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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Cavor! —exclamé—: ¡Allí detrás está!

Su oreja desapareció… ¡y en su lugar apareció un ojo!

De improviso, la rendija que dejaba penetrar la luz se ensanchó, y vimos que era una puerta que se abría: atrás un fondo color de zafiro, y en el umbral, destacándose sobre aquel resplandor, una grotesca silueta.

Ambos hicimos esfuerzos para damos vuelta, y, cuando vimos que eran inútiles, nos quedamos sentados, mirando aquello por encima del hombro. Según mi primera impresión lo que teníamos a la vista era un enorme cuadrúpedo con la cabeza baja. Después distinguí el cuerpo de un selenita, flaco, enjuto, con las piernas cortas y extremadamente secas, fajadas de arriba abajo, y la cabeza metida entre los hombros. No tenía el yelmo ni el forro exterior del cuerpo, que habíamos visto a los de afuera.

Tal como estaba allí, era un bulto negro de la cabeza a los pies; pero, instintivamente, nuestras imaginaciones proveyeron de facciones a su muy humana silueta. Yo, por lo menos, me lo describí algo jorobado, de frente espaciosa y facciones largas.

Dio tres pasos adelante y luego se detuvo un rato. Parecía no producir con sus movimientos el menor ruido. Después continuó avanzando: andaba como un pájaro: sus pies caían el uno delante del otro. Salió del rayo de luz que entraba por la puerta, y pareció desvanecerse completamente en la sombra.

Durante un momento, mis ojos lo buscaron donde no estaba, hasta que por fin lo distinguí, con la cara hacia nosotros, en plena luz. ¡Pero lo que no estaban eran las facciones humanas que yo le había atribuido! La parte delantera de su cara era una hendidura, una grieta.

Por supuesto que debí esperarlo; pero el hecho es que no lo esperaba. La verdad me sobrecogió, y por un momento me abrumó. Aquello parecía no ser una cara, sino una marca, un horror, una deformidad que de un momento a otro quedaría borrada o explicada.

Era más bien una celada con la visera baja… Pero no me es posible explicar semejante cosa. ¿Han visto ustedes la cara de un insecto, enormemente aumentada por el microscopio? No había allí nariz ni expresión, todo era terso y duro, o invariable, con ojos abollados, puestos a un lado y otro: yo al ver la silueta había creído que eran las orejas… He tratado de dibujar una de esas caras, pero no me ha sido posible conseguirlo. Lo único que puedo establecer es su horrible falta de expresión o, mejor dicho, su horrible falta de cambio de expresión. Cada cabeza y cada cara que uno encuentra en la tierra, varia de expresión a menudo, pero aquélla parecía apuntada fijamente por una máquina.

Allí estaba eso mirándonos fijamente.

Pero cuando digo que había en su cara una falta de cambio de expresión, no quiero decir que no hubiese en ella una especie de expresión fija, así como hay siempre una expresión fija en una espuerta de carbón, o en un tejadillo de chimenea, o en uno de esos tubos de ventilación que se alzan en las cubiertas de los vapores. Había una boca encorvada hacia abajo, como una boca humana en una cara que mira ferozmente.

El cuello en que estaba colocada la cabeza tenía tres coyunturas, casi como las de las patas del cangrejo. Las articulaciones de las piernas no estaban a la vista, porque las ocultaba la especie de vendaje ajustado a los miembros, y que era el único vestido que aquel ser llevaba.

En ese momento lo único que embargaba mi mente era la insensata imposibilidad de que semejante ser existiese. Supongo que él también estaba maravillado, y con más razón, quizás, que nosotros para asombrarse; pero había una diferencia, y era que el maldito individuo no lo demostraba. Nosotros sabíamos, por lo menos, lo que había producido aquel encuentro de incompatibles seres; ¡pero imagínense ustedes lo que habría sido, para unos decentes londinenses, por ejemplo, el hallar un día un par de cosas vivientes, tan grandes como los hombres y absolutamente distintos de cualquier otro animal terrestre, yendo y viniendo por entre los cameros de Hyde Park!

Para él, la sorpresa debe haber sido igual.

¡Háganse ustedes una idea de cómo estábamos nosotros! Atados de pies y manos, extenuados y sucios, con la barba de dos pulgadas de largo y la cara llena de rasguños y ensangrentada. A Cavor deben ustedes imaginárselo con su calzón corto (desgarrado en varias partes por las espigas-bayonetas), su camisa Jaeger y su vieja gorra de cricket, con los tiesos cabellos en desorden, y un mechón apuntando a cada uno de los puntos cardinales. En aquella luz azul su cara no aparecía roja sino muy morena; sus labios y la sangre ya seca que le manchaba las manos parecían negros. Yo estaba, si posible era, en peor condición que él, a causa de los hongos amarillos entre los cuales había saltado. Nuestros sacos hallábanse desabotonados, y nuestros zapatos, que a ambos habían sido quitados, yacían a nuestros pies. Y los dos estábamos sentados con las espaldas vueltas hacia la curiosa luz azulada, mirando a un monstruo tal que solo Durero podría haberlo inventado.

Cavor rompió el silencio, empezó hablar, emitió unos sonidos roncos, y se limpió el pecho. Afuera comenzó un terrible bramar, como si alguna res lunar estuviera furiosa. El bramido terminó en un alarido, y todo volvió al silencio.

Entonces el selenita se dio vuelta, avanzó por entre la sombra, se quedó parado un momento en el umbral con la cara hacia nuestro lado, luego cerró la puerta, y otra vez nos hallamos en el rumoroso misterio de la obscuridad en que nos habíamos despertado.

(XIII)

El señor Cavor hace algunas observaciones

Durante largo rato, ni él ni yo hablamos. Poner en orden todos los contratiempos que nos habíamos acarreado me parecía fuera de mis alcances intelectuales.

—Estamos en su poder —dije, por fin.

—Por culpa de los hongos.

—Pues si no los hubiéramos comido, nos habríamos desmayado, habríamos muerto de hambre.

—Podríamos haber encontrado la esfera.

Yo perdí la calma ante su persistencia, y comencé a lanzar imprecaciones in pectore.

Por un rato, nos odiamos mutuamente en silencio. Yo tamborileaba con los dedos el suelo entre las rodillas, y restregaba uno con otro los eslabones de mis cadenas. Al cabo de un momento me vi forzado a hablar otra vez.

—Sea como sea —pregunté humildemente—, ¿qué piensa usted de todo esto?

—Son criaturas racionales… capaces de hacer muchas cosas. Esas luces que vemos…

Se calló. Era evidente que no encontraba explicación para las luces.

Cuando volvió a hablar fue para confesar la verdad.

—Al fin y al cabo, son más humanos que lo que teníamos derecho a esperar. Supongo…

Se detuvo. Aquellas pausas me irritaban.

—¿Qué?

—Supongo que, de todos modos… en cualquier planeta donde haya un animal inteligente, éste llevará su caja craneana arriba, y tendrá manos y, andará derecho…

Al llegar a este punto se interrumpió para tomar otra dirección.

—Estamos muy adentro —dijo—; quiero decir… tal vez a un par de mil pies o más.

—¿Por qué?

—Porque hace más frío, y nuestras voces retumban mucho más. La delgadez del aire ha desaparecido totalmente, y con ella la incomodidad que sentíamos en nuestros oídos y la garganta.

Yo no lo había notado, pero entonces lo noté.

—El aire es más denso. Debemos estar a alguna profundidad… podríamos calcular hasta una milla… de la superficie de la luna.

—Nunca pensamos que hubiera un mundo dentro de la luna.

—No.

—¿Cómo habíamos de pensarlo?

—Podríamos haberlo supuesto. Lo que sucede es… que uno se acostumbra a un radio de ideas limitado.

Reflexionó un momento.

—Ahora —dijo—, nos parece obvio. ¡Por supuesto! La luna debe ser enormemente cavernosa, tener una atmósfera interior, y en el centro de las cavernas un mar. Sabíamos que la luna tenía una gravitación específica menor que la de la tierra; sabíamos que afuera tenía poco aire y poca agua; sabíamos, también, que era un planeta hermano de la tierra y que era inadmisible la idea de que su composición fuera diferente de la de nuestro planeta. La deducción de que estaba agujereada, era tan clara como el día; y sin embargo, nunca habíamos percibido todo esto como un hecho. «Keplero», por supuesto…

Su voz había adquirido el tono de la del hombre que, en una demostración, ha descubierto una hermosa fuente de razonamientos.

—Sí —dijo—; Keplero, con sus «subvolcani» tenía razón, al fin y al cabo.

—Ojalá se hubiera usted tomado la molestia de descubrir eso antes de que viniéramos —dije.

Nada me contestó: silbaba suavemente, para sí, mientras seguía el curso de sus pensamientos. La paciencia me iba faltando.

—¿Qué piensa usted que ha sido de nuestra esfera, por último? —le pregunté.

—Perdida —contestó, como alguien que contesta a una pregunta sin interés.

—¿Entre las plantas?

—A no ser que ellos la encuentren.

—¿Y entonces?

—¿Cómo puedo saber?

—¡Cavor! —exclamé—; ¡lindas se van poniendo las cosas para mi sindicato!

Él no me contestó.

—¡Buen Dios! —continué—. ¡Si uno no piensa en toda la molestia que nos hemos tomado para venir a dar a este pozo! ¿Para qué hemos venido? ¿Qué es lo que buscamos? ¿Qué era la luna para nosotros, o nosotros para la luna? Hemos querido demasiado; hemos avanzado demasiado. Debíamos haber emprendido primero cosas pequeñas. ¡Usted fue quien propuso venir a la luna! ¡Esas celosías de Cavorita! Estoy cierto de que podíamos haberlas explotado en aplicaciones terrestres. De seguro. ¿Comprendió usted realmente lo que yo propuse? Un cilindro de acero…

—¡Tontería! —dijo Cavor.

 

La conversación cesó.

Durante un rato, Cavor se entregó a un monólogo entrecortado, sin mucha ayuda de mi parte.

—Si la encuentran —decía—, si la encuentran… ¿qué harán con ella? Ésta es una pregunta que pudiera ser la pregunta capital. De todos modos, no sabrán manejarla: si comprendieran esa clase de cosas, desde hace largo tiempo habrían ido a la tierra. ¿Irían ahora? ¿Por qué no habrían de ir? Y si hubieran podido ir antes, aunque no hubieran ido, habrían enviado algo… No habrían de desperdiciar semejante posibilidad. ¡No! Pero la examinarán. Se ve con claridad que son inteligentes o investigadores. La examinarán…, entrarán en ella… jugarán con las celosías… ¡Y a volar!… Lo que significará para nosotros la luna, por todo el resto de nuestra vida. Extraños seres, extraños conocimientos…

—¡Lo que es por los extraños conocimientos!… —dije; pero no pude continuar, porque las expresiones me faltaron.

—Oiga usted, Bedford —dijo Cavor—: Usted ha venido en mi expedición por su propia y libre voluntad.

—Usted me dijo: «llámelo usted viaje de exploración».

—Siempre hay riesgo en las exploraciones.

—Especialmente cuando uno va desarmado sin meditar antes, sobre todas sus posibles fases.

—¡Yo estaba tan embebido en la esfera! El proyecto, nos asaltó y nos arrastró.

—Me asaltó a mí, querrá usted decir.

—Me asaltó a mí también, tanto como a usted. ¿Cómo iba yo a pensar, cuando me puse a trabajar en física molecular, que la cosa iba a traerme aquí, ni a un lugar que se pareciera, a éste?

—¡Así es la maldecida ciencia! —grité— la ciencia, que es el diablo en persona. Los sacerdotes y perseguidores de la Edad Media tenían razón y nosotros, los modernos, estábamos equivocados. Toca usted la ciencia, y ella le ofrece dones: pero apenas los toma usted, lo hace a usted pedazos, de alguna manera. Viejas pasiones y nuevas armas… ¡ahora le hace perder a usted sus sentimientos religiosos; luego, sus ideas sociales, y, por último, le arroja a usted al desconsuelo, y la ruina!

—¡Bueno, bueno! De nada serviría que se pusiera usted ahora a reñir conmigo. Estos seres, selenitas o como usted guste llamarles, nos han atado de pies y manos. Cualquiera que sea la disposición de ánimo con que quiera usted aceptar la situación, hay que aceptarla… Y la experiencia de lo que nos ha pasado demuestra que necesitamos toda nuestra sangre fría.

Hizo una pausa, como si esperara mi asentimiento; pero yo me callé, malhumorado.

—¡Maldita sea la ciencia! —dije.

—El problema es ahora: comunicación. Los ademanes temo que sean diferentes. El señalar, por ejemplo. Los únicos seres que señalan son el hombre y el mono.

El error era demasiado visible para mí.

—¡Casi todos los animales —exclamé—, señalan con los ojos o con la nariz!

Cavor meditó acerca de ello.

—Cierto —dijo por fin—; y nosotros no. ¡Hay tales diferencias! ¡Tales diferencias! Podríamos… pero ¿cómo me sería posible decirlo? Existe la palabra, los sonidos que ellos emiten, una especie de toque de flauta y de silbidos. No veo cómo vamos a imitar eso. ¿Será su modo de hablar? Pueden tener sentidos distintos de los nuestros, diferentes medios de comunicarse. Por supuesto: tienen un entendimiento y nosotros tenemos otro… debe haber algo de común entre ellos y nosotros. ¿Quién sabe hasta dónde es posible que lleguemos a entendemos?

—¡No! —exclamé—. Son cosas que están fuera de toda comparación con nosotros; la diferencia entre ellos y nosotros es mayor que la que nos separa de los demás extraños animales de la tierra. Son de diferente materia. Pero ¿qué sacamos con hablar de esto?

Cavor reflexionó.

—Yo no pienso así —contestó—. Si tienen entendimiento, deben tener algo de común con nosotros, algo semejante… aun cuando se hayan desarrollado en otro planeta que el nuestro. Desde luego, si la cuestión no fuera más que de instinto…, si nosotros o ellos no fuéramos más que animales…

—Bueno; pero ellos, ¿son animales? ¿De qué clase? Más parecen hormigas paradas en dos patas que seres humanos y ¿quién ha llegado nunca a entenderse con las hormigas?

—Pero ¿y esas máquinas? ¿Y esas ropas? ¡No, no estoy de acuerdo con usted, Bedford! La diferencia es grande…

—Es infranqueable.

—La semejanza nos servirá para salvarla. Recuerdo haber leído una vez un trabajo del difunto profesor Galton, sobre la posibilidad de la comunicación entre los planetas. Desgraciadamente, en aquel tiempo, no parecía probable que la teoría pudiera serme de ningún beneficio material, y temo no haberle prestado toda la atención que me habría acordado… si hubiera tenido en cuenta el actual estado de cosas. Sin embargo… veamos.

Su idea era comenzar con aquellas amplias verdades que deben existir en todas las existencias mentales concebibles, y establecer una base con ellas: los grandes principios de geometría, para empezar. Proponía tomar algunas proposiciones principales de Euclides, y mostrar, por construcción, que su verdad nos era conocida: demostrar, por ejemplo, que los ángulos de la base de un triángulo isósceles eran iguales, y que si los lados visibles son iguales, los ángulos del otro lado de la base son también iguales; o que el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados.

—Al demostrar nuestro conocimiento de esas cosas, demostraríamos nuestra posesión de una inteligencia racional… Ahora, supongamos que yo… que yo dibujara la figura geométrica con un dedo mojado, o aunque la trazara en el aire…

Se calló, y yo también, meditando sobre sus palabras.

Durante un rato, su tenaz esperanza de comunicación, de interpretación con aquellos estrambóticos seres, me dominó; pero después recuperé su imperio la colérica desesperación que era parte de mi fatiga y de mis penas físicas: con vivacidad nueva y repentina vi la extraordinaria tontería de todo cuanto había hecho.

—¡Burro! —dije—. ¡Oh, burro, incalificable burro!… Parece que sólo existo para cometer torpezas… ¿Por qué diablos dejamos la esfera?… ¡Para dar saltos por los cráteres de la luna, en busca de patentes y concesiones!… ¡Si hubiéramos tenido siquiera la sensatez de poner un pañuelo atado en un palo, que indicara el lugar en que quedaba la esfera!

Y callé furioso.

—Claro está —continuó Cavor, meditabundo— que son inteligentes. Podemos establecer hipótesis sobre ciertas cosas. Puesto que no nos han muerto en el acto, deben tener ideas de compasión. ¡Compasión! En todo caso, de moderación, quizás de sociedad. ¡Sí! Podemos entendemos. Y este departamento, y las ojeadas que nos ha echado el guardián… ¡y estas cadenas! Un alto grado de inteligencia…

—¡Pluguiera, al Cielo —grité—, que se nos hubiera ocurrido pensarlo dos veces antes de venir! Error sobre error: primero, mis malos negocios, y ahora, un mal negocio. Todo ha dependido de mi confianza en usted. ¿Por qué no me quedé escribiendo mi drama? De eso sí que era capaz. Ése era mi mundo y la vida para la cual estaba hecho. Ahora estaría ya terminado mi drama. Estoy cierto… de que era un buen drama. Ya tenía el escenario casi hecho. Y luego… ¡Imagíneselo usted! ¡Un salto a la luna! Resultado… ¡qué he tirado mi vida a la basura! La vieja de la posada de cerca de Canterbury era más sensata que yo…

Miré hacia arriba, y me interrumpí en mitad de la frase. La obscuridad había abierto paso nuevamente a la luz azulada: la puerta se abría, y varios silenciosos selenitas entraban en el cuarto. Me quedé callado y quieto, con la vista fija en sus impasibles y acartonadas caras.

Luego, de repente, mi sensación de desagradable extrañeza se convirtió en interés, pues vi que el primero y el segundo tenían en las manos unas tazas: existía, pues, por lo menos, una elemental necesidad que nuestras inteligencias y las suyas podían comprender en común. Las tazas eran de un metal que, como el de nuestras cadenas, tenía un color obscuro en aquella luz azulada: y ambas contenían una cantidad de trozos blanquizcos. Todo el sombrío dolor moral y las miserias físicas que me oprimían se agolparon en un solo punto y tomaron la forma del hambre. Miré las tazas ávidamente y, aunque después, en mis sueños, me volvió a la mente esa circunstancia, en aquel momento me pareció cosa de poca monta el que los brazos que bajaban una de las tazas en mi dirección no terminaran en manos, sino en una especie de blanda pinza, como la extremidad de la trompa del elefante.

El contenido de la taza era flojo y de color habano claro: parecían trozos de algún batido frío, y despedían un débil olor de hongos. Por un pedazo de costillar de res lunar que vimos entonces allí, me inclino a creer que era carne de dicha res.

Mis manos estaban tan oprimidas por las cadenas, que apenas podían alcanzar a tocar la taza; pero al ver mis esfuerzos, dos de ellos aflojaron diestramente una de las vueltas de la cadena que me sujetaba la muñeca. Sus manos-tentáculos, eran suaves y frías.

Inmediatamente me llené la boca de aquel alimento: tenía la misma flojedad de tejido que todas las estructuras orgánicas parecen tener en la luna, y su sabor era como el de una «gauffre» o merengue blando, pero de ninguna manera desagradable. Tomé otros dos bocados:

—¡Necesitaba comer! —dije, sacando un pedazo más grande aún.

Durante un rato comimos con positiva ausencia de toda dignidad. Comimos y luego bebimos como vagabundos en una cocina caritativa. Nunca había estado antes, ni he estado después, hambriento hasta semejante extremo de voracidad, y a no ser por mi experiencia de aquel día, jamás hubiera podido creer que, a un cuarto de millón de millas de nuestro mundo, en la mayor perplejidad de alma posible, rodeados, vigilados, tocados por seres más grotescos y extrahumanos que las peores criaturas de una pesadilla, me sería posible comer con tan absoluto olvido de todo. Ellos, parados en tomo nuestro, nos observaban, y de vez en cuando emitían una especie de ligera risita, que, supongo, era su manera de hablar. Ni siquiera me estremecí al sentir su contacto, y cuando el primer arranque de mi apetito se calmó, pude notar que también Cavor había estado comiendo con el mismo impúdico abandono.

(XIV)

Experimentos de comunicación

Cuando por fin hubimos concluido de comer, los selenitas volvieron a encadenamos las manos juntas, y después desataron las cadenas que nos sujetaban los pies y las ajustaron de nuevo, en forma que nos diera mayor libertad de movimiento. En seguida soltaron las cadenas que nos retenían por el cuerpo. Para hacer todo esto, tenían que manoseamos constantemente, y de rato en rato una de las grotescas cabezas se acercaba a mi cara casi hasta tocarla, o un suave tentáculo me rozaba la cabeza o el cuello. No recuerdo que su proximidad me asustara ni me repugnara. Creo que nuestro incurable antropomorfismo nos hizo imaginamos que dentro de aquellas máscaras crustáceas había cabezas humanas. Su piel, como todo lo demás, parecía azulada, pero era por la luz; era dura y lustrosa, como la del escarabajo, no suave o húmeda o peluda como sería la de un animal vertebrado. A lo largo de la cima de la cabeza veíaseles una baja cordillera de blanquizcas espinas que corrían de atrás a delante, y a cada lado otra hilera de espinas, mucho más grande, encorvada sobre los ojos. El selenita que me desató usaba la boca para ayudar a las manos.

—Parece que nos sueltan —dijo Cavor—. ¡Acuérdese usted de que estamos en la luna! ¡No haga usted movimientos bruscos!

—¿Va usted a ensayar la geometría?

—Si tengo una oportunidad; pero, por supuesto, ellos pueden hacer primero alguna indicación.

Nos quedamos quietos. Los selenitas, una vez que hubieron terminado sus arreglos, se alinearon, apartados de nosotros, y parecían miramos. Digo que «parecían» miramos, porque como tenían los ojos a los lados y no enfrente, uno tenía, para determinar la dirección en que miraban, la misma dificultad que hay para saber hacia dónde miran un pez o una gallina. Conversaban con aflautados tonos, que a mí me parecía imposible imitar o definir. La puerta situada detrás de nosotros se abrió de par en par, y mirando por sobre el hombro vi, más allá, un ancho espacio, alumbrado por una luz vaga, en el que aparecía, de pie, una multitud de selenitas.

—¿Quieren que imitemos esos sonidos? —pregunté a Cavor.

—No lo creo —contestó.

—Me parece que tratan de hacemos comprender algo.

—Yo nada puedo deducir de sus ademanes. ¿Se ha fijado usted en ése que agita la cabeza como un hombre que está molesto por un cuello ajustado?

 

—Agitemos nosotros también la cabeza.

Lo hicimos; pero como no produjera efecto, intentamos una imitación de los movimientos de los selenitas. Eso pareció interesarles, pues todos se pusieron a hacer el mismo movimiento. Pero tampoco aquello parecía conducir a nada, por lo cual desistimos al fin, lo mismo que ellos, para dedicarse a una aflautada argumentación. Después, uno algo más bajo, y grueso que los demás, con una boca particularmente ancha, se sentó de improviso al lado de Cavor, puso las manos y los pies en la misma posición en que estaban atados los de aquél, y en seguida, con un movimiento ágil, se levantó.

—¡Cavor! —grité—. ¡Quieren que nos pongamos de pie!

Cavor los miró, boquiabierto.

—¡Así es! —dijo.

Y jadeando, y gruñendo mucho, porque nuestras manos, atadas juntas, no nos ayudaban, conseguimos levantamos. Los selenitas se apartaron más, ante nuestro jadeo de elefantes, y parecían charlar con mayor volubilidad. Tan pronto como estuvimos en pie, el selenita gordo se nos acercó, nos acarició a ambos la cara con sus tentáculos, y echó a andar en dirección a la puerta abierta. Aquello era también suficientemente claro, y lo seguimos. Entonces vimos que cuatro de los selenitas parados en la puerta eran más altos que los otros, e iban vestidos de la misma manera que los que habíamos visto en el cráter, es decir, con yelmos redondos y puntiagudos y el cuerpo cubierto con unos forros o cajas cilíndricas; cada uno de los cuatro tenía una especie de lanza, con la punta y la contera del mismo metal obscuro de que estaban hechas las tazas. Los cuatro se nos acercaron poniéndose uno a cada lado de nosotros dos, cuando pasamos de nuestra habitación a la caverna de la que entraba la luz.

No nos preocupamos en seguida de examinar la caverna. Nuestra atención estaba embargada por los movimientos y actitudes de los selenitas que teníamos más cerca, y por la necesidad de contener nuestros movimientos, para no alarmarlos y alarmamos nosotros mismos con algún paso excesivo. Delante de nosotros iba el individuo bajo, grueso, que había resuelto el problema de indicamos que nos levantáramos: hacía ademanes que nos parecían, casi todos, inteligibles, y que eran invitaciones a seguirle. Su cara impasible se volvía de Cavor a mí y de mí a Cavor con una rapidez que, visiblemente, denotaba interrogación. Por un rato, he dicho, aquello ocupó completamente nuestra atención.

Pero por fin el extenso lugar, teatro de nuestros movimientos, se impuso a nuestro examen. Allí estaba la prueba de que la fuente de una gran parte, por lo menos, del tumulto de ruidos que había llenado constantemente nuestros oídos desde el momento en que volvimos del sueño producido por los hongos, era una vasta maquinaria en movimiento, cuyas partes volantes y rodantes aparecían confusamente por entre los cuerpos de los selenitas que nos rodeaban. Y el conjunto de ruidos que poblaba el espacio no era lo único que salía de aquel mecanismo, sino también la peculiar luz azul que irradiaba en todo el lugar. Habíamos considerado natural que una caverna subterránea estuviera alumbrada artificialmente, y aun entonces, a pesar de estar patente ante mis ojos el hecho, no me hice cargo de su importancia hasta que, poco después, nos volvimos a hallar en la obscuridad.

No puedo explicar el significado y estructura de aquel enorme aparato, porque ni Cavor ni yo llegamos a saber para qué ni cómo trabajaba. Una después de otra, grandes lanzas de metal surgían veloces de su centro, hacia arriba, y sus cabezas recorrían un radio para mí parabólico; cada una dejaba caer una especie de brazo pendiente al alzarse hacia la cima de su carrera, y se hundía abajo en un cilindro vertical empujándolo hacia adelante. Y cuando se hundía cada uno de aquellos brazos, sonaba un golpe y luego un estruendo, y por arriba del cilindro vertical se desbordaba la substancia incandescente, que iluminaba el recinto corría como corre la leche de la vasija en que hierve, y caía luminosa en un depósito de luz situado abajo. Era una fría luz azul, una especie de resplandor fosforescente, pero infinitamente más claro, y de los depósitos en que caía, corría por conductos a través de la caverna.

¡Tud! ¡Tud! ¡Tud!, sonaban los avasalladores brazos de aquel ininteligible aparato, y la clara substancia chillaba y se desbordaba. Al principio, la máquina me pareció de un tamaño racional, y cercana a nosotros; pero luego vi cuán pequeños parecían los selenitas a su lado, y me di cuenta de toda la inmensidad de la caverna y de la máquina. Volví la vista del tremendo mecanismo a los selenitas, con expresión de respeto; me detuve, y Cavor se paró también, y contempló la tonante máquina.

—¡Pero esto es estupendo! —dije—, ¿para que podrá ser?

La cara de Cavor, iluminada de azul, estaba llena de inteligente respeto.

—¡No puedo estar soñando! —exclamó mi compañero—. Estos seres, seguramente… ¡Los hombres no podrían hacer una cosa como ésta! Mire usted esos brazos ¿son varas de conexión?

El selenita gordo había avanzado algunos pasos, sin que le siguiéramos. Volvió, y se paró entre nosotros y la gran máquina. Yo hice como que no le veía, pues comprendí que su idea era obligamos a seguir adelante; pero él dio otra vez algunos pasos en la dirección en que deseaba lo siguiéramos, volvió, y nos sobó las caras para atraer nuestra atención.

Cavor y yo nos miramos.

—¿No podríamos hacerle ver que la maquina nos interesa? —dije.

—Si —contestó Cavor—, vamos a procurarlo.

Se volvió hacia nuestro guía, sonrió, señaló la máquina, y la señaló otra vez, y luego su cabeza, y después nuevamente la máquina.

Por un defecto de raciocinio, pareció imaginarse que algunas palabras de inglés adulterado podrían servir de ayuda a sus ademanes.

—Yo mirar mucho —dijo—; yo pensar mucho en ella. Sí.

El comportamiento de mi amigo pareció por un momento contener el deseo de los selenitas, de continuar la marcha. Se miraron uno a otro, sus originales cabezas se movieron, sus aflautadas voces sonaron con mayor precipitación y más agudas. Después, uno de ellos, un animalón alto y flaco, con una especie de manteleta agregada al traje con que los demás estaban vestidos, alargó la trompa que tenía por brazo, tomó a Cavor por la cintura, y lo tiró suavemente para que siguiera a nuestro guía, que echó a andar de nuevo.

Cavor se resistió.

—¡Podríamos empezar desde ahora, a explicamos! —dijo—. Tal vez piensan que somos animales, ¡una nueva clase de reses, quizás! Es de capital importancia que mostremos inteligente interés hacia las cosas, desde un principio.

Y empezó a sacudir la cabeza violentamente.

—No, no —dijo—: Yo no ir hasta dentro un minuto. Yo mirar.

—¿No existe algún punto geométrico que pudiera usted sacar a luz a propósito de la máquina? —le sugerí, mientras los selenitas entraban otra vez en conferencia.

—Puede ser que una parábola… —dijo.

¡Dio un aullido, y un salto de seis pies o tal vez más!

¡Uno de los cuatro que estaban armados se le acercó, y le dio un puntazo con aquella especie de lanza!

Yo me volví hacia el lancero que estaba detrás de mí, con un ademán veloz y amenazador: el selenita retrocedió. Mi movimiento, el aullido y el salto de Cavor los habían asombrado a todos: era evidente. Todos retrocedieron precipitadamente, mirándonos con sus estúpidos, invariables ojos. Durante uno de esos momentos que parecen una eternidad, Cavor y yo nos quedamos parados, en actitud de colérica protesta, y frente a nosotros un semicírculo formado por aquellos extraños seres.

—¡Me pinchó! —dijo Cavor, con acento algo amedrentado.

—Ya lo vi —contesté.

Y luego, a los selenitas:

—¡Vayan ustedes al diablo! —les grité—. Nosotros no soportaremos estas cosas. ¿Por quién nos toman ustedes?