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100 Clásicos de la Literatura

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Le vi sentar a Hareton a la mesa y murmurar como complacido:

—¡Vaya, chiquito, ya eres mío! Si la rama crece tan torcida como el tronco, con el mismo viento la derribaremos.

El pequeño pareció alegrarse de aquellas palabras, agarró las patillas de Heathcliff y le dio palmaditas en la cara.

Pero yo comprendí bien lo que Heathcliff quería decir, y advertí:

—Este niño debe venir conmigo a la Granja de los Tordos. No hay cosa en el mundo sobre la que tenga usted menos derecho que sobre este pequeño.

—¿Lo ha dicho Linton? —me preguntó.

—Sí; me ha ordenado que me lo lleve —repuse.

—Bueno —respondió el villano. —No quiero discusiones sobre el asunto. Pero me siento inclinado a ver qué maña me doy para educar a un niño. Así que si os lleváis a ese haré venir conmigo al mío. Díselo a tu amo.

Con esto nos dejó imposibilitados de obrar. Repetí sus palabras a Eduardo Linton, y éste, que por su parte no sentía gran interés en ello, no volvió a hablar del tema para nada.

Ahora, el antiguo huésped de Cumbres Borrascosas se había convertido en su dueño. Tomó posesión definitiva, probando legalmente que la finca estaba hipotecada, ya que Hindley había ido estableciendo hipotecas sucesivas sobre toda la propiedad. El acreedor era el propio Heathcliff. Y por eso Hareton, que debía ser el hombre más acomodado de la región, está sometido ahora al enemigo de su padre, y vive como un criado en su propia casa, aunque sin recibir salario alguno, e incapaz de volver por sus fueros, ya que ignora el atropello de que ha sido víctima.

CAPITULO DIECIOCHO

Los doce años que siguieron a aquella triste época —prosiguió diciendo la señora Dean— fueron los más dichosos de toda mi vida. Mis únicas preocupaciones consistían en las pequeñas enfermedades que sufría la niña, como todo niño padece, sea rico o pobre. A los seis meses empezó a crecer como un pino y andaba y hasta hablaba a su manera antes que las plantas floreciesen dos veces sobre la tumba de la señora Linton. Era el más hechicero ser que haya alegrado jamás una casa desolada. Tenía los negros ojos de los Earnshaw, y la blanca piel y los rubios cabellos de los Linton. Su carácter era altivo, pero no brusco, y su corazón sensible y afectuoso en extremo. No se parecía a su madre. Era dulce y mansa como una paloma. Tenía la voz suave y la expresión pensativa. Jamás se enfurecía por nada. Empero es preciso confesar que contaba entre sus cualidades algunos defectos. Ante todo, su tendencia a mostrarse insolente y la torcida manera de ser que todo niño mimado, sea bueno o malo, demuestra. Si alguno la contrariaba, salía siempre con lo mismo: «Se lo diré a papá» Cuando él la reprendía, aunque sólo fuese con un gesto, ella consideraba el suceso como una terrible desgracia. Pero me parece que el señor no le dirigió jamás una palabra áspera. El mismo se preocupó de instruirla. Afortunadamente, era inteligente y curiosa, y aprendió muy deprisa.

A los trece años de edad aún no había cruzado ni una sola vez el recinto del parque sin ir acompañada. En alguna ocasión el señor Linton se la llevaba a pasear a dos o tres kilómetros de distancia, pero no la confiaba a nadie más. Para la niña, la palabra Gimmerton no quería decir nada. No había entrado en otra casa que en la suya, no siendo en la iglesia. Para ella no existían ni Cumbres Borrascosas ni el señor Heathcliff. Vivía en perfecta reclusión y parecía contenta de su estado. A veces, mientras miraba el paisaje desde la ventana, me preguntaba:

—Elena, ¿cuánto se tardaría en llegar a lo alto de aquellos montes? ¿Y sabes tú que hay al otro lado? ¿Allí está el mar?

—No, señorita —contestaba yo. Hay otros montes iguales.

—¿Qué aspecto tienen esas rocas doradas cuando se está junto a ellas? —me preguntó un día.

El despeñadero del risco de Penniston atraía mucho su atención, sobre todo cuando el sol poniente bañaba su cima dejando en penumbra el resto del panorama. Yo le dije que eran áridas masas de piedra, entre cuyas grietas crecía algún que otro árbol raquítico.

—¿Y cómo brillan tanto después de oscurecer? —siguió preguntando.

—Porque están mucho más altas que nosotros –repuse. —Usted no podría subir a esas rocas, son demasiado abruptas y altas. En invierno nieva allí antes que en sitio alguno. Hasta en pleno verano he hallado nieve yo en una grieta que hay al nordeste.

—Si tú has estado —dijo, regocijada—, también yo podré ir cuando sea mayor. ¿Papá ha estado allí, Elena?

—Su papá le diría —me apresuré a contestar— que ese sitio no merece la pena de visitarlo. El campo por donde pasea usted con él es mucho más hermoso, y el parque de esta casa es el sitio más bonito del mundo.

—Pero yo conozco el parque, y ese sitio no —murmuró ella como para sí. —¡Cuánto me gustaría mirar desde lo alto de aquella cumbre! Tengo que ir alguna vez en mi jaquita Minny.

Una de las criadas le habló un día de la Cueva Encantada. Esto le interesó tanto, que no hizo más que marear al señor Linton con su insistencia en ir a visitarla. Él le prometió que la complacería cuando fuera mayor. Pero la niña contaba su edad de mes en mes, y frecuentemente preguntaba:

— ¿Soy ya bastante grande?

Mas Eduardo no tenía deseo alguno de ir, porque el camino pasaba cerca de Cumbres Borrascosas, y esto no le placía. Solía, pues, contestar:

—Aún no, querida, aún no.

Como dije, la señora Heathcliff no vivió más que doce años después de haber abandonado a su esposo. Su débil constitución era un mal congénito en la familia. Ni ella ni su hermano disfrutaban de la robustez que es común en la comarca. No sé de qué murió, pero creo que los dos de lo mismo: una especie de fiebre lenta, que en un momento dado consumía las energías rápidamente. Así que llegó un momento en que escribió a su hermano para advertirle del probable desenlace funesto a que la abocaba una enferme—dad que venía padeciendo desde cuatro meses atrás, y le rogaba que fuese a verla, ya que tenían que arreglar muchas cosas y deseaba entregarle a Linton antes de morir. Esperaba que Heathcliff dejase a Linton a cargo de su hermano como le habían dejado a cargo de ella, y le alegraba la convicción que albergaba de que su padre no deseaba ocuparse del niño. El amo se apresuró a cumplir su deseo. Al irse dejó a Cati a mi custodia, recomendándome mucho que no la dejase salir del parque ni siquiera conmigo. No pasaba por su cerebro la idea de que sola pudiese andar por parte alguna.

Tres semanas estuvo fuera. La niña, al principio, pasaba su tiempo en un rincón de la biblioteca, y tan triste que no jugaba ni leía. Pero a esta tranquilidad sucedió una etapa de inquietud. Y como yo estaba ya algo madura y muy ocupada en mis quehaceres, encontré un medio de que se divirtiese, sin que me molestase. Le enviaba a pasear por la finca, a caballo o a pie, y cuando volvía escuchaba pacientemente el relato de sus reales o imaginarias aventuras.

Empezó el verano, y tanto se aficionó Cati a aquellas solitarias excursiones, que muchas veces salía después de desayunar y no volvía hasta la hora de la cena. Luego entretenía la velada contándome fantásticas historias. Yo no temía que saliera del parque, porque la verja estaba cerrada, y aunque se hubiese hallado abierta, pensaba yo que ella no se arriesgaría a salir sola. Pero desgraciadamente me equivoqué. Una mañana, a las ocho, Cati vino a buscarme y me dijo que aquel día ella era un mercader árabe que iba a atravesar el desierto, y que necesitaba muchas provisiones para sí y para su caravana, consistente en el caballo y en tres camellos. Los camellos eran un gran sabueso y dos perros pachones. Preparé un paquete de golosinas y lo metí en una cesta que colgué del arzón. Saltó ligera como una sílfide sobre la jaca y partió alegremente al trote, con su sombrero de alas anchas que la defendía contra el sol de julio, riendo y mofándose de mis exhortaciones de que volviera pronto y no galopara. Pero a la hora del té no volvió. El sabueso, que era un perro viejo, poco amigo ya de tales andanzas, regresó, mas no ella ni los dos pachones. Envié a buscarla, y al final, viendo que nadie la encontraba, partí yo misma, junto a los límites de la finca hallé a un campesino y le pregunté si había visto a la señorita.

—La vi por la mañana —respondió. —Me pidió que le cortara una vara de avellano y luego hizo saltar a su jaca por encima del seto.

Imagínese cómo me puse al oír tal cosa. Inmediatamente pensé que se había dirigido al risco de Penniston. Me precipité a través de un agujero del seto que el hombre estaba arreglando, y corrí hacia la carretera. Anduve kilómetros y kilómetros hasta que avisté Cumbres Borrascosas. Y como Penniston dista dos kilómetros de la casa de Heathcliff, y seis de la Granja, empecé a temer que la noche caería antes de que yo llegase al risco.

«A lo mejor ha resbalado trepando por las rocas — imaginé— y se ha matado o se ha roto un hueso»

Mi ansiedad disminuyó algo cuando, al pasar junto a las Cumbres, distinguí a Carlitos, el más fiero de los perros que acompañaban a Cati, tendido bajo la ventana, con la cabeza tumefacta y sangrando por una oreja. Me dirigí a la puerta y llamé fuertemente. Una mujer que yo conocía de Gimmerton y que había ido a las Cumbres como sirvienta al morir Earnshaw, me abrió:

—¿Viene usted a buscar a la señorita? —dijo. —Está aquí y no le ha pasado nada. Pero me alegro de que el amo no haya venido.

—¿Así que no está en casa? —dije, casi sin poder respirar por la fatiga de la carrera y por la inquietud que sentía un momento antes.

—Él y José están fuera —repuso— y volverán dentro de una hora poco más o menos. Pase y descansará usted.

Entré y vi a mi oveja descarriada sentada junto al hogar en una sillita que había pertenecido a su madre cuando era niña. Había colgado su sombrero en la pared, y al parecer estaba a sus anchas. Reía y hablaba animadamente con Hareton —que era entonces un arrogante mozo de dieciocho años—, y él la miraba sin comprender casi nada de aquel chorro de palabras con que le abrumaba.

 

—Está bien, señorita —exclamé, disimulando mi satisfacción bajo una máscara de enfado. —Éste habrá sido el último paseo que dé hasta que vuelva su papá. No volveré a dejarla salir de casa sola. Es usted una niña traviesa.

—¡Ay, Elena! —gritó ella alegremente, corriendo hacia mí—. ¡Qué bonita historia tengo para contar esta noche! ¿Cómo me has encontrado? ¿Has estado aquí alguna vez antes de ahora?

—Póngase el sombrero y vámonos enseguida —dije. —Estoy muy enfadada con usted, señorita Cati. No, no haga pucheritos, que con eso no me quita usted el susto que me ha dado. ¡Cuándo pienso en cuánto me encargó el señor Linton que no saliera usted de casa, y cómo se me ha escapado usted! No nos fiaremos de usted nunca más.

—Pues ¿qué he hecho? —repuso ella, reprimiendo un sollozo. —Papá no te encargó nada de lo que dices. Él no se enfada nunca como tú.

—¡Venga, venga! —exclamé. —¡Qué vergüenza! ¡Con trece años que tiene ya y hacer estas chiquilladas!

Le dije esto porque ella se había vuelto a quitar el sombrero y se había escapado de mi alcance.

—No riña a la nena, señora Dean —dijo la criada. —Fuimos nosotros los que la entretuvimos. Ella quería haber seguido su camino por no causarle preocupación. Hareton se ofreció a acompañarla, y a mí me pareció bien, porque el camino es muy malo y muy difícil.

Entretanto, Hareton estaba en pie, con las manos en los bolsillos, y no parecía muy satisfecho de mi aparición.

—Vamos —dije—, no me haga esperar más. Dentro de diez minutos será ya de noche. ¿Y la jaca? ¿Y Fénix? Le advierto que si no se apresura me marcho y la dejo a usted aquí. ¡Vamos!

—La jaca está en el patio —respondió— y Fénix encerrado. Le han mordido a él y a Carlitos. Me proponía decírtelo, pero no te contaré nada por haberte enfadado.

Me preparé a ponerle el sombrero; pero ella, viendo que los demás adoptaban su partida, empezó a correr de un sitio a otro, escondiéndose detrás de los muebles. Todos se reían de mí, hasta que me hicieron gritar, ya enfurecida:

—¡Si usted supiera a quién pertenece esta casa, señorita Cati, no volvería a poner los pies en ella!

—Es de su padre, ¿verdad? —preguntó ella a Hareton.

—No —replicó él, ruborizándose y apartando la vista.

No se atrevía a mirarla frente a frente. Y por cierto que ambos tenían idénticos los ojos.

—¿Entonces, de su amo? —insistió ella.

Él se ruborizó más aún, profirió un juramento en voz baja y se retiró.

—¿Quién es el amo de la casa? —preguntó la muchacha dirigiéndose a mí. —Este joven me ha hablado de un modo que me hizo creer que era el hijo del propietario. No me ha llamado señorita, si es un criado, debiera haberlo hecho.

Hareton se puso sombrío al oír aquella pueril observación. Yo logré que ella se resolviese al fin a acompañarme.

—Tráigame el caballo —dijo la joven, hablando a su primo como lo hubiera hecho a un mozo de cuadra. —Puede usted acompañarme. Quiero ver aparecer al cazador fantasma del pantano, y las hadas de que me ha hablado usted, pero apresúrese. ¡Vamos, tráigame el caballo!

—Primero te veré condenada que ser tu criado –dijo.

—¡Cómo! —exclamó Cati sorprendida.

—Condenada he dicho, bruja insolente.

—Vea con qué buena compañía ha venido usted a encontrarse, señorita Cati —interrumpí yo. ¡Ea!, no dispute con él. Cojamos a Minny nosotras mismas y vayámonos.

—¿Cómo se atreve a hablarme así, Elena? —preguntó ella, saltándosele las lágrimas. Y agregó: ¿Cómo no hace lo que le digo? ¡Malvado! Contaré a papá lo que me ha dicho.

Hareton se preocupó muy poco de la amenaza. Cati se volvió a la mujer.

—Tráigame la jaca —dijo— y suelte a mi perro inmediatamente.

—No hay que tener tantos humos, señorita —repuso la criada. — No perdería usted nada con ser más atenta.

Yo no soy sirvienta suya, y el señor Hareton, aunque no sea hijo del amo, es primo de usted.

—¡Mi primo! —exclamó desdeñosamente Cati.

—Sí, su primo.

—¿Cómo les permites decir esas cosas, Elena? —me interpeló Cati. —A mi primo ha ido a buscarle a Londres papá. ¡Vaya! ¡Este mi primo! —exclamó, disgustada ante la idea de que pudiese ser primo suyo semejante patán.

—Uno puede tener muchos primos de todas clases, señorita —contesté yo—, y no valer menos por ello. Con no buscar su compañía, si no le agrada, está resuelto todo.

—No, Elena; no puede ser mi primo —insistió la joven. Y, como si tal idea la asustase, se refugió en mis brazos.

Yo estaba muy disgustada contra ella y contra la criada por lo que mutuamente se habían descubierto. Comprendía que Heathcliff sería enseguida informado del regreso de Linton con el hijo de Isabel y comprendía también que la joven no dejaría de preguntar a su padre acerca de aquel primo tan hosco. En cuanto a Hareton, que ya había reaccionado del disgusto que le produjera ser tomado por un criado, pareció lamentar la pena de su prima, se dirigió a ella, después de haber sacado la jaca a la puerta, y le quiso regalar un cachorrillo de los que había en la perrera. Ella le contempló con horror, interrumpiendo sus lamentos para mirarle.

Semejante antipatía hacia el joven me hizo sonreír. Él, en realidad, era un mozo bien formado, bien parecido y robusto, aunque vistiera la ropa propia de los trabajos que hacía en la finca. Yo creía notar en su rostro mejores cualidades que las que su padre tuviera, cualidades que sin duda hubieran florecido copiosamente al desarrollarse en un ambiente más apropiado. Me parece que Heathcliff no lo había maltratado físicamente, a lo cual era opuesto por regla general. Parecía haber aplicado su malignidad a hacer de Hareton un bruto. No le había enseñado a leer ni a escribir, ni le reprendía ninguna de sus costumbres censurables, salvo las que molestaban al propio Heathcliff. Nunca le ayudó a dar un paso hacia el bien ni a separarse un paso del mal. José, con las adulaciones que le dedicaba en concepto de jefe de la familia, acabó de estropearle. Y, así como cuando Heathcliff y Catalina Earnshaw eran niños, cargaba sobre ellos todas las culpas, hasta agotar la paciencia del señor, ahora acusaba de todos los defectos de Hareton al usurpador de su herencia.

Cuando Hareton juraba, José no le respondía. Se diría que le complacía verle seguir el mal camino. Creía que su alma estaba condenada; pero el pensar que Heathcliff ten—dría que responder de ello ante el tribunal divino, le consolaba. Había infundido al joven el orgullo de su nombre y de su alcurnia. Y le hubiera gustado despertar en él un vivo odio hacia Heathcliff; pero se lo impedía el temor que sentía hacia éste, por lo cual se limitaba a dirigirle vagas amenazas proferidas entre gruñidos. No es que yo crea estar bien informada de cómo se vivía entonces en Cumbres Borrascosas, ya que hablo de oídas. Los colonos aseguraban que el señor Heathcliff era más cruel y duro para sus arrendatarios que todos los amos anteriores; pero la casa ahora, administrada por una mujer, tenía cierto aspecto, y las orgías de los tiempos de Hindley habían dejado de celebrarse. El nuevo amo era harto lúgubre para gustar de compañía alguna, ni buena ni mala, y ha seguido siendo igual hasta ahora.

En fin: con todo esto no adelanto nada en mi historia. La señorita Cati rechazó el regalo del cachorro y pidió sus perros. Ambos aparecieron renqueando, y las dos, muy mohínas, nos volvimos a casa. No pude obtener de la joven otra explicación de sus andanzas sino que se había dirigido a la peña de Penniston, como yo supuse, y que al pasar junto a Cumbres Borrascosas había sido atacado su perruno cortejo por los canes de Hareton. El combate duró bastante, hasta que sus amos respectivos lograron imponerse.

Así trabaron los primos conocimiento. Cati dijo a Hareton adónde iba, y él le sirvió de guía, mostrándole todos los secretos de la Cueva Encantada. Mas como yo había caído en desgracia, no tuve la fortuna de saber lo que Cati hubiera visto en aquellos prodigiosos lugares. Pero sí noté que su improvisado guía había sido su favorito hasta el instante en que ella le ofendió llamándole criado, cuando la sirvienta de Heathcliff le comunicó que era primo suyo. El lenguaje que Earnshaw había usado para con ella la tenía hondamente disgustada. Ella, que en la Granja era siempre «querida», «amor mío», «ángel» y «reina», había sido injuriada por un extraño... No podía comprender, y me costó mucho arrancarle la promesa de que no se lo contaría a su padre. Le dije que éste tenía mucha aversión hacia los habitantes de Cumbres Borrascosas y que se disgustaría si supiese que ella había estado allí. Insistí, sobre todo, en que si su papá se enteraba de mi negligencia, causante de su escapatoria, me despediría. A Cati la asustó esta perspectiva, y no dijo nada. Era, en el fondo, una muchachita muy buena.

CAPITULO DIECINUEVE

Una carta orlada de negro nos anunció el retorno del amo. En ella se contenían instrucciones para preparar el luto de su hermana y la instalación de su sobrino. Cati estaba encantada con la idea de volver a ver a su padre, y no hacía más que hablar de su verdadero primo, como ella decía. Por fin, llegó la tarde en que el amo debía regresar. Desde por la mañana, la joven se había ocupado en sus pequeños quehaceres y en vestirse de negro (aunque la pobre no sentía dolor alguno por la muerte de su desconocida tía). Finalmente, me obligó a que fuera con ella hasta la entrada de la finca para recibir a los viajeros.

—Linton tiene seis meses justos menos que yo —me decía mientras pisábamos el verde césped de las praderas, bajo la sombra de los árboles. —¡Cuánto me gustará tener un compañero para jugar! La tía Isabel envió una vez a papá un rizo del cabello de Linton: era tan fino como el mío, pero más rubio. Lo he guardado en una cajita de cristal, y siempre he pensado que me gustaría mucho ver a su dueño. ¡Y papá viene también! ¡Querido papá! ¡Vamos de prisa, Elena!

Se adelantó corriendo y se volvió atrás muchas veces antes de que yo llegara lentamente a la verja. Nos sentamos en un ribazo del camino cubierto de hierba, pero Cati no estaba tranquila un solo momento.

—¡Cuánto tardan! ¡Ay, mira, una nube de polvo en la carretera! ¡Ya llegan! ¡Ah, no! ¿Por qué no nos adelantamos un kilómetro, Elena? Sólo hasta aquel grupo de árboles, ¿ves? Allí...

Pero yo me negué. Al fin apareció el carruaje. Cati empezó a gritar en cuanto divisó la faz de su padre en la ventanilla. Él se apeó tan anheloso como ella misma, y ambos se abrazaron, sin ocuparse de nadie más. Entre tanto, yo miré dentro del coche. Linton venía dormido en un rincón, envuelto en un abrigo de piel como si estuviéramos en invierno. Era un muchacho pálido y delicado, parecidísimo al señor, pero con un aspecto enfermizo que éste no tenía. Eduardo, al ver que yo miraba a su sobrino, me mandó cerrar la portezuela para que el niño no se enfriase. Cati quería verle; pero su padre se obstinó en que le acompañara, y los dos subieron a pie por el parque, mientras yo me adelantaba para prevenir a los criados.

—Querida —dijo el señor—, tu primo no está tan fuerte como tú, y hace poco que ha perdido a su madre. Así que por ahora no podrá jugar contigo. Tampoco le hables demasiado. Déjale que duerma esta noche, ¿quieres?

—Sí, sí, papá —respondió Catalina—; pero quiero verle, y él no ha sacado la cabeza siquiera.

El coche se paró, despertó el muchacho y su tío le cogió y le bajó a tierra.

—Mira a tu prima Cati, Linton —le dijo, haciéndoles darse la mano. —Te quiere mucho, así que procura no disgustarla llorando, ¿eh? Ponte alegre; el viaje se ha acabado y no tienes que hacer más que pasarlo bien y divertirte.

—Entonces, déjame ir a acostar —contestó el niño, soltando la mano de Cati y llevándosela a los ojos, donde asomaban algunas lágrimas.

—Vaya, hay que ser un niño bueno —murmuré yo, mientras le conducía adentro. —Va usted a hacer que llore su primita. Mire qué triste se ha puesto viéndole llorar.

Sería por él o no, pero su prima había puesto efectivamente una expresión muy triste también. Subieron los tres a la biblioteca y se sirvió el té. Yo quité a Linton el abrigo y la gorra. Le senté en una silla, pero en cuanto estuvo sentado empezó a llorar otra vez. El señor le preguntó qué le pasaba.

 

—Estoy mal en esta silla —repuso el muchacho.

—Pues siéntate en el sofá y Elena te llevará allí el té —repuso pacientemente el señor.

Yo comprendí que su buen carácter había sido puesto a prueba durante el viaje. Linton se dirigió al sofá. Cati se sentó a su lado en un taburete, sosteniendo la taza en la mano. Al principio guardó silencio, pero luego empezó a hacer caricias a su primito, a besarle en las mejillas y a ofrecerle té en un plato como si fuera un bebé. A él le agradó aquello, y en su rostro se dibujó una sonrisa.

—Esto le convendrá —dijo el amo. —Si podemos tenerle con nosotros, la presencia de una niña de su misma edad le infundirá ánimos, y si desea adquirir fuerzas lo conseguirá.

«Eso será, en efecto, si podemos tenerle con nosotros», pensé bastante preocupada. Yo me imaginé lo que sería de aquel muchacho entre su padre y Hareton. Pero nuestras dudas se resolvieron pronto. Había yo llevado a los niños a sus habitaciones y dejado dormido ya a Linton, y estaba en el vestíbulo encendiendo una vela para la alcoba del señor, cuando apareció una criada y me manifestó que José, el criado de Heathcliff, deseaba hablar con el amo.

—¡Qué hora tan intempestiva, y más sabiendo que el señor regresa de un largo viaje! —dije. —Voy a hablar yo primero con él.

José, entretanto, había cruzado ya la cocina y entraba en el vestíbulo. Iba vestido con el traje de los días de fiesta, tenía en su rostro la más agria de sus expresiones, y mientras sostenía en una mano el sombrero y en la otra el bastón, se limpiaba las botas en la alfombrilla.

—Buenas noches, José —le dije. — ¿Qué te trae por aquí?

—Con quien tengo que hablar es con el señor Linton —repuso.

—El señor Linton se está acostando ya, y a no ser que tengas que decirle algo muy urgente, no podrá recibirte...

Vale más que te sientes y me digas lo que sea.

—¿Cuál es el cuarto del señor? —contestó él, mirando todas las puertas cerradas.

En vista de su insistencia, subí a la habitación de mala gana y anuncié al señor la presencia del importuno visitante, aconsejándole que le mandara volver otro día. Pero José me había seguido, entró, se plantó apoyado en su bastón y empezó a hablar en voz fuerte, como quien se prepara a discutir.

—Heathcliff me envía a buscar a su hijo, y no me iré sin él.

Eduardo Linton permaneció silencioso un momento. Una expresión de pena se pintó en su rostro. Se compadecía del niño y recordaba las angustiosas recomendaciones de Isabel para que le tomase a su cargo. Pero por más que buscó, no encontró pretexto alguno para una negativa. Cualquier intento de su parte hubiera dado más derechos al reclamante. Tenía, pues, que ceder. No obstante, no quiso despertar al muchacho.

—Diga al señor Heathcliff —respondió con serenidad— que su hijo irá mañana a Cumbres Borrascosas. Pero ahora no, porque está acostado ya. Dígale también que su madre le confió a mis cuidados.

—No —insistió José golpeando el suelo con el bastón. —Todo eso no conduce a nada. A Heathcliff no le importan nada la madre del niño ni usted. Lo que quiere es al chico, y ahora mismo.

—Esta noche, no —repitió mi amo. —Váyase y transmita a su amo lo que le he dicho. Acompáñele, Elena. ¡Váyase...!

Y como el viejo persistiera en no irse, le cogió de un brazo y le sacó a la fuerza, cerrando la puerta tras él.

—¡Está bien! —gritó José mientras se iba. — Mañana vendrá mi amo y veremos si se atreve a echarle también.

CAPITULO VEINTE

Para evitar la posibilidad de que se cumpliese aquella amenaza, el señor Linton, al día siguiente, temprano de mañana, me encargó que llevase al niño a casa de su padre en la jaca de Cati, y me advirtió:

—Como ahora no vamos a poder intervenir en el destino que le espera, sea bueno o malo, di únicamente a mi hija que el padre de Linton ha enviado a buscarle, pero no le digas dónde está, para impedir que sienta deseos de visitar Cumbres Borrascosas.

Linton no quería levantarse a las cinco de la mañana, y menos al saber que se trataba de continuar el viaje. Pero yo le dije que era sólo cuestión de ir a pasar una temporada con su padre, el señor Heathcliff, que tenía muchos deseos de conocerle.

—¿Mi padre? —contestó. —Mamá nunca me habló de mi padre. Prefiero quedarme con el tío. ¿Dónde vive mi padre?

—Vive cerca de aquí —contesté. —Cuando esté usted fuerte puede venir andando. Debe usted alegrarse de verle y de estar con él, y debe procurar quererle como ha querido usted a su mamá.

—¿Cómo no me hablaba mamá de él y por qué no vivían juntos? —preguntó Linton.

—Porque él tenía que estar aquí por sus asuntos —alegué—, y a su mamá su mala salud le obligaba a vivir en el Sur.

—¿Y por qué no me habló de mi padre? Del tío me hablaba mucho, y me acostumbró a que le quisiera. Pero quisiera que comprendiese que ¿cómo voy a querer a papá si no le conozco?

—Todos los niños quieren a sus padres —contesté. —Su madre no le hablaría para evitar que usted quisiese irse con él. Vamos. Un paseíto a caballo en una mañana tan hermosa es preferible a dormir una hora más.

—¿Vendrá con nosotros la niña de ayer? —me preguntó Linton.

—Ahora no —repuse.

—¿Y el tío?

—No. Yo le acompañaré.

Linton, asombrado y sombrío, se hundió en la almohada.

—No me iré sin el tío —acabó diciendo. —No comprendo por qué se empeña usted en que me vaya.

Yo quise convencerle, pero se resistió de tal modo que tuve que apelar al auxilio del señor. Al fin, el pobre niño salió, después de recibir muchas falsas promesas de que su ausencia sería breve y de que Eduardo y Cati le visitarían con frecuencia.

El aire, el sol y la marcha reposada de Minny contribuyeron a alegrarle un poco. Comenzó a hacerme preguntas sobre la nueva casa:

—Cumbres Borrascosas, ¿es un sitio tan hermoso como la Granja de los Tordos? —me interrogó, mientras se volvía para lanzar una última mirada al valle, del cual se levantaba entonces una leve neblina hacia el azul.

—No tiene tantos árboles —contesté— y no es tan grande, pero desde allí se ve un hermoso panorama, y el aire es más puro y más fresco. Puede que le parezca una casa algo antigua y lóbrega, pero es la segunda de la comarca. Y podrá usted dar paseos por los campos de las inmediaciones. Hareton Earnshaw, que es primo de la señorita Cati, y hasta cierto punto de usted, le enseñará todo lo que hay de bonito en los alrededores. Cuando haga buen tiempo puede usted coger un libro y marcharse a leer al campo. Se encontrará a veces con su tío, que suele pasearse por las colinas.

—¿Cómo es mi padre? ¿Es tan joven y tan guapo como el tío?

—Es tan joven como el tío —respondí—, pero tiene negro el cabello y los ojos. Es más alto y más grueso también, y a primera vista aparenta ser severo. Quizá no le parezca a usted cariñoso ni afable; pero trátele, no obstante, con cariño y él le querrá a usted más que su tío, porque al fin, naturalmente, es usted su hijo.

—¿De modo que no me parezco a él? —siguió preguntando Linton. Porque, si tiene negro el cabello y los ojos...

—No se le parece mucho —repuse. Yo pensé que nada.

—¡Cuánto me asombra que él no fuera nunca a ver a mamá, ¿me ha visto alguna vez siendo pequeño? Yo no me acuerdo.

—Cuatrocientos ochenta kilómetros son mucha distancia —le dije— y diez años no son para una persona mayor lo mismo que para usted. El señor Heathcliff se propondría seguramente ir de un momento a otro, y nunca llegaba la ocasión. Vale más que no le haga usted preguntas sobre ello.

El muchacho calló durante el resto del camino, hasta que nos detuvimos a la puerta de la casa. Allí miró atentamente la fachada de sillería, las ventanas, los árboles torcidos y los groselleros. Hizo un movimiento con la cabeza, significando su disgusto, pero no dijo nada. Yo me dirigí a abrir la puerta antes de que él se apease. Eran las seis y media y en la casa acababan de tomar el desayuno. La criada estaba limpiando la mesa. José explicaba a su amo algo que se refería a su caballo, y Hareton se disponía a salir.