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100 Clásicos de la Literatura

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—La septième fille d’une septième fille née sur les rives du Nil. Entrez, monsieur.

Soltó la tela y corrió hacia el lugar en que terminaba la feria, junto al lago, donde una pequeña noria giraba lentamente contra el cielo. Allí encontró a Nicole. Estaba sola en la barquilla que en aquel momento era la más alta de la noria y, al descender, vio que se estaba riendo a carcajadas. Se echó un poco hacia atrás, donde estaba la gente, la cual, a la siguiente vuelta de la noria, notó la risa excesivamente histérica de Nicole.

—Regardez-moi ça!

—Regarde donc cette Anglaise!

Volvió a bajar. Esta vez la noria se iba parando y se a pagaba su música; un grupo de personas se había congregado en torno a la vagoneta de Nicole, todas ellas impelidas por la extraña manera en que reía a sonreír idiotamente con ella. Pero en cuanto Nicole vio a Dick dejó de reír bruscamente; hizo un gesto de pasar de largo y huir de él, pero Dick la agarró por el brazo y se alejó con ella sin soltárselo.

— ¿Por qué has perdido el control de esa manera? —Sabes perfectamente por qué.

—No, no lo sé.

— ¡No me hagas reír! ¡Venga, suéltame! ¿Es que crees que soy idiota? ¿Es que crees que no me di cuenta de cómo te miraba esa chica… esa morenita? ¡Oh, es tan absurdo todo esto! Una niña que no tendría más de quince años. ¿Es que crees que no me di cuenta?

—Venga, vamos a parar aquí un momento. Y cálmate.

Fueron a una mesa y se sentaron. Nicole tenía una expresión de profunda desconfianza y movía la mano por delante de los ojos como si su campo de visión estuviera obstruido.

—Necesito beber algo. Quiero un coñac.

—Coñac, no. Si quieres puedes tomar una cerveza.

— ¿Por qué no puedo tomar coñac?

—Vamos a dejar eso. Mira: toda esa historia de la chica son delirios tuyos. ¿Entiendes esa palabra?

—Sí. Cada vez que veo algo que no quieres que vea son delirios míos.

Dick se sentía de algún modo culpable, como en una de esas pesadillas en las que se nos acusa de un crimen que sin duda reconocemos como algo que hemos vivido pero que al despertar comprendemos que no hemos cometido. Apartó los ojos de ella.

—He dejado a los niños con una gitana en una caseta. Deberíamos ir a por ellos.

— ¿Quién te crees que eres? —dijo ella—. ¿Svengali?

Quince minutos antes formaban una familia. Pero ahora se veía obligado a arrinconar a Nicole con el hombro para que no escapara, y le parecía todo, su matrimonio, los hijos, un peligroso accidente.

—Vámonos a casa.

— ¡A casa! —rugió Nicole, con la voz tan descontrolada que en los tonos más altos temblaba y se quebraba—. ¿A estarme sentada pensando que nos estamos pudriendo y que las cenizas de los niños se pudren en cada caja que abro? — ¡Qué asco!

Dick notó, casi con alivio, que lo que decía le estaba sirviendo de catarsis, y Nicole, que estaba hipersensibilizada, leyó en el rostro de él su cambio de actitud. Su propio rostro se serenó y le rogó:

— ¡Ayúdame, Dick! ¡Ayúdame!

A Dick le invadió una sensación de angustia. Era terrible que una torre tan hermosa no se mantuviera firme en el suelo, sino sólo suspendida, suspendida de él. Hasta cierto punto aquello era justo. Para eso estaban los hombres, para ser puntal e idea, viga maestra y logaritmo. Pero en cierto modo Dick y Nicole habían pasado a ser uno y el mismo, no seres opuestos y complementarios; ella era también Dick, era la médula de sus huesos. Él no podía ver cómo Nicole se desintegraba sin ser parte de esa desintegración. Su intuición se desbordó en ternura y compasión. No le quedaba más remedio que recurrir a los métodos modernos y hacer intervenir a un tercero: llamaría a una enfermera de Zurich para que se hiciera cargo de ella durante la noche.

—Tú me puedes ayudar.

La dulzura con que trataba de imponer su voluntad le hacía perder el sentido a Dick.

—Tú me has ayudado otras veces y puedes ayudarme ahora.

—Sólo te puedo ayudar de la misma manera que antes.

—Alguien me podrá ayudar.

—Tal vez. Tú eres la que mejor te puedes ayudar. Vamos a buscar a los niños.

Había numerosos puestos de lotería con ruedas blancas. Dick se sobresaltó cuando preguntó en los primeros de ellos y le contestaron con gestos de no saber de qué estaba hablando. Nicole se mantenía apartada, con expresión agorera, negando a los niños, a los que no perdonaba que formaran parte de un mundo bien hecho que ella deseaba amorfo. Dick los encontró por fin, rodeados de mujeres que los examinaban con deleite como si fueran mercancías preciosas y de niños campesinos que los miraban con curiosidad.

—Merci, monsieur. Ah, monsieur est trop généreux. C’était un plaisir, monsieur, madame. Au revoir, mes petits.

Emprendieron el viaje de regreso embargados de una profunda tristeza; dentro del coche se sentía el peso de su recelo mutuo y su congoja, y las bocas apretadas de los niños revelaban el desencanto sufrido. La pesadumbre se presentaba con un color sombrío y terrible que les era desconocido. En algún momento, cuando ya estaban en las cercanías de Zug, Nicole hizo un esfuerzo desesperado y repitió una observación que había hecho antes acerca de una casa de un amarillo brumoso, algo apartada de la carretera, que parecía una pintura que no se hubiera secado del todo, pero fue sólo un intento de aferrarse a una cuerda que se estaba gastando con demasiada rapidez.

Dick trató de calmarse. La verdadera batalla comenzaría luego, cuando llegaran a la casa y se tuviera que pasar horas y horas procurando recomponer el universo para Nicole. No es desacertado que se diga de los esquizofrénicos que tienen doble personalidad: Nicole era alternativamente una persona a la que no hacía falta explicar nada y otra a la que nada se le podía explicar. Con ella era preciso insistir, afirmar, mantener siempre abierto el camino que conducía al mundo real y dificultar el acceso al camino por el que se huía de esa realidad. Pero la locura, con toda su brillantez y versatilidad, es comparable al agua de un dique que hábilmente logra filtrarse o desbordarse: se requiere el esfuerzo conjunto de muchas personas para combatir su acción. A Dick le parecía necesario que esa vez Nicole se curara con su propio esfuerzo. Quería esperar a que recordara todas sus crisis anteriores y se rebelara contra ellas. Cansinamente proyectaba reanudar el régimen que prácticamente habían interrumpido un año antes.

Dick había tomado un atajo que llevaba a la clínica a través de una colina. Al entrar en un breve tramo recto que corría paralelo a la ladera de la colina, pisó el acelerador y el coche viró bruscamente a la izquierda, luego a la derecha, derrapó y mientras Dick, con Nicole chillándole al oído, trataba de arrancar la mano demente que se aferraba al volante, se enderezó, volvió a virar bruscamente y se salió de la carretera, corrió por entre unos matorrales, derrapó de nuevo y fue a empotrarse contra un árbol formando un ángulo de noventa grados.

Los niños chillaban y Nicole chillaba y maldecía y trataba de arañarle la cara a Dick. La primera preocupación de éste fue cuál sería la posición del coche y, al no poder calcularla, se desembarazó de Nicole, saltó por arriba y sacó a los niños del coche; entonces vio que el coche estaba en posición estable. Por un momento permaneció allí, tembloroso y jadeante, sin poder moverse.

— ¡Eres…! —gritó.

Nicole reía a carcajadas. No estaba ni atemorizada ni avergonzada: como si aquello no le concerniera. Nadie que hubiera aparecido en aquel momento se podría haber imaginado que ella había sido la causante de todo. Reía como un niño que acabara de cometer alguna travesura.

—Tenías miedo, ¿verdad? —le dijo a Dick en tono acusatorio—. ¡Querías vivir!

Hablaba con tal autoridad, y él se encontraba tan aturdido, que se preguntó si realmente le había asustado perder su propia vida, pero al ver la tremenda tensión que había en el rostro de sus hijos, que miraban alternativamente a uno y a otro, sintió deseos de aplastar con sus manos aquella horrible máscara que sonreía.

Arriba de donde se encontraban ellos había una posada, a medio kilómetro si se iba por la sinuosa carretera, pero a menos de cien metros si se subía trepando; uno de sus costados asomaba por entre los árboles de la colina.

—Coge a Topsy de la mano —le dijo Dick a Lanier—, así, bien apretada, y subid por esa colina. ¿Ves ese caminito? Cuando lleguéis a la posada, diles: «La voiture Divare est cassée». Seguro que enseguida viene alguien.

Lanier, que no estaba seguro de lo que había ocurrido, pero sospechaba que era algo oscuro y sin precedentes, preguntó:

— ¿Y tú que vas a hacer, Dick?

—Nosotros nos quedamos aquí junto al coche. Ninguno de los dos niños miró a su madre antes de ponerse en marcha.

— ¡Tened cuidado al cruzar la carretera! ¡Mirad a los dos lados! —les gritó Dick.

Él y Nicole se miraron de frente y sus ojos eran como ventanas iluminadas a cada lado de un patio interior. Nicole sacó una polvera, se miró en su espejito y se atusó el pelo en las sienes. Dick miró cómo los niños subían por la colina hasta que desaparecieron entre unos pinos a mitad de camino; luego, examinó el coche para ver los desperfectos que había sufrido y pensar en algún medio de volver a sacarlo a la carretera. Observando la tierra pudo ver la trayectoria que había seguido el coche en zigzag durante más de treinta metros. Le entró una violenta sensación de hastío que nada tenía que ver con la ira.

Unos minutos más tarde llegó corriendo el propietario de la posada.

— ¡Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo ocurrió? ¿Iban a mucha velocidad? ¡Qué suerte han tenido! ¡Si no llega a ser por ese árbol se hubieran caído rodando colina abajo!

 

Aprovechando la presencia tan real de Émile, con su amplio delantal negro y el sudor que le corría por las mejillas regordetas, Dick le señaló a Nicole con toda naturalidad para que le ayudara a sacarla del coche. Pero entonces ella saltó por el lado que había quedado más bajo, perdió el equilibrio, cayó de rodillas y se volvió a levantar enseguida. Mientras miraba las maniobras de los dos hombres para mover el coche, adoptó un aire desafiante. Dick, que pensaba que incluso esa actitud era preferible, le dijo:

—Vete con los niños, Nicole.

Cuando ya se había ido, recordó que había querido tomarse un coñac y que allá arriba tenían. Le dijo a Émile que no se preocupara por el coche, que esperarían a que llegara el chófer con el coche grande para remolcarlo hasta la carretera. Se fueron los dos a paso rápido hacia la posada.

XVI

—Tengo que salir de aquí —le dijo Dick a Franz—. Necesito un mes, tal vez más. Todo el tiempo que me sea posible.

— ¡Pues claro, Dick! En eso era en lo que habíamos quedado. Fuiste tú el que insistió en quedarse. Si tú y Nicole…

—No quiero que Nicole venga conmigo. Quiero irme solo. Esta última experiencia me ha dejado hundido. Si logro dormir dos horas cada día, se debe a uno de los milagros de Zuinglio.

—Necesitas una verdadera cura de abstinencia.

—«Ausencia» es la palabra exacta. Mira: si me voy al Congreso Psiquiátrico de Berlín, ¿te las podrías arreglar para mantener la paz? Nicole lleva tres meses sin ninguna recaída y se entiende bien con su enfermera. ¡Dios santo! Eres la única persona en el mundo a la que puedo pedir este favor.

Franz soltó un gruñido y se preguntó si se podía confiar en que siempre fuera a pensar en el bien de su socio.

A la semana siguiente, en Zurich, Dick fue al aeropuerto y tomó el avión para Munich. Mientras se elevaba en el cielo envuelto en los rugidos del motor, sentía los miembros entumecidos y se dio cuenta de lo fatigado que estaba. Una calma total se apoderó de él y decidió dejar que de las enfermedades se ocuparan los enfermos, del sonido, los motores y de los mandos el piloto. No tenía intención de asistir ni a una sola sesión del congreso. Se lo imaginaba perfectamente todo: los nuevos opúsculos de Bleuler y Forel padre que podría asimilar mucho mejor en casa, la disertación del americano que curaba la demencia precoz sacándole las muelas al paciente o cauterizándole las amígdalas, y el respeto apenas teñido de ironía con que esta idea sería acogida, simplemente porque los Estados Unidos era un país muy rico y poderoso. Y los demás delegados de los Estados Unidos: el pelirrojo Schwartz con su cara de santo y su infinita paciencia tratando de conciliar dos mundos y docenas de alienistas de aire solapado e intereses puramente comerciales, que asistirían al congreso en parte para hinchar su reputación, y de ese modo tener más posibilidades de conseguir los puestos más cotizados de expertos en criminología, y en parte para ponerse al corriente de los sofismas más recientes, que luego podrían incorporar a su repertorio y así contribuir más a la infinita confusión de todos los valores. Habría algún italiano cínico y algún discípulo de Freud de Viena. Entre todos destacaría claramente el gran Jung, suave, superenérgico, haciendo su recorrido entre los bosques de la antropología y las neurosis de los colegiales. Al principio el congreso tendría un cierto aire norteamericano, casi «rotario» en su ceremonial y procedimientos, luego lograría imponerse la vitalidad más homogénea de los europeos, y, finalmente, los americanos sacarían el as que tenían oculto: el anuncio de donaciones y fundaciones fabulosas, de excelentes instalaciones y centros de formación nuevos, y ante la enormidad de esas cifras, los europeos empalidecerían y se achantarían. Pero él no estaría allí para verlo.

El avión bordeaba las montañas del Vorarlberg y Dick se deleitó contemplando aquellos pueblecitos con su bucólico encanto. Siempre había cuatro o cinco a la vista, cada uno de ellos agrupado en torno a una iglesia. Qué sencillo resultaba todo observando la tierra a esa distancia.

Tan sencillo como manejar muñecos y soldados de plomo en un juego siniestro. Así es como veían las cosas los hombres de estado, los generales y todos los jubilados. De todos modos, ¡qué alivio se sentía!

Un inglés que estaba al otro lado del pasillo quiso entablar conversación, pero Dick había empezado a notar en los ingleses algo que le repelía. Inglaterra era como un hombre rico que después de una orgía desastrosa trata de ganarse a los miembros de su familia hablando con cada uno de ellos por separado, cuando a todos les resulta evidente que lo único que quiere es recuperar su dignidad para poder arrogarse su poder anterior.

Dick tenía consigo todas las revistas que había podido encontrar en el aeropuerto: The Century, The Motion Picture, Illustration y el Fliegende Blätter, pero resultaba más divertido bajar con la imaginación a aquellos pueblecitos y saludar a los personajes rurales. Se sentaba en las iglesias como se sentaba en la iglesia de su padre en Buffalo, rodeado de las ropas domingueras obligatoriamente almidonadas. Escuchaba las sabias palabras del Cercano Oriente, fue Crucificado, Muerto y Sepultado, en la alegre iglesia, y una vez más le entraba la preocupación de si debía poner cinco o diez centavos en el cepillo, pensando en la chica que estaba en el banco de detrás de él.

El inglés cambió de pronto unas palabras con él y le preguntó si le podía dejar las revistas, y Dick, contento de quedarse sin ellas, pensó en el viaje que le esperaba. Como un lobo bajo la piel de cordero de su traje de lana australiana de hebra larga, se imaginó todo un mundo de placeres: el Mediterráneo incorruptible, con el polvo entrañable de la antigüedad incrustado en los troncos de los olivos, la muchacha campesina de Savona, que tenía un rostro tan verde y tan rosa como el color de un misal iluminado. La tomaría en sus brazos y la pasaría al otro lado de la frontera…

… pero allí la abandonaría: debía seguir su camino hacia las islas griegas, las aguas oscuras de puertos desconocidos, la muchacha perdida en la orilla, la luna de las canciones populares. Una parte de la mente de Dick estaba ocupada por los recuerdos chillones de su infancia. Sin embargo, en esa desordenada tienda de saldos había conseguido mantener viva la precaria llama de la inteligencia.

XVII

Tommy Barban era un líder. Tommy era un héroe. Dick se lo encontró por casualidad en Munich, en la Marienplatz, en uno de esos cafés en donde los tahúres de tres al cuarto echaban los dados en esteras con pretensiones de alfombra. Todo eran discusiones políticas y ruido de naipes en el ambiente.

Tommy estaba en una de las mesas y se reía con su risa marcial: ¡Umb-jajaja! ¡Umb-jajaja! Por lo general bebía poco. Su juego era el valor y sus camaradas le tenían siempre un poco de miedo. Hacía poco que un cirujano de Varsovia le había extirpado una octava parte de la superficie del cráneo, que se estaba soldando bajo el pelo, y el tipo más endeble de los que se encontraban en el café le podría haber matado simplemente golpeándole con el nudo de una servilleta.

—Te presento al príncipe Chillicheff…

Éste era un ruso de cara grisácea y estropeada que tendría unos cincuenta años.

—… y al señor McKibben, y al señor Hannan.

Este último, que era una especie de bola vivaracha de pelo y ojos negros, un verdadero payaso, le dijo inmediatamente a Dick:

—… Antes de darle la mano, quiero que me explique una cosa: ¿Por qué anda por ahí tonteando con mi tía?

— ¿Cómo dice?

—Ya me ha oído. En todo caso, ¿qué es lo que tiene que hacer aquí en Munich?

— ¡Umb-jajaja! —rio Tommy.

— ¿Es que no tiene usted tías? ¿Por qué no tontea con ellas?

Dick se echó a reír, con lo cual el otro cambió de táctica.

—Bueno. No vamos a hablar más de tías. ¿Cómo sé yo que no es todo un invento suyo? Llega usted aquí, un completo desconocido al que no hace ni media hora que conozco y me viene con no sé qué historia disparatada de sus tías. ¿Cómo puedo saber yo todas las cosas suyas que se ha callado?

Tommy rio de nuevo y luego dijo, afablemente pero con firmeza:

—Ya está bien, Carly. Siéntate, Dick. ¿Cómo estás? ¿Cómo está Nicole?

A Tommy ningún hombre le inspiraba mucha simpatía, ni tampoco sentía la presencia de otro hombre con mucha intensidad. Siempre estaba perfectamente relajado, preparado para el combate, como ocurre con los buenos deportistas que, cuando están de suplentes, están realmente descansando la mayor parte del tiempo, mientras que alguien menos preparado hace creer que está descansando pero la constante tensión nerviosa le deja físicamente agotado.

Hannan, que nunca se daba por vencido del todo, pasó a un piano que estaba al lado de la mesa y, con el rencor pintado en el rostro cada vez que miraba a Dick, se puso a jugar con el teclado, murmurando de vez en cuando «Tus tías» y, con una cadencia mortecina, «En todo caso, yo no he dicho tías. Lo que dije fue crías».

—Bueno, ¿cómo estás? —volvió a decir Tommy—. No tienes un aire tan… (no le salía la palabra)… tan desenvuelto como solías. Tan animado. Bueno, ya me entiendes.

Parecía una manera bastante enojosa de decirle que había perdido vitalidad y Dick iba a replicar con un comentario sobre los trajes extravagantes que llevaban Tommy y el príncipe Chillicheff, de un corte y dibujo lo suficientemente fantásticos como para pasearse por Beale Street un domingo por la mañana, pero el príncipe se le adelantó.

—Veo que está mirando nuestros trajes —dijo—. Acabamos de volver de Rusia.

—Los hizo en Polonia el sastre de la Corte —dijo Tommy—. Absolutamente cierto. El propio sastre de Pilsudski.

— ¿Han estado haciendo turismo? —preguntó Dick.

Se echaron a reír los dos, y el príncipe, a la vez que reía, le daba palmadas en la espalda a Tommy con gran exageración.

—Sí, hemos estado haciendo turismo. Eso es, turismo. Nos hemos recorrido todas las Rusias como turistas de honor.

Dick esperaba una aclaración. Se la hizo el señor McKibben en dos palabras.

—Se fugaron.

— ¿Estaban prisioneros en Rusia?

—Yo —explicó el príncipe Chillicheff, mirando fijamente a Dick con sus ojos apagados de color amarillento—. No prisionero, sino oculto.

— ¿Les costó mucho salir de allí?

—Un poco. Dejamos tres Guardias Rojos muertos en la frontera. Tommy dejó dos —dijo levantando dos dedos a la manera de los franceses—. Yo dejé uno.

—Eso es lo que no entiendo —dijo el señor McKibben—. ¿Por qué se iban a oponer a que saliera de allí?

Hannan, que seguía sentado al piano, volvió la cabeza y, con un guiño, les dijo a los otros:

—Mac se cree que un comunista es un niño que hace la comunión.

Era el relato de una huida en la mejor tradición: un aristócrata escondido durante nueve años en la casa de un antiguo criado y trabajando en una panadería del Estado; su hija de dieciocho años que está en París y conoce a Tommy Barban… Mientras contaban la historia, Dick llegó a la conclusión de que la vida de aquel vestigio del pasado apergaminado y de cartón piedra no valía la de tres hombres jóvenes. Surgió la cuestión de si Tommy y Chillicheff habían pasado miedo.

—Cuando tenía frío —dijo Tommy—. Siempre me asusto cuando tengo frío. En la guerra siempre que tenía frío me entraba miedo.

McKibben se puso en pie.

—Me tengo que ir. Mañana por la mañana tengo que ir a Innsbruck en coche con mi mujer y mis hijos… y la institutriz.

—Yo también voy allí mañana —dijo Dick.

— ¿De veras? —exclamó McKibben—. ¿Por qué no se viene con nosotros? Es un Packard grande y sólo vamos mi mujer, mis hijos y yo… y la institutriz.

—No, muchas gracias, pero…

—Bueno, no es realmente una institutriz —dijo al fin McKibben, dirigiendo a Dick una mirada bastante patética—, y además, mi mujer conoce a su cuñada, Baby Warren.

Pero Dick no estaba dispuesto a dejarse arrastrar a ciegas.

—He prometido a dos amigos que iba a ir con ellos. McKibben puso cara de quedarse decepcionado.

— ¡Ah! Bueno, en tal caso… Adiós.

Fue a desenganchar a dos fox-terrier de raza atados a una mesa próxima, pero no se decidía a marcharse. Dick se imaginó el Packard abarrotado avanzando trabajosamente por la carretera de Innsbruck, con los McKibben y sus hijos, el equipaje, unos perros ladrando… y la institutriz.

 

—El periódico dice que se sabe quién lo mató —estaba diciendo Tommy—. Pero sus primos no querían que saliera en los periódicos porque ocurrió en un speakeasy. ¿Qué les parece?

—Es lo que se llama orgullo de familia.

Hannan tocó un acorde muy sonoro en el piano para atraerse la atención de los otros.

—A mí me parece que las primeras cosas que hizo no se sostienen —dijo—. Incluso olvidándonos de los europeos hay por lo menos una docena de americanos que pueden hacer lo que North hacía tan bien como él.

Era la primera indicación que tenía Dick de que estaban hablando de Abe North.

—La única diferencia es que Abe lo hizo primero —dijo Tommy.

—No estoy de acuerdo —dijo Hannan—. La fama de que era un buen músico le vino de que, como bebía tanto, sus amigos tenían que explicar su conducta de alguna manera.

— ¿Qué es lo que están diciendo de Abe North? ¿Qué le pasa? ¿Es que se ha metido en algún lío?

— ¿Es que no ha leído The Herald esta mañana?

—No.

—Ha muerto. Lo mataron a golpes en un speakeasy en Nueva York. Sólo consiguió llegar arrastrándose al Racquet Club, donde murió.

— ¿Abe North?

—Sí, claro. Dicen que…

— ¿Abe North?

Dick se puso en pie.

— ¿Están seguros de que ha muerto?

Hannan se volvió hacia McKibben:

—No fue el Racquet Club adonde llegó arrastrándose. Fue el Harvard Club. Estoy seguro de que no era socio del Racquet.

—Es lo que decía el periódico —insistió McKibben.

—Debe ser un error. Estoy seguro.

—Muerto a golpes en un speakeasy.

—Pero da la casualidad de que conozco a casi todos los socios del Racquet Club —dijo Hannan—. Tiene que haber sido el Harvard Club.

Dick se levantó y también Tommy. El príncipe Chillicheff salió de su ensimismamiento —tal vez estaba estudiando una vez más las posibilidades que tenía de salir de Rusia algún día, pensamiento al que había dedicado tanto tiempo que era dudoso que pudiera abandonar de inmediato— y se dispuso a marcharse con ellos.

—Abe North muerto a golpes.

Iban camino del hotel, pero Dick era apenas consciente de a dónde se dirigía. Tommy dijo:

—Estamos esperando que un sastre nos termine unos trajes para poder ir a París. Voy a trabajar con unos agentes de bolsa, pero no puedo presentarme a ellos así como voy vestido. Todo el mundo en tu país está haciendo millones. ¿De verdad te vas mañana? Ni siquiera vamos a poder cenar contigo. Resulta que el príncipe tenía una vieja amiga en Munich. La llamó por teléfono, pero hacía cinco años que había muerto, y vamos a cenar con las dos hijas.

El príncipe asintió con un gesto.

—Tal vez podría arreglarlo para que viniera también el doctor Diver.

—No, no —se apresuró a decir Dick.

Durmió profundamente y le despertaron los lentos acordes de una marcha fúnebre ante su ventana. Era una larga columna de hombres de uniforme que llevaban los típicos cascos de la guerra del 14, hombres gruesos con levita y chistera, burgueses, aristócratas, hombres del pueblo. Se trataba de una asociación de excombatientes que iba a depositar coronas de flores en las tumbas de los caídos. La columna avanzaba lentamente, con un aire que evocaba un esplendor perdido, un esfuerzo del pasado, un dolor ya olvidado. Aunque la tristeza de sus caras era sólo de circunstancias, Dick sintió una emoción en la que se mezclaban el pesar por la muerte de Abe y el lamento por su propia juventud de diez años atrás.

XVIII

Dick llegó a Innsbruck al atardecer; envió su equipaje a uno de los hoteles y se fue caminando al centro. A la luz del crepúsculo, el emperador Maximiliano oraba de rodillas sobre su fúnebre comitiva de bronce; cuatro novicios de un seminario jesuita paseaban leyendo por los jardines de la universidad. Los recuerdos en mármol de antiguos asedios, bodas y aniversarios se desvanecieron rápidamente al ponerse el sol, y Dick tomó erbsen-suppe con trocitos de salchicha, se bebió cuatro jarritas de Pilsener y rehusó un postre imponente llamado kaiser-schmarren.

A pesar de la proximidad de las montañas, Suiza estaba lejos, y Nicole estaba lejos. Paseando por el jardín más tarde, cuando ya era completamente de noche, pensó en ella de manera desapasionada y comprendió que la quería por lo que de mejor había en ella. Recordó una ocasión en que la hierba estaba húmeda y ella había ido a su encuentro a paso ligero con las finas zapatillas empapadas por el rocío. Había puesto los pies encima de sus zapatos y se había apretado contra él, ofreciéndole la cara como un libro abierto en una página.

—Piensa en cuánto me quieres —había susurrado—. No te voy a pedir que me quieras siempre como ahora, pero sí te pido que lo recuerdes. Pase lo que pase, siempre quedará en mí algo de lo que soy esta noche.

Pero Dick se había alejado de ella para poder salvarse y se puso a pensar en ello. Se había perdido a sí mismo, aunque no hubiera podido decir la hora, el día o la semana, el mes o el año en que aquello había ocurrido. En otros tiempos había sido capaz de vencer las dificultades y resolvía la más enrevesada de las ecuaciones como si se tratara del problema más simple del menos complicado de sus pacientes. Pero entre el momento en que había encontrado a Nicole como una flor bajo una piedra del lago de Zurich y el de su encuentro con Rosemary, aquella capacidad había desaparecido.

Aunque no era por naturaleza nada codicioso, el ejemplo de su padre, que había luchado por salir adelante en parroquias pobres, había despertado en él un deseo de tener dinero. No se trataba de la saludable necesidad de sentir seguridad: nunca se había sentido más seguro de sí mismo, más totalmente independiente, que en la época en que se casó con Nicole. Y, sin embargo, lo habían comprado como a un gigolo y de algún modo había permitido que encerraran su caudal en las cajas de seguridad de los Warren.

—Deberíamos haber celebrado un contrato de compraventa en toda la regla, pero todavía no se ha cerrado la transacción. He malgastado ocho años enseñando a los ricos las reglas más elementales de la ética, pero todavía no he dicho la última palabra. Todavía me quedan demasiadas cartas por jugar.

Prolongó su paseo entre los rosales descoloridos y los dulces helechos húmedos que apenas distinguía en la oscuridad.

La temperatura era suave para el mes de octubre, pero hacía suficiente fresco como para que tuviera que llevar una chaqueta gruesa de tweed abotonada al cuello con una pequeña cinta elástica. Se destacó una silueta de la forma oscura de un árbol y Dick supo, sin necesidad de verla, que era la mujer con la que se había cruzado en el vestíbulo cuando salía. Había llegado a un punto en que se enamoraba de todas las mujeres bonitas que veía, de sus siluetas a lo lejos, de sus sombras en un muro.

La mujer le daba la espalda mientras contemplaba las luces de la ciudad. Dick encendió una cerilla y ella debió oír el sonido, pero permaneció inmóvil.

¿Era aquello una invitación, o una indicación de que estaba ajena a todo? Dick llevaba mucho tiempo alejado del mundo en el que los deseos simples se satisfacen de una manera simple y se sentía torpe e inseguro. ¿No habría algún código secreto por el que se reconocieran entre sí rápidamente los que vagaban en la oscuridad de los balnearios?

Tal vez fuera él el que tuviera que dar el siguiente paso. Los niños, aunque no se conozcan, simplemente se sonríen y dicen: ¿Jugamos?

Se acercó un poco más y la sombra se hizo a un lado. Lo más probable era que le rechazara desdeñosamente tomándole por uno de esos viajantes sinvergüenzas de los que él había oído hablar en su juventud. El corazón le latía fuertemente ante la presencia de lo desconocido, lo inexplorado, lo que no se podía analizar ni explicar. De repente se dio la vuelta, y al mismo tiempo la muchacha rompió la figura que formaba su silueta contra el follaje, le dio un rodeo a un banco con paso no apresurado pero firme y tomó el sendero que llevaba de vuelta al hotel.