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100 Clásicos de la Literatura

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Para Emma era mejor no contestar directamente a esta afirmación; de modo que prefirió reanudar el hilo de su propio razonamiento.

-Es usted muy buen amigo del señor Martin; pero como ya dije antes es injusto con Harriet. Las aspiraciones de Harriet a casarse bien no son tan desdeñables como usted las presenta. No es una muchacha inteligente, pero tiene mejor juicio de lo que usted supone, y no merece que se hable tan a la ligera de sus dotes intelectuales. Pero dejemos esa cuestión y supongamos que es tal como usted la describe, tan sólo una buena muchacha muy agraciada; permítame decirle que el grado en que posee estas cualidades no es una recomendación de poca importancia para la gran mayoría de la gente, porque la verdad es que es una muchacha muy atractiva, y así deben de considerarla el noventa y nueve por ciento de los que la conocen; y hasta que no se demuestre que los hombres en materia de belleza son mucho más filosóficos de lo que en general se supone; hasta que no se enamoren de los espíritus cultivados en vez de las caras bonitas, una muchacha con los atractivos que tiene Harriet está segura de ser admirada y pretendida, de poder elegir entre muchos como corresponde a su belleza. Además, su buen carácter tampoco es una cualidad tan desdeñable, sobre todo, como ocurre en su caso, con un natural dulce y apacible, una gran modestia y la virtud de acomodarse muy fácilmente a otras personas. O mucho me equivoco o en general los hombres considerarían una belleza y un carácter como éstos como los mayores atractivos que puede poseer una mujer.

-Emma, le doy mi palabra de que sólo el oír cómo abusa usted del ingenio que Dios le ha dado, casi me basta para darle la razón. Es mejor no tener inteligencia que emplearla mal como usted hace.

-¡Claro! exclamó ella en tono de chanza-. Ya sé que todos ustedes piensan igual acerca de eso. Ya sé que una muchacha como Harriet es exactamente lo que todos los hombres anhelan... la mujer que no sólo cautiva sus sentidos, sino que también satisface su inteligencia. ¡Oh! Harriet puede elegir a su capricho. Para usted mismo, si algún día pensara en casarse, ésta es la mujer ideal. Y a los diecisiete años, cuando apenas empieza a vivir, cuando apenas empieza a darse a conocer, ¿es de extrañar que no acepte la primera propuesta que se le haga? No... Déjela que tenga tiempo para conocer mejor el mundo que la rodea.

-Siempre pensé que esta amistad de ustedes dos no podía dar ningún buen resultado -dijo en seguida el señor Knightley- , aunque me guardé la opinión; pero ahora me doy cuenta de que habrá sido de consecuencias muy funestas para Harriet. Usted hace que se envanezca con esas ideas sobre ' su belleza y sobre todo a lo que podría aspirar, y dentro de poco ninguna persona de las que le rodean le parecerá de suficiente categoría para ella. Cuando se tiene poco seso la vanidad llega a causar toda clase de desgracias. Nada más fácil para una damita como ella que poner demasiado altas sus aspiraciones. Y quizá las propuestas de matrimonio no afluyan tan aprisa a la señorita Harriet Smith, aun siendo una muchacha muy linda. Los hombres de buen juicio, a pesar de lo que usted se empeña en decir, no se interesan por esposas bobas. Los hombres de buena familia se resistirán a unirse a una mujer de orígenes tan oscuros... y los más prudentes temerán las contrariedades y las desdichas en que pueden verse envueltos cuando se descubra el misterio de su nacimiento. Que se case con Robert Martin y tendrá para siempre una vida segura, respetable y dichosa; pero si usted la empuja a desear casarse más ventajosamente, y le enseña a no contentarse si no es con un hombre de gran posición y buena fortuna, quizá sea pensionista de la señora Goddard durante todo el resto de su vida... o por lo menos (porque Harriet Smith es una muchacha que terminará casándose con uno u otro) hasta que se desespere y se dé por satisfecha con pescar al hijo de algún viejo maestro de escuela.

-Señor Knightley, en esta cuestión nuestros puntos de vista son tan radicalmente distintos que no serviría de nada que siguiéramos discutiendo. Sólo conseguiríamos enfadarnos el uno con el otro. Pero en cuanto a que yo haga que se case con Robert Martin, es imposible; ella le ha rechazado, y tan categóricamente que creo que no deja lugar a que él insista más. Ahora tiene que atenerse a las malas consecuencias que pueda tener el haberle rechazado, sean las que sean; y por lo que se refiere a la negativa en sí, no es que yo pretenda decir que no haya podido influir un poco en ella; pero le aseguro que ni yo ni nadie podía hacer gran cosa en ese asunto. El aspecto del señor Martin le perjudica mucho, y sus modales son tan bastos que, si es que alguna vez estuvo dispuesta a prestarle atención, ahora no lo está. Comprendo que antes de que ella hubiera conocido a nadie de más categoría pudiera tolerarle. Era el hermano de sus amigas, y él se desvivía para complacerla; y entre una cosa y otra, como ella no había visto nada mejor (circunstancia que fue el mejor aliado de él), mientras estuvo en Abbey-Mili no podía encontrarle desagradable. Pero ahora la situación ha cambiado. Ahora sabe lo que es un caballero; y sólo un caballero, por su educación y sus modales, cuenta con probabilidades de interesar a Harriet.

-¡Qué desatinos, en mi vida había oído cosa más descabellada! -exclamó el señor Knightley-. Robert Martin pone sentimiento, sinceridad y buen humor en su trato, todo lo cual lo hace muy atractivo. Y su espíritu es mucho más delicado de lo que Harriet Smith es capaz de comprender.

Emma no replicó y se esforzó por adoptar un aire de alegre despreocupación, pero lo cierto es que se iba sintiendo cada vez más incómoda, y deseaba con toda su alma que su interlocutor se marchase. No se arrepentía de lo que había hecho; seguía considerándose mejor capacitada para opinar sobre derechos y refinamientos de la mujer que él; pero, a pesar de todo, el respeto que siempre había tenido por las opiniones del señor Knightley le hacía sentirse molesta de que esta vez fueran tan contrarias a las suyas; y tenerle sentado delante de ella, lleno de indignación, le era muy desagradable. Pasaron varios minutos en un embarazoso silencio, que sólo rompió Emma en una ocasión intentando hablar del tiempo, pero él no contestó. Estaba reflexionando. Por fin manifestó sus pensamientos con estas palabras:

-Robert Martin no pierde gran cosa... ojalá se dé cuenta; y confío en que no tardará mucho tiempo en comprenderlo. Sólo usted sabe los planes que tiene respecto a Harriet; pero como no oculta usted a nadie sus aficiones casamenteras, es fácil adivinar lo que se propone y los planes y proyectos que tiene... y como amigo sólo quiero indicarle una cosa: que si su objetivo es Elton, creo que todo lo que haga será perder el tiempo.

Emma reía y negaba con la cabeza. Él prosiguió:

-Puede tener la seguridad de que Elton no le va a servir para sus planes. Elton es una persona excelente y un honorabilisimo vicario de Highbury, pero es muy poco probable que se arriesgue a hacer una boda imprudente. Sabe mejor que nadie lo que vale una buena renta. Elton puede hablar según sus sentimientos, pero obrará con la cabeza. Es tan consciente de cuáles pueden ser sus aspiraciones como usted puede serlo de las de Harriet. Sabe que es un joven de muy buen ver y que vaya donde vaya se le considerará como un gran partido; y por el modo en que habla cuando está en confianza y sólo hay hombres presentes, estoy convencido de que no tiene la intención de desaprovechar sus atractivos personales. Le he oído hablar con gran interés de unas jóvenes que son íntimas amigas de sus hermanas y que cuentan cada una con veinte mil libras de renta.

-Le quedo muy agradecida -dijo Emma, volviendo a echarse a reír-. Si yo me hubiese empeñado en que el señor Elton se casara con Harriet me haría usted un gran favor al abrirme los ojos; pero por ahora sólo quiero guardar a Harriet para mí. La verdad es que ya estoy cansada de arreglar bodas. No voy a imaginarme que conseguiría igualar mis hazañas de Randalls. Prefiero abandonar en plena fama, antes de tener ningún fracaso.

-Que usted lo pase bien- dijo el señor Knightley levantándose bruscamente y saliendo de la estancia.

Se sentía muy enojado. Lamentaba la decepción que se había llevado su amigo, y le dolía que él al aprobar su proyecto fuera también un poco responsable de lo ocurrido; y la intervención que estaba convencido de que Emma había tenido en aquel asunto le irritaba extraordinariamente.

Emma quedó enojada también; pero los motivos de su enojo eran más confusos que los de él. No se sentía tan satisfecha de sí misma, tan absolutamente convencida de que tenía razón y de que su adversario se equivocaba, como era el caso del señor Knightley. Éste salió de la casa mucho más convencido que Emma de tener toda la razón. Pero la joven no quedó tan abatida como para que, al cabo de poco, el regreso de Harriet no le hiciera volver a estar segura de sí misma. La larga ausencia de Harriet empezaba a inquietarla. La posibilidad de que Robert Martin fuera a casa de la señora Goddard aquella mañana y se entrevistara con Harriet e intentara convencerla la alarmó. El horror a experimentar un fracaso terminó siendo el motivo principal de su desasosiego; y cuando apareció Harriet, y de muy buen humor, y sin que su larga ausencia se justificara por ninguna de aquellas razones, sintió tal satisfacción que la hizo reafirmarse en su parecer, y la convenció de que, a pesar de todo lo que pudiera pensar o decir el señor Knightley, no había hecho nada que la amistad y los sentimientos femeninos no pudieran justificar.

Se había asustado un poco con lo que había oído acerca del señor Elton; pero cuando reflexionó que el señor Knightley no podía haberle observado como ella lo había hecho, ni con el mismo interés que ella, ni tampoco (modestia aparte, debía reconocerlo, a pesar de las pretensiones del señor Knightley) con la aguda penetración de que ella era capaz en cuestiones como ésta, que él había hablado precipitadamente y movido por la cólera, se inclinaba a creer que lo que había dicho era más bien lo que el resentimiento le llevaba a desear que fuera verdad, más que lo que en realidad sabía. Sin duda alguna que había oído hablar al señor Elton con más confianza de lo que ella había podido oírle, y era muy posible que el señor Elton no fuese tan temerario y tan despreocupado en cuestiones de dinero; era posible que les prestase más atención que a otras; pero es que el señor Knightley no había concedido suficiente importancia a la influencia de una pasión avasalladora en pugna con todos los intereses de este mundo. El señor Knightley no veía tal pasión y en consecuencia no valoraba debidamente sus efectos; pero ella lo había visto con sus propios ojos y no podía poner en duda que vencería todas las vacilaciones que una razonable prudencia pudiera en un principio suscitar; y estaba muy segura de que el señor Elton en aquellos momentos no era tampoco un hombre demasiado calculador ni excesivamente prudente.

 

La animación y la alegría de Harriet le devolvieron la tranquilidad: volvía no para pensar en el señor Martin sino para hablar del señor Elton. La señorita Nash le había estado contando algo que ella repitió inmediatamente muy complacida. El señor Perry había ido a casa de la señora Goddard para visitar a una niña enferma, y la señorita Nash le había visto y él había contado a la señorita Nash que el día anterior, cuando regresaba de Clayton Park, se había encontrado con el señor Elton, advirtiendo con gran sorpresa que éste se dirigía a Londres y que no pensaba volver hasta el día siguiente, por la mañana, a pesar de que aquella noche había la partida de whist, a la cual antes de entonces nunca había faltado; y el señor Perry se lo había reprochado, diciéndole que no era justo que se ausentara precisamente él, el mejor de los jugadores, e intentó por todos los medios convencerle para que aplazara su viaje para el día siguiente; pero no lo consiguió; el señor Elton había decidido partir, y dijo que le reclamaba un asunto por el que tenía un especialísimo interés y que no podía aplazar por ninguna causa; y añadió algo acerca de que le habían encargado una envidiable misión, y que era portador de algo extraordinariamente valioso. El señor Perry no acabó de entenderle muy bien, pero quedó convencido de que debía haber alguna dama por en medio, y así se lo dijo; y el señor Elton se limitó a sonreír muy significativamente y se alejó de allí con su caballo, dando muestras de hallarse muy satisfecho. La señorita Nash le había contado a Harriet todo esto, y le había dicho otras muchas cosas sobre el señor Elton; y dijo, mirándola con mucha intención, «que ella no pretendía saber de qué podía tratarse aquel asunto, pero que lo único que sabía era que cualquier mujer a la que el señor Elton eligiese se consideraría la más afortunada del mundo; pues, sin ninguna clase de dudas, el señor Elton no tenía rival ni por su apostura ni por la afabilidad de su trato.»

CAPÍTULO IX

El señor Knightley podía pelearse con ella, pero Emma no podía pelearse consigo misma. Él estaba tan contrariado que tardó más de lo que tenía por costumbre en volver a Hartfield; y cuando volvieron a verse la seriedad de su rostro demostraba que Emma aún no había sido perdonada. Eso a ella le dolía, pero no se arrepentía de nada. Al contrario, sus planes y sus procedimientos cada vez le parecían más justificados, y el cariz que tomaron las cosas en los días siguientes le hicieron aferrarse aún más a sus ideas.

El retrato, elegantemente enmarcado, llegó sano y salvo a la casa poco después del regreso del señor Elton, y una vez estuvo colgado sobre la chimenea de la sala de estar subió a verlo, y ante la pintura balbuceó entre suspiros las frases de admiración que eran de rigor; y en cuanto a los sentimientos de Harriet era evidente que se estaban concretando en una sólida e intensa inclinación hacia él, según su juventud y su mentalidad se lo permitían. Y Emma quedó vivamente satisfecha al ver que ya no se acordaba del señor Martin más que para hacer comparaciones con el señor Elton, siempre extremadamente favorables para este último.

Sus proyectos de cultivar el espíritu de su amiguita mediante lecturas copiosas e instructivas y mediante la conversación, no fueron más allá de leer los primeros capítulos de algunos libros y de la intención de proseguir al día siguiente. Charlar era mucho más fácil que estudiar; mucho más agradable dejar volar la imaginación y hacer planes para el futuro de Harriet que esforzarse por aumentar su inteligencia o ejercitarla en materias más áridas; y la única labor literaria que por el momento emprendió Harriet, el único acopio intelectual que hizo con vistas a la madurez de su vida, fue el coleccionar y copiar todos los acertijos de las clases más variadas que pudo encontrar, en un cuadernillo de papel lustroso confeccionado por su amiga y adornado con iniciales pintadas y viñetas.

En aquella época eran frecuentes libros de gran extensión con recopilaciones como ésta. La señorita Nash, la directora del pensionado de la señora Goddard, había copiado por lo menos trescientos de esos acertijos; y Harriet, que había tomado la idea de ella, confiaba que con la ayuda de la señorita Woodhouse reuniría muchos más. Emma colaboraba con su inventiva, su memoria y su buen gusto; y como Harriet tenía una letra muy bonita, todo hacía prever que sería una colección de primer orden tanto por el esmero de la presentación como por lo copioso.

El señor Woodhouse estaba casi tan interesado en aquel asunto como las muchachas, y muy a menudo intentaba procurarles algo digno de figurar en la colección.

-¡Tantos buenos acertijos como había cuando yo era joven!

Y se maravillaba de no recordar ninguno. Pero confiaba que con el tiempo se iría acordando. Y siempre terminaba con: «Kitty, una moza linda, pero fría... »

Tampoco su gran amigo Perry, a quien había hablado acerca de aquello, pudo por el momento facilitarle ningún acertijo; pero le había pedido a Perry que estuviera alerta, y como él visitaba tantas casas suponía que algo iba a conseguirse por ese lado.

Su hija no pretendía que todo Highbury se exprimiese el cerebro. La única ayuda que solicitó fue la del señor Elton. Se le invitó a aportar todos los enigmas, charadas y adivinanzas que pudiese recoger; y Emma tuvo la satisfacción de verle interesarse muy de veras por esta labor; y al mismo tiempo advirtió que ponía el mayor empeño en que no saliese de sus labios nada que no fuese un cumplido, una galantería para el sexo débil. Él fue quien aportó los dos o tres rompecabezas más galantes; y la alegría y el entusiasmo con que finalmente recordó y recitó, en un tono más bien sentimental, aquella charada tan conocida

Mi primera denota cierta pena que mi segunda tiene que sentir; para calmar la pena aquélla a mi conjunto habrá de recurrir.

se convirtió en desilusión al advertir que ya la tenían copiada unas páginas atrás.

-Señor Elton, ¿por qué no escribe usted mismo una charada para nosotras? - dijo ella-; sólo así podremos estar seguras de que es nueva; y para usted nada más fácil.

-¡Oh, no! En toda mi vida no he escrito jamás una cosa de ésas. Para esto soy la más negada de las personas. Incluso temo que ni siquiera la señorita Woodhouse... -hizo una pausa- o la señorita Smith puedan inspirarme.

Sin embargo, al día siguiente su inspiración produjo ciertos frutos. Les hizo una rapidísima visita, sólo para dejarles una hoja de papel sobre la mesa que contenía, según dijo, una charada que un amigo suyo había dedicado a una joven de la que estaba enamorado; pero Emma, por su manera de proceder, se convenció inmediatamente de que su autor no era otro que él mismo.

-No se la ofrezco para la colección de la señorita Smith –dijo-. Porque, como es de mi amigo, no tengo derecho a hacer que se divulgue ni poco ni mucho, pero he pensado que quizás a ustedes les gustará conocerla.

Sus palabras iban dirigidas a Emma más que a Harriet, lo cual Emma comprendía muy bien. Él estaba muy serio y nervioso, y le resultaba más fácil mirarla a ella que a su amiga. Y al momento se fue. Hubo una pequeña pausa, y Emma dijo sonriendo y empujando el papel hacía Harriet:

-Toma, es para ti.

Pero Harriet estaba trémula y no podía ni alargar la mano; y Emma, a quien nunca importaba ser la primera, se vio obligada a leerlo ella misma.

A la señorita...

CHARADA

Ofrece mi primera la pompa de los reyes,

¡los dueños de la tierra! Su fasto y su esplendor. Presenta mi segunda otra visión del hombre, ¡vedle allí cómo reina, de los mares señor!

Pero ¡ah!, las dos unidas, ¡qué visión más distinta! Libertad y poderío, todo ya se extinguió;

señor de mar y tierra, se humilla cual esclavo; una mujer hermosa reina en su corazón.

Descubrirá tu ingenio la pronta solución. ¡Oh, si sus dulces ojos brillaran con amor!

Emma leyó lo que decía el papel, analizó su contenido, captó su significado, volvió a leerlo para estar completamente segura, y habiendo desentrañado ya el sentido de aquellos versos, lo pasó a Harriet y sonrió beatíficamente, diciendo para sí, mientras Harriet intentaba descifrarlo en medio de la confusión que le producían sus esperanzas y su torpeza:

-Muy bien, señor Elton, muy bien. Peores charadas que ésta he leído. «Courtship»... un verdadero hallazgo. Le felicito. Eso es saber lo que se hace. Eso es decir con toda claridad: «Se lo ruego, señorita Smith, permítame dedicársela. Que el brillo de sus ojos apruebe al mismo tiempo mi charada y mis intenciones.»

¡Oh, si sus dulces ojos brillaran con amor!

Eso sólo puede referirse a Harriet. «Dulces» es el adjetivo más adecuado para sus ojos... el mejor que podía usar.

Descubrirá tu ingenio la pronta solución.

¡Hum! ¡El ingenio de Harriet! Tanto mejor. Un hombre tiene que estar lo que se dice muy enamorado para describirla así. ¡Ah, señor Knightley! Me gustaría que pudiera usted asistir a todo eso; creo que se convencería. Por una vez en su vida se vería obligado a reconocer que se ha equivocado. ¡Una magnífica charada, eso es lo que es! Y muy oportuna. Los acontecimientos se están precipitando.

Emma se vio obligada a interrumpir sus gratas reflexiones, que de otro modo se hubieran prolongado mucho más, porque Harriet le estaba ya acosando a preguntas.

-¿Qué quiere decir todo eso, Emma? ¿Qué querrá decir? No tengo ni la menor idea, no sé ni por dónde empezar. ¿Qué puede significar? Intenta encontrar la solución, Emma, ayúdame. Nunca he visto nada tan difícil. ¿Crees que es la palabra «reino»? Me gustaría saber quién es el amigo, y quién puede ser la joven a quien se dirige. ¿Te parece una buena charada? ¿No será «mujer»?

Una mujer hermosa reina en su corazón.

A lo mejor es «Neptuno»:

¡Vedle allí cómo reina, de los mares señor!

¿Y «tridente»? ¿Y «sirena»? ¿Y «tiburón»? ¡Oh, no, «tiburón» no puede ser, «shark» sólo tiene una sílaba! Tiene que ser más ingenioso, si no no nos lo hubiera traído. ¡Oh, Emma, ¿crees que llegaremos a encontrar la solución?

-¡Sirenas! ¡Tiburones! ¡Qué bobadas! Querida Harriet, ¿en qué estás pensando? ¿Por qué iba a traemos una charada de un amigo suyo sobre una sirena o un tiburón? Dame el papel y escúchame.

Aquí donde pone «A la señorita...» puedes leer «señorita Smith».

Ofrece mi primera la pompa de los reyes,

¡los dueños de la tierra! Su fasto y su esplendor.

Esto se refiere a la primera sílaba, «court», la corte de un rey.

Presenta mi segunda otra visión del hombre, ¡vedle allí cómo reina, de los mares señor!

Esto se refiere a la segunda sílaba, «ship», un barco. Más fácil no puede ser. Y ahora viene lo bueno.

Pero ¡ah!, las dos unidas («courtship», lo ves, ¿no?) ¡qué visión más distinta!

Libertad y poderío, todo ya se extinguió; señor de mar y tierra se humilla cual esclavo; una mujer hermosa reina en su corazón.

Es una galantería muy fina... Y luego sigue la conclusión, que supongo, querida Harriet, que no tendrás mucha dificultad en comprender. Puedes estar satisfecha. No hay duda de que ha sido escrita para ti y en honor tuyo.

Harriet no pudo resistir por mucho tiempo la deliciosa tentación de dejarse convencer. Leyó los versos de la conclusión y quedó toda ella confusa y feliz. Era incapaz de hablar. Pero tampoco se le pedía que hablase. Con que sintiese bastaba. Emma hablaba por ella.

 

-Es una galantería tan ingeniosa -dijo- y de un sentido tan concreto que no tengo la menor duda acerca de las intenciones del señor Elton. Está enamorado de ti... y no tardarás en tener las pruebas más evidentes de ello. Es como yo creía. Me hubiese extrañado mucho engañarme; pero ahora todo está claro. Sus intenciones son tan claras y decididas como lo han sido siempre mis deseos sobre esta cuestión desde que te conocí. Sí, Harriet, desde entonces he estado esperando que ocurriera precisamente lo que ahora está ocurriendo. Yo nunca hubiese podido decir si la mutua atracción entre el señor Elton y tú era algo más deseable que natural o a la inversa. Hasta tal punto se igualaban su probabilidad y su conveniencia. Estoy muy contenta y te felicito de todo corazón, querida Harriet. Despertar un afecto como éste es algo que debe hacer sentir orgullosa a toda mujer. Ésta es una unión que sólo puede traer buenas consecuencias. Que te proporcionará todo lo que necesitas: respetabilidad, independencia, un hogar propio... que te fijará en el centro de todos tus verdaderos amigos, cerca de Hartfield y de mí, y que confirmará para siempre nuestra amistad. Este enlace, Harriet, nunca puede hacernos sonrojar g ninguna de las dos.

-¡Querida Emma! ¡Querida Emma! -era todo lo que Harriet podía balbucear en aquellos momentos, entre innumerables y afectuosos abrazos.

Pero cuando consiguieron entablar algo más parecido a una conversación, Emma advirtió claramente que su amiga, antes y ahora, se ponía en el lugar que le correspondía. No dejaba de reconocer la total superioridad del señor Elton.

-Tú siempre tienes razón en todo lo que dices -exclamó Harriet-, y por lo tanto supongo, creo y confío que ahora también la tengas; pero de otro modo nunca hubiera podido imaginármelo. ¡Es algo tan superior a todo lo que merezco! ¡El señor Elton, que puede elegir entre tantas mujeres! Y todo el mundo opina lo mismo de él. ¡Es un hombre tan superior! Piensa tan sólo en estos versos tan armoniosos... «A la señorita...» ¡Oh, querida, qué buen poeta es! ¿Es posible que los haya escrito para mí?

-De eso no cabe la menor duda. Es seguro. Créeme, tengo la absoluta certeza. Es una especie de prólogo a la obra, el lema del capítulo; y no tardará en llegar la prosa de los hechos.

-Es algo que nadie hubiese podido esperar. Estoy segura, hace un mes yo misma no tenía ni la menor idea. ¡Ocurren cosas tan inesperadas!

-Cuando una señorita Smith se encuentra con un señor Elton ocurren tales cosas... y realmente es algo poco frecuente; no suele ocurrir que una cosa tan evidente, de una conveniencia tan obvia que requíriría la intervención de otras personas, se concrete tan aprisa por sí misma. Tú y el señor Elton, por vuestra posición estabais destinados a encontraros; la situación de vuestros respectivos ambientes os empujaba el uno hacia el otro. Vuestra boda será igual a la de los de Randalls. Parece como si hubiera algo en el aire de Hartfield que orienta el amor por el mejor sentido que hubiera podido tomar, y lo encauza del mejor modo posible.

El verdadero amor no es nunca río de apacible curso...

En Hartfield, una edición de Shakespeare requeriría un largo comentario sobre este pasaje.

-¡Que el señor Elton se haya enamorado de veras de mí... de mí... que me haya elegido entre tantas muchachas, de mí, que por la Sanmiguelada aún no le conocía y no había hablado nunca con él! Y él, el más apuesto de todos los hombres, y a quien todo el mundo tiene tanto respeto como al propio señor Knightley. El, cuya compañía es tan solicitada que todo el mundo dice que si come alguna vez en su casa es porque quiere, pues no le faltan invitaciones; que tiene más invitaciones que días la semana. ¡Y es tan interesante en la iglesia! La señorita Nash tiene copiados todos los sermones que ha predicado desde que llegó a Highbury. ¡Pobre de mí! ¡Cuando me acuerdo de la primera vez que le vi! ¡Qué lejos estaba yo de pensar...! Las hermanas Abbot y yo corrimos a la habitación delantera y miramos por entre los postigos, cuando oímos que se acercaba; la señorita Nash vino y nos riñó y nos echó de allí... y se quedó a mirar ella; pero en seguida me llamó y me dejó mirar también, lo cual fue muy amable por su parte, ¿no? ¡Y qué guapo le encontramos! Iba dando el brazo al señor Cole.

-Ésta es una unión que todos tus amigos, sean como sean, tienen que ver con buenos ojos con tal de que tengan un poco de sentido común; y no vamos a amoldar nuestro proceder a la opinión de los necios. Si lo que quieren es que seas feliz en tu matrimonio aquí tienen al hombre que por la afabilidad de su carácter ofrece todas las garantías; si su deseo es que te instales en la misma comarca y frecuentes los mismos ambientes que ellos hubieran deseado para ti, con esta boda sus sueños se verán realizados; y si su único objetivo es el de, como se dice vulgarmente, hacer una buena boda, el señor Elton tiene que satisfacerles a la fuerza por su respetable fortuna, la honorabilidad de su posición y su brillante carrera.

-¡Oh, tienes razón! ¡Qué bien hablas!; me gusta tanto oírte hablar. Tú lo comprendes todo. Tú y el señor Elton sois igual de inteligentes. ¡Esta charada...! Aunque lo hubiese intentado durante todo un año no hubiese sido capaz de sacar algo semejante.

-Por la manera en que ayer se negó a complacernos ya supuse que tenía la intención de probar su ingenio.

-Estoy segura de que es la mejor charada que he leído en mi vida. -Sí, la verdad es que nunca había leído una más oportuna.

-Es una de las más largas de las que tenemos copiadas.

-No creo que el que sea más o menos larga tenga un gran mérito. En general no pueden ser demasiado cortas.

Harriet estaba tan absorta en la lectura de los versos que no podía oírla. En su mente surgían las comparaciones más favorables para su admirador.

-Una cosa -dijo en seguida con las mejillas encendidas- es tener algo de ingenio, como todo el mundo, y si hay que decir alguna cosa sentarse a escribir una carta y expresarse de un modo claro; y otra es escribir versos y charadas como ésta.

Emma no hubiese podido desear un ataque más directo a la prosa del señor Martin.

-¡Qué versos tan armoniosos! -continuó Harriet-. ¡Sobre todo los dos últimos! Pero ¿cómo voy a devolverle el papel? ¿Tengo que decirle que he descubierto el acertijo? ¡Oh, Emma! ¿Qué vamos a hacer?

-Déjame a mí. Tú no hagas nada. Apostaría a que vuelve esta tarde y entonces le devolveré el papel y charlaremos de alguna que otra bobada, y así tú no sueltas prenda... Tus dulces ojos deben elegir el momento oportuno para brillar con amor. Confía en mí.

-¡Oh, Emma, qué lástima que no pueda copiar esta charada tan preciosa en mi álbum! Estoy segura que no tengo ninguna que sea ni la mitad de bonita.

-Quita los dos últimos versos y no veo que haya ninguna razón para que no la copies en tu álbum.

-¡Oh, pero estos dos versos son...!

-... los mejores de todos. De acuerdo; para disfrutarlos tú sola; y para disfrutarlos tú sola guárdalos. No van a estar peor escritos porque los separes de los demás. El pareado no desaparece ni cambia de sentido. Pero si los separas lo que desaparece es toda alusión personal, y queda una charada muy bonita y galante propia para cualquier colección. Puedes estar segura de que no le gustaría ver que desdeñas su charada, como tampoco que desdeñas su pasión. Un poeta cuando está enamorado necesita que le alienten como poeta y como galán. Dame el álbum, yo misma la copiaré y así tú quedas completamente al margen de esto.