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100 Clásicos de la Literatura

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—Ésa es la razón de que todo este paisaje clásico repleto de jardines se encuentre tan desierto —se dijo a sí mismo—. Más desierto aún que el círculo de Stonehenge o las pirámides. Nosotros no creemos en los mitos egipcios, pero los propios egipcios sí que creían en ellos. Y supongo que incluso los druidas creerían en sus propios mitos. Pero los hombres del siglo XVIII que construyeron ese templo no creían en Venus o Mercurio mucho más que nosotros. Por eso el reflejo de esas pálidas columnas sobre las aguas del lago no es, en realidad, más que el reflejo de una sombra. Fueron hombres que pertenecieron a una época en que reinaba la razón. Y ellos, que llenaron sus jardines con todas esas deidades de piedra, abrigaban en sus corazones menos esperanzas de encontrarse con esos mismos dioses que gustaban de representar que nadie a lo largo de toda la historia.

Su monólogo cesó bruscamente debido a un estrepitoso ruido, similar al estallido de un trueno, cuyos ecos rebotaron monótonamente por toda la superficie de aquel tenebroso lago. En seguida adivinó lo que había producido aquel sonido: alguien acababa de disparar un arma. En cambio, por lo que se refería al significado de aquel disparo, todavía se hallaba en la más completa oscuridad. Rápidamente, toda clase de pensamientos extraños comenzaron a acudir en masa a su cabeza hasta que, un instante más tarde, se echó a reír cuando vio caer, algo más allá sobre el sendero que discurría por debajo de él, la perdiz muerta que el disparo acababa de abatir.

En aquel mismo instante, sin embargo, vio también otra cosa que le pareció todavía más interesante. Rodeando la parte trasera del templo de la isla se erigía un tupido círculo de árboles que dejaban la fachada de aquél encajada en un oscuro marco de vegetación. Fue allí donde Fisher creyó haber visto un breve temblor, como de algo que se moviese entre las hojas. Un instante más tarde sus sospechas se confirmaron cuando una figura harapienta salió de las sombras del templo y comenzó a recorrer el istmo que unía isla y jardín y que conducía hasta la orilla. Incluso a una distancia tan lejana como aquélla la figura llamaba la atención tanto por su gran estatura como por la escopeta que llevaba bajo el brazo. Al ver ésta, al instante acudió a la mente de Fisher el nombre de Long Adam, el cazador furtivo.

Poniendo en práctica un rápido sentido de la acción, Fisher saltó a la orilla y echó a correr alrededor del lago en dirección al extremo de aquel pasadizo de piedras. Si el hombre llegaba a tierra firme, cabía la posibilidad de que desapareciera fácilmente en el interior del bosque. Pero para cuando Fisher alcanzó las piedras y comenzó a avanzar sobre ellas en dirección a la isla, el hombre se vio encerrado en un callejón sin salida, no quedándole más opción que la de regresar hacia el templo. Al llegar a éste, apoyó sus anchas espaldas contra la pared y permaneció en pie dejando entrever que se sabía acorralado. Se trataba de un hombre relativamente joven, de agradables rasgos tanto en su enjuto rostro como en su delgada figura pero cuyos cabellos se veían convertidos en una sucia mata de greñas pelirrojas. La mirada que brillaba en sus ojos era capaz de asustar a cualquiera que se encontrase a solas con él en una isla perdida en mitad de un lago.

—Buenos días —dijo Horne Fisher alegremente—. Al principio creí que era usted un asesino. Pero como parece del todo improbable que esa perdiz estuviese indecisa entre nosotros dos hasta decidir morir por mí como si fuese una heroína de novela rosa, creo más bien que es usted un cazador furtivo, ¿no es cierto?

—Supongo que así me llamaría usted —contestó el hombre, cuya voz sonó verdaderamente extraña proviniendo de un espantapájaros como aquél, pues se notaba en ella esa profunda desidia que suele encontrarse en todos aquellos que alguna vez han luchado por conseguir una cierta urbanidad y educación a pesar de vivir en un rudo ambiente—. Creo que tengo todo el derecho del mundo a cazar en este lugar. Pero como soy consciente de que la gente como usted suele tomarme por un ladrón, supongo que ahora intentará usted hacer que me encarcelen.

—Existen algunas dificultades previas para ello —contestó Fisher—. Para empezar, y aunque resulte halagador que me haya confundido con uno, yo no soy ningún guardabosques. Y mucho menos aún soy tres guardabosques, que serían, según mis cálculos, los que harían falta para intentar reducir a alguien de su tamaño. No obstante, debo confesarle que poseo otra razón para no desear que vaya usted a la cárcel.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es? —preguntó el otro.

—Pues, simplemente, que estoy de acuerdo con usted —contestó Fisher—. No quiero decir exactamente que tenga usted derecho a cazar donde le plazca, pero nunca he creído que algo así tuviese tanta gravedad como el hecho de ser un ladrón. O al menos a mí me lo parece, pues soy decididamente contrario a la típica idea de propiedad según la cual un hombre debe poseer todo aquello que pase volando por su jardín. Por esa regla de tres, ese hombre también sería dueño del viento que pasa por allí o de las nubes que sobre sus dominios. Además, si queremos que los pobres respeten la propiedad, tendremos antes que darles a ellos alguna propiedad que respetar. Un hombre como usted debería tener sus propias tierras. Y voy a ser yo, si puedo, quien se las dé.

—¡Que va usted a darme tierras! —repitió Long Adam.

—Le pido disculpas por haberme dirigido a usted como si estuviéramos en pleno mitin electoral —dijo Fisher—, pero yo soy una especie completamente nueva de personaje público. Es decir, que soy de los que dicen lo mismo tanto en público como en privado. De hecho, todo lo que acabo de decirle es lo mismo que he ido repitiendo a lo largo de un centenar de mítines que me han llevado por toda esta región. Y ahora todo ello se lo digo también a usted aquí, en este extraño islote y en mitad de este lúgubre estanque. Yo desmenuzaría una finca tan grande como ésta en un montón de terrenos más pequeños que repartiría entre todo el mundo, incluso entre los cazadores furtivos como usted. Lo haría en toda Inglaterra al igual que antes lo hicieron en Irlanda. Le compraría las tierras a los ricos si ello fuese posible. Y si no, los echaría de aquí de un modo o de otro. Un hombre como usted debería tener un lugar propio. No estoy diciendo que tenga usted que tener faisanes, pero muy bien podría tener unas cuantas gallinas.

El hombre se puso tenso de golpe, dando la súbita impresión primero de que palidecía y luego de que se encendía al oír la promesa como si existiese en ella alguna amenaza oculta.

—¡Gallinas! —repitió con acentuado desdén.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó con tranquilidad Fisher—. ¿Acaso tener gallinas resulta deshonroso para un cazador furtivo como usted? ¿Tiene algo que objetar?

—Pues sí, porque resulta que yo no soy ningún cazador furtivo —gritó Adam con una voz desgarrada que resonó en el templo y en las urnas vacías como poco antes había hecho el eco de su escopeta—. Porque resulta que la perdiz que yace allí, muerta, es en realidad mía. Porque resulta que la tierra que está usted pisando ahora mismo es en realidad mía. Porque fue un verdadero crimen el que me arrebataran mi propia tierra, un crimen mucho peor que la caza furtiva. Ésta ha sido una sola tierra durante cientos y cientos de años, y si usted o cualquier otro charlatán entrometido viene por aquí hablando de dividirla en trocitos como si fuese una tarta, si alguna vez vuelvo a oír una sola palabra de usted o de sus sucias mentiras…

—Se está usted pareciendo cada vez más a uno de esos turbulentos mítines públicos —dijo Horne Fisher—. Pero continúe. ¿Qué pasará si intento dividir decentemente esta tierra entre la gente honrada?

El cazador había ya recobrado toda su desagradable compostura para cuando contestó:

—Que la próxima vez ninguna perdiz se interpondrá entre mis balas y usted.

Y tras decir aquello se volvió, evidentemente con la intención de no decir ni una sola palabra más, y echó a caminar hasta dejar atrás el templo y alcanzar el extremo más alejado del islote, donde se quedó observando atentamente el agua. Fisher lo siguió pero, al no obtener respuesta a las preguntas que le dirigió, decidió regresar a la orilla. Al hacerlo, le echó un segundo vistazo, esta vez más de cerca, al falso templo y, al hacerlo, advirtió en él algunas cosas realmente curiosas. La mayoría de estas edificaciones tan teatrales solían ser tan escuetas como un auténtico escenario de teatro, por lo que esperaba que aquel santuario clásico fuese algo superficial, es decir, una simple concha o cáscara vacía. Sin embargo, había algo dentro de aquello, algo oculto entre los árboles que poseía un aspecto laberíntico, como de serpientes de piedra entre las que se levantase una gran cantidad de frondosas torres que apuntasen hacia el cielo. No obstante, lo que más atrajo la atención de Fisher fue que en aquella masa de piedra blanca y gris situada tras las paredes del templo, había una única puerta con grandes cerrojos oxidados en su cara exterior los cuales, en aquel momento, no se hallaban echados. Acto seguido, Fisher decidió rodear el pequeño edificio, pero al hacerlo no descubrió ninguna otra abertura a excepción de un pequeño agujero enrejado, parecido a un conducto de ventilación, en lo más alto del muro.

Sumido en profundos pensamientos, deshizo sus pasos a lo largo del puentecillo de piedras hasta alcanzar la orilla del lago. Una vez allí, fue a sentarse sobre los peldaños de piedra que había entre las dos urnas fúnebres exquisitamente esculpidas. Encendió entonces un cigarrillo y comenzó a fumar con aspecto pensativo. Al cabo de un rato sacó un cuaderno, anotó en él varias frases y comenzó a numerarlas una y otra vez hasta que, por fin, quedaron ordenadas de la siguiente manera:

 

1. Mr. Hawker aborrecía a su primera esposa.

2. Mr. Hawker se casó con su segunda esposa por dinero.

3. Long Adam dice que en realidad la finca es suya.

4. Long Adam merodea por los alrededores del templo de la isla, el cual se parece mucho a una prisión.

5. Mr. Hawker no era pobre cuando entregó la finca.

6. Verner era pobre cuando se hizo con la finca.

Estudió dichas anotaciones con una seriedad que poco a poco se fue transformando en una firme sonrisa. Arrojó entonces bien lejos su cigarrillo y reanudó la búsqueda de algún atajo que le condujese a la casa. Pronto encontró un sendero que, serpenteando por entre macizos de flores y setos recién recortados, acabó llevándolo frente a una enorme fachada palladiana. El aspecto de ésta hacía que la casa, más que una residencia privada pareciera una especie de edificio público condenado al ostracismo en medio del campo.

Al primero que encontró fue al mayordomo, quien en verdad parecía mucho mayor que el propio edificio, pues si bien la arquitectura parecía datar de la época georgiana el rostro de aquel hombre, bajo aquella peluca marrón que tan poco le favorecía, se hallaba surcado por arrugas que parecían tener siglos enteros de antigüedad. Tan sólo sus ojos saltones se mostraban vivos y despiertos, como si se quejaran del estado en que se encontraba el resto de la cara. Tras observarlo con atención, Fisher se detuvo y dijo:

—Discúlpeme. ¿No estuvo usted al servicio del último dueño de estas tierras, Mr. Hawker?

—Sí, señor —dijo el hombre con gravedad—. Mi nombre es Usher. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?

—¿Podría llevarme ante Sir Francis Verner? —contestó el visitante.

Sir Francis Verner lo recibió en una gran habitación cubierta por entero con colgaduras y tapices. Confortablemente instalado en un mullido butacón, tenía a su lado una pequeña mesa sobre la cual, junto a una taza de café, descansaban un frasco pequeño y un vaso en los que un licor brillaba tenuemente. Iba vestido con un discreto traje gris que no llegaba a armonizar del todo con su corbata encarnada. No obstante, Fisher advirtió algo peculiar en las curvas que describía su rubio bigote y en la manera en que llevaba peinados sus lacios cabellos. De repente, le vino a la cabeza el verdadero nombre de aquel personaje: Franz Werner.

—Así que usted es Mr. Horne Fisher —dijo—. ¿No quiere sentarse?

—No, gracias —respondió Fisher—. Me temo que ésta no será una visita muy amistosa, así que permaneceré de pie. No en vano, es muy posible que usted ya sepa que me he presentado como candidato para las elecciones al Parlamento.

—Estoy al corriente de que somos rivales políticos —contestó Verner alzando las cejas—. Por ello creo que lo mejor sería que compitiéramos con espíritu deportivo, es decir, con el loable gusto inglés por el juego limpio.

—Muy bien, entonces —asintió Fisher—. Pero todo sería mejor si fuese usted inglés. Y mucho mejor aún, si cabe, si alguna vez hubiese usted jugado limpio. Pero voy a ir directamente al grano, pues lo que he venido a decirle puede resumirse en pocas palabras. No tengo ni idea de hasta qué punto resulta legal todo lo concerniente al asunto del viejo Hawker, pero mi principal objetivo ahora es evitar que Inglaterra termine siendo gobernada por gente como usted. Así que, dejando la ley a un lado, yo no levantaré la voz sobre dicho asunto si usted retira ahora mismo su candidatura de las elecciones.

—Es evidente que está usted loco —dijo Verner.

—Puede que mis razonamientos resulten algo insólitos —contestó Horne Fisher a su manera tan desganada—. Soy una persona algo propensa a soñar, especialmente a soñar despierto. Tanto, que a veces percibo lo que ocurre a mi alrededor de una manera muy intensa, como si hubiese en ello una doble cara, o como si ya hubiese vivido antes esa situación. ¿Nunca ha tenido usted esa experiencia casi mística de encontrarse en situaciones que parecen haber ocurrido antes?

—Espero que a pesar de estar loco, sea usted inofensivo —dijo Verner.

Pero Fisher no le oyó. Se hallaba absorto observando las gigantescas figuras y tracerías doradas, marrones y rojas que mostraban los tapices que colgaban de las paredes. Luego volvió a posar sus ojos en Verner y continuó diciendo:

—Tengo la sensación de que esta entrevista ha tenido lugar aquí mismo antes de ahora, en esta misma habitación forrada de tapices, y que nosotros dos no somos más que dos fantasmas visitando una cámara encantada. Sólo que en aquella ocasión era Mr. Hawker quien se sentaba donde se sienta usted ahora. Y era usted quien permanecía de pie donde yo me hallo en este instante.

Hizo una pausa, tras la cual añadió con tranquilidad:

—Supongo que a mí también se me podría tachar de chantajista.

—Si en efecto lo es —dijo Sir Francis—, le aseguro que acabará usted en la cárcel.

Pero sobre su rostro se había extendido una sombra que se asemejaba mucho a los reflejos verdes que el licor proyectaba sobre la superficie de la mesa. Horne Fisher clavó en aquel rostro su mirada y repuso tranquilamente:

—Los chantajistas no siempre terminan en la cárcel. A veces van a parar al Parlamento. Pero por muy corrompido que el Parlamento esté ya de por sí, usted no llegará allí si yo puedo evitarlo. Yo no soy tan canalla como llegó usted a serlo una vez al negociar con el crimen. Obligó usted a un hombre a abandonar su casa. Yo tan sólo le estoy pidiendo a usted que renuncie a su escaño en el Parlamento.

Sir Francis Verner se levantó de un salto y comenzó a buscar, por toda aquella estancia cubierta de antiguos cortinajes, la cuerda que accionaba la campana.

—¿Dónde está Usher? —gritó con el rostro alterado.

—¿Y qué importa dónde esté? —dijo Fisher suavemente—. Me pregunto cuánto sabrá Usher de la verdad.

Verner dejó que su mano soltara lentamente la cuerda que había encontrado y, tras permanecer un momento en pie echando chispas por los ojos, salió a grandes pasos de la habitación. Fisher se dirigió a la otra puerta, la misma que había empleado para entrar, y, al no encontrar la menor señal de Usher, salió de allí y emprendió el camino de regreso al pueblo.

Aquella noche, tras introducirse en el bolsillo una linterna, Fisher emprendió a solas el camino que a través de la oscuridad le llevaría en busca de los últimos eslabones que aún faltaban en la cadena de sus razonamientos. Aunque había muchas cosas que ignoraba todavía, decidió que la mejor manera de averiguarlas era yendo a buscarlas directamente donde se ocultaban. La noche había caído, oscura y anunciando tormenta, y la abertura del muro parecía ahora más siniestra que nunca, al tiempo que el bosque se tornaba más espeso y tenebroso que durante el día. Si el lago abandonado, con sus lúgubres árboles y sus urnas e imágenes grises, le había parecido desierto incluso a plena luz del día, bajo el manto de la noche y la tormenta que se avecinaba su aspecto le recordaba más que nunca al estanque de Aqueronte, que se extiende en la tierra de las almas perdidas.

Mientras atravesaba con gran cuidado el pequeño puentecillo de piedras tuvo la sensación de estar internándose cada vez más en el abismo de la noche y de haber dejado definitivamente atrás los últimos puntos desde los que poder divisar la tierra de los vivos. El lago parecía haber crecido hasta convertirse en algo tan inmenso como el mar, pero un mar de aguas negras y fangosas que durmiesen con una abominable placidez, justo como si acabasen de anegar el mundo entero. Toda aquella sensación y aquel ambiente más propios de una pesadilla habían llegado a alcanzar una consistencia tal que se sintió extrañamente sorprendido al llegar tan pronto a la isla desierta. De hecho, sabedor de que en aquel lugar reinaban un silencio y una soledad sepulcrales, se sentía como si hubiese estado caminando durante años.

Tras reunir todo el valor que encontró, se detuvo bajo uno de los oscuros árboles que extendían sus ramas por encima de su cabeza, sacó la linterna y se dirigió a la puerta trasera del templo. Al igual que antes, ésta se hallaba sin atrancar, pero en su mente se agitó levemente la idea de que se hallaba ligeramente entornada. Sin embargo, cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que aquello no era más que una de las típicas ilusiones ópticas que provoca la luz al proyectarse desde diferentes ángulos. Estaba analizando los detalles de la puerta y sus herrumbrosos goznes y cerrojos desde una perspectiva más racional, cuando percibió algo nuevo muy cerca de él. Algo colgaba de los árboles casi sobre su cabeza, algo que no era precisamente una rama rota.

Durante algunos segundos permaneció tan inmóvil y frío como una roca. Lo que había visto sobre su cabeza eran las piernas de un hombre que colgaba, presumiblemente las de un hombre que había sido ahorcado. Luego, un instante después, descubrió la realidad. Aquel hombre, que comenzaba a dar claras señales de vida, agitó las piernas en el aire y, al cabo de un segundo, se había dejado caer a tierra y se había vuelto hacia el intruso. Al mismo tiempo, tres o cuatro árboles parecieron cobrar vida de igual manera. Cinco o seis figuras más cayeron de pie sobre el suelo tras abandonar sus inesperados escondites hasta que, súbitamente, aquel lugar pareció convertirse en una isla habitada por monos. Cuando aquellas figuras se abalanzaron sobre él y le pusieron las manos encima, Fisher descubrió que aquellas figuras pertenecían también a hombres.

Valiéndose de la linterna, que llevaba aún en la mano, golpeó al primero de ellos en pleno rostro con tanta fuerza que el hombre dio un traspié y rodó sobre la fangosa hierba. La linterna se rompió y se apagó dejándolo todo inmerso en la más completa oscuridad. De un empujón derribó a otro hombre que fue a chocar contra la pared del templo y acabó deslizándose hasta el suelo. No obstante, un tercero y un cuarto consiguieron levantarlo en peso por los pies y comenzaron a transportarlo, todavía debatiéndose, en dirección a la puerta. Incluso entonces, en el desconcierto de la batalla, fue consciente de que la puerta se hallaba abierta y de que alguien llamaba a aquellos matones desde el interior.

En cuanto estuvieron dentro lo arrojaron con violencia, pero sin ocasionarle daños, sobre una especie de sofá o catre que parecía haber sido especialmente acondicionado con cojines para recibir su peso. En realidad, toda la brusquedad que aquellos hombres habían empleado con él parecía deberse en buena parte a las prisas. No en vano, antes de que consiguiera levantarse todos ellos se habían ya lanzado hacia la puerta para escapar. Cualesquiera que fuesen los bandidos que infestaban aquella isla supuestamente desierta, se hallaban obviamente a disgusto con su trabajo y se mostraban ansiosos por darse a la fuga, pues, tal y como Fisher acertó a pensar fugazmente, los criminales habituales no acostumbran a actuar tan llenos de pánico. Luego, una vez que la puerta se cerró de un portazo, pudo oír el chirrido de los cerrojos al ser echados y los pasos apresurados de los hombres que se batían en retirada tropezando y atropellándose entre sí a lo largo del puentecillo de piedras. Sin embargo, a pesar de que todo se desarrolló con una gran velocidad, no ocurrió con la suficiente rapidez como para que Fisher no tuviese tiempo de hacer algo que se había propuesto. Incapaz de abandonar su posición horizontal en aquel abrir y cerrar de ojos, había extendido una de sus largas piernas y la había plegado alrededor del tobillo del último hombre antes de que éste desapareciera también por la puerta. El hombre se tambaleó y cayó sobre el piso de la celda mientras la puerta se cerraba entre él y sus compañeros, con lo que se hizo evidente que estos últimos tenían demasiada prisa para darse cuenta de que se habían dejado atrás a uno de los suyos.

El hombre se puso en pie de un salto y comenzó a lanzar patadas y puñetazos llenos de furia contra la puerta. Fisher, cuyo sentido del humor empezaba ya a recuperarse después de tanto golpe y tanta voltereta, se sentó en el sofá con lo que le quedaba de su habitual indiferencia. No obstante, mientras escuchaba al cautivo golpear la puerta de la celda, una nueva y curiosa idea acudió a su cabeza.

El comportamiento más lógico de un hombre que intentase atraer tan ardientemente la atención de sus amigos debería ser el de llamarlos a voz en grito a la vez que propinaba patadas a la puerta. Este hombre hacía todo el ruido que podía tanto con los pies como con las manos, pero ni un solo sonido salía de su boca. La pregunta era: ¿por qué no podía hablar?

Al principio pensó que el hombre podía estar amordazado, lo cual resultaba manifiestamente absurdo. Luego su imaginación reparó en la desagradable idea de que el hombre fuese mudo. Aunque apenas fue capaz de explicarse por qué tal idea le resultó de golpe tan desagradable, lo cierto es que aquello le causó una profunda y singular impresión. Parecía haber algo espeluznante en la idea de hallarse encerrado a solas y a oscuras con un sordomudo. Era casi como si un defecto como aquél fuese algo monstruoso y se encontrase irremediablemente ligado a monstruosidades aún mayores. Era como si aquella figura que no podía llegar a distinguir en la oscuridad fuese una de esas formas que deberían permanecer siempre ocultas a la luz del sol.

 

Entonces un rayo de lucidez le asaltó y una poderosa intuición se apoderó de él. La explicación era tremendamente sencilla pero también sumamente interesante. Estaba claro que el hombre no hacía uso de su voz porque no deseaba que fuese reconocida. Esperaba escapar de aquel oscuro agujero antes de que Fisher descubriese quién era. Y en ese caso, ¿quién era? Una cosa al menos sí estaba clara. Tenía que tratarse de alguno de los cuatro o cinco hombres con los que, hasta entonces, Fisher había hablado en aquel lugar durante el desarrollo de aquella historia tan extraña.

—Vaya, vaya. Me pregunto quién será usted —comenzó a decir en voz alta haciendo gala una vez más de aquella desganada cortesía suya—. Supongo que no sería muy buena idea intentar estrangularle para poder descubrirlo. Resultaría de lo más desagradable pasar la noche encerrado aquí con un cadáver. Además, como es posible que el cadáver acabase siendo yo, y como no tengo cerillas y he destrozado mi linterna, poco más puedo hacer que dedicarme a especular. Así pues, ¿quién será usted? Pensemos un poco.

El hombre a quien tan cordialmente se dirigía había desistido en su empeño de aporrear la puerta y, evidentemente malhumorado, se había dado por vencido hasta dejarse caer en un rincón mientras Fisher continuaba dedicándole su fluido monólogo.

—Quizá sea usted ese cazador furtivo que no sólo afirma que no es un cazador furtivo sino que asegura que es el verdadero propietario de estas tierras. De ser así, dicho caballero me va a permitir decirle que, sea lo que sea, es también un idiota. ¿Qué esperanzas puede haber en Inglaterra para un campesinado libre si los propios campesinos resultan ser tan estirados como para pretender dárselas de señores? ¿Cómo vamos a instaurar una democracia si lo primero que falta son los propios demócratas? Por lo que parece, usted desea convertirse en propietario, y para lograrlo consiente en pasar por ser un criminal. Y eso es algo en lo que usted, como comprenderá, se parece mucho a alguien que los dos conocemos. Claro que, ahora que lo pienso, a lo mejor es usted alguna otra persona que yo conozco.

Hubo un silencio roto tan sólo por la respiración proveniente del rincón y por el murmullo de la tormenta que se iba levantando fuera y cuyo sonido se filtraba hasta el interior a través de la pequeña reja situada sobre la cabeza de aquel hombre silencioso. Horne Fisher continuó:

—¿No será usted acaso un simple sirviente? ¿No será quizás ese sirviente tan viejo y siniestro que antaño fue mayordomo de Hawker y que ahora lo es de Verner? Si así es, es usted el único eslabón que hay entre las dos épocas. Pero, de ser así, ¿por qué se rebaja usted a servir a ese sucio extranjero cuando llegó usted al menos a conocer al último representante en la región de una legítima dinastía de aristócratas ingleses? Por lo general las personas como usted suelen ser, cuando menos, buenos patriotas. ¿Es que acaso Inglaterra no significa nada para usted, Mr. Usher? Claro que posiblemente toda esta demostración de elocuencia no sea más que una pérdida de tiempo, porque a lo mejor no es usted Mr. Usher.

»Es más probable que sea usted el mismísimo Verner en persona, por lo que de nada sirve emplear la elocuencia para intentar hacerle sentir vergüenza de sí mismo. Sería igualmente inútil insultarle por haber corrompido Inglaterra, ya que no es a usted a quien habría que insultar. Son los propios ingleses quienes merecen ser insultados, y son de hecho insultados, por permitir que alimañas como usted se arrastren hasta alcanzar lugares que han estado siempre reservados a sus héroes y reyes. No insistiré en suponer que es usted Verner porque de hacerlo me temo que empezaría a estrangularle ahora mismo, después de todo. Por lo tanto, ¿quién más puede ser usted?

»Con total seguridad, no está usted al servicio del otro partido rival. No podría creer que fuese usted Gryce, su representante. Aunque, a pesar de todo, Gryce posee también una pizca de fanatismo, y los hombres así son capaces de cualquier cosa cuando se ven envueltos en estas mezquinas intrigas políticas. Pero, si no es usted nadie al servicio del otro partido, entonces usted debe de ser… Pero no, no puedo creerlo… No puede usted ser la encarnación de la libertad y los valores humanos… No puede usted ser la encarnación del ideal democrático…

Lleno de emoción, se puso en pie de un salto. En ese preciso instante un trueno retumbó a través de la rejilla situada en la pared opuesta. La tormenta había estallado y, con ella, una nueva luz se encendió en su cabeza. Algo estaba a punto de ocurrir de un momento a otro.

—¿Sabe usted lo que ese ruido quiere decir? —gritó—. Quiere decir que el mismísimo Dios va a encender una luz en el cielo para mostrarme su maldito rostro.

Y entonces, un momento más tarde, llegó el estallido de un nuevo trueno. Pero justo antes de que dicho trueno se oyese, una intensa luz blanca llenó toda la habitación durante menos de un segundo.

Fisher alcanzó a ver dos cosas frente a él. Una de ellas fue el dibujo en blanco y negro que la rejilla de hierro imprimió contra el cielo. La otra fue el rostro que se ocultaba en la esquina: el rostro de su propio hermano.

Todo lo que salió de los labios de Horne Fisher fue poco menos que una blasfemia a la que siguió un silencio aún más espantoso que la propia oscuridad. Finalmente, el otro se incorporó y se puso en pie de un salto, tras lo cual la voz de Harry Fisher se dejó oír por primera vez en aquella horrible habitación.

—Supongo que, como ya me has visto —dijo—, ya podemos disfrutar de un poco de luz. Tú mismo podrías haberla encendido en cualquier momento con sólo pulsar el interruptor.

Accionó un botón que sobresalía de la pared y, de golpe, todo lo que había en aquella habitación fue invadido por una luz aún más clara que la del sol. De hecho, todo lo que allí podía verse resultó tan inesperado que logró que la ya de por sí conmocionada atención de Fisher se apartara, al menos por un momento, del descubrimiento que acababa de realizar. La estancia, lejos de ser un calabozo, parecía más bien un salón de recreo propio de una señorita a no ser por las cajas de puros y las botellas de vino que se amontonaban, junto a unos cuantos libros y revistas, sobre una mesilla. Un segundo vistazo le reveló que, de todos aquellos accesorios, los de carácter más bien masculino eran bastante recientes, mientras que el resto, de índole más marcadamente femenina, parecían bastante más antiguos. Su mirada encontró una franja de tapicería descolorida que le llevó a comentar, olvidando momentáneamente cuestiones de mayor relevancia:

—¡Vaya! Este lugar fue decorado con muebles procedentes de la mansión —dijo.