o tesorero general, o cónsul, o cualquier cosa parecida.

—El viaje nos costará una cantidad muy respetable —gimió Rawdon.

—Aprovecharemos el carruaje de los Southdown, quienes, como individuos de la familia, no dejarán de asistir al funeral… Pero ¡no! Iremos en la diligencia: es mejor… No nos conviene la ostentación, sino la humildad.

—¿Llevaremos al niño, verdad?

—En manera alguna: sería necio pagar un asiento de más. Le dejaremos aquí confiado a la Briggs; ésta se encargará de vestirle de negro. Vete a hacer lo que te digo… y no estará de más que digas a tu criado que ha fallecido el barón y que heredas una suma cuantiosa: él se lo contará a Raggles, que anda muy apurado por falta de dinero, y la nueva consolará al pobre nombre.

Aquella noche, lord Steyne, visita obligada de Becky, encontró a ésta y la Briggs preparando los lutos.

—Nos encuentra usted anegados en un mar de dolor —dijo Becky—. Nuestro pobre papá, sir Pitt Crawley, ha muerto… Estamos desesperados…

—¿Desesperados, Becky? —contestó el lord—. ¡A fe que no lo entiendo! ¿Conque al fin ha concluido de dar guerra ese viejo escandaloso? Habría podido ser Par del Reino si hubiese sido menos disoluto. Siempre anduvo por sendas extraviadas. ¡Oh… fue un desvergonzado Sileno!

—Y yo pude casarme con ese Sileno desvergonzado —contestó Becky—. ¿No recuerda usted, Briggs, el día que, escondida al amparo de la puerta, vio al barón postrado de rodillas a mis pies?

Era la Briggs el perro mastín que Becky llevó a su casa para que fuese el guardador de su reputación e inocencia. La solterona Matilde había legado a aquélla una pequeña renta anual; ella habría preferido continuar en la familia, prestando sus servicios a lady Jane, pero la condesa de Southdown la despidió tan pronto como decorosamente pudo hacerlo, y Pitt no osó oponerse a aquel ejercicio de autoridad de su suegra. Bowls y la Firkin recibieron asimismo sus ceses juntamente con los legados de la difunta, casándose entonces y poniéndose al frente de una casa de huéspedes, como es uso y costumbre en tales casos.

Briggs intentó vivir con sus parientes en el pueblo, pero habituada a la finura de trato de las personas en cuya compañía pasara tantos años, le fue imposible acostumbrarse a la sociedad de su familia, tenderos al por menor, que se disputaban sus cuarenta libras de renta con tanta furia y con mayor descaro que los Crawley la fortuna de su difunta señora. Un hermano suyo, radical hasta la médula de los huesos, llamaba a su hermana odiosa aristócrata, porque se había negado a facilitarle fondos con que surtir la tiendecita de que era dueño. Diremos en honor de la Briggs que sin inconveniente habría accedido a los deseos de su hermano, de no haberse opuesto una hermana suya, casada con un zapatero, la cual hermana le hizo ver que el tendero estaba arruinado y a punto de quebrar. Con sus argumentos logró llevarse a la Briggs a su casa, y arrancarle una buena parte de sus ahorros, hasta que al fin nuestra antigua amiga huyó a Londres, perseguida por los anatemas y maldiciones de los suyos y resuelta a venderse como esclava antes que aspirar a una libertad tan onerosa como la pasada. Una vez en Londres, mandó publicar en los periódicos un anuncio ofreciendo sus servicios, se fue a vivir con el matrimonio Bowls, y esperó el resultado del anuncio en cuestión.

He aquí cómo fue a parar a la casa de Becky: un día acertó a pasar la esposa de Rawdon, con el carruaje que guiaba ella misma, frente a la puerta de la casa de Bowls, en el preciso momento que la Briggs regresaba, fatigada y jadeante, de la redacción del Times, adonde había ido para mandar insertar por sexta vez su anuncio. Becky la reconoció al punto, y con uno de esos gestos simpáticos que eran en ella habituales, entregó las riendas al groom, saltó a tierra y estrechó con efusión las manos de la antigua dama de compañía de Matilde Crawley.