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100 Clásicos de la Literatura

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Moduló entonces un último arpegio musical. La luna blanca lo oyó, y se olvidó del alba, y se quedó rezagada en el cielo. La rosa roja lo oyó, y tembló toda de arrobamiento, y abrió sus pétalos al aire frío de la mañana. El eco se lo llevó a su caverna púrpura de las colinas, y despertó de sus sueños a los pastores dormidos. Flotó a través de los juncos del río, y ellos llevaron su mensaje al mar.

— ¡Mira, mira! —gritó el rosal—. ¡La rosa ya está terminada!

Pero el ruiseñor no respondió, pues yacía muerto en la hierba alta, con la espina en el corazón.

Y al mediodía el estudiante abrió la ventana y se asomó.

— ¡Mira!, ¡qué suerte tan maravillosa! —exclamó—, ¡he aquí una rosa roja! No había visto en mi vida una rosa semejante. Es tan bella que estoy seguro de que tiene un largo nombre latino.

Y se inclinó y la arrancó.

Se puso luego el sombrero y se fue corriendo a casa del profesor con la rosa en la mano.

La hija del profesor estaba sentada en el umbral, devanando seda azul alrededor de un carrete, con su perrito echado a sus pies.

—Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja —exclamó el estudiante—. He aquí la rosa más roja del mundo entero. La llevarás prendida esta noche cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos ella te dirá cuánto te quiero.

Pero la muchacha frunció el ceño.

—Temo que no me vaya bien con el vestido —respondió—, y, además, el sobrino del chambelán me ha enviado joyas auténticas, y todo el mundo sabe que las joyas cuestan mucho más que las flores.

— ¡Bien, a fe mía que eres una ingrata! —dijo el estudiante muy enfadado.

Y arrojó la rosa a la calle, donde cayó en el arroyo, y la rueda de un carro pasó por encima de ella.

— ¿Ingrata? —dijo la muchacha—. Y yo te digo que tú eres un grosero, y, después de todo, ¿quién eres tú? Sólo un estudiante. ¡Cómo!, no creo que tengas ni siquiera hebillas de plata para los zapatos, como tiene el sobrino del chambelán.

Y se levantó de la silla y entró en la casa.

— ¡Qué cosa tan necia es el amor! —se dijo el estudiante mientras se marchaba—. No es ni la mitad de útil que la lógica, pues no prueba nada, y siempre nos dice cosas que no van a suceder, y nos hace creer cosas que no son ciertas. De hecho, es muy poco práctico, y como en estos tiempos ser práctico lo es todo, me volveré a la filosofía y estudiaré metafísica.

Así es que volvió a su habitación, y sacó un gran libro polvoriento, y se puso a leer.

EL GIGANTE EGOÍSTA

Todas las tardes al salir de la escuela tenían los niños la costumbre de ir a jugar al jardín del gigante.

Era un jardín grande y bello, con suave hierba verde. Acá y allá sobre la hierba brotaban hermosas flores semejantes a estrellas, y había doce melocotoneros que en primavera se cubrían de flores delicadas rosa y perla y en otoño daban sabroso fruto. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan melodiosamente que los niños dejaban de jugar para escucharlos.

— ¡Qué felices somos aquí! —se gritaban unos a otros.

Un día regresó el gigante. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles, y se había quedado con él durante siete años. Al cabo de los siete años había agotado todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños que estaban jugando en el jardín.

— ¿Qué estáis haciendo aquí? —gritó con voz muy bronca.

Y los niños se escaparon corriendo.

—Mi jardín es mi jardín —dijo el gigante—; cualquiera puede entender eso, y no permitiré que nadie más que yo juegue en él.

Así que lo cercó con una alta tapia, y puso este letrero:

PROHIBIDA LA ENTRADA

BAJO PENA DE LEY

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ya dónde jugar. Intentaron jugar en la carretera, pero la carretera estaba muy polvorienta y llena de duros guijarros, y no les gustaba. Solían dar vueltas alrededor del alto muro cuando terminaban las clases y hablaban del bello jardín que había al otro lado.

— ¡Qué felices éramos allí! —se decían.

Luego llegó la primavera y todo el campo se llenó de florecillas y de pajarillos. Sólo en el jardín del gigante egoísta seguía siendo invierno. A los pájaros no les interesaba cantar en él, ya que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. En una ocasión una hermosa flor levantó la cabeza por encima de la hierba, pero cuando vio el letrero sintió tanta pena por los niños que se volvió a deslizar en la tierra y se echó a dormir. Los únicos que se alegraron fueron la nieve y la escarcha.

—La primavera se ha olvidado de este jardín —exclamaron—, así que viviremos aquí todo el año.

La nieve cubrió la hierba con su gran manto blanco, y la escarcha pintó todos los árboles de plata. Luego invitaron al viento del Norte a vivir con ellas, y acudió. Iba envuelto en pieles, y bramaba todo el día por el jardín, y soplaba sobre las chimeneas hasta que las tiraba.

—Éste es un lugar delicioso —dijo—. Tenemos que pedir al granizo que nos haga una visita.

Y llegó el granizo. Todos los días, durante tres horas, repiqueteaba sobre el tejado del castillo hasta que rompió casi toda la pizarra, y luego corría dando vueltas y más vueltas por el jardín tan deprisa como podía. Iba vestido de gris, y su aliento era como el hielo.

—No puedo comprender por qué la primavera se retrasa tanto en llegar —decía el gigante egoísta cuando sentado a la ventana contemplaba su frío jardín blanco—. Espero que cambie el tiempo.

Pero la primavera no llegaba nunca, ni el verano. El otoño dio frutos dorados a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.

—Es demasiado egoísta —decía.

Así es que siempre era invierno allí, y el viento del Norte y el granizo y la escarcha y la nieve danzaban entre los árboles.

Una mañana, cuando estaba el gigante en su lecho, despierto, oyó una hermosa música. Sonaba tan melodiosa a su oído que pensó que debían de ser los músicos del rey que pasaban. En realidad era sólo un pequeño pardillo que cantaba delante de su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar a un pájaro en su jardín que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el granizo dejó de danzar sobre su cabeza, y el viento del Norte dejó de bramar, y llegó hasta él un perfume delicioso a través de la ventana abierta.

—Creo que la primavera ha llegado por fin —dijo el gigante.

Y saltó del lecho y se asomó.

¿Y qué es lo que vio?

Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha de la tapia, los niños habían entrado arrastrándose, y estaban sentados en las ramas de los árboles. En cada árbol de los que podía ver había un niño pequeño. Y los árboles estaban tan contentos de tener otra vez a los niños, que se habían cubierto de flores y mecían las ramas suavemente sobre las cabezas infantiles. Los pájaros revoloteaban y gorjeaban de gozo, y las flores se asomaban entre la hierba verde y reían. Era una bella escena. Sólo en un rincón seguía siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y había en él un niño pequeño; era tan pequeño, que no podía llegar a las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor, llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía enteramente cubierto de escarcha y de nieve, y el viento del Norte soplaba y bramaba sobre su copa.

—Trepa, niño —decía el árbol, e inclinaba las ramas lo más que podía.

Pero el niño era demasiado pequeño.

Y el corazón del gigante se enterneció mientras miraba.

— ¡Qué egoísta he sido! —se dijo—; ahora sé por qué la primavera no quería venir aquí. Subiré a ese pobre niño a la copa del árbol y luego derribaré la tapia, y mi jardín será el campo de recreo de los niños para siempre jamás.

Realmente sentía mucho lo que había hecho.

Así que bajó cautelosamente las escaleras y abrió la puerta principal muy suavemente y salió al jardín. Pero cuando los niños le vieron se asustaron tanto que se escaparon todos corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. Sólo el niño pequeño no corrió, pues tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio llegar al gigante. Y el gigante se acercó a él silenciosamente por detrás y le cogió con suavidad en su mano y le subió al árbol. Y al punto el árbol rompió en flor, y vinieron los pájaros a cantar en él; y el niño extendió sus dos brazos y rodeó con ellos el cuello del gigante, y le besó.

Y cuando vieron los otros niños que el gigante ya no era malvado, volvieron corriendo, y con ellos llegó la primavera.

—El jardín es vuestro ahora, niños —dijo el gigante.

Y tomó un hacha grande y derribó la tapia.

Y cuando iba la gente al mercado a las doce encontró al gigante jugando con los niños en el más bello jardín que habían visto en su vida.

Jugaron todo el día, y al atardecer fueron a decir adiós al gigante.

—Pero ¿dónde está vuestro pequeño compañero —preguntó él—, el niño que subí al árbol?

Era al que más quería el gigante, porque le había besado.

—No sabemos —respondieron los niños—; se ha ido.

—Tenéis que decirle que no deje de venir mañana —dijo el gigante.

Pero los niños replicaron que no sabían dónde vivía, y que era la primera vez que le veían; y el gigante se puso muy triste.

Todas las tardes, cuando terminaban las clases, los niños iban a jugar con el gigante. Pero al pequeño a quien él amaba no se le volvió a ver. El gigante era muy cariñoso con todos los niños; sin embargo, echaba en falta a su primer amiguito, y a menudo hablaba de él.

— ¡Cómo me gustaría verle! —solía decir.

 

Pasaron los años, y el gigante se volvió muy viejo y muy débil. Ya no podía jugar, así que se sentaba en un enorme sillón y miraba jugar a los niños, y admiraba su jardín.

—Tengo muchas bellas flores —decía—, pero los niños son las flores más hermosas.

Una mañana de invierno miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno, pues sabía que era tan sólo la primavera dormida, y que las flores estaban descansando.

De pronto, se frotó los ojos, como si no pudiera creer lo que veía, y miró, y miró. Ciertamente era un espectáculo maravilloso. En el rincón más lejano del jardín había un árbol completamente cubierto de flores blancas; sus ramas eran todas de oro, y de ellas colgaba fruta de plata, y al pie estaba el niño al que el gigante había amado.

Bajó corriendo las escaleras el gigante con gran alegría, y salió al jardín. Atravesó presurosamente la hierba y se acercó al niño. Y cuando estuvo muy cerca su rostro enrojeció de ira, y dijo:

— ¿Quién se ha atrevido a herirte?

Pues en las palmas de las manos del niño había señales de dos clavos, y las señales de dos clavos estaban asimismo en sus piececitos.

— ¿Quién se ha atrevido a herirte? —gritó el gigante—; dímelo y cogeré mi gran espada para matarle.

— ¡No! —respondió el niño—; éstas son las heridas del amor.

— ¿Quién eres tú? —dijo el gigante, y le embargó un extraño temor, y se puso de rodillas ante el niño.

Y el niño sonrió al gigante y le dijo:

—Tú me dejaste una vez jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el paraíso.

Y cuando llegaron corriendo los niños aquella tarde, encontraron al gigante que yacía muerto bajo el árbol, completamente cubierto de flores blancas.

EL AMIGO ABNEGADO

Una mañana, la vieja rata de agua sacó la cabeza fuera de su madriguera. Tenía ojos brillantes como bolas de cristal e hirsutos bigotes grises, y su rabo parecía una larga tira de goma negra. Los patitos estaban nadando en el estanque, semejantes a una bandada de canarios amarillos, y su madre, que era de un blanco puro, con patas rojas, intentaba enseñarles a sostenerse cabeza abajo en el agua.

—Nunca entraréis en la alta sociedad si no sabéis sosteneros cabeza abajo —les decía y repetía.

Y de vez en cuando les mostraba cómo se hacía. Pero los patitos no le hacían caso. Eran tan jóvenes que no sabían qué ventajas tiene pertenecer a la sociedad.

— ¡Qué niños tan desobedientes! —exclamó la rata de agua—; realmente les estaría bien merecido que se ahogaran.

— ¡De ninguna manera! —respondió la pata—, todo el mundo tiene que aprender, y por mucha paciencia que tengan los padres nunca tienen suficiente.

— ¡Ah! Yo no sé nada de los sentimientos de los padres —dijo la rata de agua—; no soy madre de familia. En realidad, nunca he estado casada ni tengo intención de estarlo nunca. El amor está muy bien, a su manera, pero la amistad es muy superior a él. En verdad, no conozco nada en el mundo que sea ni más noble ni más raro que una amistad leal.

—Y dime, por favor, ¿qué idea tienes de cuáles son los deberes de un amigo leal? —preguntó un pardillo verde que estaba posado en un sauce muy cerca de allí y había oído la conversación.

—Sí, eso es precisamente lo que deseo yo saber —dijo la pata, y se fue nadando hasta el extremo del estanque, poniéndose cabeza abajo para dar un buen ejemplo a sus hijos.

— ¡Qué pregunta más tonta! —replicó la rata de agua—. Yo esperaría que mi amigo fuera leal conmigo, naturalmente.

— ¿Y qué harías tú a cambio? —dijo el pajarillo, columpiándose en una ramita de plata y batiendo sus alas diminutas.

—No te entiendo —contestó la rata de agua.

—Déjame que te cuente una historia sobre eso —dijo el pardillo.

— ¿Habla de mí esa historia? —preguntó la rata de agua—. En ese caso la escucharé, pues las historias me gustan muchísimo.

—Se te puede aplicar —respondió el pardillo.

Y bajando de un vuelo a la orilla contó el cuento del Amigo Abnegado.

—Érase una vez —dijo el pardillo— un honrado hombrecillo que se llamaba Hans.

— ¿Era muy distinguido? —preguntó la rata de agua.

—No —respondió el pardillo—, no creo que fuera nada distinguido, excepto por su corazón bondadoso y por su divertida cara redonda rebosante de alegría. Vivía solo en una casita muy pequeña, y todos los días trabajaba en su jardín. En toda la comarca no había un jardín tan hermoso como el suyo; crecían en él minutisas y alhelíes y saxífragas y campanillas de invierno; había rosas de Damasco rojas y rosas de té amarillas, flores de azafrán color lila, y violetas de oro y púrpura, y violetas blancas. Los agavanzos y las cardaminas, las mejoranas y la albahaca, la vellorita y el iris, el narciso y el clavel doble florecían sucesivamente según pasaban los meses, reemplazando una flor a la otra, de tal modo que siempre había cosas hermosas para la vista y gratas fragancias para el olfato.

El pequeño Hans tenía muchísimos amigos, pero entre todos ellos el más íntimo era el gran Hugh, el molinero. Realmente, el rico molinero era un amigo tan íntimo del pequeño Hans, que no pasaba nunca por su jardín sin inclinarse sobre la tapia y coger un gran ramo de flores, o un puñado de hierbas olorosas, o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y cerezas si era la temporada de la fruta.

—Los verdaderos amigos debieran tener todo en común —solía decir el molinero.

Y el pequeño Hans asentía con la cabeza y sonreía, y se sentía muy orgulloso de tener un amigo con ideas tan nobles.

A veces, a decir verdad, los vecinos pensaban que era extraño que el rico molinero nunca diera nada a cambio al pequeño Hans, aunque tenía cien sacos de harina almacenados en su molino y seis vacas lecheras y un gran rebaño de ovejas cubiertas de lana; pero a Hans nunca le pasaban por la cabeza tales pensamientos, y nada le daba mayor placer que escuchar todas las cosas admirables que solía decir el molinero sobre la ausencia de egoísmo de la amistad verdadera.

Así es que el pequeño Hans trabajaba en su jardín. Durante la primavera, el verano y el otoño era muy dichoso, pero cuando llegaba el invierno, y no tenía ni fruta ni flores que llevar al mercado, sufría mucho por el frío y el hambre, y frecuentemente tenía que irse a la cama sin más cena que unas cuantas peras secas o unas nueces duras. En invierno, además, se sentía muy solo, ya que entonces no iba nunca a verle el molinero.

—No es conveniente que vaya a ver al pequeño Hans en lo que dure la nieve —solía decir el molinero a su mujer—, pues cuando la gente está en apuros es mejor dejarla sola y no importunarla con visitas. Ésa es, al menos, la idea que yo tengo de la amistad, y estoy seguro de que tengo razón. Así es que esperaré hasta que llegue la primavera, y entonces le haré una visita, y él podrá darme una gran cesta de velloritas, y eso le hará feliz.

—Realmente, te preocupas mucho por los demás —respondió su esposa, que estaba sentada en un cómodo sillón junto a un gran fuego de leña de pino—; te preocupas mucho, verdaderamente. Es una delicia oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que el cura mismo no sabría decir cosas tan hermosas como tú, aunque viva en una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el dedo meñique.

—Pero ¿no podríamos invitar al pequeño Hans a que viniera aquí? —preguntó el hijo menor del molinero—. Si el pobre Hans está en apuros yo le daré la mitad de mi sopa y le enseñaré mis conejos blancos.

— ¡Qué chico tan tonto eres! —gritó el molinero—; realmente no sé de qué sirve mandarte a la escuela; parece que no aprendes nada. ¡Mira!, si el pequeño Hans viniera aquí y viera nuestro fuego confortable, y nuestra buena cena, y nuestro gran barril de vino tinto, puede que se volviera envidioso, y la envidia es una cosa terrible, que echaría a perder el carácter de cualquiera. Yo, ciertamente, no permitiré que se eche a perder el carácter de Hans. Soy su mejor amigo y siempre velaré por él, y vigilaré para que no caiga en ninguna tentación. Además, si Hans viniera aquí, puede que me pidiera que le dejara llevarse algo de harina a crédito, y yo no podría hacer eso; la harina es una cosa y la amistad es otra, y no debieran confundirse. ¡Está claro!, las dos palabras se escriben de modo diferente, y significan cosas completamente distintas. Todo el mundo puede entender eso.

— ¡Qué bien hablas! —dijo la mujer del molinero, mientras se servía un gran vaso de cerveza caliente—; me siento completamente adormilada; es lo mismo que si estuviera en la iglesia.

—Mucha gente obra bien —respondió el molinero—; pero hay muy poca gente que hable bien; lo que prueba que hablar es, con mucho, lo más difícil de estas dos cosas, y con mucho, también, la más hermosa.

Y miró severamente por encima de la mesa a su hijo pequeño, que se sentía tan avergonzado de sí mismo que bajó la cabeza y se puso muy colorado, y empezó a llorar, dejando caer las lágrimas en el té. Sin embargo, era tan joven que debéis disculparle.

— ¿Es ese el final de la historia? —preguntó la rata de agua.

—Ciertamente que no —respondió el pardillo—, ése es el comienzo.

—Entonces, no estás al día —dijo la rata de agua—. Ahora todos los buenos narradores empiezan por el final y luego siguen por el principio, y terminan por el medio. Es la nueva técnica narrativa. Me enteré de todo esto el otro día por un crítico que paseaba alrededor del estanque con un joven. Habló largamente del asunto, y estoy seguro de que debía tener razón, pues llevaba gafas azules y era calvo, y cada vez que el joven hacía alguna observación, contestaba siempre: «¡bah!». Pero, por favor, sigue con tu historia. Me agrada enormemente el molinero. Yo tengo también toda clase de hermosos sentimientos, así es que hay una gran simpatía entre nosotros dos.

—Pues bien —dijo el pardillo, brincando ya sobre una pata, ya sobre la otra—, tan pronto como acabó el invierno y las velloritas empezaron a abrir sus estrellas de color amarillo pálido, el molinero dijo a su mujer que bajaría a ver al pequeño Hans.

— ¡Ah, qué buen corazón tienes! —exclamó su mujer—; siempre estás pensando en los demás. Y no te olvides de llevar la cesta grande para las flores.

Así es que el molinero sujetó las aspas del molino con una fuerte cadena de hierro y bajó la colina con la cesta al brazo.

—Buenos días, pequeño Hans —dijo el molinero.

—Buenos días —dijo Hans, apoyándose en su azada y sonriendo de oreja a oreja.

— ¿Y cómo te ha ido en todo el invierno? —dijo el molinero.

—Bueno, verdaderamente —exclamó Hans—, eres muy amable al preguntármelo, muy amable, ciertamente. A decir verdad, lo he pasado bastante mal, pero ya ha llegado la primavera y me siento completamente feliz, y todas mis flores van bien.

—Hemos hablado muchas veces de ti durante el invierno, Hans —dijo el molinero—, y nos preguntábamos cómo te irían las cosas.

—Habéis sido muy amables —dijo Hans—, casi temía que me hubieras olvidado.

—Hans, ¡me dejas sorprendido! —dijo el molinero—, la amistad nunca olvida. Eso es lo maravilloso que tiene; pero me temo que tú no entiendes la poesía de la vida. Y, a propósito, ¡qué hermosas están tus velloritas!

—Sí, están verdaderamente muy hermosas —dijo Hans—, y es una suerte para mí el tener tantas. Voy a llevarlas al mercado para vendérselas a la hija del burgomaestre, y así con ese dinero volveré a comprar mi carretilla.

— ¿Que volverás a comprar tu carretilla? ¿No querrás decir que la has vendido? ¡Qué cosa más tonta se te ha ocurrido hacer!

—Bueno, la verdad es que me vi obligado a hacerlo. Ya sabes, el invierno fue una temporada muy mala para mí y en realidad no tenía dinero para comprar pan. Así que primero vendí los botones de plata de mi chaqueta de los domingos, y luego vendí la cadena de plata, y después vendí mi pipa grande, y por último vendí mi carretilla. Pero voy a volver a comprarlo todo ahora.

—Hans —dijo el molinero—, te voy a dar mi carretilla. No está en buen estado; a decir verdad, uno de los dos lados ha desaparecido, y algo no va bien en los radios de la rueda; pero a pesar de eso te la voy a regalar. Sé que soy muy generoso al hacer esto, y que mucha gente me creería tonto de remate por desprenderme de ella, pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad, y, además, tengo una carretilla nueva. Sí, puedes quedarte tranquilo, te daré mi carretilla.

—Bueno, realmente eres muy generoso —dijo el pequeño Hans, y su divertida cara redonda se puso toda radiante de placer—. Me va a ser muy fácil repararla, porque tengo una tabla en casa.

 

— ¡Una tabla! —dijo el molinero—; ¡caramba!, eso es precisamente lo que necesito para el tejado de mi granero. Tiene un boquete muy grande y todo el grano se mojará si no lo tapo. ¡Qué suerte que lo hayas mencionado! Es sorprendente cómo una buena acción siempre produce otra. Yo te he dado la carretilla, y ahora tú me vas a dar tu tabla. Desde luego, la carretilla vale mucho más que la tabla, pero la verdadera amistad nunca se fija en esas cosas. Haz el favor de ir a buscarla en seguida, y me pondré a trabajar en mi granero hoy mismo.

—Ciertamente —exclamó el pequeño Hans.

Y corrió al cobertizo y sacó la tabla.

—No es una tabla muy grande —dijo el molinero mirándola—, y me temo que después de que haya reparado el tejado de mi granero no te quedará nada para que arregles la carretilla; pero, desde luego, eso no es culpa mía. Y ahora que te he dado la carretilla, estoy seguro de que te gustaría darme unas flores a cambio. Aquí tienes la cesta, y procura llenarla del todo.

— ¿Llenarla del todo? —dijo el pequeño Hans, un poco afligido, pues realmente era una cesta muy grande, y sabía que si la llenaba no le quedarían flores para el mercado, y estaba deseando volver a tener sus botones de plata.

—Bueno, en realidad —replicó el molinero—, como te he dado la carretilla, no creo que sea mucho pedirte unas cuantas flores. Puede que me equivoque, pero yo había pensado que la amistad, la verdadera amistad, estaba completamente libre de cualquier clase de egoísmo.

—Mi querido amigo, mi mejor amigo —exclamó el pequeño Hans—, todas las flores de mi jardín están a tu disposición. Prefiero con mucho que tú tengas una buena opinión de mí a tener yo mis botones de plata, y eso en cualquier ocasión.

Y corrió a coger todas sus lindas velloritas y llenó la cesta del molinero.

—Adiós, pequeño Hans —dijo el molinero, mientras subía la cuesta con la tabla al hombro y la gran cesta en la mano.

—Adiós —dijo el pequeño Hans.

Y se puso a cavar alegremente, de contento que estaba por la carretilla.

Al día siguiente, estaba sujetando madreselvas al porche cuando oyó la voz del molinero que le llamaba desde el camino. Así que saltó de la escalera, corrió al fondo del jardín y miró por encima de la tapia.

Allí estaba el molinero con un gran saco de harina a la espalda.

—Querido pequeño Hans —dijo el molinero—, ¿te importaría llevarme este saco de harina al mercado?

— ¡Oh, cuánto lo siento! —dijo Hans—, pero la verdad es que estoy muy ocupado hoy. Tengo que sujetar todas mis enredaderas, y regar todas mis flores, y pasar el rodillo a todo mi césped.

—Bueno, realmente —dijo el molinero—, yo creo que teniendo en cuenta que voy a darte mi carretilla es una falta de amistad que te niegues a hacerlo.

— ¡Oh, no digas eso! —exclamó el pequeño Hans—, no querría faltar a la amistad por nada del mundo.

Y entró corriendo en la casa para coger la gorra, y se fue caminando penosamente con el gran saco sobre los hombros.

Era un día de mucho calor, y la carretera estaba terriblemente polvorienta, y antes de que Hans hubiera llegado al sexto mojón estaba tan cansado que tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo, siguió animosamente su camino, y al fin llegó al mercado.

Después de esperar allí algún tiempo vendió el saco de harina a muy buen precio, y entonces se volvió a casa en seguida, pues temía que si se retrasaba demasiado podría encontrar ladrones por el camino.

—Ha sido ciertamente un día muy duro —se dijo el pequeño Hans al meterse en la cama—, pero me alegro de no haber dicho que no al molinero, porque es mi mejor amigo y, además, me va a dar su carretilla.

A la mañana siguiente, muy temprano, bajó el molinero a recoger el dinero de su saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan cansado que todavía seguía en la cama.

— ¡A fe mía —dijo el molinero—, eres muy perezoso! Teniendo en cuenta que te voy a regalar mi carretilla, creo que podrías trabajar más. La ociosidad es la madre de todos los vicios, y a mí, ciertamente, no me gusta que ninguno de mis amigos sea holgazán ni perezoso. No debe parecerte mal que te hable con toda claridad. Desde luego no se me ocurriría hacerlo así si no fuera amigo tuyo; pero ¿de qué sirve la amistad si uno no puede decir exactamente lo que piensa? Cualquiera puede decir cosas agradables y tratar de complacer y de halagar; en cambio, un verdadero amigo siempre dice las cosas molestas, y no le importa dar un disgusto. En verdad, si es realmente un amigo sincero lo prefiere, pues sabe que en este caso está obrando bien.

—Lo siento muchísimo —dijo el pequeño Hans, frotándose los ojos y quitándose el gorro de dormir—, pero estaba tan cansado que pensé quedarme en la cama un poco más y oír cantar a los pájaros. ¿No sabes que siempre trabajo mejor después de oír cantar a los pájaros?

—Bueno, me alegro de oír eso —dijo el molinero, dando una palmada en la espalda al pequeño Hans—, porque quiero que subas al molino en cuanto te vistas y arregles el tejado de mi granero.

El pobre pequeño Hans estaba deseando ir a trabajar en su jardín, pues hacía dos días que las flores estaban sin regar, pero no quería decir que no al molinero, puesto que era tan buen amigo suyo.

— ¿Crees que faltaría a la amistad si dijera que estoy ocupado? —preguntó con voz vergonzosa y tímida.

—Bueno, en realidad —respondió el molinero— no me parece que sea mucho pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar mi carretilla, pero naturalmente, si tú dices que no, iré y lo haré yo.

— ¡Oh, de ninguna manera! —exclamó el pequeño Hans.

Y saltó de la cama y se vistió y se fue al granero.

Trabajó allí todo el día, hasta la puesta del sol, y a la puesta del sol fue el molinero a ver cómo iba la cosa.

— ¿Has arreglado ya el boquete del tejado, pequeño Hans? —gritó el molinero con voz jovial.

—Está arreglado del todo —respondió el pequeño Hans, bajando de la escalera.

— ¡Ah —dijo el molinero—, no hay trabajo tan agradable como el trabajo que se hace por los demás!

—Es verdaderamente un gran privilegio oírte hablar —replicó el pequeño Hans, sentándose y enjugándose la frente—, un privilegio muy grande, pero me temo que yo no tendré nunca ideas tan hermosas como las que tienes tú.

— ¡Oh, ya te vendrán! —dijo el molinero—, pero has de esforzarte más. Ahora tienes sólo la práctica de la amistad; algún día tendrás la teoría también.

— ¿Crees realmente que la tendré? —preguntó el pequeño Hans.

—No me cabe la menor duda respecto a eso —contestó el molinero—, pero ahora que has arreglado el tejado, sería mejor que fueras a casa a descansar, pues quiero que mañana lleves mis ovejas a la montaña.

El pobre pequeño Hans no se atrevió a decir nada, y a la mañana siguiente, muy temprano, el molinero le llevó las ovejas hasta la casita, y Hans se puso en camino con ellas hacia el monte. Le llevó el día entero llegar allí y volver; y cuando regresó estaba tan cansado que se quedó dormido en una silla, y no se despertó hasta que era pleno día.

— ¡Qué tiempo tan delicioso voy a pasar en mi jardín! —se dijo.

Y se puso inmediatamente a trabajar.

Pero por una cosa o por otra nunca podía cuidar sus flores de ninguna manera, pues siempre llegaba su amigo el molinero y le mandaba a largos recados, o le llevaba a que le ayudase en el molino. El pobre Hans estaba muy angustiado algunas veces, pues temía que sus flores creyeran que se había olvidado de ellas, pero se consolaba con el pensamiento de que el molinero era su mejor amigo.

—Además —solía decirse—, me va a regalar su carretilla, y eso es un acto de pura generosidad.

Así es que el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y el molinero decía toda clase de cosas hermosas sobre la amistad, las cuales anotaba Hans en un cuaderno y releía por la noche, pues era todo un intelectual.