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100 Clásicos de la Literatura

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Vinicio la leyó y quedó silencioso. Entretanto Actea pareció leer los pensamientos que se ocultaban tras su rostro sombrío, ya que dijo pasado un momento:

—No, Marco; ha sucedido lo que la propia Ligia deseaba.

—¿Tú sabías que ella quería huir? —prorrumpió Vinicio.

Pero ella le miró severamente con sus ojos turbios.

—Sabía que no quería ser tu concubina.

—Y tú…, ¿qué has sido durante toda tu vida?

—Ante todo fui esclava.

Pero esto no calmó la cólera de Vinicio. El César le regalaba a Ligia y no tenía por qué preguntar lo que había sido antes. La encontraría aunque fuera debajo de la tierra y haría con ella lo que quisiera. ¡Eso es! ¡Sería su concubina! Mandaría que la azotaran cuantas veces quisiera. Y cuando se cansara de ella, se la entregaría al último de sus esclavos o la enviaría a dar vueltas a un molino de sus posesiones de África. La buscaría y la hallaría aunque no fuera más que para pisotearla, aplastarla y humillarla.

Y excitándose cada vez más, perdió el dominio de sí mismo, hasta el punto de que la misma Actea se dio cuenta que prometía más de lo que era capaz de cumplir, impulsado por la cólera y el dolor. Ante el dolor se hubiera compadecido, mas como ya había colmado la medida y agotado su paciencia, le preguntó a qué había venido.

Por lo pronto Vinicio no encontró una respuesta. Había venido a verla, porque creía que podría darle algunas noticias; pero en realidad había pasado a verla porque habiendo ido a ver al César no le había encontrado. Ligia al huir se había opuesto a la voluntad del César; así, pues, solicitaría de él que ordenara buscarla en toda la ciudad y en el Imperio, aunque fuera necesario para ello emplear las legiones y allanar una por una todas las casas. Petronio apoyaría su ruego y la búsqueda comenzaría aquel mismo día.

A esto repuso Actea:

—Ten cuidado, no vayas a perderla para siempre cuando por disposición del César la encuentren.

Vinicio frunció el ceño y preguntó:

—¿Qué significa esto?

—Escúchame, Marco; ayer me hallaba con Ligia en estos jardines, cuando encontramos a Popea, con la pequeña Augusta, que era conducida por la negra Lilith. Por la tarde cayó enferma la niña, y Lilith asegura que fue hechizada, y que la autora del encantamiento había sido la extranjera con quien se encontraron en los jardines. Si la niña se cura quedará todo olvidado, pero en el caso contrario Popea será la primera en denunciar a Ligia como hechicera, y entonces dondequiera que la hallaren no habría salvación para ella.

Sobrevino un instante de silencio. Luego Vinicio dijo:

—Es posible que la haya hechizado; también me ha hechizado a mí.

—Lilith repite que la niña se echó a llorar nada más pasar junto a nosotras. Y es verdad, se echó a llorar. Seguramente cuando la sacaron a los jardines ya estaba enferma. Marco, búscala solo, donde quieras; pero mientras la pequeña Augusta no sane, no hables de Ligia al César, si no quieres atraer sobre ella la venganza de Popea. Bastante han llorado sus ojos por ti. ¡Que todos los dioses protejan su pobre cabeza!

—¿Tú la quieres, Actea? —preguntó Vinicio tristemente.

Y en los ojos de la liberta brillaron lágrimas.

—Sí, me he encariñado con ella.

—Porque no te ha pagado tu cariño con odio, como a mí.

Actea le miró durante un momento como si estuviera vacilando o quisiera tantear si hablaba sinceramente, y luego repuso:

—¡Hombre ciego y apasionado! ¡Ah! ¡Ella te amaba!

Al oír estas palabras, Vinicio dio un salto como si fuera un poseso. ¡Eso no era cierto! ¡Le odiaba! ¿Cómo podía saberlo Actea? Después de un solo día de trato, ¿le habría hecho a Actea la confesión de sus sentimientos? ¿Qué clase de cariño era aquel que prefería la vida errante, la vergüenza de la pobreza, la incertidumbre del futuro y hasta una muerte miserable quizá, a una casa engalanada con guirnaldas en la que la esperaba con una fiesta un amante? Más le valía no oír cosas semejantes, porque se volvería loco. Hubiera dado por aquella muchacha todos los tesoros del palacio, y ella había huido. ¿Qué cariño era aquel que huía de la dicha y buscaba el dolor? ¿Quién era capaz de comprender aquello? ¿Quién podría concebirlo? Si no fuera porque aún conservaba la esperanza de encontrarla, hundiría en su pecho una espada. El amor se entrega, pero no huye. Hubo momentos en casa de Aulo en que había creído en una felicidad cercana; pero ahora sabía que ella le había odiado entonces, le odiaba ahora y moriría con el corazón lleno de odio.

Pero Actea, de ordinario tímida y apacible, prorrumpió en exclamaciones indignadas. ¿Cómo había tratado él de conquistar a Ligia? En lugar de inclinarse ante Aulo y Pomponia para obtenerla, les había arrebatado la hija valiéndose de astucias. Quería convertir, no en su esposa, sino en su concubina, a una doncella educada en una casa honrada y que era hija de rey.

La había introducido en aquel lugar de crimen y de oprobio, manchando sus inocentes ojos con el espectáculo de una fiesta vergonzosa; se había conducido con ella como con una mujer libre. ¿Se había olvidado acaso de lo que era la casa de Aulo y de quién era Pomponia Grecina, la que había educado a Ligia? ¿No tenía suficiente entendimiento para darse cuenta de que eran mujeres diferentes de Nigidia, de Calvia Crispinilla, de Popea y de todas aquellas con que se encontraba en casa del César? Al ver a Ligia, ¿no había comprendido enseguida que era una doncella pura, que prefería la muerte al deshonor? ¿Sabía él acaso qué dioses adoraba y si no eran más puros y mejores que la corrompida Venus o Isis, a quien adoraban las mujeres libertinas de Roma? ¡No! Ligia no le había hecho confesión alguna; pero le había dicho que esperaba de él, de Vinicio, su salvación, y que tenía esperanzas de que pediría al César que la dejara retornar a su casa y la devolvería a Pomponia. Y al hablar de eso, se ruborizaba como una virgen que ama y confía. Su corazón latía para él, pero él la había asustado, ofendido, indignado. Ahora que la buscara con la ayuda de los soldados del César; pero que tuviera bien presente que si la hija de Popea llegaba a morir, las sospechas recaerían sobre ella y su pérdida sería inevitable.

Entre la cólera y el dolor de Vinicio comenzó a abrirse paso la emoción. La noticia de que Ligia le amaba le había llegado a lo más hondo del alma. La recordaba cuando en el jardín de Aulo escuchaba sus palabras con el rostro cubierto de rubor y Tos ojos llenos de luz. Le parecía que entonces ella había comenzado realmente a amarle, y de pronto, al pensarlo, se adueñó de él una sensación de felicidad cien veces mayor que la que había deseado. Pensó que ahora podía poseerla complaciente y amante. Entonces hubiera adornado sus puertas y la hubiera ungido con grasa de lobo. Entonces hubiera escuchado de sus labios las palabras sacramentales de: «Donde tú estás, Cayo, allí estoy, Caya», y hubiera sido para siempre suya.

¿Por qué no habría obrado así? Había estado dispuesto a ello al principio. Pero ahora había desaparecido y ya no podía hallarla, y de hacerlo podía causar su ruina, y aunque no la causara, ya no le querrían ni ella ni Aulo ni Pomponia. Y de nuevo la cólera hizo que se le erizaran los cabellos sobre su cabeza: pero esta vez no se volvía contra Aulo y Pomponia ni contra Ligia, sino contra Petronio. Él tenía la culpa de todo. Si no fuera por él, Ligia no se hubiera visto obligada a vagar errante, sería su prometida y ningún peligro amenazaría su amada cabeza. Pero ahora había sucedido todo esto y era demasiado tarde para reparar un daño que ya no tenía remedio.

—¡Demasiado tarde!

Y le pareció que a sus pies se había abierto un abismo. No sabía cómo empezar, qué hacer y adónde ir. Actea repitió como un eco las palabras: «Demasiado tarde», que, pronunciadas por otros labios, resonaron en sus oídos como una sentencia de muerte. Sólo se daba cuenta de una cosa, y es que tenía que hablar a Ligia, pues de lo contrario le sucedería una desgracia.

Y envolviéndose maquinalmente en su toga iba a partir sin despedirse siquiera de Actea, cuando en aquel instante se abrió la cortina que separaba el vestíbulo del atrium y vio ante sí el triste rostro de Pomponia Grecina. Probablemente también estaba informada de la desaparición de Ligia, y pensando que le sería más fácil que a Aulo ver a Actea, había venido en busca de noticias.

Mas al ver a Vinicio volvió hacia él su pálido y delicado rostro y al cabo de un momento dijo:

—Marco, que Dios te perdone el daño que nos has hecho a nosotros y a Ligia.

Él se mantuvo en pie, con la frente baja, dominado por un sentimiento de culpabilidad e infortunio, sin comprender que Dios debía y podía perdonarle, ni por qué Pomponia hablaba de perdón cuando debía hablar de venganza.

Y, por fin, salió perplejo, con la cabeza llena de pensamientos sombríos, de enorme tristeza y de asombro.

En el patio, y debajo de la galería, se hallaban grupos de gente inquieta. Entre los esclavos de palacio se veían caballeros y senadores, que habían venido a informarse sobre la salud de la pequeña Augusta y, al mismo tiempo, a dejarse ver y a dar muestra de su solicitud, aun cuando tan sólo fuera a los esclavos de Nerón.

La noticia de la enfermedad de la divina se había esparcido con mucha rapidez; a cada momento aparecían en la puerta rostros nuevos, y, a través del arco, se veía una gran muchedumbre. Algunos de los recién llegados, viendo que Vinicio salía del palacio, le asaltaron en demanda de noticias, mas él apresuró el paso, sin contestar a nadie, hasta que Petronio, que también había venido por noticias, casi se estrelló contra su pecho y le detuvo.

Vinicio seguramente se habría puesto fuera de sí a la vista de Petronio y se hubiera entregado a cualquier acto de violencia en el palacio del César si al salir de los aposentos de Actea no se hallara dominado por un dolor tan grande y se sintiera tan agotado y hundido que hasta su ingénita irascibilidad le había abandonado momentáneamente. Apartó a Petronio a un lado e intentó seguir, mas aquél le detuvo casi por la fuerza.

 

—¿Cómo se encuentra la divina? —preguntó.

Pero aquello violentó a Vinicio y en un instante le irritó de nuevo.

—¡Que se la lleve el diablo a ella y a toda esta casa! —contestó, apretando los dientes.

—¡Calla, desgraciado! —dijo Petronio, y mirando a su alrededor agregó precipitadamente—: Si quieres saber algo de Ligia, ven conmigo. ¡No!, aquí no te diré nada. Sígueme y te hablaré de mis conjeturas en la litera.

Y pasando el brazo por los hombros del joven, le sacó del palacio lo más rápidamente posible.

Eso era lo que más le importaba, ya que no tenía noticia alguna que darle. Mas siendo como era un hombre ingenioso y a pesar del disgusto que había tenido el día anterior, Vinicio le inspiraba mucha compasión, y se sentía responsable de todo cuanto había ocurrido; así pues, ya había tomado una resolución, y cuando penetraron en la litera dijo:

—He apostado en los portales a mis esclavos para que vigilen. Les he dado una descripción detallada de la doncella y del gigante que durante la fiesta la sacó de la casa del César, ya que no hay duda de que él la raptó. ¡Escúchame! Es posible que Aulo y Pomponia quieran ocultarla en alguna de sus posesiones rurales y, en tal caso, sabremos hacia qué dirección la han conducido. Si no la ven pasar por ninguna de las puertas eso será señal de que se ha quedado en la ciudad, y hoy mismo comenzaremos la búsqueda.

—Aulo y Pomponia no saben dónde está —contestó Vinicio.

—¿Estás seguro de ello?

—He visto a Pomponia. Ellos también la están buscando.

—Ayer no pudo haber salido de la ciudad porque las puertas se cierran de noche. Dos de mis hombres se hallan apostados en cada puerta. Uno de ellos seguirá a Ligia y al gigante y otro volverá a la ciudad para dármelo a conocer. Si están en la ciudad, la encontraremos, porque a ese ligio es fácil reconocerlo por su estatura y sus espaldas. Ha sido una suerte que el César no la raptara; de eso puedes estar seguro, porque en el Palatino no hay secretos para mí.

Mas Vinicio prorrumpió en quejas con más dolor que enfado, y con voz entrecortada por la angustia comenzó a relatarle lo que le había contado Actea y cuáles eran los nuevos peligros que se cernían sobre la cabeza de Ligia, y éstos eran tan terribles que aun hallando a los fugitivos habría que ocultarla cuidadosamente a los ojos de Popea. Luego reprochó a Petronio amargamente los consejos que le había dado. De no haber sido por él, las cosas hubieran marchado de muy diferente manera. Ligia estaría en casa de Aulo y él podría visitarla diariamente y se sentiría más feliz que el mismo César.

Y dejándose arrastrar cada vez más por su relato, fue emocionándose hasta que de sus ojos comenzaron a brotar lágrimas de dolor y de cólera.

Petronio, que no se imaginaba ni aun remotamente que el joven fuera capaz de amar y de desear hasta ese punto, se dijo con cierto asombro, al ver aquellas lágrimas de desesperación:

—¡Oh poderosa señora de Chipre: tú sola reinas sobre los hombres y sobre los dioses!

XII

Cuando bajaron frente a la casa de Petronio, el jefe del atrium les comunicó que aún no había vuelto ninguno de los esclavos enviados a vigilar las puertas. El atriensis había ordenado que les fueran enviados alimentos y les comunicó el nuevo mandato de vigilar, so pena de azotes, a toda persona que saliera de la ciudad.

—¿Ves? —dijo Petronio—. No hay duda de que siguen aún en la ciudad, y, de ser así, los encontraremos. Ordena tú también a tus hombres que vigilen las puertas, y en particular envía a los mismos que fueron a buscar a Ligia, porque la reconocerán fácilmente.

—He ordenado que los llevaran a las prisiones rurales, pero revocaré la orden y los enviaré a las puertas.

Escribió unas palabras sobre una tablilla cubierta de cera y se la entregó a Petronio, que la hizo remitir al punto a casa de Vinicio.

Luego pasaron al pórtico interior, y allí, sentándose en un banco de mármol, se pusieron a conversar.

Eunice, la de los cabellos de oro, e Iras colocaron bajo sus pies escabeles de bronce, y a continuación, acercando una mesita al banco, les escanciaron copas de vino, contenido en jarras de cuello estrecho, traídas de Volterra y Cecina.

—¿Hay alguien entre tu gente que conozca a ese gigante ligio?

—Le conocían Atacino y Gulo, pero Atacino cayó ayer junto a la litera y a Gulo le maté yo.

—Qué lástima —dijo Petronio—; no sólo a ti, sino a mí también me llevó en sus brazos.

—Quería incluso manumitirle —respondió Vinicio—, pero eso ahora no importa. Hablemos de Ligia. Roma es un mar…

—En el mar, precisamente, se pescan las perlas… Por supuesto no la encontraremos ni hoy ni mañana, pero acabaremos encontrándola, seguramente. Tú, ahora, me culpas de haberte dado ese consejo: el consejo en sí era bueno y se convirtió en malo cuando se echó a perder. Sin embargo, tú mismo le oíste decir a Aulo que tenía la intención de trasladarse a Sicilia. En ese caso la joven también se hallaría lejos de ti.

—Les habría seguido —contestó Vinicio—, y, en todo caso, no estaría en peligro. Pero ahora, si aquella criatura muere, Popea creerá ella misma, y convencerá de ello al César, que ha muerto por culpa de Ligia.

—Así es. A mí eso también me inquieta. Pero es posible que esa pequeña se salve. Y si muriese, ya encontraríamos entonces un medio de escapar.

Aquí, Petronio meditó unos instantes y luego agregó:

—Dicen que Popea practica la religión de los judíos y cree en los espíritus malignos. El César es supersticioso. Si hacemos correr la noticia de que los espíritus han raptado a Ligia, esa noticia será creída, sobre todo sabiendo que ni el César ni Aulo Plaucio la han raptado. Ha desaparecido de un modo realmente misterioso. El ligio no puede haberlo efectuado él solo. Ha tenido que recibir ayuda, pero ¿cómo ha podido un esclavo reunir a tanta gente en un solo día?

—Los esclavos se ayudan mutuamente en toda Roma.

—Sí, más de uno lo ha pagado con su sangre. Cierto es que se apoyan, pero no unos contra otros. En ese caso era sabido que recaería el castigo y la responsabilidad sobre los tuyos. ¿Y si les sugirieses a tus esclavos la idea de los espíritus malignos?; asegurarán haberlos visto con sus propios ojos, porque eso les justificará ante ti. Como prueba, pregunta a cualquiera de ellos si no vio cómo se llevaban por los aires a Ligia: juraría por el escudo de Zeus que así había sucedido.

Vinicio, que también era supersticioso, miró a Petronio con súbita expresión de enorme terror.

—Si Urso no dispuso de gente que le ayudara, y no pudo raptarla él solo, ¿quién habrá sido capaz de hacerlo?

Petronio se echó a reír.

—Ves —dijo—; lo creerían, ya que tú mismo casi has llegado a creerlo. Así es nuestra sociedad, la que se ríe de los dioses. Se lo creerán y ya no seguirán buscándola. Entretanto, nosotros la llevaremos lejos de la ciudad, a cualquier casa de campo, tuya o mía.

—Pero ¿quién ha podido ayudarla?

—Sus correligionarios —contestó Petronio.

—¿Quiénes son? ¿Cuál es la deidad que ella adora? Debiera saberlo mejor que tú.

—Cada mujer de Roma adora a una deidad diferente. Es cosa segura que Pomponia la ha educado en la fe de la deidad que ella misma adora, pero cuál es ésta lo ignoro. Una cosa hay cierta, y es que nadie la ha visto ofrecer sacrificios a los dioses en ninguno de nuestros templos. Incluso fue acusada de cristiana, pero eso es imposible. Un tribunal doméstico la absolvió. Se dice de los cristianos que no sólo adoran la cabeza de un asno, sino que, además, son los enemigos del género humano y perpetran los crímenes más infames. Según eso, Pomponia no puede ser cristiana, porque su virtud es notoria, y, además, una enemiga de la raza humana no se portaría con los esclavos como ella se porta.

—En ninguna casa los tratan como en la de Aulo —interrumpió Vinicio.

—Ya ves. Pomponia me habló una vez de un Dios único, todopoderoso y clemente. Dónde ha enterrado a las demás deidades es cosa suya; baste saber que ese Logos no debe de ser muy poderoso; más bien debe de ser un Dios muy pobre, ya que no tiene más que dos adoradoras: Pomponia y Ligia y Urso, por añadidura. A menos que existan más adeptos y éstos hayan sido los que ayudaron a Ligia a fugarse.

—Su religión prescribe el perdón —dijo Vinicio—. Me encontré con Pomponia en los aposentos de Actea y me dijo: «Que Dios te perdone el daño que nos has hecho a nosotros y a Ligia».

—Se conoce que su Dios es una especie de curator muy bondadoso. ¡Ah!, pues que te perdone, y, para demostrártelo, te devuelva a la doncella.

—Le ofrecería mañana una hecatombe. No quiero comer, ni bañarme, ni dormir. Cogeré un manto y vagaré por la ciudad. Acaso la encuentre bajo algún disfraz. ¡Estoy enfermo!

Petronio le miró con aire compasivo. En efecto, tenía ojeras; sus pupilas brillaban febrilmente; la barba, sin afeitar desde la mañana, subrayaba con una faja sombría sus mandíbulas enérgicamente pronunciadas; tenía el cabello en desorden, y realmente presentaba el aspecto de un hombre enfermo.

Iras y Eunice, la de los cabellos de oro, también le miraban con pena, mas él parecía no verlas. En verdad, ni él ni Petronio prestaban más atención a las esclavas que a unos perros que estuvieran dando vueltas alrededor de ellos.

—La fiebre te devora —dijo Petronio.

—Así es.

—Entonces, escúchame… No sé lo que te hubiera prescrito el médico, pero sé cómo me comportaría en tu lugar. Mientras aparece Ligia, trataría de llenar con otra el vacío que te ha dejado. He visto en tu casa de campo mujeres de cuerpos espléndidos. No me contradigas… Sé lo que es el amor y sé que cuando se desea una mujer no se la puede sustituir por otra. Pero en una hermosa esclava quizá puedas hallar una distracción momentánea.

—No quiero —contestó Vinicio.

Mas Petronio, que tenía por él verdadera debilidad y que deseaba realmente suavizar sus sufrimientos, se puso a pensar la manera de conseguirlo.

—Quizá las tuyas no tengan para ti el encanto de la novedad —dijo al cabo de un momento.

Y entonces se puso a examinar alternativamente a Iras y a Eunice, y, finalmente, colocando su mano sobre la cadera de la griega de los cabellos de oro, dijo:

—Mira bien esta Gracia. Hace unos días Fonteyo Capiton el joven me ofreció a cambio de ella tres maravillosos mancebos de Clazomene. Ni el propio Escopas ha esculpido cuerpo más bello que el suyo. Ni yo mismo comprendo cómo he permanecido indiferente hasta ahora ante ella. No me ha retenido el pensamiento de Crisotemis. Pues bien: te la regalo, ¡llévatela para ti!

Mas cuando la rubia Eunice hubo escuchado esas palabras palideció instantáneamente, se volvió blanca como el papel, y mirando a Vinicio con ojos asustados pareció aguardar casi sin aliento su respuesta. Mas éste, irguiéndose de pronto y apretándose las sienes con las manos, comenzó a hablar rápidamente, como un hombre consumido por una enfermedad que no quiere oír hablar de otra cosa:

—¡No! ¡No! ¡No la quiero! ¡Ni quiero a otras!… Te lo agradezco, pero no acepto; voy a buscar a Ligia por toda la ciudad. Haz que me traigan una capa gálica con capucha. Iré más allá del Tíber… ¡Si consiguiera ver a Urso!…

Y salió rápidamente.

Petronio, dándose cuenta de que le era imposible estarse quieto, no intentó detenerle. Mas tomando la negativa de Vinicio por una repulsión temporal hacia las mujeres a excepción de Ligia, y no queriendo que su magnanimidad resultara inútil, volviéndose a la esclava dijo:

—Te bañarás, ungirás y vestirás y luego irás a casa de Vinicio.

Mas ella cayó de rodillas a sus pies y con las manos juntas le rogó que no la alejara de la casa. Ella no iría a casa de Vinicio. Prefería cuidar del fuego del hipocausto en casa de Petronio, a ser allí la primera de las sirvientas. No quería. ¡No podía! Y le imploraba que tuviera compasión de ella. Que la hiciera azotar diariamente con tal de no mandarla fuera de la casa. Y temblando como una hoja por el temor y la emoción le tendía las manos.

Petronio la escuchaba con asombro. Que una esclava se atreviera a pedir que la eximieran de cumplir una orden y dijera: «No quiero y no puedo», era algo tan insólito en Roma que Petronio, al principio, no podía dar crédito a sus oídos. Finalmente frunció el ceño. Era demasiado refinado para ser cruel. Sus esclavos, durante los momentos de diversión, gozaban de mayor libertad que otros, bajo la condición de servirle y de cumplir su voluntad como si fuera la de Dios. Pero en caso de desobediencia a estas dos obligaciones, no les escatimaba los castigos, que la costumbre general imponía en tales casos. Mas como no soportaba oposición alguna ni nada que turbara su tranquilidad, contempló un instante a la arrodillada muchacha y luego dijo:

 

—Llama a Teresias y vuelve con él.

Eunice se levantó temblorosa, con lágrimas en los ojos, y salió, volviendo al cabo de un rato con el jefe del atrium, el cretense Teresias.

—Llévate a Eunice —le dijo Petronio— y dale veinticinco azotes de manera tal que no le maltrates la piel.

Y dicho esto pasó a la biblioteca, y sentándose delante de una mesa de mármol rosa empezó a trabajar sobre su Festín de Trimalción.

Pero la fuga de Ligia y la enfermedad de la pequeña Augusta distraían demasiado su atención, así que no pudo trabajar durante mucho tiempo. Además, la enfermedad revestía especial importancia en este caso. Pensaba Petronio que si el César llegaba a creer que Ligia había hechizado a la pequeña Augusta, la responsabilidad podía recaer también sobre él, ya que a petición suya había sido llevada la doncella al palacio. Confiaba, sin embargo, en que a la primera entrevista que tuviera con el César sabría demostrarle lo absurdo de aquella suposición; y también contaba algo con cierta debilidad que por él sentía Popea, aunque la ocultaba cuidadosamente, pero no tanto que Petronio no hubiera llegado a adivinarla. Mas luego se encogió de hombros ante sus temores, decidió bajar al triclinium para tomar un refrigerio, y después ordenó que le condujeran de nuevo a palacio y más tarde al campo de Marte, y, finalmente, a casa de Crisotemis.

Pero a su paso en dirección al triclinium, y junto a la entrada del pasillo destinado a los sirvientes, vio en pie, junto a la pared, la delicada figura de Eunice en medio de otros esclavos, y olvidándose de que no había dado a Teresias más orden que la referente a los azotes, frunció de nuevo el ceño y le buscó con la mirada.

Al no hallarle entre los sirvientes se volvió a Eunice y le preguntó:

—¿Recibiste los azotes?

Ella se echó a sus pies por segunda vez, llevó a sus labios el borde de su toga, y luego contestó:

—¡Oh! Sí, señor; los he recibido. ¡Oh! Sí, señor.

Su voz sonaba llena de alegría y agradecimiento. Era evidente que consideraba que los azotes sustituirían la marcha de la casa y que ahora ya podía quedarse. Petronio así lo comprendió, y admiró la vehemente resistencia de la esclava. Pero era demasiado hábil conocedor de la naturaleza humana para no adivinar que sólo el amor podía ser la causa de una resistencia semejante.

—¿Tienes algún amante en esta casa? —preguntó.

Y ella, alzando hacia él sus ojos azules llenos de lágrimas, contestó tan quedamente que apenas se la oía:

—Sí, señor…

Y con aquellos ojos, con aquel cabello de oro echado hacia atrás, con el temor y la esperanza pintados en el rostro, le miraba con expresión tan suplicante, que Petronio, que como filósofo había proclamado el poder del amor y como esteta adoraba todo lo que era belleza, sintió por ella una especie de compasión.

—¿Cuál de ellos es tu amante? —preguntó señalando a los sirvientes con la cabeza.

No hubo contestación a esta pregunta. Eunice inclinó el rostro hasta los pies de su amo y permaneció inmóvil.

Petronio miró a los esclavos, entre los que había dos jóvenes hermosos y buenos mozos, mas nada pudo leer en ninguno de los semblantes; por el contrario, todos tenían una extraña sonrisa; luego miró un instante más a Eunice, que seguía postrada a sus pies, y se marchó en silencio al triclinium.

Después del refrigerio ordenó que le condujeran a palacio, y a continuación a casa de Crisotemis, donde permaneció hasta muy entrada la noche. A su vuelta mandó llamar a Teresias.

—¿Recibió Eunice los azotes? —le preguntó.

—Sí, señor; pero no me permitiste que le maltratara la piel.

—¿No te di con respecto a ella alguna otra orden?

—No, señor —respondió alarmado el jefe del atrium.

—Está bien. ¿Cuál de los esclavos es su amante?

—Ninguno, señor.

—¿Qué sabes de ella?

Teresias se puso a hablar con voz insegura:

—Eunice nunca abandona por la noche el cubiculum donde duerme con la anciana Acrisona y con Ifida. Después de tu baño nunca permanece allí con los demás esclavos, que se burlan de ella y la llaman Diana.

—Basta —dijo Petronio—. Mi pariente Vinicio, a quien se la ofrecí hoy por la mañana, no ha querido aceptarla. Así que se quedará en casa. Puedes retirarte.

—¿Permites que te diga aún algo más sobre Eunice?

—Te he ordenado que me digas todo cuanto sepas.

—Toda la familia, señor, habla de la fuga de la doncella que debía ir a habitar la casa del noble Vinicio. Después de tu partida vino Eunice a verme y me dijo que conocía a un hombre que sería capaz de encontrarla.

—¡Ah! —dijo Petronio—. ¿Qué clase de hombre es ése?

—No le conozco, señor, pero he creído mi deber informarte.

—Está bien. Que ese hombre espere mañana en mi casa la llegada del tribuno, a quien rogarás en mi nombre que venga a verme mañana por la mañana.

El jefe del atrium se inclinó y salió.

Pero Petronio, involuntariamente, se puso a pensar en Eunice. Al principio le pareció completamente claro que la joven esclava deseaba que Vinicio recuperara a Ligia por la sola razón de no tener que ir a sustituirla. Luego le vino a la cabeza la idea de que el hombre que recomendaba Eunice bien pudiera ser su amante, y de pronto, esa idea le resultó desagradable. Cierto es que había una manera bien sencilla de enterarse de la verdad, que era hacer venir a Eunice. Mas ya era tarde.

Petronio se sentía cansado después de su larga visita a Crisotemis, y tenía prisa por dormir. Sin embargo, mientras se dirigía al cubiculum recordó, sin saber por qué, que Crisotemis tenía patas de gallo en los ojos. Pensó también que su belleza tenía más fama en Roma de lo que se merecía, y que Fonteyo Capiton, el que le había ofrecido tres muchachos de Clazomene a cambio de Eunice, pretendía efectuar una compra muy barata.

XIII

Al día siguiente, apenas acababa de vestirse Petronio en el unctuarium, cuando llegó Vinicio, que había sido llamado por Teresias. Sabía que no había llegado novedad alguna de las puertas, y esta noticia, en vez de alegrarle, como prueba de que Ligia se encontraba aún en la ciudad, le hundió aún más, ya que comenzaba a sospechar que Urso podía haberla sacado fuera de la ciudad inmediatamente después del rapto y antes, por tanto, de que los esclavos de Petronio se pusieran a vigilar las puertas. Cierto es que en otoño, cuando los días eran más cortos, se cerraban las puertas bastante temprano, pero también las iban abriendo a las personas que salían, cuyo número era considerable. Asimismo se podía salir de la ciudad por otros medios que eran bien conocidos de los esclavos que querían huir de la ciudad.

Vinicio había enviado a sus hombres a todos los caminos que conducían a las provincias y había hecho saber a los guardianes de los pueblos de menor importancia que se otorgaría una recompensa por la captura de un par de esclavos fugitivos, para lo cual hizo una descripción detallada de Urso y de Ligia. Era dudoso que fuera posible alcanzarlos, pero, aunque así fuera, era poco probable que las autoridades locales se creyeran autorizadas a efectuar la detención de los fugitivos tan sólo en virtud de una orden de Vinicio que no viniera apoyada por el pretor. Mas ya era tarde para obtener dicha ratificación. Durante todo el día anterior, Vinicio, disfrazado de esclavo, había estado buscando a Ligia por todas las callejas de la ciudad, mas no logró descubrir el más leve indicio ni la más ligera huella de ella. Había visto a gente de la casa de Aulo, mas ellos también parecían buscar algo, lo que le confirmaba en la creencia de que Aulo no la había raptado e ignoraba igualmente lo que había sido de ella.