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100 Clásicos de la Literatura

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Había un toldo que le obstruía la vista a Nicole, por lo que sólo alcanzaba a ver la cabeza de Dick y una mano con la que sostenía uno de sus pesados bastones con empuñadura de bronce. El cuchillo y el bastón, que se amenazaban mutuamente, eran como un trípode y una espada corta en un combate de gladiadores. Le llegó primero la voz de Dick, que decía:

—… como si se quiere beber todo el vino de cocinar, pero una botella de Chablis-Moutonne, eso sí que no…

— ¡Mira quién fue a hablar de beber! —gritó Augustine, blandiendo su sable—. ¡Usted que se pasa la vida bebiendo!

Nicole gritó por encima del toldo:

— ¿Qué pasa, Dick? Dick le contestó en inglés: —La mujer ésta, que se está liquidando los mejores vinos de la bodega. La voy a despedir. O, por lo menos, eso es lo que estoy tratando de hacer.

— ¡Dios santo! A ver si te da con ese cuchillo que lleva. Augustine agitó el cuchillo hacia donde estaba Nicole. Sus labios de vieja eran dos pequeñas cerezas entrecruzadas.

—No sé si sabrá usted, señora, que su marido, cuando está en su casita bebe más que un jornalero…

— ¡Cállese la boca y váyase de una vez! —le interrumpió Nicole—. Vamos a llamar a los gendarmes.

— ¿A los gendarmes? ¿Con un hermano que tengo en el cuerpo? ¿Usted, una americana asquerosa?

Dick le gritó a Nicole en inglés:

—Llévate a los niños de la casa hasta que arregle esto.

— ¡Asquerosos americanos, que vienen aquí y se beben nuestros mejores vinos! —chilló Augustine con voz de agitadora revolucionaria.

Dick le habló en tono aún más tajante.

— ¡Debe irse inmediatamente! Le pagaré lo que le debemos.

— ¡Claro que me pagará! ¡Faltaría más! Y para que lo sepa…

Se acercó más a él y blandió el cuchillo con tal furia que Dick levantó el bastón, en vista de lo cual corrió a la cocina y regresó con el cuchillo de trinchar y una hachuela.

La situación no era muy agradable. Augustine era una mujer fuerte y tratar de desarmarla podía acarrear graves consecuencias para su persona, aparte de las serias complicaciones jurídicas a que debía hacer frente todo aquel que agrediera a un ciudadano francés. Dick optó por tratar de meterle miedo y le dijo a Nicole:

—Telefonea a la comisaría de policía.

Luego, señalándole las armas que llevaba, le dijo a Augustine:

—Esto significa la cárcel para usted.

— ¡Ja, ja, ja!

Pero a pesar de su risa demoníaca, no se acercó más. Nicole telefoneó a la policía, pero la respuesta que recibió era casi un eco de la risa de Augustine. Oyó murmullos y voces que parecían pasarse la información y de pronto se cortó la comunicación.

Volvió a la ventana y le gritó a Dick:

— ¡Ofrécele más de lo que le debemos!

— ¡Si pudiera llamar yo por teléfono!

Pero como esto parecía impracticable, Dick tuvo que capitular. Por cincuenta francos, que se vieron aumentados a cien al no poder evitar Dick sucumbir a la tentación de librarse de ella cuanto antes, Augustine entregó su posición al enemigo, cubriéndose la retirada con gritos de «¡Salaud!», que sonaban como explosiones de metralla. No se iría hasta que no apareciera su sobrino para cargar con su equipaje. Dick, que aguardaba cautelosamente en las inmediaciones de la cocina, oyó descorchar una botella, pero lo dejó pasar. No hubo ya más incidentes. Cuando llegó el sobrino, deshaciéndose en disculpas, Augustine le dijo adiós a Dick con una cordial sonrisa y gritó «Au revoir, madame! Bonne chance!», en dirección a la ventana donde estaba Nicole.

Los Diver se fueron a Niza y cenaron una bullabesa, que es una sopa de pescado y langostas pequeñas muy condimentada con azafrán, acompañada de una botella de Chablis frío. Dick dijo que le daba pena Augustine.

—Pues a mí no me da ninguna —dijo Nicole.

—A mí sí. Y sin embargo, la hubiera arrojado por el acantilado.

Habían llegado ya a un punto en que no se atrevían a hablar de casi nada. Rara vez se les ocurría algo que decir cuando debían decirlo; siempre les venía lo que debían haber dicho cuando había pasado el momento y el otro no estaba ya en disposición de escuchar. Aquella noche, el incidente con Augustine les había hecho salir de sus respectivos mundos interiores. La mezcla de calor y frío de la sopa condimentada y el vino seco fue un estímulo para que hablaran.

—No podemos seguir así —empezó Nicole—. ¿O sí? ¿Qué piensas tú?

Sorprendida de que Dick, de momento, no lo negara, continuó:

—Hay momentos en que pienso que todo es culpa mía. He sido tu perdición.

— ¿Entonces ya estoy perdido? —preguntó Dick afablemente.

—No he querido decir eso. Pero antes querías hacer cosas creativas y ahora parece que quieras destruirlo todo.

Nicole temblaba por haberse atrevido a criticarlo en términos tan absolutos, pero su prolongado silencio la asustaba todavía más. Se imaginaba que algo debía estarse fraguando tras aquel silencio, tras aquellos penetrantes ojos azules y aquel interés casi anormal en sus hijos. Tenía estallidos de mal humor, nada acordes con su carácter, que la sorprendían. De repente desenrollaba un largo pergamino de desprecio hacia alguna persona, raza, clase, forma de vida o manera de pensar. Era como si en su interior se estuviera desarrollando toda una historia de evolución imprevisible, sobre la cual ella sólo podía hacer conjeturas en los momentos en que brotaba a la superficie.

—Al fin y al cabo, ¿qué sacas tú con esto? —le preguntó.

—Saber que cada día que pasa estás más fuerte. Saber que tu enfermedad sigue la ley de la utilidad decreciente.

Su voz le llegaba desde muy lejos, como si hablara de algo remoto y académico. La inquietud que sentía le hizo exclamar: «¡Dick!», y le alargó la mano a través de la mesa. Por un reflejo instintivo, Dick retiró la suya y dijo: «Pero hay que pensar en toda la situación, ¿no? No se trata sólo de ti». Le cubrió la mano con la suya y, con aquella agradable voz con la que en otros tiempos conspiraba para inventar diversiones, travesuras, ventajas y goces, dijo:

— ¿Ves aquel barco?

Era el yate de T. F. Golding, anclado plácidamente entre las suaves olas de la bahía de Niza, siempre dispuesto a iniciar una travesía romántica para la que realmente no necesitaba moverse.

— ¿Por qué no vamos ahora y les preguntamos a todos los que haya a bordo si tienen algún problema? Así sabremos si son felices o no.

—Pero si apenas le conocemos —objetó Nicole.

—Insistió en que fuéramos. Además, Baby le conoce. Casi se casa con él. Estuvo a punto, ¿no?

Salieron del puerto en una lancha alquilada ya en pleno anochecer estival y en el Margin comenzaban a brotar las luces por todas partes. A medida que se iban acercando, le entraban más escrúpulos a Nicole.

—Está dando una fiesta…

—Debe ser la radio —sugirió Dick.

Los llamaron desde el barco. Un hombre muy corpulento de pelo blanco que llevaba un traje blanco estaba tratando de identificarlos y gritó:

— ¿Son los Diver?

— ¡Ah del barco!

Su lancha se detuvo bajo la escalera de cámara. Golding dobló el corpachón para ayudar a Nicole a subir a bordo.

—Han llegado justo a tiempo para la cena.

En la popa estaba tocando una pequeña orquesta:

Me entregaré a ti cuando me lo pidas,

pero hasta entonces no me pidas que me porte bien…

Y mientras los brazos gigantescos de Golding los conducía hacia la popa sin tocarlos, Nicole se arrepintió aún más de haber ido y aumentó su enojo con Dick. Como se habían mantenido al margen de la vida alegre de la Riviera en una época en que ese tipo de vida era incompatible con el trabajo de Dick y el estado de Nicole, habían adquirido fama de rehusar todas las invitaciones. En los años subsiguientes, las sucesivas nuevas remesas habían interpretado su ausencia en el sentido de que no caían demasiado bien. No obstante, Nicole consideraba que, una vez que habían adoptado esa actitud, no valía la pena comprometerla gratuitamente por un momento de debilidad.

Al pasar al salón principal vieron frente a sí siluetas que parecían bailar en la penumbra de la popa circular. Era una especie de espejismo provocado por el encanto de la música, la extraña iluminación y la presencia del agua que los rodeaba. En realidad, sólo unos cuantos camareros se movían por el salón. Todos los invitados estaban recostados en un diván muy amplio que seguía la curva de la cubierta. Distinguieron un vestido blanco, otro rojo, otro de color indefinido y las pecheras almidonadas de varios hombres, uno de los cuales, que se levantó y se dio a conocer, fue causa de que Nicole soltara un inesperado gritito de alegría.

— ¡Tommy!

Haciendo caso omiso de su afrancesado gesto de besarle la mano, Nicole apretó su rostro contra el suyo. Se sentaron, o, más bien, se echaron en aquel diván propio de emperadores romanos. El apuesto Tommy tenía la tez tan morena que había perdido el tono agradable del bronceado sin llegar a adquirir el bello tono azulado de los negros: simplemente parecía cuero gastado. El exotismo de su cambio de pigmentación por soles desconocidos, los alimentos producidos en suelos extraños que había consumido, su lengua entorpecida por la tensión a la que la habían sometido los innumerables dialectos, sus reacciones adaptadas a imprevisibles peligros… Todas aquellas cosas fascinaban e infundían seguridad a Nicole. En el momento del encuentro se apoyó espiritualmente en su pecho y se dejó llevar. Luego, volvió a afirmarse en ella el instinto de conservación y, nuevamente refugiada en su propio mundo, trató de conversar despreocupadamente.

—Tienes aspecto de aventurero de los que salen en las películas. Pero ¿por qué tienes que pasarte tanto tiempo por ahí?

 

Tommy Barban la miraba, sin entender lo que decía pero atento; sus pupilas centelleaban.

—Cinco años —continuó ella en un tono gutural, con el que quería dar a entender burlonamente que no era nada—. Demasiado tiempo. ¿Es que no podrías limitarte a matar un determinado número de seres cada vez y luego regresar y respirar el mismo aire que nosotros por una temporada?

En su adorada presencia, Tommy se europeizaba rápidamente.

—Mais pour nous autres héros il faut du temps, Nicole. Nous ne pouvons pas faire de petits exercices d’héroisme. Il faut faire les grandes compositions.

—Háblame en inglés, Tommy.

—Parlez-moi en français, Nicole.

—Pero el sentido es diferente en cada idioma. En francés puedes ser heroico y galante sin por ello perder la dignidad, y tú lo sabes. Mientras que en inglés no puedes ser heroico y galante sin resultar al mismo tiempo un poco absurdo, y también lo sabes. Eso me da ventaja a mí.

—Pero al fin y al cabo… —dijo Tommy, y se echó de pronto a reír—. Hasta en inglés soy valiente, heroico y todo lo demás.

Ella fingió haberse quedado atónita de admiración, pero no logró desconcertarlo.

—Yo sólo sé lo que veo en las películas —dijo Tommy.

— ¿Es todo exactamente como en el cine?

—Las películas no están tan mal. Mira Ronald Colman. ¿Has visto las películas que ha hecho sobre el África Corp? No están nada mal.

—Muy bien. Cada vez que vaya al cine sabré que a ti te estarán pasando las mismas cosas en ese momento.

Mientras hablaba, Nicole advirtió la presencia de una joven menuda, pálida y bonita, con un pelo rubio platino muy atractivo que las luces de cubierta hacían que pareciera casi verde. Estaba sentada al otro lado de Tommy y lo mismo podía haber tomado parte en su conversación que en la de sus otros vecinos. Era evidente que había estado monopolizando a Tommy, porque, al perder toda esperanza de que le siguiera dedicando su atención, se levantó de mal talante y atravesó la sección de la cubierta en forma de media luna con aire malhumorado.

—Al fin y al cabo, soy un héroe —dijo Tommy con toda tranquilidad, sólo a medias bromeando—. Por lo general, tengo un coraje fiero. Como el coraje de un león, o el de un borracho.

Nicole esperó a que se apagara en la mente de Tommy el eco de su jactancia. Suponía que era la primera vez que hacía un tipo de declaración semejante. Paseó la mirada entre aquellos desconocidos y halló a los neuróticos rabiosos de siempre que fingían aplomo, que eran amantes del campo únicamente porque les horrorizaba la ciudad, el sonido de sus propias voces que eran las que habían impuesto el tono y el volumen. Preguntó:

— ¿Quién es la mujer de blanco?

— ¿La que estaba a mi lado? Lady Caroline Sibly-Biers.

Su voz les llegaba desde el otro lado de cubierta y por un momento escucharon lo que decía:

—Ese tipo es un sinvergüenza, pero un contrincante temible. Nos pasamos toda la noche jugando al chemin de fer y me debe mil francos suizos.

Tommy rio y dijo:

—En estos momentos es la mujer más malvada de Londres. Cada vez que regreso a Europa me encuentro con una nueva cosecha de mujeres más malvadas de Londres. Ésta es el modelo más reciente, aunque tengo entendido que ahora mismo hay otra que es casi tan malvada como ella.

Nicole volvió a mirar a la mujer que estaba al otro lado de cubierta. Se la veía frágil, con aspecto de tísica. Parecía increíble que aquellos hombros tan estrechos, aquellos brazos tan raquíticos pudieran sostener tan alto el estandarte de la decadencia, última enseña del moribundo imperio. Más se parecía a una de aquellas chicas modernas de pecho liso que dibujaba John Held que a la serie de rubias altas y lánguidas que venían siendo el modelo de pintores y novelistas desde antes de la guerra.

Golding se les acercó, tratando de disimular la resonancia de su enorme cuerpo, que transmitía su voluntad como a través de un amplificador gigantesco, y Nicole, que seguía reacia, tuvo que ceder a sus reiterados argumentos: que el Margin iba a zarpar rumbo a Cannes inmediatamente después de la cena; que aunque ya hubieran cenado, aún les cabría algo de caviar y champán; que de todas formas Dick estaba en aquel momento hablando por teléfono con Niza y le estaba diciendo a su chófer que les llevara el coche a Cannes y le dejara delante del Café des Alliés, en donde podrían recogerlo los Diver.

Pasaron al comedor y Nicole vio que Dick estaba sentado al lado de Lady Sibly-Biers. Su tez, normalmente rubicunda, se veía muy pálida. Estaba hablando en tono dogmático, pero a Nicole sólo le llegaban retazos de lo que decía:

—… Para ustedes los ingleses, muy bien. Están organizando una danza macabra… los cipayos en el fuerte destruido. Quiero decir, los cipayos en la puerta y alegría en el fuerte y todo eso. El sombrero verde. El sombrero aplastado. No hay futuro…

Lady Caroline le contestaba lacónicamente, sobre todo con el desalentador «¿Qué?», el «¡Claro!», de doble filo y el deprimente «¡Qué bien!», que siempre parecen anunciar un peligro inminente, pero Dick no parecía captar en absoluto aquellas señales de advertencia. De pronto hizo una declaración particularmente vehemente cuyas palabras no alcanzó a oír Nicole, pero vio que a la joven se le ensombrecía el rostro y se ponía nerviosa, y oyó que le respondía con brusquedad:

—Una cosa es un tipo cualquiera y otra muy distinta es un amigo.

Había vuelto a ofender a alguien. ¿Es que no podía estarse callado un rato más? ¿Cuánto rato más? Hasta la muerte.

En el piano, acompañándose con notas graves, un joven escocés de pelo rubio que formaba parte de la orquesta (llamada, según se podía leer en el tambor, The Ragtime College Jazzes of Edinbor.) se había puesto a cantar con voz monótona, al estilo de Danny Deever. Pronunciaba las palabras con gran precisión, como si a él mismo le impresionaran hasta casi no poderlas soportar.

Había una jovencita endemoniada

Que saltaba cuando oía una campana.

Como era una chica mala, mala, mala

Saltaba cuando oía una campana.

La endemoniada (BUMBUMBUM),

La endemoniada (TUTUTU)…

Había una jovencita endemoniada…

— ¿Qué diablos es eso? —cuchicheó Tommy a Nicole.

La chica que tenía al otro lado le dio la respuesta:

—La letra es de Caroline Sibly-Biers y la música es suya.

—Quelle enfanterie —murmuró Tommy al empezar la siguiente estrofa, que se refería a otros caprichos de la nerviosa dama—. On dirait qu'il récite Racine!

En apariencia al menos, Lady Caroline no prestaba ninguna atención a aquella interpretación de su obra. Al examinarla de nuevo, Nicole se quedó impresionada, no por sus características o su personalidad, sino por toda la fuerza que parecía emanar de una actitud. Nicole la consideraba temible y su punto de vista se vio confirmado en cuanto se levantaron de la mesa. Dick permaneció en su asiento con una extraña expresión en el rostro, y de pronto se lanzó a hablar con brusca torpeza.

—No me hace ninguna gracia lo que insinúan esos cuchicheos ensordecedores de los ingleses.

Lady Caroline, que estaba ya cerca de la puerta, se dio la vuelta y regresó a donde estaba Dick. En un tono cortante y lo suficientemente alto como para que todos pudieran oírla, dijo:

—Me ha estado provocando todo el tiempo, hablando mal de mis compatriotas y hablando mal de mi amiga Mary Minghetti. Lo único que he dicho es que se le ha visto en Lausana acompañado de una gente de dudoso aspecto. ¿Es eso un cuchicheo ensordecedor? ¿O no será más bien que a usted le ensordece?

— ¿Por qué no levanta más la voz? —dijo Dick, pero no con la suficiente rapidez—. Así que soy un famoso…

Pero su frase quedó ahogada por la voz de Golding que diciendo «¡Venga, venga!», hizo salir a todos sus invitados con la amenaza de su tremenda corpulencia. Ya en la puerta Nicole volvió la cabeza y vio que Dick seguía sentado a la mesa. Estaba furiosa con aquella mujer por haber hecho una afirmación tan descabellada, pero también lo estaba con Dick por haber hecho que fueran allí, por haber bebido más de la cuenta, por no haber sabido contener su tendencia a los comentarios mordaces y por haber dejado que lo humillaran. Y, al mismo tiempo, se sentía un poco culpable porque sabía que ella había sido la primera en provocar la irritación de la inglesa al acaparar a Tommy Barban desde el momento en que llegó.

Un momento después vio a Dick junto a la pasarela. Estaba hablando con Golding y parecía totalmente sereno. Después pasó una media hora sin que se le viera por cubierta y Nicole, interrumpiendo un complicado juego malayo para el que se necesitaban una cuerda y granos de café, se levantó y le dijo a Tommy:

—Voy a ver si encuentro a Dick.

Desde la cena el yate iba rumbo oeste. La hermosa noche fluía a ambos lados, los motores Diesel zumbaban suavemente y, cuando Nicole llegó a la proa, una ráfaga de viento primaveral le sacudió abruptamente el cabello y sintió una punzada de dolor al ver a Dick en un ángulo, junto al asta de la bandera. Al reconocerla, dijo con voz serena:

—Qué noche tan hermosa, ¿no?

—Estaba preocupada.

— ¿Ah sí? ¿Estabas preocupada?

—Por favor, no me hables así. Me gustaría tanto poder hacer algo por ti, por poco que fuera.

Dick le dio la espalda, se volvió hacia el velo de luz que formaban las estrellas por el lado de África.

—Estoy convencido de ello, Nicole. Y a veces pienso que cuanto más poco fuera, más te gustaría.

—No me hables así, por favor. No digas esas cosas.

En su rostro, pálido a la luz que la espuma blanca recogía y luego proyectaba hacia el brillante cielo, no había el menor signo de que estuviera disgustado, en contra de lo que se esperaba Nicole. Parecía incluso indiferente a todo. Fue centrando en ella la mirada gradualmente, como si fuera una pieza de ajedrez que tuviera que mover, y con la misma lentitud la agarró por la muñeca y la atrajo hacia sí.

—Tú fuiste mi perdición, ¿no? —dijo con dulzura—. Entonces estamos los dos perdidos. Así que…

Nicole se quedó helada de espanto y le ofreció la otra muñeca para que se la agarrara. De acuerdo. Iría con él. En aquel instante de total entrega y abnegación volvió a sentir con intensidad la belleza de la noche. De acuerdo. Iría con él…

Pero, inesperadamente, era libre otra vez, y Dick le dio la espalda y suspiró.

Las lágrimas le caían por el rostro a Nicole. Enseguida oyó los pasos de alguien que se acercaba. Era Tommy.

— ¡Ah, lo has encontrado! —dijo—. Nicole pensaba que seguramente te habías arrojado por la borda, Dick, porque esa zorra inglesa te dejó en ridículo.

—Es un marco perfecto para arrojarse por la borda —se limitó a observar Dick.

— ¿Verdad que sí? —se apresuró a decir Nicole—. ¿Por qué no pedimos unos salvavidas y saltamos? Creo que deberíamos hacer algo espectacular. Ya nos hemos reprimido bastante toda nuestra vida.

Tommy observaba por turno a ambos tratando de averiguar cuál era la situación.

—Le preguntaremos a Lady Beer-and-Ale qué es lo que hay que hacer. Debe estar al corriente de lo más moderno. Y deberíamos memorizar su canción «Había una jovencita de l’enfer». Yo la traduciré y haré una fortuna con ella en el Casino.

— ¿Eres rico, Tommy? —le preguntó Dick mientras se dirigían al otro extremo del barco.

—Tal como van ahora las cosas, no. Me cansé del asunto de la Bolsa y me largué. Pero tengo acciones muy sólidas en manos de algunos amigos que se cuidan de ellas. Todo marcha bien.

—Dick se está haciendo rico —dijo Nicole. Al reaccionar, le empezaba a temblar la voz.

En la cubierta de popa Golding había azuzado con sus manotas a tres parejas para que se pusieran a bailar. Nicole y Tommy se sumaron a ellas y Tommy comentó:

—Me da la impresión de que Dick está bebiendo mucho.

—No. Bebe con moderación —contestó ella, por lealtad.

—Hay personas que saben beber y otras que no saben. Es evidente que Dick pertenece a la segunda categoría. Deberías decirle que no beba.

— ¿Yo? —exclamó Nicole, sorprendida—. ¿Decirle yo a Dick lo que debe o no debe hacer?

Pero Dick seguía entre ausente y soñoliento cuando entraron en el muelle de Cannes. Golding tuvo que depositarlo prácticamente en la lancha del Margin y su presencia hizo que Lady Caroline se cambiara ostensiblemente de sitio. Ya en tierra Dick se despidió de ella haciendo una reverencia exagerada y por un instante pareció que le iba a dedicar una de sus frases ingeniosas, pero Tommy le clavó el codo con toda intención y se dirigieron al coche que les estaba aguardando.

 

—Yo conduzco —sugirió Tommy.

—No te molestes. Podemos coger un taxi.

—Me apetece llevaros, si me podéis dar alojamiento.

Dick, que estaba en el asiento, de atrás, permaneció silencioso y alicaído hasta que dejaron atrás el monolito amarillo de Golfe-Juan y luego el carnaval incesante de Juan-les-Pins, con su noche musical y estridente en muchas lenguas. Pero cuando el coche empezaba a subir la colina que llevaba a Tarmes, se incorporó súbitamente en su asiento, impulsado por el cambio de velocidad del vehículo, y comenzó a soltar un discurso:

—Una encantadora representante de la…

Vaciló un instante.

—… una empresa de… Tráigame sesos vacíos a la inglesa…

Y dicho esto se sumió en un plácido sueño, arropado por la oscuridad cálida y suave, y de vez en cuando dejaba escapar pequeños eructos de satisfacción.

VI

A la mañana siguiente, temprano, Dick entró en el cuarto de Nicole.

—He estado esperando hasta que te oí levantarte. Huelga decir que lamento mucho lo de anoche, pero ¿qué te parece si no intentamos analizarlo?

—Me parece perfecto —respondió Nicole fríamente, mirándose en el espejo.

— ¿Nos trajo Tommy a casa o lo he soñado?

—Sabes perfectamente que nos trajo él.

—Sí, parece probable —reconoció—, sobre todo teniendo en cuenta que acabo de oírle toser. Creo que voy a ir a verle.

Casi por primera vez en su vida, Nicole se alegró de que la dejara sola. Parecía haber perdido por fin aquella horrible facultad suya de tener siempre razón.

Tommy acababa de despertarse y estaba esperando que le llevaran el café au lait.

— ¿Te encuentras bien? —le preguntó Dick.

Al quejarse Tommy de que le dolía la garganta, adoptó una actitud profesional.

—Lo mejor será que uses algún gargarismo.

— ¿Tienes tú algo?

—Por raro que parezca, no. Pero a lo mejor Nicole tiene.

—No la molestes.

—No, si ya se ha levantado.

— ¿Cómo está?

Dick se dio la vuelta lentamente.

— ¿Esperabas que se hubiera muerto por haberme emborrachado yo?

Su tono de voz era amable.

—Nicole se ha hecho más fuerte que un pino de Georgia, que es la madera más dura que se conoce, con la excepción de la del guayaco de Nueva Zelanda…

Nicole, que iba al piso de abajo, oyó el final de la conversación. Sabía desde siempre que Tommy estaba enamorado de ella. También sabía que aquél había llegado a aborrecer a Dick y que Dick se había dado cuenta de ello antes que el propio Tommy y había tratado de reaccionar de manera positiva frente a aquella pasión solitaria. Ese pensamiento le procuró un momento de completa satisfacción como mujer. Mientras se inclinaba sobre la mesa en la que sus hijos tomaban el desayuno y le daba instrucciones a la institutriz, sabía que había dos hombres en el piso de arriba que se preocupaban por ella.

Más tarde, en el jardín, se sintió feliz. No quería que ocurriera nada, sino sólo que la situación se mantuviera en suspenso mientras pasaba de la mente de uno a la del otro como una pelota. Hacía tanto tiempo que no existía, ni siquiera como pelota.

—Qué bien, conejitos, ¿verdad? ¿O no está bien? ¡Eh, conejo, eh, estoy hablando contigo! ¿Te parece que está bien? ¿O te parece todo más bien raro?

El conejo, después de una vida en la que prácticamente no había tenido ninguna otra experiencia, aparte de la de comer hojas de col, tras varios olfateos tentativos acabó por darle la razón.

Nicole siguió con las tareas que solía hacer en el jardín. Las flores que iba cortando las depositaba en los lugares habituales de donde las recogería más tarde el jardinero para llevarlas a la casa. Al acercarse al muro sobre el acantilado, sintió de pronto un gran deseo de comunicarse con alguien, pero como no había nadie con quien hacerlo, se detuvo y se puso a reflexionar. Le parecía un poco perturbadora la idea de estar interesada en otro hombre. Pero otras mujeres tienen amantes. ¿Por qué no los voy a tener yo? En aquella hermosa mañana de primavera desaparecían todas las inhibiciones del mundo masculino y podía razonar tan alegremente como una flor mientras el viento agitaba su cabello hasta hacer que su cabeza se moviera también con él. Otras mujeres han tenido amantes. Las mismas fuerzas que la noche anterior la habían impulsado a seguir a Dick hasta la muerte ahora hacían que su cabeza se moviera al viento y se sintiera contenta y feliz con su razonamiento: ¿Por qué no los voy a tener yo?

Se sentó en el bajo muro y contempló el mar. Pero en otro mar, el ancho mar de la imaginación, había pescado algo tangible que podía colocar junto al resto de su botín. Si espiritualmente no necesitaba ser para siempre una con el Dick que había descubierto la noche anterior, debía ser alguna cosa aparte, no sólo una imagen en su mente, condenada a interminables desfiles en torno a la circunferencia de una medalla.

Nicole había elegido esa parte del muro para sentarse porque al otro lado el acantilado se convertía gradualmente en un prado en declive en donde había un huerto. Por entre las ramas de unos árboles vio a dos hombres que llevaban unos rastrillos y unas azadas, que hablaban en un contrapunto de provenzal y dialecto nizardo. Atraída por sus palabras y gestos, consiguió captar el sentido de lo que decían:

—Aquí mismo fue donde la tumbé.

—Yo la gocé detrás de aquellas viñas.

—A ella le da todo igual. Y a él también. Fue ese maldito perro. Bueno, pues aquí fue donde la tumbé.

— ¿Tienes el rastrillo?

— ¡Pero si lo tienes tú, animal!

—Bueno, ¡y a mí que me importa dónde la tumbaste! Desde que me casé, doce años hace ya, no había sentido ni siquiera los pechos de una mujer contra mi pecho hasta esa noche. Y ahora vienes tú y me dices…

—Déjame que te cuente lo del perro…

Nicole los observaba a través de las ramas. Lo que estaban diciendo parecía tener sentido: para una persona es buena una cosa y para otra, otra cosa diferente. Sin embargo, la conversación que había sorprendido pertenecía a un mundo exclusivamente de hombres. Mientras se dirigía de vuelta a la casa, ya no sabía muy bien qué pensar.

Dick y Tommy estaban en la terraza. Pasó de largo y entró en la casa. Luego volvió a salir con un cuaderno de bosquejos y se puso a dibujar la cabeza de Tommy.

—Manos que no paran, rueca que salta —dijo Dick jovialmente.

¿Cómo podía hablar tan a la ligera cuando el color no le había vuelto a las mejillas y la espuma caoba de la barba parecía tan roja como sus ojos? Nicole se volvió a Tommy y dijo:

—Siempre se me ocurre algo que hacer. Hace años tenía un monito de la Polinesia que era muy gracioso y travieso y me podía pasar horas y horas jugando con él. Hasta que la gente empezó a gastar bromas de lo más siniestro y grosero.

Mientras hablaba evitaba mirar a Dick a propósito. Éste se excusó y entró en la casa. Nicole vio cómo se servía dos vasos de agua y se endureció más aún.

—Nicole… —empezó Tommy, pero se interrumpió para aclararse la garganta, que le raspaba.

—Te voy a traer un ungüento de alcanfor especial —dijo Nicole—. Es americano. Dick tiene mucha fe en él. No tardo ni un minuto.

—No, si me tengo que ir ya.

Dick volvió a salir y se sentó.

— ¿En qué tengo mucha fe?

Cuando Nicole regresó con el tarro, ninguno de los dos se había movido, aunque ella tuvo la impresión de que habían mantenido una animada conversación sobre algún tema sin importancia.

El chófer estaba en la puerta con un maletín que contenía la ropa que había llevado Tommy la noche anterior. Ver a Tommy con ropas que le había prestado Dick le producía una falsa emoción a Nicole, como si Tommy no pudiera permitirse el lujo de comprárselas él mismo.