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100 Clásicos de la Literatura

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—Dígame, por favor —solicitó—, ¿fue papá a visitar a la madre Catherine en Roma? Me dijo que lo haría si tenía tiempo. Tal vez no lo tuviese. A papá le gusta hacer las cosas con tiempo. Quería hablar con ella de mi educación; aún no ha terminado, ¿sabe? No sé qué más pueden hacer conmigo, pero parece que todavía falta mucho para terminarla. Papá me dijo un día que pensaba encargarse él mismo de completarla, puesto que en el convento, durante el último año o dos, los maestros que enseñan a las niñas mayores resultan muy caros. Papá no es rico y me daría mucha pena que tuviese que pagar mucho dinero por mí, porque no creo que yo me lo merezca. No aprendo lo suficientemente rápido, y no tengo memoria. Para lo que me dicen, sí, especialmente si me gusta, pero no para lo que aprendo en los libros. Había una niña que era mi mejor amiga y se la llevaron del convento, cuando tenía catorce años, para hacerle… ¿cómo se dice…?, para hacerle una dot. ¿No se dice así en inglés? Confío en no haberme equivocado; lo que quiero decir es que querían guardar el dinero para casarla. No sé si papá quiere guardar el dinero para eso… para casarme. ¡Es tan cara una boda! —Pansy exhaló un leve suspiro y continuó—: Me parece que papá podría estar ahorrando ese dinero. De todos modos todavía soy demasiado joven para pensar en eso y no me gusta ningún caballero; ninguno excepto él, quiero decir. Si no fuera mi padre me gustaría casarme con él; prefiero ser su hija que la mujer de… de algún desconocido. Le echo mucho de menos, pero no tanto como usted pueda pensar, ya que he pasado gran parte del tiempo alejada de él. He estado con papá sobre todo en vacaciones. Casi echo más de menos a la madre Catherine, pero eso no debe decírselo. ¿No va a verle de nuevo? Pues no sabe cuánto lo siento y él también lo va a sentir. De toda la gente que viene por aquí, usted es quien más me gusta. No es un gran cumplido, porque no viene mucha gente. Ha sido muy amable de su parte venir hoy, con lo lejos que queda de su casa, pues después de todo no soy todavía más que una niña. Sí, no tengo más distracciones que las de una niña. ¿Cuándo abandonó usted esas distracciones de niña? Me gustaría saber qué edad tiene, pero no sé si es correcto preguntarlo. En el convento nos enseñaron que nunca se debe preguntar la edad. No me gusta hacer cosas que no sean apropiadas, da la impresión de que no se ha recibido la educación adecuada. A mí… tampoco a mí me gustaría que me pillaran por sorpresa. Papá dejó instrucciones para todo. Me acuesto muy temprano. Cuando el sol da en el otro lado, salgo al jardín. Papá dio órdenes estrictas de no permitir que el sol me queme la piel. La vista desde aquí me gusta mucho, las montañas son muy hermosas. En Roma, desde el convento, no veíamos más que tejados y campanarios. Practico el piano tres horas al día, pero no toco muy bien. ¿Usted también toca? Me gustaría mucho que interpretara algo para mí; papá opina que debo escuchar buena música. Madame Merle ha tocado para mí en varias ocasiones; es lo que más me gusta de madame Merle, tiene una gran facilidad. Yo nunca tendré esa facilidad. Y tampoco tengo buena voz… solo una vocecita como el chirrido de un pizarrín al hacer garabatos.

Isabel satisfizo aquel respetuoso deseo, se despojó de los guantes y se sentó al piano mientras Pansy, de pie a su lado, contemplaba cómo sus blancas manos se deslizaban rápidas sobre las teclas. Cuando terminó, se despidió de la niña con un beso, la abrazó con cariño y la miró durante largo rato.

—Sé muy buena —le dijo—, y haz feliz a tu padre.

—Creo que eso es para lo que vivo —respondió Pansy—. Él no tiene muchas alegrías, es más bien un hombre triste.

Isabel escuchó esta afirmación con un interés que le resultó casi un tormento verse obligada a disimular. Era su orgullo lo que la obligaba a hacerlo, y cierto sentido de la decencia. Había todavía otras cosas en su cabeza que sentía un fuerte impulso, reprimido al instante, de decirle a Pansy acerca de su padre. Había cosas que le habría encantado escuchar de sus labios, o lograr que dijera la niña. Pero nada más percatarse de estos pensamientos, su imaginación quedaba acallada por el horror ante la idea de aprovecharse de la niña (pues de tal cosa se habría acusado), y de exhalar en aquel ambiente donde él pudiese quizá percibir un hálito, una bocanada de aire que revelase su estado de encantamiento. Había venido; lo había hecho, pero solo había estado una hora. Se levantó rápidamente del taburete. Pero incluso entonces se demoró un instante, abrazada aún a su pequeña acompañante, estrechando contra sí a la dulce y esbelta chiquilla mientras la miraba casi con envidia. Se vio obligada a confesarse que le habría proporcionado un intenso placer hablar de Gilbert Osmond con aquella criatura inocente y diminuta que estaba tan cercana a él. Pero no dijo palabra y se limitó a besar a Pansy una vez más. Cruzaron juntas el vestíbulo hasta la puerta que daba al patio; una vez allí, su pequeña anfitriona se detuvo, y miró hacia fuera con anhelo.

—No puedo ir más lejos. Le prometí a papá que no cruzaría esta puerta.

—Haces bien en obedecerle; él nunca va a pedirte nada que no sea razonable.

—Yo siempre voy a obedecerle. Pero ¿cuándo volverá usted?

—Me temo que no será hasta dentro de mucho tiempo.

—Yo espero que lo haga tan pronto como pueda. Solo soy una chiquilla —dijo Pansy—, pero siempre la estaré esperando.

Y la pequeña figura permaneció en el alto y oscuro umbral, viendo a Isabel cruzar el patio claro y gris y desaparecer en el resplandor de la tarde por el enorme portone, que al abrirse dejó entrar luz a raudales.

31

Isabel no regresó a Florencia hasta pasados varios meses, un intervalo que estuvo lo suficientemente repleto de incidentes. Sin embargo, no es lo sucedido en el transcurso de ese intervalo lo que nos interesa con respecto a la joven; nuestra atención se centra de nuevo en ella cierto día de finales de primavera, poco después de su regreso al palazzo Crescentini y un año después de los acontecimientos recientemente narrados. En esta ocasión se encontraba sola en una pequeña estancia de las muchas que la señora Touchett destinaba a usos sociales, y se apreciaba algo en su expresión y en su actitud que indicaba que se encontraba a la espera de recibir una visita. La alta ventana alta estaba abierta y, aunque los postigos verdes estaban entrecerrados, el aire resplandeciente del jardín entraba a través de un amplio intersticio e inundaba la estancia de calor y perfume. Nuestra joven permaneció un rato junto a la ventana, las manos unidas tras la espalda, la mirada perdida en la distancia, presa de un vago desasosiego. Estaba preocupada, demasiado impaciente para sentarse, para trabajar, para leer. Sin embargo, no podía pretender vislumbrar al visitante antes de que este entrase en la casa, ya que la entrada al palacio no se hacía a través del jardín, donde siempre reinaban la quietud y la intimidad. Más bien deseaba anticiparse a su llegada mediante una serie de conjeturas y, a juzgar por la expresión de su rostro, eso la mantenía bien ocupada. Se sentía llena de gravedad y ciertamente más abrumada, como bajo el peso de la experiencia de aquel lapso de un año que había dedicado a ver mundo. Como ella habría dicho, había recorrido el espacio, había visto mucho de la humanidad y, por lo tanto, ahora era, a sus propios ojos, una persona muy distinta de la joven frívola de Albany que había empezado a hacerse una idea de Europa sobre el césped de Gardencourt un par de años atrás. Se congratulaba de haber cosechado sabiduría y aprendido mucho más de la vida de lo que aquella criatura superficial habría podido sospechar jamás. Si sus pensamientos se hubieran orientado en aquel momento hacia el recuerdo, en vez de aletear nerviosos sobre el presente, habrían evocado toda una multitud de imágenes interesantes. Estas habrían sido tanto de paisajes como de personajes, estos últimos habrían sido los más numerosos. Ya estamos familiarizados con algunas de las personas que habrían podido aparecer en ese campo visual. Aparecería, por ejemplo, la conciliadora Lily, hermana de nuestra heroína y esposa de Edmund Ludlow, que había abandonado Nueva York para pasar cinco meses en compañía de Isabel. Había dejado atrás a su esposo, pero se había traído con ella a los niños, con quienes Isabel había adoptado el papel de tía soltera con tanta generosidad como ternura. Hacia el final de aquella temporada el señor Ludlow había conseguido arrancar unas pocas semanas a sus hazañas jurídicas y, cruzando el océano con gran celeridad, había pasado un mes con las dos mujeres en París antes de regresar a casa con su esposa. Los pequeños Ludlow aún no tenían edad para hacer turismo, ni siquiera desde el punto de vista norteamericano, de modo que, mientras su hermana estuvo con ella, Isabel había confinado sus movimientos a un círculo muy estrecho. Lily y los pequeños se habían reunido con ella en Suiza en el mes de julio y habían pasado un verano de clima agradable en un valle alpino donde las flores crecían profusamente en los prados y la sombra de grandes castaños ofrecía lugares de reposo en los paseos que emprendían las mujeres y los niños en las tardes cálidas. Llegaron después a la capital francesa, que Lily adoraba y a la que dedicaba costosas ceremonias, pero que no era más que un lugar ruidosamente vacuo para Isabel, quien durante aquellos días hacía uso de sus recuerdos de Roma como si fueran un frasco de sales oculto en el pañuelo para contrarrestar el ambiente de una habitación calurosa y llena de gente.

Como ya he dicho, la señora Ludlow consagraba sus ofrendas a París, y aun así tenía dudas y perplejidades que ese altar no resolvía; y después de que su marido se reuniera con ella se sintió más desilusionada por no lograr hacerle partícipe de sus especulaciones. El motivo de todas ellas era Isabel, pero Edmund Ludlow, como siempre había hecho, rechazaba dejarse sorprender, preocupar, confundir o maravillar por cualquier cosa que su cuñada hiciese o dejase de hacer. Las reflexiones de la señora Ludlow eran muy variadas. A veces pensaba que lo más natural sería que la joven volviera y se instalase en una casa en Nueva York, por ejemplo en la de los Rossiter, que tenía un elegante jardín de invierno y estaba a la vuelta de la esquina de su propia morada; otras veces, no podía ocultar su sorpresa ante el hecho de que su hermana no se casara con algún miembro de una de las grandes aristocracias. En conjunto, como ya he dicho, todas aquellas posibilidades se le escapaban de las manos. La había alegrado que Isabel heredara una fortuna más que si el dinero hubiese sido para ella; le había parecido que ofrecía el escenario perfecto para la figura un tanto frágil, pero no por ello menos eminente, de su hermana. Sin embargo, Isabel había prosperado menos de lo que Lily consideraba adecuado. Lo que ella entendía como prosperar tenía una misteriosa conexión con visitas matutinas y fiestas vespertinas. Intelectualmente, sin duda, había logrado inmensos avances, pero no parecía haber alcanzado muchas de las conquistas sociales cuyos trofeos la señora Ludlow había tenido la esperanza de poder admirar. La concepción de Lily de tales logros era muy vaga, pero eso era exactamente lo que había esperado de Isabel: que les diera forma y cuerpo. A Isabel podría haberle ido igual de bien en Nueva York, y la señora Ludlow consultaba a su marido para averiguar si había algún privilegio del que disfrutar en Europa que la sociedad de Nueva York no pudiera ofrecer. Sabemos bien que Isabel había hecho conquistas: que fueran o no inferiores a las que podía haber logrado en su tierra natal sería una cuestión difícil de dilucidar; y me permito mencionar de nuevo, no con poca satisfacción, que no había hecho públicas estas honorables victorias. No le había contado a su hermana la historia de lord Warburton, ni le había dado pista alguna acerca del estado de ánimo del señor Osmond; y la única razón de su silencio era que no quería hablar. Era más romántico no decir nada y, bebiendo profundamente, en secreto, de aquella novela romántica, tenía tan pocas ganas de pedir consejo a la pobre Lily como de cerrar aquel raro y valioso volumen para siempre. Pero Lily desconocía estas negativas y solo podía calificar la carrera de su hermana como un extraño anticlímax, impresión confirmada por el hecho de que el silencio de Isabel acerca del señor Osmond, por ejemplo, era directamente proporcional a la frecuencia con que el caballero ocupaba sus pensamientos. Como esto sucedía muy a menudo, la señora Ludlow pensaba a veces que había perdido su ánimo valeroso. Es evidente que un resultado tan extraño de un evento tan jubiloso como es heredar una fortuna dejaba perpleja a la alegre Lily y corroboraba su impresión general de que Isabel no se parecía en nada al resto de la gente.

 

El valeroso ánimo de la joven dama, sin embargo, pareció alcanzar las cimas más altas una vez que sus parientes se hubieron marchado. Podía imaginar situaciones que exigieran más valor que pasar el invierno en París (París tenía aspectos en los que se parecía mucho a Nueva York, París era como la prosa elegante y pulcra), y su correspondencia íntima con madame Merle tenía mucho que ver con el estímulo de aquellos vuelos. Nunca había tenido una sensación tan intensa de libertad, de la audacia absoluta y lo gratuito de la libertad, como cuando se alejaba del andén de la estación de Euston un día de finales de noviembre, tras la partida del tren que llevaba a la pobre Lily, su marido y sus hijos al barco que les esperaba en Liverpool. Se alegraba de haberles agasajado, era plenamente consciente de ello. Era muy observadora, como ya sabemos, de lo que era bueno para ella, y su interés por encontrar algo lo bastante bueno era constante. Había hecho el viaje desde París con los poco envidiados viajeros para aprovechar la situación de la que gozaba hasta el último momento. Los habría acompañado también hasta Liverpool de no haberle pedido Edmund Ludlow, como un favor, que no lo hiciera; Lily se inquietaba y hacía todo tipo de preguntas absurdas. Isabel contempló el tren que partía, lanzó un beso con la mano al mayor de sus sobrinitos, chiquillo muy efusivo que asomaba peligrosamente medio cuerpo por la ventana del vagón y que convirtió la separación en una ocasión de escandalosa hilaridad, y luego se volvió a internar en las brumosas calles de Londres. El mundo se extendía ante ella, podía hacer cualquier cosa que quisiera. Sentía una profunda emoción, pero por el momento su elección fue razonablemente discreta: decidió simplemente regresar a pie desde Euston Square a su hotel. Caía ya el crepúsculo temprano de una tarde de noviembre: las farolas de las calles brillaban con una débil luz rojiza en el aire denso y oscuro; nuestra joven iba sola y Euston Square quedaba bastante lejos de Piccadilly. Pero Isabel recorrió el trayecto disfrutando plenamente de sus peligros y se perdió casi a propósito, para captar más sensaciones, de modo que se sintió decepcionada cuando un amable policía la guio correctamente de nuevo. Le gustaba tanto el espectáculo de la vida humana que gozó incluso del aspecto del anochecer en las calles de Londres: las multitudes en movimiento, los coches apresurados, las tiendas iluminadas, los tenderetes resplandecientes, la humedad oscura y brillante de todo cuanto la rodeaba. Aquella noche, en su hotel, escribió a madame Merle que partiría hacia Roma un par de días después. Hizo el trayecto a Roma sin detenerse en Florencia, pasando primero por Venecia y continuando luego en dirección sur por Ancona. Llevó a cabo el viaje sin otra ayuda que la de su criado, pues sus protectores naturales no se encontraban entonces en el país. Ralph Touchett se encontraba pasando el invierno en Corfú, y en septiembre la señorita Stackpole había sido reclamada en Norteamérica mediante un telegrama del Interviewer. Este diario ofrecía a su brillante corresponsal un campo más fértil para ejercitar su genio que las rancias ciudades de Europa, y, mientras regresaba, Henrietta había recibido con alegría la promesa del señor Bantling de que iría pronto a verla. Isabel escribió a la señora Touchett pidiendo disculpas por no haberse presentado en Florencia, y su tía respondió de un modo muy característico. Las disculpas, según confesaba la señora Touchett, tenían tanto valor como las burbujas, y a ella no le interesaban tales objetos. Las cosas o se hacían o no se hacían, y lo que «podría» haberse hecho pertenecía al ámbito de lo irrelevante, como la idea de la vida en el más allá o del origen del mundo. Su carta era franca, pero (cosa rara en la señora Touchett) no tanto como pretendía. No le resultaba difícil perdonar a su sobrina por no detenerse en Florencia, pues le pareció una buena señal de que el señor Osmond había perdido parte de su antiguo ascendiente. Se preocupó desde luego por averiguar si él encontraría algún pretexto para ir a Roma, y obtuvo cierta tranquilidad al descubrir que no podía reprochársele ausencia alguna.

Por su parte, Isabel no llevaba ni dos semanas en Roma cuando le propuso a madame Merle hacer una pequeña peregrinación por el este. Madame Merle comentó que su amiga era bastante inquieta, pero añadió que siempre había deseado fervientemente visitar Atenas y Constantinopla. Así pues, las dos mujeres emprendieron la expedición y pasaron tres meses viajando por Grecia, Turquía y Egipto. Isabel encontró muchos aspectos interesantes en estos países, si bien madame Merle continuó recalcando que incluso en los emplazamientos más clásicos, los escenarios ideales para inspirar reposo y reflexión, una cierta incoherencia seguía dominando el espíritu de la joven. Isabel viajaba rápida y temerariamente, era como una persona sedienta bebiendo un vaso tras otro. Mientras tanto, la señora Merle, como la dama de compañía de una princesa que viajara de incógnito, le seguía los pasos casi jadeante. Iba invitada por Isabel y aportaba toda la dignidad necesaria a la irrefrenable ansiedad de la joven. Desempeñaba su papel con el tacto que cabía esperar de ella, pasando inadvertida y aceptando la posición de una compañera cuyos gastos eran profusamente cubiertos. La situación, sin embargo, no planteaba problema alguno, y la gente que se encontraba a esta pareja reservada y singular durante sus viajes no habría podido asegurar quién era la acompañante y quién la acompañada. Decir que su impresión de madame Merle había mejorado durante el tiempo transcurrido juntas no haría justicia a la percepción que de ella tenía Isabel, quien desde el principio la había encontrado tan acogedora y encantadora en el trato. Después de tres meses de gran intimidad, Isabel sintió que la conocía mejor; su carácter se había mostrado en su plenitud y aquella admirable mujer también había cumplido al fin la promesa de contarle su historia desde su propio punto de vista, una muestra de confianza tanto más deseada cuanto Isabel ya la había escuchado desde la perspectiva de otras personas. Esta historia era tan triste (en lo que respecta al difunto monsieur Merle, un auténtico aventurero, diría ella, aunque al principio pareciera tan conveniente, que se había aprovechado de su juventud años atrás y de una inexperiencia que sin duda los que la habían conocido más tarde encontrarían difícil de creer), contenía tal cantidad de incidentes asombrosos y lamentables, que su joven compañera llegó a preguntarse cómo una persona tan éprouvée podía haber conservado tanta frescura, tanto interés por la vida. Llegó a tener una profunda comprensión de la frescura de madame Merle, la consideró como un rasgo profesional, ligeramente mecánico, algo que paseaba en su estuche como el violín del virtuoso, o que enjaezaba y cepillaba como a la «favorita» del jockey. Seguía pareciéndole tan encantadora como siempre, pero había una esquina del telón que nunca terminaba de levantarse; era como si después de todo siguiera siendo una especie de actriz, condenada a manifestarse solo como un personaje disfrazado y maquillado. Había dicho una vez que procedía de muy lejos, que pertenecía al viejo mundo, e Isabel no se libraba de la impresión de que era el producto de unas circunstancias morales o sociales distintas a las suyas, de que había crecido bajo otras estrellas.

Pensaba entonces que en el fondo tenía una moral diferente. Desde luego, la moral de la gente civilizada siempre tiene muchos aspectos en común; pero nuestra joven tenía la sensación de que en madame Merle había algunos valores que se habían deteriorado o, como dicen en los comercios, rebajado. Pensaba, con la presunción de la juventud, que una moral que fuera diferente de la suya debía ser inferior, y esta convicción la ayudaba a detectar en la dama un destello de crueldad ocasional, un desliz pasajero en el candor, en la conversación de una persona que había elevado la amable delicadeza a la altura de arte y cuyo orgullo era demasiado refinado para los modos mezquinos del engaño. En algunos aspectos, su concepción de los motivos humanos parecía haber sido adquirida en la corte de algún reino en decadencia, y en su lista había varios, de los cuales nuestra joven ni siquiera había oído hablar. Estaba claro que había mucho que desconocía y, evidentemente, había cosas en el mundo que era mejor no conocer. En una o dos ocasiones se había sentido realmente asustada, pues así es como la afectaba tener que exclamar, refiriéndose a su amiga: «¡Que Dios la perdone, no me entiende!». Por absurdo que parezca, este descubrimiento la impactaba, la dejaba sintiendo una vaga consternación en la que podía apreciarse incluso un elemento premonitorio. La consternación, naturalmente, se disipaba ante cualquier prueba repentina de la notable inteligencia de madame Merle, pero algo quedaba, como la marca dejada por la marea de la confianza. Madame Merle había declarado una vez su convencimiento de que cuando una amistad cesa de crecer comienza inmediatamente a declinar, sin que exista un punto de equilibrio entre el gustar más o el gustar menos. En otras palabras, un afecto estático era imposible, debía siempre moverse en una dirección o en otra. Sea como fuere, la muchacha tuvo esos días oportunidades de sobra para dar rienda suelta a su espíritu romántico, más activo que nunca. No me refiero al impulso que sintió al contemplar las pirámides en el transcurso de una excursión desde El Cairo, o al detenerse entre las columnas en ruinas de la Acrópolis y fijar la vista en el punto que le indicaban como el estrecho de Salamina, por más profundas y perdurables que pudieran ser esas emociones. Regresó de Egipto y Grecia a finales de marzo y se instaló de nuevo en Roma. Pocos días después de su llegada, Gilbert Osmond bajó desde Florencia y permaneció tres semanas, durante las cuales el hecho de que Isabel estuviera alojada en la casa de su vieja amiga madame Merle hizo prácticamente inevitable que Osmond la viera todos los días. A finales de abril la joven escribió a la señora Touchett para decirle que en aquel momento estaría encantada de aceptar una invitación hecha mucho tiempo atrás, y se marchó al palazzo Crescentini, y en esta ocasión madame Merle se quedó en Roma. La joven encontró sola a su tía, pues su primo estaba aún en Corfú. Sin embargo, se esperaba su regreso a Florencia en cualquier momento, e Isabel, que no le había visto desde hacía más de un año, se dispuso para ofrecerle la más afectuosa de las bienvenidas.

 

32

No era en él, sin embargo, en quien pensaba mientras esperaba junto a la ventana donde la encontramos hace un rato, y tampoco pensaba en ninguno de los asuntos que hemos descrito someramente. No miraba al pasado, sino al instante más inmediato, inminente. Tenía motivos para esperar una escena, y eso era algo que detestaba. No se preguntaba qué le diría al visitante, pues esta cuestión ya había sido respondida. Lo interesante era qué le diría él a ella. Estaba convencida de que no sería nada agradable y esta certeza se reflejaba claramente en su frente preocupada. Por lo demás, sin embargo, la tranquilidad reinaba en ella. Se había quitado ya el luto y se movía en medio de un radiante esplendor. Simplemente se sentía mayor, a veces mucho y, como si «valiera» más por ello, como una pieza curiosa de una colección de anticuario. En cualquier caso, no tuvo que esperar mucho sumida en su aprehensión, pues un criado apareció al fin ante ella con una tarjeta de visita en una bandeja.

—Haz pasar al caballero —dijo, y siguió mirando por la ventana después de que el criado se retirara. Solo se giró cuando oyó la puerta cerrarse tras la persona que acababa de entrar.

Ante ella estaba plantado Caspar Goodwood, recibido durante un instante, de la cabeza a los pies, por la mirada brillante y seca con que ella retuvo más que ofreció un saludo. Quizá tengamos ahora la oportunidad de comprobar si la madurez del hombre había crecido al ritmo de la de Isabel; entretanto, he de decir que a los ojos críticos de la joven no mostraba la más mínima señal del doloroso paso del tiempo. Erguido, fuerte y recio no había nada en su aspecto que hablara claramente de juventud o de madurez; parecía carecer de inocencia o de debilidad, y por tanto de cualquier filosofía práctica. Su mandíbula mostraba el mismo carácter resuelto que años atrás, pero una crisis como la que atravesaba le añadía naturalmente algo sombrío. Tenía el aspecto de un hombre que había padecido un arduo viaje. Al principio no dijo nada, como si le faltara el aliento. Eso le dio tiempo a Isabel para reflexionar: «Pobre hombre, ¡qué grandes cosas es capaz de hacer y qué pena que malgaste de una forma tan miserable esa espléndida fuerza! ¡Qué lástima también que uno no pueda satisfacer a todo el mundo!». Le dio tiempo incluso a más: a decir al cabo de un minuto:

—¡No se imagina cómo deseaba que no viniera usted!

—No me cabe la menor duda.

Y miró a su alrededor buscando un asiento. No solo había venido, sino que tenía la intención de quedarse.

—Debe de estar muy cansado —dijo Isabel, tomado asiento y pensando, generosamente en su opinión, en darle una oportunidad.

—No, no estoy en absoluto cansado. ¿Alguna vez me ha visto cansado?

—Nunca, ¡ojalá lo hubiera visto alguna vez! ¿Cuándo ha llegado?

—Anoche, muy tarde, en una especie de tren caracol al que llaman expreso. Estos trenes italianos van a la misma velocidad que un cortejo fúnebre en Norteamérica.

—Muy apropiado, debe de haberse sentido como si asistiera a mi entierro.

Y forzó una sonrisa para alentar tranquilidad en aquella difícil situación. Había reflexionado profundamente acerca de la situación, llegando a la certera conclusión de que no había abusado de la buena fe de nadie ni había incumplido trato alguno; pero, pese a todo, temía a su visitante. Se avergonzaba de su temor, aunque agradecía enormemente que no hubiera nada más de lo que avergonzarse. Él la miró con una insistencia dura y rígida, una insistencia carente de todo tacto, sobre todo cuando el oscuro y pesado rayo de su mirada se posó en ella como un peso físico.

—No, no es eso lo que sentí. No puedo pensar en usted como si hubiera muerto. ¡Ojalá pudiera! —dijo con franqueza.

—Se lo agradezco mucho.

—Preferiría pensar en usted muerta antes que casada con otro hombre.

—¡Eso es muy egoísta por su parte! —respondió ella con el ardor de la convicción auténtica—. Aunque usted no sea feliz, otros sí tienen derecho a serlo.

—Es muy probable que sea egoísta, pero no me importa en absoluto que me lo diga. No me importa nada de lo que me pueda decir ahora, no lo puedo sentir. Las cosas más crueles que me pueda decir serían como un mero pinchazo de alfiler. Después de lo que ha hecho nunca jamás volveré a sentir nada… nada excepto eso. Eso lo sentiré toda mi vida.

El señor Goodwood hizo estas objetivas afirmaciones con seca deliberación, en su lento y duro acento norteamericano que no aportaba colorido ambiental alguno a aquellas frases intrínsecamente crudas. El tono empleado enfadó a Isabel más que conmoverla, lo que quizá fuera una suerte, ya que le dio más motivos para dominarse. Fue bajo la presión de este control como, al poco, su conversación se volvió irrelevante.

—¿Cuándo partió de Nueva York?

Él echó la cabeza atrás, como si calculara.

—Hace diecisiete días.

—Debe de haber viajado deprisa pese a la lentitud de los trenes.

—He venido tan rápido como me ha sido posible. Habría venido cinco días antes si hubiera podido.

—Habría dado igual, señor Goodwood —dijo sonriendo fríamente.

—A usted sí, pero a mí no.

—No veo qué sale ganando.

—¡Eso seré yo quien lo decida!

—Desde luego. A mi modo de ver, lo único que hace es torturarse. —Y entonces, para cambiar de tema, le preguntó si había visto a Henrietta Stackpole. Su expresión indicaba que no había viajado desde Boston hasta Florencia para hablar de Henrietta Stackpole, pero aun así respondió, con claridad suficiente, que había estado con ella justo antes de partir de Norteamérica—. ¿Fue ella a verle? —preguntó Isabel.

—Sí, estaba en Boston y vino a mi despacho. Fue el día en que recibí su carta.

—¿Se lo contó? —preguntó Isabel con cierta inquietud.

—No —respondió simplemente Caspar Goodwood—, no quise hacer eso. No tardará en averiguarlo; se entera de todo.

—Le escribiré una carta y ella me responderá con otra regañándome —declaró Isabel, intentando sonreír de nuevo.

Caspar, sin embargo, se mantuvo serenamente grave.

—Imagino que vendrá en cuanto pueda —dijo.

—¿Solo para regañarme?

—No lo sé. Parecía que no había visto aún todo lo que tenía que ver en Europa.

—Celebro que me lo diga —agradeció Isabel—. Debo prepararme para recibirla.

El señor Goodwood fijó la vista en el suelo un momento y, al fin, levantó los ojos.

—¿Conoce ella al señor Osmond? —preguntó.