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100 Clásicos de la Literatura

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Corre el rumor aquí de que usted y Miss Verinder se casarán el mes próximo. Le ruego acepte mis más sinceras congratulaciones.

Las páginas arrancadas del Diario de mi pobre amigo lo están esperando a usted en mi casa…, selladas y con el nombre suyo en el sobre. No me atreví a enviárselas por correo.

Saludos para Miss Verinder, a quien le hago llegar, a la vez, mis mejores augurios. Me suscribo, mi querido Mr. Franklin Blake, su seguro servidor.

Thomas Candy.

****

OCTAVA NARRACIÓN

A cargo de Gabriel Betteredge.

CAPÍTULO I

Yo soy la persona (como sin duda recordarán ustedes) que abrió la marcha en estas páginas y dio comienzo a la historia. También habré de ser la que se quede detrás, por así decirlo, para cerrarla.

Que nadie crea que quiero yo añadir aquí ciertas palabras finales respecto del diamante hindú. Aborrezco esa gema aciaga y remito al lector, en lo que a eso se refiere, ante otras personas de más autoridad que la mía para conocer, como sin duda querrá hacerlo, cualquier novedad relativa a la Piedra Lunar. Mi propósito es el de dar a conocer aquí un suceso de la vida de la familia, que ha sido pasado por alto por todo el mundo y que yo no permitiré que sea tan irrespetuosamente dejado de lado. El hecho en cuestión es… el casamiento de Miss Raquel con Mr. Franklin Blake. Este interesante suceso se produjo en nuestra casa de Yorkshire el martes nueve de octubre de mil ochocientos cuarenta y nueve. Yo vestí un nuevo traje en tal ocasión. Y la pareja de recién casados fue a pasar su luna de miel a Escocia.

Escasas como han sido las fiestas en nuestra casa desde la muerte de mi pobre ama, debo reconocer que en ocasión de la boda tomé, hacia el final del día, un trago de más en honor de la fecha.

Si han hecho ustedes alguna vez lo que yo he hecho, habrán de comprender y sentir lo que yo he comprendido y sentido. De lo contrario, es muy probable que digan: «¡Viejo estúpido!, ¿por qué nos dice tal cosa?» La razón que me asiste para hacerlo es la siguiente:

Luego de haber bebido, pues, ese trago (¡válgame Dios!, ustedes también tienen su vicio favorito: sólo que el vicio de ustedes no es igual al mío y éste no es igual al de ustedes), recurrí de inmediato al único remedio infalible…, ése que ustedes ya conocen y que lleva el nombre de Robinsón Crusoe. En qué página abrí este libro sin igual es algo que no podría determinarlo. Pero en qué lugar del mismo vi que dejaban las líneas de sucederse las unas a las otras, es algo que conozco perfectamente. Se trataba de la página trescientos dieciocho…, en la que aparece el siguiente pasaje relativo al matrimonio de Robinsón Crusoe:

«A la luz de tales ideas hube de meditar sobre mis nuevos compromisos: tenía una esposa…» (¡Observen que también la tenía Mr. Franklin!)…, «un hijo ya…» (¡observen nuevamente, que podía ser el caso de Mr. Franklin, también!…), «y mi mujer, entonces…» Lo que hizo o dejó de hacer «entonces» la mujer de Robinsón Crusoe fue algo que no sentí el menor deseo de conocer. Taché con mi lápiz el pasaje que se refería al hijo y coloqué un pedazo de papel en dicha página para que sirviera de indicador: «Descansa allí, le dije, hasta que Mr. Franklin y Miss Raquel lleven varios meses de casados…; ¡entonces veremos lo que ocurre!»

Pasaron los meses (más de los que yo suponía) y ninguna oportunidad se me presentó de ir a perturbar la calma del indicador del libro. No fue sino en el actual mes de noviembre, correspondiente al año mil ochocientos cincuenta, cuando penetró Mr. Franklin en mi cuarto con el mejor de los humores para decirme:

—¡Betteredge, tengo cierta noticia que darte! Algo habrá de ocurrir en nuestra casa antes que transcurran muchos meses.

—¿Se refiere a la familia, señor? —le pregunté.

—Le concierne completamente a la familia —me dijo Mr. Franklin.

—¿Tiene algo que ver con ello su buena esposa, si me dispensa, señor?

—Mucho es lo que tiene que ver ella en el asunto —me dijo Mr. Franklin, comenzando a experimentar cierta sorpresa.

—No necesita usted, señor, agregar una sola palabra más —le respondí—. ¡Dios los bendiga a los dos! ¡Los felicito de todo corazón!

Mr. Franklin me clavó su vista como una persona herida por el rayo.

—¿Me permites preguntarte dónde te informaste? —me preguntó—. Yo por mi parte me informé (dentro del mayor secreto) hace apenas cinco minutos.

¡He aquí una gran oportunidad para exhibir a mi Robinsón Crusoe! ¡He aquí la oportunidad de dar lectura al fragmento doméstico relacionado con la criatura, que había marcado con una señal el día de la boda de Mr. Franklin! Le leí entonces las milagrosas palabras con un énfasis que les hacía justicia…, y lo miré luego a la cara con los ojos severos.

—¿Cree usted ahora, señor, en Robinsón Crusoe? —le pregunté con la solemnidad que se ajustaba a la ocasión.

—¡Betteredge! —me dijo Mr. Franklin con la misma solemnidad—, me he convencido, al fin.

Nos estrechamos las manos…, y percibí que lo había convencido.

Hecho el relato de este suceso extraordinario, llega a su fin mi reaparición en estas páginas. Que nadie se ría de la única anécdota que he narrado aquí. En buena hora podrán ustedes reírse de cuanta cosa haya escrito yo en estas páginas. Pero no cuando se trata de Robinsón Crusoe, por Dios, porque es éste un asunto serio para mí…, y les ruego que lo tomen ustedes de la misma manera, por lo tanto.

Dicho lo cual, he terminado con mi relato. Señoras y señores, les hago una reverencia y doy por terminada aquí esta historia.

****

EPÍLOGO

Hallazgo del diamante.

CAPÍTULO I

Informe del subalterno del Sargento Cuff (1849)

El veintisiete de junio último recibí del Sargento Cuff la orden de seguir a tres hombres, hindúes los tres, a quienes se suponía autores de un asesinato. Se los había visto esa mañana en la Tower Wharf en el momento de embarcarse con destino a Rotterdam.

Yo partí de Londres en un vapor perteneciente a otra compañía, en la mañana del jueves 28.

Al arribar a Rotterdam tuve la suerte de dar con el capitán del vapor que partiera el día miércoles. Me comunicó él mismo que los hindúes habían viajado, en efecto, en calidad de pasajeros a bordo de su nave… pero tan sólo hasta Gravesend. Cerca de este lugar uno de los tres hombres preguntó a qué hora llegarían a Calais. Al ser informado que el buque se dirigía hacia Rotterdam, el intérprete del grupo expresó la más grande sorpresa y disgusto por el error que habían cometido él y sus dos amigos. Los tres (manifestó) se hallaban dispuestos a perder su dinero, siempre que el capitán los dejara en la costa. Compadeciéndose de su situación de extranjeros en una tierra extraña y no teniendo motivo alguno para detenerlos, el capitán señaló hacia uno de los botes de desembarco y los tres hombres abandonaron la nave. Como resultaba evidente que esta actitud de los hindúes había sido planeada de antemano por ellos, para evitar que les fuera seguida la pista, resolví yo de inmediato regresar a Inglaterra. Abandoné la nave en Gravesend y me enteré allí que los hindúes se habían dirigido desde ese lugar hacia Londres. Allí me puse de nuevo sobre su pista y supe que habían partido hacia Plymouth. En esta última ciudad me informaron que cuarenta y ocho horas antes habían partido a bordo del Bewley Castle, buque mercante de la línea de la India, que se dirigía directamente hacia Bombay.

Al recibir este informe, dispuso el Sargento Cuff ponerse en comunicación por vía terrestre con las autoridades de aquella ciudad, de manera que la nave pudiera ser abordada por la policía en cuanto entrara a puerto. Cumplido este último requisito, mi misión, respecto de este asunto, quedó terminada. Y no he vuelto a oír desde entonces nada que se vincule con el mismo.

CAPÍTULO II

Informe del Capitán (1849)

El Sargento Cuff me ha pedido que describa ciertos hechos relativos a tres hombres (según parece indostánicos) que viajaron como pasajeros durante el último verano en el Bewley Castle, mientras iba éste en viaje directo hacia Bombay, bajo mi comando.

Los indostánicos se reunieron con nosotros en Plymouth. Durante la travesía no llegó hasta mí ninguna queja respecto de su conducta. Se los alojó en la parte delantera de la nave. Pocas fueron las ocasiones en que los vi personalmente.

Durante la última parte del viaje tuvimos la mala suerte de contar con tan poco viento que nos demoró tres días y tres noches en las proximidades de la costa de la India. Como no tengo en mi poder el Diario de viaje, no puedo dar a conocer aquí ni la longitud ni la latitud en que nos encontrábamos. En lo que se refiere a nuestra situación, por lo tanto, sólo puedo decir, de manera general, que las corrientes nos empujaban hacia la costa y que cuando volvió a soplar el viento alcanzamos el puerto veinticuatro horas más tarde.

La disciplina de un barco (como todo hombre de mar sabe) se relaja durante una charla prolongada. Eso fue lo que ocurrió en mi barco. Ciertos caballeros del pasaje hicieron bajar algunos de los más pequeños botes del barco y se divirtieron entre sí, remando en torno de él y nadando cuando el sol, hacia el crepúsculo, era lo suficiente débil como para permitirles tal pasatiempo. Los botes, una vez terminado el asunto, debieron haber sido colgados de nuevo en sus lugares respectivos. Pero no fue así; se los amarró a un costado de la nave.

En parte debido al calor y en parte a causa de la influencia deprimente del tiempo, ni los oficiales ni los tripulantes demostraron mayor celo en sus labores mientras duró la calma.

 

Durante la tercera noche, nada desusado fue visto u oído por la guardia de a bordo. Al llegar la mañana se advirtió que uno de los botes más pequeños había desaparecido…, y en seguida supimos que también los tres indostánicos se habían esfumado.

De haber robado ellos el bote poco después de llegada la noche (lo cual no pongo yo en duda), próximos como nos hallábamos a la costa, hubiera sido en vano que nos lanzáramos en su persecución, al descubrir su fuga en la mañana. No tengo la menor duda de que arribaron a la costa (tomando debida nota del tiempo que habrán perdido a causa de la fatiga y de remar por instantes torpemente) antes del alba.

Sólo al llegar a puerto me enteré del motivo que habían tenido mis tres pasajeros para aprovechar la primera oportunidad que se les presentó para escapar del barco. En cuanto a mí, solamente pude declarar ante las autoridades lo que declaro en este momento aquí. Estas juzgaron conveniente llamarme al orden por el relajamiento de la disciplina. Y yo me disculpo por esa causa ante ellos y mis patronos. Desde ese entonces nada he vuelto a saber de los tres indostánicos. Nada puedo añadir, por otra parte, a lo que ya he dicho.

CAPÍTULO III

Informe de Mr. Murthwaite (1850)

(De una carta escrita a Mr. Cuff)

¿Recuerda usted, mi querido señor, a cierto personaje semisalvaje con quien se encontró en una comida efectuada en Londres durante el otoño del año mil ochocientos cuarenta y ocho? Permítame recordarle que el nombre del mismo es Murthwaite y que usted y él mantuvieron una prolongada conversación después de la comida. El tema de ella fue cierto diamante hindú denominado la Piedra Lunar y el complot tramado en ese entonces para dar con la gema.

Poco tiempo después me di yo a vagabundear por las regiones del Asia Central. De allí regresé a los lugares que fueron escenario de algunas de mis aventuras en el pasado, situados hacia el norte y noroeste de la India. Hace alrededor de una quincena me hallaba en cierto distrito o provincia (muy poco conocido por los europeos), llamado Kattiawar.

Allí fue donde me ocurrió una aventura que (por increíble que ello parezca) habrá de interesarle de sobremanera a usted, personalmente.

En las bárbaras regiones de Kattiawar (y se dará usted una idea de su salvajismo cuando le diga que los agricultores aran allí la tierra armados hasta los dientes), el pueblo le rinde un culto fanático a la vieja religión indostánica, el antiguo culto de Brahma y de Vichnú. Las escasas familias mahometanas diseminadas en las ralas aldeas del interior jamás prueban, por temor, ninguna clase de carne. Cualquier mahometano del cual se sospeche tan sólo que ha matado a ese animal sagrado que es la vaca, es condenado, sin más ni más, por sus piadosos convecinos indostánicos. Para fomentar el entusiasmo religioso de esas gentes, se hallan dentro de los límites de Kattiawar dos famosos santuarios a los que concurren los peregrinos indostánicos. Uno de ellos es Dwarka, lugar de nacimiento del dios Krishna. El otro es la ciudad sagrada de Somnauth, saqueada y destruida hace mucho tiempo, en el siglo undécimo, por el conquistador mahometano Mahmoud de Ghizni.

Siendo ésa la segunda vez que me encontraba en tan románticas regiones, resolví no abandonar Kattiawar sin echarle antes una nueva ojeada a las magníficas ruinas de Somnauth. Me hallaba, desde el lugar en que planeé la travesía (según mis cálculos más aproximados de ese entonces), a tres días de viaje a pie de la ciudad sagrada.

Poco tiempo llevaba en camino, cuando pude advertir que otras personas —que iban en grupos de a dos y de a tres— marchaban, según parecía, en mi misma dirección.

A aquellos que me dirigieron la palabra les dije que era un indostánico budista de una provincia lejana, en marcha hacia el santuario. Innecesario es que le diga que mi ropa estaba en un todo de acuerdo con mis palabras. Si a ello agrego el dato de que conozco la lengua de esas gentes tan bien como la propia y que soy lo suficientemente delgado y moreno como para hacer difícil la tarea de que se reconozca en mí a un europeo, comprenderá usted por qué motivo no me costó un gran esfuerzo el ser aceptado de inmediato entre esas gentes; no como compatriota, sino como un desconocido procedente de una provincia lejana de su propio país.

En el segundo día de mi marcha el número de indostánicos que viajaba en la misma dirección había aumentado en varios centenares. Al tercer día, eran miles los que componían esa multitud: todos en marcha convergente hacia una meta única: la ciudad de Somnauth.

Un pequeño servicio que le hice a uno de mis compañeros de peregrinación durante el tercer día de la travesía me facilitó el acceso al círculo constituido por ciertos indostánicos pertenecientes a la casta más elevada. Por su intermedio me enteré de que esa muchedumbre tenía el propósito de asistir a una gran ceremonia religiosa que se verificaría sobre una colina situada a corta distancia de Somnauth. El acto sería en honor del dios de la Luna y habría de celebrarse en la noche.

La multitud nos obligó a demorarnos, a medida que avanzábamos hacia el lugar fijado para el acto. Cuando arribamos a la colina, la luna brillaba en lo alto del cielo. Mis amigos indostánicos poseían un cierto privilegio especial que les permitía penetrar en el santuario. Cortésmente me invitaron a que los siguiera. Al llegar al templo advertimos que éste se hallaba oculto tras una cortina que pendía de dos árboles magníficos. Debajo de los árboles un estrato rocoso se proyectaba hacia afuera, a manera de plataforma natural. Debajo de ésta fue donde me situé, en compañía de mis dos amigos indostánicos.

Al dirigir mi vista hacia abajo, pude contemplar el más grande espectáculo que hayan podido ofrecer jamás la naturaleza y el hombre combinados. La vertiente más suave de la colina se transformaba imperceptiblemente en una planicie herbosa en la cual unían sus aguas tres ríos. Hacia un lado, el correr sinuoso y alegre del agua, ya visible, ya oculta entre los árboles, hasta donde alcanzaba la vista. Hacia el otro, la inmóvil superficie del océano dormido en la calma de la noche. Pueble usted tan hermoso escenario con una muchedumbre de diez mil seres humanos vestidos todos de blanco y diseminados por ambos costados de la colina, inundando la planicie y bordeando las costas más próximas de los tres ríos sinuosos, alumbre usted luego ese punto de llegada de los peregrinos con las locas llamas rojas de los hachones y las antorchas, que serpean a intervalos por encima de esa innumerable multitud; e imagine por último a la luna del Este vertiendo su luz magnífica desde un cielo inmaculado…, y podrá usted tener entonces una idea de la vista que se ofreció ante mis ojos cuando miré hacia abajo desde la cima de la colina.

Un acorde quejumbroso producido por flautas e instrumentos de cuerda hizo que volviera yo a fijar mi atención en el templo escondido.

Al volverme distinguí las figuras de tres hombres de pie sobre la plataforma rocosa. A la figura central la identifiqué como la del hombre a quien le dirigí la palabra en Inglaterra, el día en que se hicieron presentes los hindúes en la terraza de Lady Verinder. Sin duda alguna los dos que lo habían acompañado en aquella ocasión eran también los mismos que lo acompañaban ahora.

Uno de los indostánicos, que se hallaba próximo a mí, pudo advertir que yo me estremecía. En un cuchicheo me explicó el motivo de la aparición de esas tres figuras sobre la plataforma de piedra.

Se trataba de tres brahmanes (me dijo), que renunciaron a su casta por servir a su Dios. Usted les había ordenado que debían purificarse, mediante un viaje de peregrinación. Esa noche habrían de partir los tres hombres. Siguiendo tres rumbos distintos habrían de dar comienzo a su peregrinación por los santuarios de la India. Jamás habrían de volverse a mirar mutuamente a la cara. En ningún instante habrían de detenerse para reposar, desde el momento en que se separaran hasta aquel en que encontraran la muerte.

En cuanto terminó de cuchichearme estas palabras llegó a su término el acorde quejumbroso. Los tres hombres se postraron sobre la roca, ante la cortina del santuario oculto. Después se levantaron, mirándose a la cara mutuamente y se abrazaron. Luego descendieron por caminos distintos, en dirección de la muchedumbre. Las gentes les hicieron lugar en medio de un silencio mortal. Entre tres grupos se dividió la multitud al unísono. Y lentamente volvió la gente, por último, a fundirse en una sola y grande masa blanca. La huella abierta por los tres brahmanes en medio de las filas de sus camaradas mortales se borró totalmente. No volvimos a verlos desde ese entonces.

Un nuevo acorde musical, potente y jubiloso, se alzó desde el templo oculto. La multitud, en torno mío, se estremeció y se aproximaron más los unos a los otros.

La cortina que pendía de los dos árboles fue descorrida y vimos aparecer el santuario ante nuestra vista.

Allí, en lo alto de un tronco elevado y sentado sobre su antílope característico, con sus cuatro brazos desplegados en dirección de los cuatro puntos cardinales; allí, cerniéndose muy por encima de nosotros, envuelto en sombría y terrible majestad e inundado por la mística luz que caía del cielo, se hallaba el dios lunar. ¡Y sobre la frente de la deidad brillaba el mismo diamante que vi fulgurar anteriormente en Inglaterra sobre la pechera de un vestido de mujer!

Sí; luego de un lapso de ocho centurias la Piedra Lunar volvía a brillar sobre los muros de la ciudad sagrada en que comenzó su historia. Cómo logró la gema retornar a su bárbara tierra nativa, y a través de las circunstancias o por medio de qué crímenes consiguieron los hindúes rescatar su piedra sagrada, es algo que quizá usted sepa; yo confieso, por mi parte, que lo ignoro. La perdió usted de vista en Inglaterra y (si es que sé yo algo respecto de esas gentes) no habrá de volverla a ver jamás.

Así es como transcurren los años y se repiten los sucesos de uno y otro; y así es como los mismos eventos vuelven a acaecer una y otra vez en los ciclos del tiempo. ¿Cuáles serán las próximas aventuras de la Piedra Lunar? ¡Quién podría decirlo!

Meditaciones

Por

René Descartes

RESUMEN DE LAS SEIS MEDITACIONES SIGUIENTES

En la primera, propongo las razones por las cuales podemos dudar en general de todas las cosas, y en particular de las cosas materiales, al menos mientras no tengamos otros fundamentos de las ciencias que los que hemos tenido hasta el presente. Y, aunque la utilidad de una duda tan general no sea patente al principio, es, sin embargo, muy grande, por cuanto nos libera de toda suerte de prejuicios, y nos prepara un camino muy fácil para acostumbrar a nuestro espíritu a separarse de los sentidos, y, en definitiva, por cuanto hace que ya no podamos tener duda alguna respecto de aquello que más adelante descubramos como verdadero.

En la segunda, el espíritu, que, usando de su propia libertad, supone que ninguna cosa de cuya existencia tenga la más mínima duda existe, reconoce ser absolutamente imposible que é1 mismo sin embargo no exista. Lo cual es también de gran utilidad, ya que de ese modo distingue fácilmente aquello que le pertenece a él, es decir, a la naturaleza intelectual, de aquello que pertenece al cuerpo. Mas como puede ocurrir que algunos esperen de mí, en ese lugar, razones para probar la inmortalidad del alma, creo mi deber advertirles que, habiendo procurado no escribir en este tratado nada que no estuviese sujeto a muy exacta demostración, me he visto obligado a seguir un orden semejante al de los geómetras, a saber: dejar sentadas de antemano todas las cosas de las que depende la proposición que se busca, antes de obtener conclusión alguna.

Ahora bien, de esas cosas, la primera y principal que se requiere en orden al conocimiento de la inmortalidad del alma es formar de ella un concepto claro y neto, y enteramente distinto de todas las concepciones que podamos tener del cuerpo; eso es lo que he hecho en este lugar. Se requiere, además, saber que todas las cosas que concebimos clara y distintamente son verdaderas tal y como las concebimos: lo que no ha podido probarse hasta llegar a la cuarta meditación. Hay que tener, además, una concepción distinta acerca de la naturaleza corpórea, cuya concepción se forma, en parte, en esa segunda meditación, y, en parte, en la quinta y la sexta. Y, por último, debe concluirse de todo ello que las cosas que concebimos clara y distintamente como substancias diferentes Casí el espíritu y el cuerpo son en efecto substancias diversas y realmente distintas entre sí: lo que se concluye en la sexta meditación. Y lo mismo se confirma en esta segunda, en virtud de que no concebimos cuerpo alguno que no sea divisible, en tanto que el espíritu, o el alma del hombre, no puede concebirse más que como indivisible; pues, en efecto, no podemos formar el concepto de la mitad de un alma, como hacemos con un cuerpo, por pequeño que sea; de manera que no sólo reconocemos que sus naturalezas son diversas, sino en cierto modo contrarias. Ahora bien, debe saberse que yo no he intentado decir en este tratado más cosas acerca de ese tema, tanto porque con lo dicho basta para mostrar con suficiente claridad que de la corrupción del cuerpo no se sigue la muerte del alma, dando así a los hombres la esperanza en otra vida tras la muerte, como también porque las premisas a partir de las cuales puede concluirse la inmortalidad del alma dependen de la explicación de toda la física: en primer lugar, para saber que absolutamente todas las substancias Ces decir, las cosas que no pueden existir sin ser creadas por DiosC son incorruptibles por naturaleza y nunca pueden dejar de ser, salvo que Dios, negándoles su ordinario concurso, las reduzca a la nada; y en segundo lugar, para advertir que el cuerpo, tomado en general, es una substancia, y por ello tampoco perece, pero el cuerpo humano, en tanto que difiere de los otros cuerpos, está formado y compuesto por cierta configuración de miembros y otros accidentes semejantes, mientras que el alma humana no está compuesta así de accidentes, sino que es una substancia pura. Pues aunque todos sus accidentes cambien (como cuando concibe ciertas cosas, quiere otras, siente otras, etc.) sigue siendo, no obstante, la misma alma, mientras que el cuerpo humano ya no es el mismo, por el solo hecho de cambiar la figura de algunas de sus partes; de donde se sigue que el cuerpo humano puede fácilmente perecer, pero el espíritu o alma del hombre (no distingo entre ambos) es por naturaleza inmortal.

 

En la tercera meditación, me parece haber explicado bastante por lo extenso el principal argumento del que me sirvo para probar la existencia de Dios. De todas maneras, y no habiendo yo querido en ese lugar usar de comparación alguna tomada de las cosas corpóreas (a fin de que el espíritu del lector se abstrajera más fácilmente de los sentidos), puede ser que hayan quedado oscuras muchas cosas, que, según espero, se aclararán del todo en las respuestas que he dado a las objeciones que me han sido hechas. Así, por ejemplo, es bastante difícil entender cómo la idea de un ser soberanamente perfecto, la cual está en nosotros, contiene tanta realidad objetiva (es decir, participa por repre-sentación de tantos grados de ser y de perfección), que debe venir necesariamente de una causa soberanamente perfecta. Pero lo he aclarado en las respuestas, por medio de la comparación con una máquina muy perfecta, cuya idea se halle en el espíritu de algún artífice; pues, así como el artificio objetivo de esa idea debe tener alguna causa Ca saber, la ciencia del artífice, o la de otro de quien la haya aprendidoC, de igual modo es imposible que la idea de Dios que está en nosotros no tenga a Dios mismo por causa.

En la cuarta queda probado que todas las cosas que conocemos muy clara y distintamente son verdaderas, y a la vez se explica en qué consiste la naturaleza del error o falsedad, lo que debe saberse, tanto para confirmar las verdades precedentes como para mejor entender las que siguen. Pero debe notarse, sin embargo, que en modo alguno trato en ese lugar del pecado, es decir, del error que se comete en la persecución del bien y el mal, sino sólo del que acontece al juzgar y discernir lo verdadero de lo falso, y que no me propongo hablar de las cosas concernientes a la fe o a la conducta en la vida, sino sólo de aquellas que tocan las verdades especulativas, conocidas con el solo auxilio de la luz natural.

En la quinta, además de explicarse la naturaleza corpórea en general, vuelve a demostrarse la existencia de Dios con nuevas razones, en las que, con todo, acaso se adviertan algunas dificultades, que se resolverán después en las respuestas a las objeciones que me han dirigido; también en ella se muestra cómo es verdad que la certeza misma de las demostraciones geométricas depende dél conocimiento de Dios.

Por último, en la sexta, distingo el acto del entendimiento del de la imaginación, describiendo las señales de esa distinción. Muestro que el alma del hombre es realmente distinta del cuerpo, estando, sin embargo, tan estrechamente unida a él, que junto con él forma como una sola cosa. Se exponen todos los errores que proceden de los sentidos, con los medios para evitarlos. Y por último, traigo a colación todas las razones de las que puede concluirse la existencia de las cosas materiales: no porque las juzgue muy útiles para probar lo que prueban Ca saber: que hay un mundo, que los hombres tienen cuerpos, y otras cosas semejantes, jamás puestas en duda por ningún hombre sensa-toC, sino porque, considerándolas de cerca, echamos de ver que no son tan firmes y evidentes como las que nos guían al conocimiento de Dios y de nuestra alma, de manera que estas últimas son las más ciertas y evidentes que pueden entrar en conocimiento del espíritu humano. Y esto es todo cuanto me he propuesto probar en estas seis meditaciones, por lo que omito aquí muchas otras cuestiones, de las que también he hablado, ocasionalmente, en este tratado.

MEDITACIÓN PRIMERA

De las cosas que pueden ponerse en duda

He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. Mas pareciéndome ardua dicha empresa, he aguardado hasta alcanzar una edad lo bastante madura como para no poder esperar que haya otra, tras ella, más apta para la ejecución de mi propósito; y por ello lo he diferido tanto, que a partir de ahora me sentiría culpable si gastase en deliberaciones el tiempo que me queda para obrar. Así pues, ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado, habiéndome procurado reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré seriamente y con libertad a destruir en general todas mis antiguas opiniones. Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que son todas falsas, lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade desde el principio para que no dé más crédito a las cosas no enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente falsas, me bastará para rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda. Y para eso tampoco hará falta que examine todas y cada una en particular, pues sería un trabajo infinito; sino que, por cuanto la ruina de los cimientos lleva necesariamente consigo la de todo el edificio, me dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas. Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez. Pero, aun dado que los sentidos nos engañan a veces, tocante a cosas mal perceptibles o muy remotas, acaso hallemos otras muchas de las que no podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como, por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este papel en mis manos, o cosas por el estilo. Y ¿cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos, cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que aseguran constantemente ser reyes siendo muy pobres, ir vestidos de oro y púrpura estando desnudos, o que se imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio? Mas los tales son locos, y yo no lo sería menos si me rigiera por su ejemplo. Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas cosas, y a veces cosas menos verosímiles, que esos insensatos cuando están despiertos. (Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, por la noche, que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y en la cama! En este momento, estoy seguro de que yo miro este papel con los ojos de la vigilia, de que esta cabeza que muevo no está soñolienta, de que alargo esta mano y la siento de propósito y con plena conciencia: lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y distinto como todo esto. Pero, pensándolo mejor, recuerdo haber sido engañado, mientras dormía, por ilusiones semejantes. Y fijándome en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo. Así, pues, supongamos ahora que estamos dormidos, y que todas estas particularidades, a saber: que abrimos los ojos, movemos la cabeza, alargamos las manos, no son sino mentirosas ilusiones; y pensemos que, acaso, ni nuestras manos ni todo nuestro cuerpo son tal y como los vemos. Con todo, hay que confesar al menos que las cosas que nos representamos en sueños son como cuadros y pinturas que deben formarse a semejanza de algo real y verdadero; de manera que por lo menos esas cosas generales (a saber: ojos, cabeza, manos, cuerpo entero) no son imaginarias, sino que en verdad existen. Pues los pintores, incluso cuando usan del mayor artificio para representar sirenas y sátiros mediante figuras caprichosas y fuera de lo común, no pueden, sin embargo, atribuirles formas y naturalezas del todo nuevas, y lo que hacen es sólo mezclar y componer partes de diversos animales; y, si llega el caso de que su imaginación sea lo bastante extravagante como para inventar algo tan nuevo que nunca haya sido visto, representándonos así su obra una cosa puramente fingida y absolutamente falsa, con todo, al menos los colores que usan deben ser verdaderos. Y por igual razón, aun pudiendo ser imaginarias esas cosas generales (a saber: ojos, cabeza, manos y otras semejantes) es preciso confesar, de todos modos, que hay cosas aún más simples y universales realmente existentes, por cuya mezcla, ni más ni menos que por la de algunos colores verdaderos, se forman todas las imágenes de las cosas que residen en nuestro pensamiento, ya sean verdaderas y reales, ya fingidas y fantásticas. De ese género es la naturaleza corpórea en general, y su extensión, así como la figura de las cosas extensas, su cantidad o magnitud, su número, y también el lugar en que están, el tiempo que mide su duración y otras por el estilo. Por lo cual, acaso no sería mala conclusión si dijésemos que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás ciencias que dependen de la consideración de cosas compuestas, son muy dudosas e inciertas; pero que la aritmética, la geometría y demás ciencias de este género, que no tratan sino de cosas muy simples y generales, sin ocuparse mucho de si tales cosas existen o no en la naturaleza, contienen algo cierto e indudable. Pues, duerma yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados; no pareciendo posible que verdades tan patentes puedan ser sospechosas de falsedad o incertidumbre alguna. Y, sin embargo, hace tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, según la cual hay un Dios que todo lo puede, por quien he sido creado tal como soy. Pues bien: )quién me asegura que el tal Dios no haya procedido de manera que no exista figura, ni magnitud, ni lugar, pero a la vez de modo que yo, no obstante, sí tenga la impresión de que todo eso existe tal y como lo veo? Y más aún: así como yo pienso, a veces, que los demás se engañan, hasta en las cosas que creen saber con más certeza, podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres, o cuando enumero los lados de un cuadrado, o cuando juzgo de cosas aún más fáciles que ésas, si es que son siquiera imaginables. Es posible que Dios no haya querido que yo sea burlado así, pues se dice de Él que es la suprema bondad. Con todo, si el crearme de tal modo que yo siempre me engañase repugnaría a su bondad, también parecería del todo contrario a esa bondad el que permita que me engañe alguna vez, y esto último lo ha permitido, sin duda. Habrá personas que quizá prefieran, llegados a este punto, negar la existencia de un Dios tan poderoso, a creer que todas las demás cosas son inciertas; no les objetemos nada por el momento, y supongamos, en favor suyo, que todo cuanto se ha dicho aquí de Dios es pura fábula; con todo, de cualquier manera que supongan haber llegado yo al estado y ser que poseo (ya lo atribuyan al destino o la fatalidad, ya al azar, ya en una enlazada secuencia de las cosas) será en cualquier caso cierto que, pues errar y equivocarse es una imperfección, cuanto menos poderoso sea el autor que atribuyan a mi origen, tanto más probable será que yo sea tan imperfecto, que siempre me engañe. A tales razonamientos nada en absoluto tengo que oponer, sino que me constriñen a confesar que, de todas las opiniones a las que había dado crédito en otro tiempo como verdaderas, no hay una sola de la que no pueda dudar ahora, y ello no por descuido o ligereza, sino en virtud de argumentos muy fuertes y maduramente meditados; de tal suerte que, en adelante, debo suspender mi juicio acerca de dichos pensamientos, y no concederles más crédito del que daría a cosas manifiestamente falsas, si es que quiero hallar algo constante y seguro en las ciencias. Pero no basta con haber hecho esas observaciones, sino que debo procurar recordarlas, pues aquellas viejas y ordinarias opiniones vuelven con frecuencia a invadir mis pensamientos, arrogándose sobre mi espíritu el derecho de ocupación que les confiere el largo y familiar uso que han hecho de él, de modo que, aun sin mi permiso, son ya casi dueñas de mis creencias. Y nunca perderé la costumbre de otorgarles mi aquiescencia y confianza, mientras las considere tal como en efecto son, a saber: en cierto modo dudosas (como acabo de mostrar), y con todo muy probables, de suerte que hay más razón para creer en ellas que para negarlas. Por ello pienso que sería conveniente seguir deliberadamente un proceder contrario, y emplear todas mis fuerzas en engañarme a mí mismo, fingiendo que todas esas opiniones son falsas e imaginarias; hasta que, habiendo equilibrado el peso de mis prejuicios de suerte que no puedan inclinar mi opinión de un lado ni de otro, ya no sean dueños de mi juicio los malos hábitos que lo desvían del camino recto que puede conducirlo al conocimiento de la verdad. Pues estoy seguro de que, entretanto, no puede haber peligro ni error en ese modo de proceder, y de que nunca será demasiada mi presente desconfianza, puesto que ahora no se trata de obrar, sino sólo de meditar y conocer. Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios (que es fuente suprema de verdad), sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, ni sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo todo eso. Permaneceré obstinadamente fijo en ese pensamiento, y, si, por dicho medio, no me es posible llegar al conocimiento de alguna verdad, al menos está en mi mano suspender el juicio. Por ello, tendré sumo cuidado en no dar crédito a ninguna falsedad, y dispondré tan bien mi espíritu contra las malas artes de ese gran engañador que, por muy poderoso y astuto que sea, nunca podrá imponerme nada. Pero un designio tal es arduo y penoso, y cierta desidia me arrastra insensiblemente hacia mi manera ordinaria de vivir; y, como un esclavo que goza en sueños de una libertad imaginaria, en cuanto empieza a sospechar que su libertad no es sino un sueño, teme despertar y conspira con esas gratas ilusiones para gozar más largamente de su engaño, así yo recaigo insensiblemente en mis antiguas opiniones, y temo salir de mi modorra, por miedo a que las trabajosas vigilias que habrían de suceder a la tranquilidad de mi reposo, en vez de procurarme alguna luz para conocer la verdad, no sean bastantes a iluminar por entero las tinieblas de las dificultades que acabo de promover.