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100 Clásicos de la Literatura

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Se lanza entre ellos con sesenta mil hombres, se desplaza de un ejército al otro, destroza a Blücher en Chapaubert, en Montmirail, en Château-Thierry y en Montereau. En diez días, Napoleón ha alcanzado cinco victorias y los aliados han perdido noventa mil hombres.

Entonces se reanudan nuevas negociaciones en Chântillon-sur-Seine, pero los soberanos aliados, cada vez más exigentes, proponen condiciones inaceptables. No sólo pretenden que Napoleón abandone todas sus conquistas, sino que los límites de la República queden reducidos a los de la antigua Monarquía.

Napoleón respondió con uno de esos arranques feroces que eran tan conocidos. Saltó de Mery-sur-Seine a Craone, de Craone a Reims y de Reims a Saint-Dizier. En todas partes el enemigo se encuentra con él, es cazado, arrollado, desbaratado, y deshecho. Pero también consigue rehacerse y, siempre vencido, avanza a duras penas.

Dondequiera que Napoleón no está, la fortuna le abandona. Los ingleses han entrado en Burdeos; los austriacos ocupan Lion; el ejército de Bélgica, reunido con las reliquias del de Blücher, reaparece sobre su retaguardia. Sus generales se ablandan, están cansados de combatir. Los ejércitos de Napoleón llenos de títulos nobiliarios ahítos de oro, no quieren ya batirse. Tres veces se le escapan los prusianos, a quienes creía tener a su merced: la primera en la orilla izquierda del Marne, gracias a una helada repentina que da consistencia a los lodazales, en medio de los cuales debían perecer; la segunda, junto a Aisne, a causa de la rendición de Soissons, que les abre un paso de avance en el momento en que no podían retroceder; y por fin, en Craone, por la negligencia del duque de Raguse, que se deja arrebatar parte de su material en una emboscada nocturna. Napoleón no deja de apreciar todos estos presagios y reconoce que, a pesar de sus esfuerzos, Francia se le escapa de las manos. Sin esperanza ya de conservar un trono, quiere al menos encontrar un sitio donde cavar una tumba y hace, aunque inútilmente, todo cuanto es posible para hacerse matar en Arcis-sur-Aube y en Saint-Dizier. Sin embargo, parece que ha hecho un pacto con las balas de fusil y de cañón para salir siempre ileso.

El 29 de marzo recibe en Troyes, hasta donde ha perseguido a Wintzingerode, la noticia de que los rusos y los prusianos marchan en columnas cerradas sobre París.

Parte enseguida, llega el 1 de abril a Fontainebleau y sabe que Marmont ha capitulado la víspera, a las cinco de la tarde y que desde aquella mañana los aliados ocupan la capital.

Tres recursos le quedaban:

El primero es que aún tenía a sus órdenes cincuenta mil soldados, de los más bravos y decididos del universo. Bastaba reemplazar a los viejos generales, que se exponían a perderlo todo, por los coroneles, que podían ganarlo todo. A su voz, potente todavía, podía levantarse la población. Pero entonces, la ciudad de París quedaría sacrificada, los aliados la quemarían al retirarse, y no hay más que un pueblo, a quien pueda salvar semejante remedio: el ruso.

El segundo consistía en dirigirse hacia Italia, reunir los veinticinco mil hombres de Augereau, los dieciocho mil del general Grenier, los quince mil del mariscal Suchet y los cuarenta mil del mariscal Soult. Pero esta opción no iba a dar ningún buen resultado: Francia continuaría ocupada por el enemigo, y de esta ocupación podrían sobrevenir las mayores desgracias para ella.

Quedaba el tercero, que era retirarse a la otra parte del Loira y hacer la guerra de guerrillas.

Los aliados acabaron por hacerle adoptar una resolución, declarando que él era el único obstáculo para la paz general.

Y ante esta declaración a Napoleón no le quedaban más que dos opciones: morir a la manera de Aníbal, o bajar del trono a la manera de Sila.

Y se dice que intentó la primera, pero que el veneno de Cabanis no fue lo suficientemente potente.

Sea como fuere, al final decidió optar por la segunda. En un pedazo de papel, hoy perdido, escribió las siguientes líneas, tal vez las más importantes que jamás hayan trazado mano mortal:

Habiendo proclamado las potencias aliadas que el emperador Napoleón era el único obstáculo para el restablecimiento de la paz en Europa, el emperador Napoleón, fiel a su juramento, declara que renuncia por sí y por sus herederos al trono de Francia y de Italia, porque no hay ningún sacrificio personal, ni aun el de la vida, que no esté dispuesto a hacer en obsequio de Francia.

Por espacio de un año, el mundo pareció vacío.

V

NAPOLEÓN EN LA ISLA DE ELBA

Napoleón era el rey de la isla de Elba.

Había perdido el imperio del mundo y sólo quería estar a solas con su desventura.

—Todo cuanto necesito —dijo—, es un mísero escudo diario y un caballo.

Por eso, obligado a la fuerza por los que le rodeaban, y a pesar de poder elegir entre Italia, Toscana y Córcega, fijó la vista en este pequeño y humilde rincón de la tierra donde se encontraba: la isla de Elba.

Pero si descuidó sus intereses, no por eso dejó de defender los derechos de los que le acompañaban: el general Bertrand, gran mariscal de palacio; el general Drouot, ayudante de campo del Emperador; el general Cambronne, comandante del primer regimiento de cazadores de la guardia; el barón Jermanovsky, comandante de lanceros polacos; el caballero Malet, los capitanes de artillería Cornuel y Raoul, los capitanes de infantería Loubers, Lamourette, Hureau y Combi y por último, los capitanes de lanceros polacos Balnisky y Schoultz.

Estos oficiales mandaban sobre cuatrocientos hombres, sacados de los granaderos y cazadores de la antigua guardia, que habían obtenido permiso para acompañar en el destierro a su emperador. En caso de que regresaran a Francia, Napoleón había estipulado para ellos la conservación de sus derechos de ciudadanos.

A las seis de la tarde del 3 de mayo de 1814, la fragata The Undaunted fondeó en la rada de Portoferraio.

El general Dalesme, que mandaba todavía en la isla de Elba en nombre de Francia, pasó a bordo para, al momento, ponerse a las órdenes de Napoleón.

El conde Drouot, nombrado gobernador de la isla, saltó a tierra para hacerse reconocer en calidad de tal y tomar el mando de los fuertes de Portoferraio. El barón Jermanovsky, nombrado comandante de armas de la plaza, lo acompañaba, así como el caballero Baillón, jefe de palacio, para preparar el alojamiento de Su Majestad.

Aquella misma noche, todas las autoridades, el clero y los principales habitantes, fueron en comisión a bordo de la fragata a presentarse ante la presencia del Emperador. El día siguiente, el 4 por la mañana, un destacamento de tropas llevó a la ciudad la nueva bandera adoptada por el emperador, y que era la de la isla, es decir, de plata con banda de gules y tres abejas de oro en la banda. Se enarboló al punto en el fuerte de la Estrella a los estampidos de las salvas de artillería. La fragata inglesa devolvió el saludo a su vez, así como todos los barcos anclados en el puerto.

A eso de las dos, Napoleón desembarcó con toda su comitiva. En el momento en que puso el pie en el suelo de la isla, fue saludado con una salva de ciento y un cañonazos disparados por la artillería de los fuertes, y a los cuales la fragata inglesa respondió con veinticuatro cañonazos y los gritos de vivas de la tripulación.

El Emperador llevaba el uniforme de coronel de cazadores de a caballo de la guardia, y en lugar de la escarapela tricolor llevaba en el sombrero la encarnada y blanca de la isla.

Antes de entrar en la ciudad fue recibido por las autoridades, el clero y los notables, precedidos por el alcalde, que le entregó las llaves de Portoferraio en una bandeja de plata. Las tropas de la guarnición estaban posicionadas indicando el recorrido, y detrás de ellas toda la población, no sólo de la capital, sino de los demás pueblos y aldeas, que había acudido de todos los puntos de la isla. Aquellos pobres pescadores no podían creer que tuviesen por rey al hombre cuyo poderío, nombre y hazañas habían llenado el mundo. Napoleón estaba tranquilo, afable, casi alegre.

Después de responder al discurso de bienvenida del alcalde, pasó con su comitiva a la catedral, donde se cantó el «Te Deum». A la salida de la iglesia se trasladó a la casa consistorial, destinada a servirle de alojamiento. Por la noche la ciudad y el puerto se iluminaron espontáneamente.

El general Dalesme publicó el mismo día la siguiente proclama redactada por Napoleón:

Habitantes de la isla de Elba:

Las vicisitudes humanas han conducido entre vosotros al emperador Napoleón: su propia elección os lo da por soberano. Antes de penetrar en vuestros muros, vuestro nuevo monarca me ha dirigido las siguientes palabras, que me apresuro a transmitiros, porque son la garantía de vuestra propia felicidad.

«General —me ha dicho el Emperador—, he sacrificado mis derechos al interés de la patria, y me he reservado la soberanía y propiedad de la isla de Elba. Todas las potencias han accedido a este arreglo. Al dar a conocer a los habitantes este estado de cosas, decidles que he elegido esta isla para mi residencia, teniendo en consideración la dulzura de sus costumbres y de su clima y aseguradles que serán el objeto constante de mi más vivo interés».

Elbenses, estas palabras no necesitan comentarios, ellas formarán vuestro destino. El Emperador os ha juzgado bien, os debo esta justicia y os la hago.

Habitantes de la isla de Elba, pronto me alejaré de vosotros, y esta separación me será penosa, pero la idea del vuestro bienestar mitiga la amargura de mi partida, y en cualquier sitio en que me encuentre, conservaré siempre el recuerdo de las virtudes de los habitantes de la isla de Elba.

 

DALESME

Los cuatrocientos granaderos llegaron el 26 de mayo, mientras que el 28, partió el general Dalesme con la antigua guarnición. La isla quedaba entregada enteramente a su nuevo soberano.

Napoleón no podía permanecer mucho tiempo inactivo. Después de haber dedicado los primeros días a los trabajos indispensables para su instalación, montó a caballo el 18 de mayo y recorrió toda la isla. Quería cerciorarse por sí mismo del estado en que se encontraba la agricultura y cuáles eran los productos más o menos seguros de la isla en cuanto a comercio, pesca, extracción de mármoles y de metales y sobre todo hizo un reconocimiento con especial atención de las canteras y las minas que constituyen su principal riqueza.

De regreso en Portoferraio, después de haber visitado hasta la última aldea y dado en todas partes a los habitantes pruebas de solicitud, se ocupó en organizar su Corte y en aplicar las rentas públicas a las más urgentes necesidades. Estas rentas se componían de las minas de hierro, de las que se podía sacar un millón anual; de la pesca del atún, que estaba arrendada por cuatrocientos a quinientos mil francos; de las salinas, cuya explotación, concedida a una sociedad, podía producir, poco más o menos, la misma suma, y en fin, del impuesto territorial y de algunos derechos de aduanas. Todos estos productos, unidos a los dos millones que había conseguido llevarse de Francia, podían formarle unos cuatro millones y medio de renta.

Napoleón solía decir a menudo que jamás había sido tan rico.

Había dejado la casa ayuntamiento para ir a vivir a una bonita casa que llamaba pomposamente su «palacio». Esta casa estaba situada en una peña, entre el fuerte Falcone y el de la Estrella, en un baluarte llamado Baluarte de los Molinos; que consistía en dos pabellones unidos por un edificio. Desde sus ventanas se veía la ciudad y el puerto, tendidos a sus pies, de suerte que ningún objeto nuevo podía escapar a la mirada del nuevo dueño.

En cuanto a su casa de campo, estaba situada en San Martino. Antes de su llegada no era más que una cabaña que había mandado reconstruir y arreglar con gusto, pero jamás pernoctaba allí, limitándose a dar un paseo hasta ella y nada más. Situada al pie de una montaña muy elevada, rodeada por un torrente y por una pradera, vislumbraba desde ella el pueblo, el puerto, y en el horizonte, más allá de la superficie vaporosa del mar, las playas de Toscana.

Al cabo de seis semanas, la emperatriz madre llegó a la isla de Elba y a los pocos días la princesa Paulina. Esta última se había reunido con el Emperador en Fréjus y quiso embarcarse con él; pero estaba tan enferma, que el médico se opuso. El capitán inglés se comprometió entonces a volver a recoger a la princesa en un día prefijado, y como aquel día transcurrió sin presentarse dicha fragata, la princesa aprovechó que un barco napolitano se dirigía a la isla para reunirse con el Emperador sin demora. En este primer viaje no pasó más que dos días en la isla y partió para Nápoles, pero el 1 de noviembre el bergantín Inconstant la condujo de nuevo a la isla y no se separó ya más del Emperador.

Se comprende que al pasar de una actividad tan grande a un reposo tan absoluto, Napoleón tuviera necesidad de crearse obligaciones regulares que le ocuparan todas las horas. Se levantaba al rayar el día, se encerraba en su biblioteca y se dedicaba a escribir sus memorias militares hasta las ocho de la mañana. Luego salía a inspeccionar las obras, se paraba a interrogar a los trabajadores que eran casi todos soldados de su guardia. A eso de las once almorzaba frugalmente. Durante las horas de más calor, cuando había hecho largas caminatas o trabajado mucho, dormía unas dos horas después de almorzar, y salía otra vez a eso de las tres, unas veces a caballo y otras en carretela, acompañado del gran mariscal Bertrand y del general Drouot, que en estas excursiones nunca se apartaban de él. Por el camino atendía a todas las reclamaciones que se le pudieran presentar, y nunca se alejaba de nadie sin dejarle satisfecho. A las siete, regresaba, comía con su hermana, que habitaba en el primer piso de su palacio, e invitaba a su mesa al intendente de la isla, M. de Balbiani, al chambelán Vanatini, o bien al alcalde de Portoferraio o al coronel de la guardia nacional, y a veces incluso a los alcaldes de Porto Longone y de Río. Luego pasaba la velada en las habitaciones de la princesa Paulina.

La Emperatriz madre vivía en una casa aparte que el chambelán Vantini le había cedido.

Entretanto, la isla de Elba se había convertido en punto de reunión de todos los curiosos de Europa y en breve fue tanta la frecuencia de extranjeros, que hubo que tomar medidas para evitar los desórdenes debido a la aglomeración de tantos individuos desconocidos entre los cuales había muchos aventureros que buscaban fortuna bajo el ala del Emperador. Los productos de la tierra fueron muy pronto insuficientes y fue menester traerlos del continente. Aumentó el comercio de Portoferraio y este aumento mejoró la situación general. Incluso en calidad de desterrado, la presencia de Napoleón era una fuente de prosperidad para el país que le daba cobijo. Su influencia se había extendido hasta las últimas clases de la sociedad y una atmósfera nueva rodeaba a la isla.

De aquellos extranjeros, había ingleses, que tenían un gran interés en verle y oírle. Napoleón, por su parte, los recibía con benevolencia. Lord Bentink, lord Douglas y otros muchos señores de la alta aristocracia, se llevaron a Inglaterra un grato recuerdo de su visita a la isla de Elba.

De todas las visitas que recibía el Emperador, las más agradables eran las de un gran número de oficiales de todas las naciones, especialmente franceses, polacos y alemanes, que iban a ofrecerle sus servicios y a los que Napoleón tenía que responder que no tenía empleos ni grados que darles.

—Pues bien, os serviremos como soldados —le decían.

Y casi siempre los incorporaba a los granaderos. Estas adhesiones a su nombre le halagaban y le emocionaban profundamente.

Llegó el 15 de agosto, día del santo del Emperador, que se celebró con un entusiasmo tan difícil de describir que incluso al propio Napoleón, tan acostumbrado como estaba a las fiestas oficiales, le pareció un espectáculo totalmente nuevo para él. La ciudad organizó un baile al Emperador y a la guardia, a cuyo efecto se levantó en la plaza mayor de la ciudad una espaciosa tienda de campaña. Napoleón mandó que la dejasen abierta para que el pueblo entero tomara parte en la fiesta.

Las obras que se emprendían en la ciudad y en la isla, rayaban lo fastuoso. Dos arquitectos italianos, los señores Bargini, romano, y Bettarini, toscano, trazaban los planos de las construcciones resueltas; pero casi siempre el Emperador introducía en ellos algunas modificaciones con arreglo a sus ideas, pareciendo que era él el verdadero arquitecto. Así, cambió el trazado de muchos caminos comenzados, encontró una fuente cuya agua parecía de mejor calidad que la que se bebía en Portoferraio y dirigió la corriente hasta la ciudad.

Aunque no eran ajenos a su mirada de águila los acontecimientos europeos, Napoleón estaba, en apariencia, sometido a su destino de desterrado. Nadie ponía ya en duda que con el tiempo el Emperador se acostumbraría a aquella nueva vida, rodeado del cariño de cuantos se acercaban a él. Pero entonces los mismos soberanos aliados se encargaron de despertar al león, que probablemente dormía con un ojo medio abierto.

Hacía ya muchos meses que Napoleón habitaba en su pequeño imperio, ocupándose de embellecerlo por todos los medios que su genio infatigable e inventivo le sugería, cuando se le avisó secretamente de que su nuevo alojamiento estaba dando lugar a numerosos debates. Francia, por mediación de M. de Talleyrand, reclamaba con vehemencia como medida necesaria en el congreso de Viena el fin de su estancia en la isla, exponiendo cuán peligroso era para la dinastía reinante que Napoleón residiera tan cerca de las costas de Italia y de Provenza. Se destacó en el congreso, sobre todo, que si el ilustre proscrito se cansara de su destierro, podría lograr llegar a Nápoles en cuatro días y desde allí, con la ayuda de su cuñado Murat, que todavía reinaba en aquel país, pasar a la cabeza de un ejército a las descontentas provincias del norte de Italia, y sublevarlas a un primer llamamiento, renovado así la lucha mortal que apenas acababa de terminar.

Para apoyar esta violación del tratado de Fontaineblau, se recurría a la correspondencia del general Excelmans con el rey de Nápoles, que acababa de ser interceptada y que hacía sospechar una flagrante conspiración cuyo centro era la isla de Elba, con ramificaciones en Italia y en Francia. Vino a apoyar estas sospechas otra conspiración que se descubrió en Milán y en la cual estaban implicados muchos oficiales generales del antiguo ejército italiano.

Austria tampoco veía con buenos ojos tan peligrosa vecindad. La Gaceta de Augsburgo, órgano de su gobierno, se explicaba con toda claridad sobre este punto. En ella se leían textualmente estas palabras:

Por alarmantes que sean los acontecimientos de Milán, conviene, sin embargo, tranquilizarse. Pensamos que tal vez puedan contribuir a alejar lo más pronto posible a un hombre que en la roca de la isla de Elba, tenía en sus manos los hilos de esas tramas urdidas con su oro y que mientras continúe cerca de las costas de Italia, no dejará a los soberanos de esos países gozar tranquilamente de sus posesiones.

Pero el congreso, a pesar de la convicción general que reinaba, basándose en pruebas tan débiles, no se atrevía a tomar una determinación que estaba en contradicción manifiesta con los principios de moderación tan fastuosamente emitidos por los soberanos aliados. De modo que se decidió presentar una propuesta a Napoleón, y así hacer ver que los tratados existentes no se violaban, para determinarle a salir voluntariamente de la isla de Elba, sin perjuicio de apelar a la violencia en el caso de que se negara a ello. En consecuencia, el congreso se ocupó inmediatamente en elegir una nueva residencia para él. Se designó Malta, pero Inglaterra vio en ello inconvenientes, porque de prisionero, Napoleón podría pasar a convertirse en gran maestre.

Y optó finalmente por Santa Elena.

El primer pensamiento que se le cruzó a Napoleón fue que estos rumores los difundían sus mismos enemigos para obligarle a llevar a cabo cualquier acto de desesperación que permitiera violar las promesas que se le habían hecho. Seguro de ello, hizo salir para Viena un agente discreto y fiel, con el encargo de averiguar qué crédito podía dar a los avisos que le habían dado. Éste fue recomendado al príncipe Eugène de Beauharnais, que, hallándose a la sazón en Viena y gozando de la confianza del emperador Alejandro, debía de saber lo que pasaba en el congreso. El espía de Napoleón recopiló en poco tiempo todos los datos necesarios y se los comunicó inmediatamente. Organizó, además, una correspondencia activa y segura, por la cual Napoleón podía estar al corriente de todo lo que pasaba.

Además de esta correspondencia con Viena, el Emperador nunca había perdido comunicaciones con París, y cada noticia que le llegaba le indicaba que iba surgiendo un poderoso movimiento rebelde contra los Borbones.

Colocado en esta doble posición, se le ocurrieron entonces las primeras ideas del gigantesco proyecto que no tardó en poner en marcha.

Napoleón hizo en Francia lo que había hecho en Viena. Envió emisarios provistos de instrucciones secretas para cerciorarse de la verdad y entablar, si ello fuera posible, relaciones con los amigos que habían permanecido fieles, y con los jefes del ejército que, por estar más desatendidos, debían de estar más descontentos.

Estos emisarios confirmaron a su regreso las sospechas a las que Napoleón no daba crédito en un primer momento y al mismo tiempo le dieron la certeza de que en el pueblo y en el Ejército la revolución se estaba fermentando; que todos los descontentos, y su número era inmenso, volvían los ojos hacia él y anhelaban su regreso. En definitiva, que era inevitable una explosión social e imposible que los Borbones lucharan más tiempo contra la animadversión que habían suscitado la impericia e imprevisión de su gobierno.

Las cartas estaban echadas: por un lado estaba el peligro y por el otro, la esperanza; una prisión eterna en una roca en medio del océano o el imperio del mundo.

Napoleón tomó una resolución con su rapidez habitual y en menos de ocho días lo tuvo todo organizado en su mente. Ya no había más que hacer los preparativos de esta tamaña empresa sin despertar las sospechas del comisario inglés encargado de ir de vez en cuando a visitar la isla de Elba y bajo cuya vigilancia indirecta se habían puesto todos los pasos y acciones del Emperador.

 

Este comisario era el coronel Campbell, que había acompañado al Emperador a su llegada. Tenía a su disposición una fragata inglesa en la que iba continuamente de Portoferraio a Génova, de Génova a Liorna y de Liorna a Portoferraio. En esta última rada permanecía comúnmente unos veinte días, durante los cuales el coronel bajaba a tierra, e iba a hacer, en apariencia, una visita a la Corte a Napoleón.

Era preciso también engañar a los agentes secretos que pudiera haber en la isla, distraer la instintiva y perspicaz sagacidad de los habitantes. En una palabra, hacerlo todo para que nadie pudiera suponer sus intenciones.

Con tal objeto, Napoleón mandó proseguir con las obras empezadas; dispuso que se hiciera el trazado de nuevos caminos que se proponía abrir en todas direcciones alrededor de la isla para la circulación de Portoferraio y Porto Longone, y como en la isla había gran escasez de árboles, hizo traer del continente gran cantidad de morales que plantó a ambos lados del camino. Luego se ocupó activamente en la conclusión de su casita de San Martino, cuyas obras iban muy despacio y así fingir que recibía por su parte todos los cuidados como si fuera a vivir allí largo tiempo. Así fue que pidió a Italia estatuas y jarrones y compró naranjos y plantas raras.

En Portoferraio mandó derribar las casuchas que rodeaban su palacio. Aumentó las dimensiones de un largo edificio que servía de alojamiento a los oficiales, hasta hacer de él una plaza de armas y poder pasar revista a dos batallones. Se concedió a los habitantes una antigua iglesia abandonada para la construcción de un teatro en el que debían de trabajar los mejores actores de Italia. Se recompusieron todas las calles. Se ensanchó la puerta de Tierra, que no era practicable más que para mulas, y añadiéndole un terraplén quedó convertida en un camino de fácil transporte para toda clase de carruajes.

Mientras tanto, y para facilitar aún más la ejecución de su proyecto, hacía que el bergantín Inconstant, que se había adjudicado en plena propiedad, y el jabeque Étoile, que había comprado, efectuaran frecuentes viajes a Génova, Liorna, Nápoles, costas de Berbería y hasta a Francia, para que los cruceros ingleses y franceses se acostumbraran a verlos. Así, estos barcos salieron sucesivamente en todas direcciones y muchas veces pasaban por el litoral Mediterráneo con bandera elbense, sin que nadie los molestara. Esto era lo que buscaba Napoleón.

Poco a poco se fue ocupando más seriamente de los preparativos de su partida. Hizo llevar de noche a bordo del Inconstant y con el mayor secreto, gran cantidad de armas y municiones; mandó renovar los uniformes, ahora con ropa blanca y calzado de su guardia; llamó a los polacos que estaban destacados en Porto Longone y en la pequeña isla de la Pianosa, en la cual custodiaban un fuerte; y activó la organización de la instrucción del batallón de montaraces que formaba con hombres reclutados solamente en Córcega y en Italia. Finalmente, a principios de febrero todo estuvo listo a la espera de la primera ocasión favorable en que tuvieran noticia de Francia.

Estas noticias llegaron por fin de la mano de un coronel del antiguo ejército, que partió casi al punto para Nápoles.

Por desgracia, el coronel Campbell y su fragata estaban entonces en el puerto, por lo que fue preciso esperar, sin revelar la menor impaciencia, a que transcurriese el tiempo de su permanencia habitual, teniendo con él las acostumbradas atenciones para no levantar sospechas. En la tarde del 24 de febrero, Campbell pidió permiso para ofrecer sus respetos al Emperador; iba a despedirse de él y a preguntarle si se le ofrecía algo para Liorna. Napoleón le acompañó hasta la puerta y los criados pudieron oír estas últimas palabras que le dirigió:

—Adiós, señor coronel. Os deseo buen viaje. Hasta la vista.

Apenas salió el coronel, Napoleón mandó llamar al gran mariscal, pasó una parte del día y de la noche encerrado con él, se acostó a las tres de la mañana y se levantó al rayar el día.

Al echar una ojeada al puerto, vio que la fragata estaba haciendo los preparativos para darse a la vela. Desde aquel momento y como si un poder mágico hubiera encadenado sus miradas a aquel buque, no apartó de él los ojos; le vio desplegar una tras otra todas sus velas, levar anclas, ponerse en marcha y con un viento favorable de sudeste, salir del puerto y emprender el rumbo hacia Liorna.

Entonces subió a la azotea con un anteojo y continuó observando la marcha del barco que se alejaba; al mediodía la fragata no parecía ya más que un punto blanco en el mar. A la una, había desaparecido del todo.

Napoleón dio rápidamente sus órdenes. Una de sus principales disposiciones fue embargar por tres días todos los buques que había en el puerto; hasta las más pequeñas embarcaciones quedaron sujetas a esta medida, que se ejecutó al instante.

Luego, como el bergantín Inconstant y el jabeque Étoile no eran suficientes para el propósito de Napoleón, entró en negociaciones con los patrones de tres o cuatro barcos mercantes que se escogieron entre los mejores veleros. Aquella misma noche los tratos estaban cerrados y todos los buques a disposición del Emperador.

En la noche del 25 al 26, es decir, del sábado al domingo, Napoleón convocó a las principales autoridades y a los habitantes más notables, con los que formó una especie de consejo de regencia; luego nombró al coronel de la guardia nacional Lapi comandante de la isla, confió la defensa del país a sus habitantes, encomendándoles la protección de su madre y su hermana y, finalmente, sin indicar precisamente el objeto de la expedición que iba a intentar, tranquilizó de antemano a aquellos a quienes se dirigía sobre el éxito que debía alcanzar, prometiendo que en caso de guerra enviaría socorros para defender la isla, por lo que jamás la entregarán a ninguna potencia sin previa orden suya.

Por la mañana dio los últimos detalles concernientes a la administración de su casa, se despidió de su familia y dio la orden de embarque.

Al mediodía se dio el toque a generala.

A las dos, el de llamada. Entonces Napoleón anunció a sus antiguos compañeros de armas los nuevos destinos a los que estaban llamados. Al oír el nombre de Francia, ante la esperanza del próximo regreso a la patria, resonó un grito de entusiasmo y brotaron lágrimas; los soldados rompieron sus filas abrazándose unos a otro, corriendo como locos y echándose de rodillas a los pies de Napoleón como ante un dios.

La Emperatriz madre y la princesa Paulina contemplaban, llorando, esta escena desde las ventanas del palacio.

A las siete quedaba terminado el embarque.

A las ocho Napoleón se embarcó en una canoa y a los pocos minutos estaba a bordo del Inconstant. En el momento en que puso el pie en él, resonó un cañonazo: era la señal de partida.

Al punto zarpó la escuadrilla y con un viento sudsudeste bastante fresco, salió de la rada, después del golfo, dirigiéndose hacia el nordeste y costeando a cierta distancia las playas de Italia.

En el mismo momento en que la escuadrilla se daba a la vela, varios emisarios partían para Nápoles y Milán, mientras que un oficial superior marchaba a Córcega, con la misión de intentar allí un levantamiento que deparase un refugio al Emperador en caso de que fracasara su empresa en Francia.