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100 Clásicos de la Literatura

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Dentro y alrededor del escaparate de la «tienda» de esta vieja, con sus veinticuatro paneles de cristal cercados de plomo (algunos tan oxidados por el tiempo que apenas si dejaban ver los artículos miserables y baratos que dentro se exhibían formando parte de un surtido de mercancías que un hombre robusto podría llevarse él solo) había desplegado Jude su existencia exterior durante un tiempo más bien largo y monótono. Pero sus sueños eran tan gigantescos como insignificantes eran las cosas que le rodeaban.

A través de la sólida barrera de elevado terreno cretácico, seguía contemplando una ciudad grandiosa: aquella que le dio por comparar con la nueva Jerusalén, aunque quizá, en la manera de figurársela, mostraba más imaginación de pintor y menos de mercader de diamantes que el autor del Apocalipsis. Y la ciudad fue adquiriendo consistencia, estabilidad y fijeza en su vida, sobre todo por el hecho capital de que el hombre cuyos conocimientos y proyectos había venerado tanto estaba viviendo realmente allí; viviendo, además, entre pensadores e intelectuales ilustres.

En las épocas húmedas y tristes, aunque él sabía que en Christminster se resistía a creer que lo hiciera de manera tan lúgubre. Siempre que podía escaparse de los límites de la aldea por una hora o dos, lo que no era frecuente, se iba furtivamente a la Casa Marrón, en lo alto de la colina, y allí forzaba la vista con persistencia; y unas veces se veía recompensado con la visión de una cúpula o un campanario; otras, con una tenue hebra de humo que para él tenía cierto misticismo de incienso.

Luego llegó el día en que se le ocurrió de pronto que, si subía al lugar de observación después de oscurecer o se alejaba dos o tres kilómetros más, podría ver las luces de la ciudad por la noche. No tendría más remedio que volver solo, pero ni siquiera esta consideración le disuadió, porque indudablemente esto daría un poco de hombría a su carácter.

Un buen día puso en práctica el proyecto. No era tarde cuando llegó a su puesto de observación: justo después del crepúsculo; pero el cielo negro del nordeste, junto con un viento que soplaba del mismo cuadrante, contribuyeron a dar la impresión de una tremenda oscuridad. Tuvo su recompensa; pero lo que vio no fueron las filas de luces, como casi había esperado. No se veía ninguna luz en concreto, sino solo un halo, un resplandor neblinoso que formaba una bóveda por encima y se recortaba contra la negrura de un cielo que contribuía a que la luz y la ciudad parecieran estar a un kilómetro de distancia.

Se puso a imaginar en qué lugar exacto del resplandor se encontraría el maestro, quien por cierto no se había vuelto a comunicar con nadie de Marygreen, y ahora era como si hubiera muerto para ellos. En aquel resplandor le parecía ver a Phillotson paseándose tranquilamente como un santo en el horno de Nabucodonosor.

Había oído decir que las brisas discurren a unos quince kilómetros por hora, y este dato le vino ahora a la memoria. Abrió los labios de cara al nordeste y aspiró el viento como si se tratara de un dulce licor.

—Tú estabas en la ciudad de Christminster hace una hora o dos —dijo, dirigiéndose a la brisa con ternura—, vagando por las calles, haciendo girar las veletas, rozando la cara del señor Phillotson, dejándote respirar por él; y ahora estás aquí, y soy yo el que te respira… a ti, la misma de allí.

De pronto le llegó algo junto con el aire… como un mensaje de la ciudad… o de alguien que vivía allí, al parecer. Sin duda era un repique de campanas, la voz de la ciudad, tenue y musical, que le decía: ¡Qué felices somos aquí!

Había perdido por completo la conciencia de su situación real durante este arrobamiento, y únicamente le volvió a la realidad una brusca llamada: unos metros más abajo de la cresta del cerro donde estaba, hizo su aparición un tronco de caballos, después de media hora de marcha serpeante desde el fondo de la inmensa pendiente. Traían tras ellos un cargamento: combustible, que solo llegaba a las tierras altas por esta ruta particular. Los conducía un carretero, con un segundo hombre y un muchacho que, en ese momento, calzaba con el pie una gran piedra tras una de las ruedas, y permitía a los jadeantes animales descansar durante un rato, mientras los hombres sacaban una botella del carro y se concedían sendos tragos.

Eran hombres maduros y tenían la voz agradable. Jude se dirigió a ellos y les preguntó si venían de Christminster.

—¡No lo quiera Dios, con este carro! —dijeron.

—Me refiero al sitio aquel de allá. —Se estaba prendando tan románticamente de Christminster que, igual que un joven amante al hablar de su amada, sentía vergüenza de pronunciar su nombre otra vez. Les señaló el resplandor del cielo, casi imperceptible para sus ojos más viejos.

—Sí. Parece que esa parte de allá se ve un poco más brillante que lo demás, aunque yo ni lo había notado; y seguro que es Christminster.

En esto, un librito de cuentos que Jude se había traído bajo el brazo para ir leyendo por el camino antes de que oscureciera, se le escurrió y cayó al suelo. El carretero le miró de reojo mientras lo recogía y enderezaba las hojas.

—¡Ah, chiquillo! —observó—, tendrías que llenarte la cabeza de otras cosas, antes de que puedas leer lo que leen los de allá.

—¿Por qué? —preguntó el muchacho.

—Bueno, ellos no se paran a leer lo que podemos entender las gentes como nosotros —prosiguió el carretero por matar el rato—. No les interesan más que las lenguas raras, esas que se hablaban en los tiempos de la Torre de Babel, cuando no había dos familias que se entendieran. Esas cosas las leen ellos en un santiamén. Allí todo es saber…, nada más que saber; sin contar la religión. Aunque eso también es un saber, porque yo nunca la he podido entender. Sí, es un lugar muy sesudo, lo cual no quiere decir que no se vean mozas por la calle cuando se hace de noche… ¿No has oído decir que allí los curas se dan como hongos? Y a pesar de que se tarda…, ¿cuántos años, Bob?, cinco años en convertir a un mozalbete en un predicador intachable y solemne, lo hacen, si tiene madera, y te lo devuelven con su hocico largo, con su casaca grande y negra, su chaleco, su alzacuellos de religioso y su sombrero, igual que iban los de las Escrituras, hasta el punto de que a veces no lo conoce ni su padre… Allí tienen ese oficio; como cada hijo de vecino tiene el suyo.

—Pero ¿cómo sabe usted…?

—No me interrumpas, muchacho. No interrumpas nunca a una persona mayor. Aparta el caballo delantero, Bobby; parece que vienen… Ten en cuenta que estoy hablando de la vida en los colegios. Allí viven a un nivel superior, no se puede negar, aunque a mí eso me tiene sin cuidado. Tal como estamos nosotros aquí, sobre este mismo cerro, así están ellos en sus espíritus…, espíritus cultivados, desde luego, algunos de ellos…, capaces de ganar una millonada nada más que pensando en voz alta. Y los hay que son valientes y bien plantados, capaces de ganar otro tanto en copas de plata. En cuanto a la música, en Christminster se oye música buena por todas partes. Tú puedes ser religioso o no, pero a veces no tienes más remedio que liarte a cantar como los demás con tu voz ordinaria. Y tiene una calle, que es la calle mayor, que no hay otra igual en el mundo. ¡Ya ves como sí que sé algunas cosillas sobre Christminster!

Durante ese tiempo, los caballos habían recobrado su aliento y tiraban de sus cabezales otra vez. Jude, después de dirigir una última mirada de adoración hacia el halo lejano, dio la vuelta y echó a andar junto a tan bien informado camarada, a quien no le importaba, mientras caminaban, contarle cosas acerca de la ciudad, de sus torres, de sus edificios públicos y sus iglesias. El carruaje se metió luego por un camino lateral; Jude le dio las gracias al carretero por su información, y dijo que le gustaría poder hablar de Christminster la mitad de bien de lo que lo hacía él.

—Bueno, eso no es más que lo que me han contado a mí —dijo el carretero con modestia—. A mí me pasa como a ti: jamás he puesto los pies allí; pero me entero de aquí y de allá, y ahora te lo cuento a ti. Andando de un lado a otro como voy, y mezclándote con gentes de todas clases, acabas enterándote de montones de cosas. Un amigo mío estuvo de limpia en el Hotel Crozier de Christminster, en sus años mozos; luego, más tarde, llegué a conocerlo como a mi propio hermano.

Jude emprendió solo el camino de regreso; iba tan profundamente sumido en sus pensamientos que se olvidó de su miedo. De repente se sentía mayor. Era el vivo deseo de su corazón por encontrar algo a lo que anclarse, algo en que poder confiar y considerar digno de admiración. ¿Lo encontraría en esa ciudad, si por fin lograba llegar a ella? ¿Sería un sitio en el que, sin temor a los granjeros, a los obstáculos o al ridículo, podría observar y mantenerse a la expectativa, y lanzarse a una empresa importante como los antiguos de los que había oído hablar? Lo que el resplandor luminoso había sido para sus ojos mientras lo estuvo contemplando durante un cuarto de hora, eso mismo era la ciudad para su espíritu mientras proseguía su camino en la oscuridad.

—Es la ciudad de la luz —se dijo a sí mismo.

—Allí crece el árbol de la ciencia —añadió unos pasos más adelante.

—Es el lugar de donde salen y adonde van los que enseñan a los hombres.

—Es lo que se podría llamar un castillo custodiado por el saber y la religión.

Después de este símil se quedó un rato en silencio, y finalmente añadió:

—Justo lo que me gustaría a mí.

I. 4.

Andando despacio y ensimismado en sus reflexiones, el muchacho —que por sus pensamientos parecía unas veces una persona mayor y otras que tenía menos años de los que contaba— fue alcanzado por un presuroso caminante; pese a la oscuridad que reinaba, vislumbró en él un sombrero extraordinariamente alto, un frac y una cadena de reloj, que despedía fugaces destellos al balancearse violentamente sobre un par de piernas delgadas y unas botas silenciosas. Jude, que empezaba a sentirse solo, intentó seguirle el paso.

 

—¡Bien, hombre, bien! Voy con prisa, así que tendrás que apretar el paso si quieres continuar a mi lado. ¿Sabes quién soy?

—Creo que sí. ¿No es usted el doctor Vilbert?

—¡Ajá!… Veo que me conocen en todas partes. Es lo que pasa por ser un bienhechor de la humanidad.

Vilbert era un matasanos ambulante muy conocido entre las gentes del campo y absolutamente desconocido para el resto del mundo, cosa que ya procuraba él que así fuera a fin de evitar investigaciones molestas. Los campesinos constituían su única clientela, y su fama por el vasto país de Wessex se limitaba a ellos nada más. Su condición social era humilde, y su campo de actividad, más oscuro que el de los charlatanes de feria con su capital y su sistema organizado de publicidad. De hecho, era una reliquia de una especie extinguida. Las distancias que recorría a pie eran enormes, pues cubrían casi totalmente el territorio de Wessex. Un día Jude había visto cómo le vendía a una vieja un tarro de cierta grasa coloreada como remedio para una pierna enferma que tenía; la mujer debía abonarle una guinea por el remedio, a razón de un chelín cada quince días, ya que la valiosa pomada, según el curandero, solo podía sacarse de cierto animal que se criaba en el Monte Sinaí, y para capturarlo había que exponer la vida. Jude, aunque tenía sus dudas acerca de los medicamentos de este caballero, juzgó que era un personaje que viajaba mucho, esto era indiscutible, y por tanto podía ser fuente de información sobre cuestiones no estrictamente profesionales.

—Supongo que ha estado usted en Christminster, ¿no, doctor?

—He estado, y muchas veces —replicó el hombre alto y flaco—. Es uno de mis centros.

—¿Es de veras una ciudad maravillosa para el estudio y la religión?

—Así lo tendrías que proclamar, muchacho, si hubieras estado allí. Porque hasta los hijos de las viejas lavanderas de los colegios hablan en latín… No un buen latín; como hombre exigente que soy lo tengo que reconocer: hablan un latín vulgar… un latín macarrónico, como solíamos decir nosotros en mis tiempos de estudiante.

—¿Y griego?

—Bueno…, esa lengua es más bien para el que va para obispo, que tiene que leer el Nuevo Testamento en original.

—Yo quiero aprender latín y griego.

—Noble deseo. Debes hacerte entonces con una gramática de cada lengua.

—Pienso ir a Christminster algún día.

—Cuando vayas, di por allí que el doctor Vilbert es el único que posee las célebres píldoras que curan infaliblemente todos los trastornos del aparato digestivo, y también el asma y las afecciones respiratorias. Tengo cajas de dos y tres peniques…, especialmente autorizadas con el sello del Gobierno.

—¿Puede traerme usted las gramáticas, si yo le prometo decir eso por aquí?

—Te venderé las mías con mucho gusto…, las que yo usé de estudiante.

—¡Oh, muchas gracias, señor! —dijo Jude, agradecido, aunque sin aliento, porque la asombrosa rapidez con que caminaba el médico le obligaba a mantener un trotecillo que le estaba produciendo dolor de costado.

—Creo que sería mejor que te quedaras atrás, jovencito. Te diré lo que voy a hacer: te traeré las gramáticas y te daré una primera lección, si te acuerdas de recomendar en cada casa del pueblo el ungüento dorado del doctor Vilbert, las pastillas de la vida y las píldoras para mujeres.

—¿Dónde le podré ver con las gramáticas?

—Pasaré por aquí de hoy en quince días, a esta misma hora, o sea, a las siete y veinticinco. Mis movimientos están cronometrados con la misma precisión que los planetas en sus órbitas.

—Aquí le esperaré —dijo Jude.

—¿Con encargos para mis remedios?

—Sí, doctor.

Jude se quedó entonces atrás, aguardó unos minutos para recobrar el aliento, y volvió a casa con la sensación de haber dado un paso importante hacia Christminster.

Durante aquel par de semanas anduvo de un lado para otro sonriéndoles a sus propios pensamientos como si se tratara de personas a las que saludara al pasar… Sonreía con esa luminosa sublimidad que emana de los rostros jóvenes cuando se les ocurre alguna idea genial, como si tuvieran en el interior de sus naturalezas transparentes una luz sobrenatural que despertase la embriagada fantasía que el cielo derrama alrededor de ellos.

Cumplió puntualmente la promesa que le hizo al hombre de los mil remedios, en el cual confiaba ahora sinceramente, recorriendo kilómetros y kilómetros de aquí para allá, por las aldeas de los contornos, como si fuera un enviado del médico. La tarde convenida subió a la meseta, se apostó en el mismo lugar en que se había separado de Vilbert, y allí aguardó a que viniera. El médico ambulante fue bastante puntual; pero para sorpresa de Jude, al acomodar su marcha a la del viajero, que no la moderó ni una unidad de fuerza, este no reconoció a su joven acompañante, pese a que en el transcurso de los quince días las tardes habían alargado. Jude pensó que quizá se debía a que llevaba otro sombrero, y saludó al médico con dignidad.

—¿Bien, muchacho? —dijo este, abstraído.

—He venido —dijo Jude.

—¿Tú? ¿Y quién eres tú?… ¡Ah, ya…, claro! ¿Traes algún aviso, chaval?

—Sí.

Y Jude le dio los nombres y las direcciones de los campesinos que estaban dispuestos a probar las virtudes de las mundialmente famosas píldoras y pomadas. El charlatán tomó nota mentalmente con sumo cuidado.

—¿Y las gramáticas de latín y griego? —La voz de Jude temblaba de ansiedad.

—¿Qué gramáticas?

—Las que usted tenía que traerme, las que usó antes de graduarse.

—¡Ah, sí, sí! ¡Se me olvidaron por completo! Es que son tantas las vidas que dependen de mis cuidados, muchacho, que no puedo atender a otras cosas como sería mi deseo.

Jude se dominó lo suficiente para comprender lo que le decían, y luego repitió con una voz de tremenda desdicha:

—¡No me las ha traído!

—No. Pero tú me vas a traer más avisos de personas enfermas y yo te las traeré la próxima vez.

Jude se quedó atrás. Era un muchacho ingenuo, pero ese destello de fugaz intuición que a veces tienen los niños le reveló inmediatamente cuán burda era la naturaleza de que estaba hecho aquel charlatán. Ninguna luz intelectual podía provenirle de esa fuente. Se le cayeron las hojas a su imaginaria corona de laurel. Se acercó a una valla, se recostó en ella y lloró amargamente.

A la decepción siguió un período neutro y vacío. Quizá podía haber comprado las gramáticas en Alfredston, pero para eso hacía falta dinero y saber qué libros tenía que pedir; y aunque materialmente estaba atendido, se encontraba en tan absoluta indigencia que no poseía ni un solo penique.

Por esas fechas, el señor Phillotson envió por el piano, y esto le abrió una posibilidad a Jude. ¿Por qué no escribir al maestro y pedirle por favor que le enviase las gramáticas de Christminster? Podía deslizar la carta dentro de la caja del instrumento, y seguro que llegaría a las manos deseadas. ¿Por qué no pedir que le enviara un manual cualquiera de segunda mano, que tendría todo el encanto de estar sazonado por el ambiente de la universidad?

Contarle a su tía este proyecto era echarlo a perder. Era preciso actuar solo.

Después de meditarlo un tiempo se puso manos a la obra, y el día, que fueron a llevarse el piano, que coincidió casualmente con su cumpleaños, metió la carta secretamente en la caja del embalaje, dirigida a su muy admirado amigo. No se atrevió a revelar la hazaña a su tía Drusilla por temor a que descubriese el motivo y le obligara a abandonar su proyecto. Se facturó el piano, y Jude esperó días y semanas; y todas las mañanas, antes de que su tía abuela se despertara, pasaba por la oficina de correos. Por fin, efectivamente, llegó un paquete para él, y a través de la envoltura notó que contenía dos libros delgados. Se lo llevó a un lugar solitario y se sentó a abrirlo en el tronco de un olmo derribado.

Desde el éxtasis de su primera visión de Christminster, Jude había meditado mucho y con gran interés sobre cuál sería el proceso por el que las expresiones de una lengua se, transformaban en expresiones de otra. Y concluyó que la gramática de una determinada lengua debía contener en primer lugar una regla o clave para descifrar un contenido secreto, la cual, una vez conocida, le permitiría, con solo aplicarla, cambiar a voluntad todas las palabras del idioma propio en las de un idioma extraño. Esta idea pueril, de hecho, consistía en llevar hasta su último extremo la precisión matemática conocida en todo el mundo como Ley de Grimm, o sea, elevar las reglas rudimentarias a la perfección ideal. Y así, suponía que quienes poseían el arte de descifrar lenguas debían descubrir siempre las palabras del idioma propio, ocultas de algún modo en las del idioma extraño, y que este arte se adquiría mediante los citados libros. Por tanto, cuando —después de observar que el paquete traía el matasellos de Christminster— cortó la cuerda, abrió los libros y hojeó la gramática latina que venía encima, apenas pudo dar crédito a sus ojos.

Se trataba de un libro viejo: un libro que databa de treinta años atrás, sucio, con la firma de un nombre extraño trazada en un garabateo que era lo más opuesto a la letra de molde, y plagado de fechas de hacía veinte años. Pero no era esta la causa del asombro de Jude. Ahora se daba cuenta por vez primera de que no había ley alguna de transmutación, como había supuesto ingenuamente —la había en cierto modo, pero el gramático no la admitía—, sino que cada palabra griega y latina debía ser retenida separadamente en la memoria a fuerza de años de perseverancia.

Jude tiró los libros al suelo, se recostó en el enorme tronco y se sintió el ser más desdichado del mundo por espacio de un cuarto de hora. Como solía hacer a menudo, se echó el sombrero sobre la cara y atisbó los mitigados rayos del sol a través de las ranuras de su entramado. ¡Así que eso era el latín y el griego, esa gran decepción! El encanto que él había imaginado que le aguardaba era, en realidad, una labor comparable a la de Israel en Egipto.

¡Qué talento tendrían entonces los de Christminster y los de los grandes colegios, pensaba, para aprender miles y miles de palabras, una por una! Él no tenía cabeza para una empresa semejante; y mientras contemplaba la escasa luz del sol filtrada a través de su sombrero, deseó no haber visto jamás un libro, no llegar a ver ninguno más, y no haber nacido.

Cualquiera que hubiese pasado por allí podía haberle preguntado qué era lo que le causaba tanta aflicción, y podía haberle consolado diciéndole que sus ideas eran más avanzadas que las del que había escrito aquella gramática. Pero no pasó nadie, porque nadie pasa; y abrumado por el sentimiento de su gigantesca equivocación, Jude siguió deseando no estar en el mundo.

I. 5.

Durante los tres o cuatro años siguientes se estuvo viendo circular un vehículo singular y extraño por las trochas y senderos de los alrededores de Marygreen, conducido de manera igualmente extraña y singular.

En el transcurso de un mes o dos, después que recibiera los libros, la sensibilidad de Jude se había endurecido con la mala pasada que le habían jugado las lenguas muertas. De hecho, su desencanto ante la índole de esos idiomas había contribuido, al cabo del tiempo, a que aumentara su admiración por la erudición de Christminster. Aprender lenguas, ya fueran vivas o muertas, le parecía una proeza hercúlea por los inmensos escollos que ofrecían; y poco a poco se fue interesando en ellas aún más que si las cosas hubieran discurrido como él tenía previsto. Lo montañoso del material bajo el que se hallaban las ideas de esos libros polvorientos llamados los clásicos, le decidió a adoptar el procedimiento tozudo, ratonil, de eliminarlo a pocos.

Se había empeñado en hacer su presencia tolerable a su áspera tía ayudándola lo mejor que podía, y el negocio de la pequeña panadería rural había aumentado en consecuencia. Había comprado un viejo caballo de cabeza bamboleante por ocho libras en una subasta, un chirriante carricoche de toldo descolorido por unas cuantas libras más, y con este medio de transporte realizaba Jude su trabajo de llevar pan tres veces por semana a los aldeanos y campesinos aislados de las inmediaciones de Marygreen.

 

Con todo, la susodicha singularidad radicaba menos en el vehículo en sí que en la manera de conducirlo Jude por los caminos. Su interior era el escenario donde se desarrollaba la mayor parte de la formación de Jude por medio de «estudios privados». Tan pronto como el caballo se aprendió el camino y las casas ante las que tenía que estar parado un rato, el muchacho, sentado en la parte delantera con las riendas sobre el brazo, el libro abierto y sujeto ingeniosamente con una correa del toldo, y el diccionario desplegado sobre sus rodillas, se sumergía en los pasajes más sencillos de César, Virgilio u Horacio, según el caso, a su manera torpe y desmañada, con un esfuerzo tal que habría hecho derramar lágrimas a cualquier pedagogo un poco sentimental; sin embargo, lograba descubrir de algún modo el significado de lo que leía y, más que comprender, adivinaba el espíritu del original que a menudo se apartaba, a juicio suyo, de lo que se le enseñaba a buscar.

Los únicos textos que había podido conseguir eran unas ediciones viejas de los Clásicos Delphin que habían caído en desuso, y que le habían costado poco por esa razón. Pero si eran malos para los escolares perezosos, para él, en cambio, resultaban bastante aceptables. El ensimismado y solitario panadero ambulante tapaba escrupulosamente las traducciones marginales, y solo recurría a ellas cuando necesitaba una explicación, como habría recurrido a un compañero o a un profesor al cruzarse con él. Y aunque Jude tenía pocas probabilidades de llegar a ser un hombre de ciencia con tan rudimentarios procedimientos, se hallaba en camino de encauzarse por donde él quería.

Mientras iba ocupado con estas páginas antiguas ya sobadas por manos que tal vez estaban ya en la tumba, desenterrando los pensamientos de estos espíritus tan remotos y tan próximos a la vez, el viejo y escuálido caballo proseguía su camino, y Jude despertaba de los lamentos de Dido cuando el carro se detenía y oía la voz de alguna vieja que le gritaba:

—Hoy dos, panadero; y te devuelvo este que está duro.

Los viandantes y demás solían cruzarse con Jude por los caminos sin que él los viera, y la gente de la vecindad comenzó a murmurar sobre este método suyo en el que combinaba el trabajo con la distracción (que así consideraban ellos el estudio), la cual, aunque probablemente resultara conveniente para él, en cambio atentaba contra la seguridad de los que frecuentaban las mismas vías públicas. Corrieron las habladurías. Entonces, un individuo de un pueblecito próximo a Marygreen fue a decirle al guardia municipal que no debía consentirle al chico de la panadera que leyese mientras conducía, y aun insistió en la obligación que tenía el alguacil de cogerle in fraganti y llevarle al tribunal de Alfredston, y encerrarle por prácticas peligrosas en la vía pública. Así que el guardia espió a Jude, y un día se encaró con él y le reprendió.

Como Jude tenía que levantarse a las tres de la madrugada para encender el horno, amasar y cocer el pan que distribuía después durante el día, por las noches se veía obligado a meterse en la cama en cuanto terminaba; de modo que, de no leer sus clásicos por los caminos, difícilmente dispondría de tiempo para estudiar. El único recurso, por tanto, era mantener los ojos bien abiertos a su alrededor, y dejar caer el libro disimuladamente tan pronto como viera aparecer a alguien a lo lejos y al municipal en particular. Para ser justos, hay que decir que este no tenía el menor deseo de tropezarse con el carro de Jude, considerando que, en un distrito tan solitario, el principal peligro lo corría el propio Jude; y así, cuando veía el toldo blanquecino asomando por encima de los setos, tomaba otra dirección.

Un día, cuando Fawley iba ya muy adelantado, pues contaba unos dieciséis años, después de haber estado luchando con el Carmen Saeculare camino de casa, alzó los ojos y vio que su carro pasaba en ese momento por el reborde de la meseta, cerca de la Casa Marrón. La luz había cambiado, y eso fue precisamente lo que le hizo levantar la vista. El sol se estaba ocultando al mismo tiempo que surgía la luna llena por detrás de los bosques, en el otro extremo del horizonte. Su espíritu se sintió tan embarazado por el poema que, llevado por la misma emoción que años antes le hiciera arrodillarse en la escala de mano, detuvo el caballo, se apeó y, mirando a su alrededor para cerciorarse de que no venía nadie, se arrodilló en el borde del camino con el libro abierto. Se volvió primero hacia la resplandeciente diosa, que parecía mirarle con gran dulzura y sumo rigor por sus acciones, luego hacia el resplandor agonizante del otro lado, y comenzó:

Phoebe silvarumque potens Diana!

El caballo permaneció inmóvil hasta que hubo terminado el himno, que Jude entonó bajo el influjo de un sentimiento politeísta al que jamás se habría atrevido a entregarse en pleno día.

Una vez en casa, meditó sobre la curiosa superstición, innata o adquirida, que le había impulsado a hacer eso, y sobre el extraño aturdimiento que había conducido a semejante desviación del sentido común y de las costumbres a una persona como él, que aspiraba a ser en primer lugar un intelectual, pero en segundo, un teólogo cristiano. Eso le pasaba por leer obras paganas solamente. Cuanto más lo pensaba, más convencido se sentía de lo inconsciente de su comportamiento. Empezó a preguntarse si los libros que leía eran los adecuados para el objetivo de su vida. Efectivamente, parecía no haber mucha consonancia entre la literatura pagana y los colegios medievales de Christminster, aquel romance religioso tallado en piedra.

Finalmente consideró que en su amor puro por la lectura se había dejado llevar por una emoción reprobable en un joven cristiano. Se había enfrascado en el Homero de Clarke, pero no había llegado a entregarse nunca al estudio del Nuevo Testamento en griego, aunque poseía un ejemplar que le había mandado por correo un librero de viejo. Abandonó entonces el jónico ya familiar por un dialecto más moderno, y durante mucho tiempo limitó sus lecturas casi exclusivamente a los Evangelios y a las Epístolas, según el texto de Griesbach. Además, un día que fue a Alfredston entró en el conocimiento de la literatura patrística, al descubrir en la tienda del librero algunos volúmenes de los padres de la Iglesia de los que se había tenido que desprender un cura insolvente de la vecindad.

Otra novedad en este cambio de rumbo consistía en que los domingos se iba a visitar todas las iglesias cercanas y se dedicaba a descifrar las inscripciones latinas de las tumbas del siglo XV. En una de estas peregrinaciones se encontró con una vieja jorobada de gran inteligencia que leía todo lo que caía en sus manos, y le contó más cosas aún sobre los románticos encantos de la Ciudad de la luz y del saber. Y entonces decidió con más firmeza que nunca allá.

Pero ¿cómo vivir en aquella ciudad? En la actualidad no tenía absolutamente ningún ingreso. No tenía empleo ni oficio de ninguna clase, ni medios de subsistencia con que contar mientras durasen sus estudios, los cuales se prolongarían probablemente varios años.

¿Qué era lo más imprescindible para los ciudadanos? El alimento, la ropa y la casa. El sueldo de cualquier trabajo que se relacionara con lo primero era demasiado escaso; para dedicarse a lo segundo sentía cierta aversión; en cambio se sentía inclinado por la tercera necesidad. En una ciudad siempre se estaban construyendo edificios, así que aprendería el oficio de albañil. Pensó en un tío suyo al que no conocía, el padre de su prima Susana, un obrero que se dedicaba a trabajos religiosos de forja, y se dijo que el arte medieval, cualquiera que fuese la materia empleada, requería una serie de oficios por los que sentía él una cierta inclinación. No podía andar muy descaminado si seguía los pasos de su tío y trabajaba durante un tiempo en las moradas que cobijaban a aquellas lumbreras empapadas de saber.