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100 Clásicos de la Literatura

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VII

Amazán llegó al país de los bátavos ; su corazón experimentó una dulce satisfacción al hallar allí alguna tenue semejanza con el feliz país de los gangáridas: la libertad, la igualdad, la limpieza, la abundancia, la tolerancia; pero las damas del país eran tan frías que ninguna se le insinuó como habían hecho en todos los otros países; no fue necesario que se resistiera. Si hubiera querido conquistar a estas señoras, las habría subyugado a todas, una después de otra, sin ser amado por ninguna; pero estaba bien lejos de pensar en hacer conquistas.

Formosanta estuvo a punto de atraparlo en esta nación insípida: fue cuestión de segundos.

Amazán había oído hablar tan elogiosamente entre los bátavos de cierta isla llamada Albión, que había decidido embarcarse, él y sus unicornios, en una nave que, gracias á un viento favorable del norte, lo condujo en cuatro horas a la orilla de esta tierra más célebre que Tiro y que la isla de Atlántida.

La hermosa Formosanta, que lo había seguido por las riberas orillas del Duina, del Vístula, del Elba, del Véser, llega finalmente a la desembocadura del Rin, que entonces llevaba sus rápidas aguas al mar Germánico.

Se entera de que su querido amante ha bogado hacia las costas de Albión, cree ver su navío; lanza gritos de alegría que sorprenden a todas las damas bátavas, que no podían imaginar que un mancebo pudiese provocar tanta alegría; en cuanto al fénix, no le prestaron mucha atención porque juzgaron que sus plumas no podrían venderse tan bien como la de los patos y los ánsares de sus pantanos. La princesa de Babilonia fletó dos navíos para que la llevaran con toda su gente a esa bienaventurada isla de Albión donde iba a poseer el único objeto de todos sus deseos, el alma de su vida, el dios de su corazón.

Un funesto viento de Occidente se levantó repentinamente en el mismo momento en que el fiel y desventurado Amazán ponía pie en tierra de Albión: los navíos de la princesa de Babilonia no pudieron zarpar. Una congoja de corazón, un amargo dolor, una profunda melancolía se apoderaron de Formosanta: se metió en cama con su dolor, esperando que el viento cambiara; pero sopló ocho días enteros con una violencia desesperante. La princesa, durante ese siglo de ocho días, se hacía leer novelas por Irla: no es que los bátavos supiesen escribirlas; pero, como eran los comerciantes del universo, vendían la inteligencia de las otras naciones, así como sus productos. La princesa hizo comprar en lo de Marc-Michel Rey todos los cuentos que habían sido escritos entre los ausonios y los velches y cuya venta había sido prohibida juiciosamente en estos países para enriquecer a los bátavos; esperaba hallar en estas historias alguna aventura que se asemejase a la suya y calmase su dolor. Irla leía, el fénix daba su opinión, y la princesa no hallaba nada en la paysanne parvenue ni en el Sopha, ni en los Quatre Facardins , que tuviese la menor relación con sus aventuras; interrumpía constantemente la lectura para preguntar de qué lado venía el viento.

VIII

Mientras tanto Amazán estaba ya en camino a la capital de Albión, en su carroza tirada por seis unicornios, y soñaba con su princesa. Vio un coche caído en una zanja; los criados se habían alejado para buscar ayuda; el dueño del coche permanecía tranquilamente en su vehículo, sin mostrar la menor impaciencia y divirtiéndose en fumar porque en esa época se fumaba: se llamaba milord What-then, lo que significa aproximadamente Ya mí que en la lengua a la cual traduzco estas memorias.

Amazán se precipitó en su dirección para ayudarlo; enderezó solo el coche, hasta tal punto su fuerza era superior a la de los otros hombres. Milord Y a mi qué se contentó con decir: "He aquí un hombre bien vigoroso". Los rústicos, que habían acudido de la vecindad, montaron en cólera porque se los había hecho ir inútilmente y se la tomaron con el extranjero: lo amenazaron llamándolo perro extranjero y quisieron golpearlo.

Amazán tomó a dos en cada mano y los arrojó a veinte pasos; los otros lo respetaron, lo saludaron, le pidieron dinero del que jamás habían visto en su vida.

Milord Y a mi qué le dijo:

-Os estimo; venid a beber conmigo a mi casa de campo, que sólo se halla a tres millas.

Subió en el vehículo de Amazán, porque el suyo había quedado maltrecho luego del golpe.

Luego de un cuarto de hora de silencio, miró un instante a Amazán y le dijo: How dye do; literalmente. ¿Cómo hace usted hacer?, y en la lengua del traductor ¿Cómo está usted?, lo cual no quiere decir absolutamente nada en ningún idioma; luego agregó: "Tiene usted seis lindos unicornios" y siguió fumando.

El viajero le dijo que ponía sus unicornios a su servicio; que venía con ellos del país de los gangáridas; aprovechó la ocasión para hablarle de la princesa de

Babilonia y del beso fatal que le había dado al rey de Egipto; a todo lo cual el otro no replicó absolutamente nada, preocupándole bien poco que hubiese en el mundo un rey de Egipto y una princesa de Babilonia. Estuvo nuevamente un cuarto de hora sin hablar, después de lo cual volvió a preguntar a su compañero cómo hacía hacer y si se comía buen roast-beef en el país de los gangáridas. El viajero le respondió con su habitual cortesía que no se comía a los hermanos en las orillas del Ganges. Le explicó luego el sistema que fue, después de muchos siglos, el de Pitágoras, Porfirio, Jámblico . Después de lo cual el milord se durmió y continuó durmiendo de un tirón hasta que llegó a su casa.

Tenía una mujer joven y encantadora, a quien la naturaleza había dado un alma tan viva y sensible como indiferente era la de su marido. Varios señores albionenses habían venido ese día a cenar con ella. Había allí toda clase de caracteres porque no habiendo estado el país gobernado casi nunca sino por extranjeros, las familias que vinieron con estos príncipes habían traído cada una de ellas costumbres diferentes. Amazán se halló en compañía de personas muy amables.

La dueña de casa no tenía nada de esa apariencia falsa y torpe, de esa rigidez, de ese falso pudor que se reprochaba por entonces a los jóvenes de Albión. No escondía, tras un porte desdeñoso y un silencio afectado, la esterilidad de sus ideas y el embarazo humillante de no tener nada que decir: ninguna mujer era más entusiasta. Recibió a Amazán con la cortesía y la gracia que le eran naturales. La extrema belleza de este joven extranjero y la repentina comparación que hizo entre él y su marido, la impresionaron vivamente al comienzo.

Sirvieron la comida. Ella hizo sentar a Amazán a su lado y le hizo comer puddings de todas clases, habiendo sabido por él que los gangáridas no se alimentaban con nada que hubiese recibido de los dioses el don celeste de la vida. Su belleza, su fuerza, las costumbres de los gangáridas, el progreso de las artes, la religión y el gobierno, fueron el tema de una conversación tan agradable como instructiva, que duró hasta la noche y durante la cual milord Y a mi qué bebió mucho y no dijo una sola palabra.

Después de la cena, mientras milady servía el té y devoraba con los ojos al mancebo, éste conversó con un miembro del parlamento: porque, como todos saben, por ese entonces había un parlamento y se llamaba Wittenagemot lo cual significa la asamblea de la gente inteligente. Amazán se informaba de la constitución, las costumbres, las leyes, los conocimientos, los usos, las artes que tornaban a este país tan recomendable; el señor le hablaba en estos términos:

-Durante mucho tiempo anduvimos completamente desnudos, a pesar de que el país no es cálido. Durante mucho tiempo fuimos tratados como esclavos por gente que venía de la antigua tierra de Saturno regada por las aguas del Tíber; pero nosotros mismos nos hicimos males mucho mayores que aquellos que debimos enjugar de nuestros primeros conquistadores. Uno de nuestros reyes llevó su bajeza hasta declararse súbdito de un prelado que habitaba también en las orillas del Tíber y a quien se llamaba el Viejo de las siete montañas: hasta tal punto el destino de estas siete montañas fue durante mucho tiempo dominar una gran parte de Europa, habitada entonces por brutos.

«Después de esos tiempos de envilecimiento, vinieron siglos de ferocidad y de anarquía. Nuestra tierra, más tempestuosa que los mares que la rodean, fue saqueada y ensangrentada por nuestras discordias.

Varias cabezas coronadas perecieron en el último suplicio. Más de cien príncipes de sangre real terminaron sus días en el cadalso; se arrancó el corazón de todos sus seguidores y se azotaron sus mejillas. Era el verdugo a quien correspondía escribir la historia de nuestra isla, puesto que era él quien había terminado con todos los grandes debates.

«No hace mucho tiempo que, para colmo de horror, algunas personas que llevaban un manto negro y otras que usaban una camisa blanca encima de su chaqueta , al ser mordidas por perros rabiosos, comunicaron su rabia a la nación entera. Todos los ciudadanos fueron o asesinados o degollados, o verdugos o ajusticiados, o depredadores o esclavos, en el nombre del cielo y buscando al Señor.

«¿Quién creería que de este abismo escalofriante, de este caso de disensiones, atrocidades, ignorancia y fanatismo, resultó finalmente el más perfecto gobierno que pueda existir hoy en el mundo? Un rey honrado y rico todopoderoso para hacer el bien, impotente para hacer el mal, se halla a la cabeza de una nación libre, guerrera, comerciante y esclarecida. Los grandes por un lado y los representantes de las ciudades por el otro, comparten la legislación con el monarca.

«Se había visto, por una singular fatalidad, al desorden, a las guerras civiles, a la anarquía y a la pobreza, desolar el país cuando los reyes detentaban el poder arbitrario. La tranquilidad, la riqueza, la felicidad pública sólo reinaron entre nosotros cuando los reyes reconocieron que no eran absolutos. Todo se hallaba subvertido cuando se disputaba sobre cosas ininteligibles; todo estuvo en orden cuando se las desdeñó. Nuestras flotas victoriosas llevan nuestra gloria por todos los mares y las leyes aseguran nuestras fortunas: un juez jamás puede aplicarlas arbitrariamente; nunca se arresta a nadie sin motivo. Castigaríamos como asesinos a los jueces que osaran enviar a la muerte un ciudadano sin manifestar los testimonios que lo acusan y la ley que lo condena.

 

«Es cierto que siempre hay entre nosotros dos partidos que se combaten con la pluma y con intrigas; pero también es cierto que siempre se unen cuando se trata de tomar las armas para defender la patria y la libertad. Estos dos partidos velan el uno por el otro; se impiden mutuamente violar el depósito sagrado de las leyes; se odian, pero aman al Estado: son amantes celosos que sirven a porfía a la misma querida.

«El mismo poder espiritual que nos ha hecho conocer y sostener los derechos de la naturaleza humana ha llevado a las ciencias al más alto grado que puedan alcanzar entre los hombres. Vuestros egipcios, que son considerados tan grandes como mecánicos; vuestros hindúes, a quienes se cree tan grandes filósofos; vuestros babilonios que se jactan de haber observado los astros durante cuatrocientos treinta mil años; los griegos que ha escrito tantas frases y tan pocas cosas, no saben nada con precisión en comparación con nuestros más pequeños escolares, que han estudiado los descubrimientos de nuestros grandes maestros. Hemos arrancado más secretos a la naturaleza en el lapso de cien años que los que el género humano había descubierto en la multitud de los siglos.

«He aquí en realidad el estado en que nos hallamos. No os he escondido el bien, ni el mal, ni nuestros oprobios, ni nuestra gloria; y no he exagerado nada.

Amazán, ante este discurso, se sintió invadido por el penetrante deseo de instruirse en las ciencias sublimes de las cuales se le hablaba; y si su pasión por la princesa de Babilonia, su respeto filial por su madre, a la cual había dejado abandonada no hubiesen hablado con fuerza a su corazón desgarrado, habría querido pasar su vida en la isla de Albión; pero aquel malhadado beso dado por su princesa al rey de Egipto no daba suficiente libertad a su ánimo para estudiar las altas ciencias.

-Os confieso --dijo- que habiéndome impuesto la ley de recorrer el mundo huyendo de mí mismo, siento bastante curiosidad por ver esa antigua tierra de Saturno, ese pueblo del Tíber y de las siete montañas a quien habéis obedecido otrora; debe ser, sin duda, el primer pueblo de la tierra.

-Os aconsejo emprender ese viaje-le repuso el albionense-, por poco que améis la pintura y la música. Nosotros mismos vamos muy a menudo a llevar nuestro aburrimiento hacia las siete montañas. Pero os sentiréis muy asombrado al ver a los descendientes de nuestros vencedores.

Esta conversación fue larga. A pesar de que el hermoso Amazán tenía el cerebro un poco afectado hablaba con tanto encanto, su voz era tan conmovedora, su porte tan noble y tan suave, que la dueña de casa no pudo evitar a su vez conversar con él a solas. Al hablarle le estrechó tiernamente la mano mirándolo con ojos húmedos y brillantes que llevaban el deseo a todos los resortes de la vida. Lo hizo quedarse a comer y a dormir. Cada instante, cada palabra, cada mirada, inflamaron su pasión. Apenas todos se hubieron retirado, le escribió una esquelita, sin dudar que él vendría a hacerle la corte a su lecho, mientras que milord Y a mi qué dormía en el suyo. Nuevamente Amazán tuvo el coraje de resistir; hasta tal punto un grano de locura produce efectos milagrosos en un alma fuerte y profundamente herida.

Amazán, siguiendo su costumbre, escribió a la dama una respuesta respetuosa en la cual le informaba de la santidad de su juramento y la fuerte obligación en la que se hallaba de enseñar a la princesa de Babilonia a dominar sus pasiones; después de lo cual hizo uncir sus unicornios y volvió a partir hacia la Batavia, dejando a todos los huéspedes maravillados de él, y a la dueña de casa desesperada. En el exceso de su dolor, leyó al día siguiente.

-Ésas son -dijo, encogiéndose de hombros- necedades bien aburridas. Y se fue a una cacería de zorro con algunos borrachos de la vecindad. Amazán ya bogaba sobre el mar, provisto de un mapa geográfico que le había obsequiado el sabio albionense que había conversado con él en la casa de milord Y a uní qué Veía con sorpresa gran parte de la tierra sobre una hoja de papel.

Sus ojos y su imaginación se perdían en ese pequeño espacio; miraba el Rin. el Danubio, los Apees del Tirol, llamados entonces de otra manera, y todos los países por donde debía pasar antes de llegar a la ciudad de las siete montañas; pero sus miradas se dirigían sobre todo al país de los gangáridas, a Babilonia, donde había visto a su querida princesa y al fatal país de Bassora, donde ella había dado un beso al rey de Egipto. Suspiraba, derramaba lágrimas, pero estaba de acuerdo en que el albionense, que le había regalado un universo en pequeño, no se había equivocado al decirle que la gente era más instruida en las orillas del Támesis que en las del Nilo, del Éufrates y del Ganges.

Mientras él regresaba a Batavia, Formosanta volaba hacia Albión con sus dos navíos que singlaban a toda vela; el de Amazán y el de la princesa se cruzaron, casi se tocaron: los dos amantes estaban cerca el uno del otro y no podían sospecharlo. ¡Ah, si lo hubiesen sabido! Pero el imperioso destino no lo permitió

IX

Apenas Amazán desembarcó sobre el terreno parejo y fangoso de Batavia, partió como un relámpago hacia la ciudad de las siete montañas. Debió atravesar la parte meridional de la Germania. Cada cuatro millas se hallaba un príncipe y una princesa, damas de honor y pordioseros. Estaba asombrado de las coqueterías que estas señoras y estas damas de honor le hacían en todos lados con la buena fe germánica, y sólo les respondía con modestas negativas. Después de haber atravesado los Alpes, se embarcó en el mar de Dalmacia y desembarcó en una ciudad que no se parecía en absoluto a las que había visto hasta entonces. El mar formaba sus calles; las casas estaban edificadas sobre el agua. Las pocas plazas públicas que adornaban esta ciudad estaban llenas de hombres y mujeres que tenían un doble rostro, aquel que la naturaleza les había dado y un rostro de cartón mal pintado que se aplicaban sobre el otro; de tal manera que la nación parecía compuesta por espectros. Los extranjeros que llegaban a esta comarca comenzaban por comprarse un rostro, así como en otras partes uno se provee de gorros y de zapatos.

Amazán desdeñó esta moda que iba contra la naturaleza: se presentó tal como era. Había en la ciudad doce mil mujerzuelas inscriptas en el gran libro de la república: mujerzuelas útiles al Estado, encargadas del comercio más ventajoso y más agradable que haya enriquecido nunca una nación. Los comerciantes comunes enviaban a gran costo y a grandes riesgos sus telas a Oriente; estas hermosas negociantes realizaban sin ningún riesgo un tráfico que siempre volvía a renacer de sus propios atractivos. Vinieron todas a presentarse al bello Ámazán y le ofrecieron elegir. Huyó lo más pronto que pudo pronunciando el nombre de la incomparable princesa de Babilonia y jurando por los dioses inmortales que era más hermosa que las doce mil mujerzuelas venecianas.

-Sublime bribona -gritaba en sus arrebatos-, os enseñaré a ser fiel.

Finalmente las ondas amarillentas del Tíber, pantanos apestados, habitantes macilentos, descarnados y raros, cubiertos con viejos mantos agujereados que dejaban ver la piel seca y curtida, se presentaron ante sus ojos y le anunciaron que se hallaba ante la puerta de la ciudad de las siete montañas, esa ciudad de héroes y legisladores que había conquistado y civilizado una gran parte del globo.

Se había imaginado que vería en la puerta triunfal quinientos batallones comandados por héroes, y en el senado una asamblea de semidioses dando sus leyes a la tierra. Halló, por todo ejército, una treintena de pillos que montaban guardia bajo una sombrilla, por miedo al sol. Al entrar a un templo que le pareció muy hermoso, pero menos que el de Babilonia, se sintió bastante sorprendido al oír una música ejecutaba por hombres que tenían voces de mujer.

-Sí que es un país gracioso esta tierra de Saturno -dijo-. He visto una ciudad donde nadie tenía rostro; he aquí donde los hombres no tienen ni voz ni barba.

Se le dijo que estos cantores ya no eran hombres; que se los había despojado de su virilidad a fin de que cantasen más agradablemente las alabanzas de una prodigiosa cantidad de gente de mérito. Amazán no comprendió nada de lo que le decían. Estos señores le pidieron que cantara; cantó una canción gangárida con su gracia habitual.

Su voz era un contralto muy bello.

-Ah, señor -le dijeron-, qué hermosa voz de soprano tendríais. Ah, si...

-¿Cómo, si? ¿Qué pretendéis decir? -Ah, monseñor...

-¿Y bien?

-¡Si no tuvierais barba!

Entonces le explicaron de buena gana, con gestos sumamente cómicos, según su costumbre de qué se trataba. Amazán quedó muy confundido.

-He viajado -dijo- y jamás he oído hablar de tal fantasía.

Cuando se hubo cantado bastante, el Viejo de las siete montañas fue con gran cortejo a la puerta del templo; cortó el aire en cuatro con el pulgar levantado, dos dedos extendidos y otros dos plegados, diciendo estas palabras en un idioma que ya no se hablaba: A la ciudad y al universo . El gangárida no podía comprender que dos dedos pudiesen llegar tan lejos.

Pronto vio desfilar toda la corte del dueño del mundo: estaba compuesta de graves personajes, algunos con trajes rojos, otros violetas; casi todos miraban al bello Amazán con ojos tiernos y se decían el uno al otro: ¡San Martino, che bel ragazzo! ¡San Pancratio que bel fanciullo!

Los ardientes , cuyo oficio era mostrar a los extranjeros las curiosidades de la ciudad, se apresuraron a hacerle ver casas en ruinas donde un mozo de mulas no hubiese querido pasar la noche pero que habían sido otrora dignos monumentos de la grandeza de un pueblo real. Y vio también cuadros de doscientos años, y estatuas de más de veinte siglos que le parecieron obras maestras.

-¿Hacéis vosotros aún obras semejantes? -No, vuestra Excelencia -le respondió uno de los ardientes-, pero despreciamos al resto de la tierra, porque conservamos estas rarezas. Somos como ropavejeros; ponemos nuestra gloria en los viejos trajes que aún quedan en nuestras tiendas.

Amazán quiso ver el palacio del príncipe; lo llevaron a él. Vio a los hombres de violeta que contaban el dinero de las rentas del Estado: ya de una tierra situada sobre el Danubio, ya de otra sobre el Loria, o sobre el Guadalquivir, o sobre el Vístula.

-¡Oh!, ¡oh! --dijo Amazán después de haber consultado su mapa geográfico-, ¿vuestro señor posee pues toda Europa, como esos héroes antiguos de las siete montañas?

-Debe poseer el universo entero por derecho divino ----le respondió el violeta- y aun hubo un tiempo en que sus predecesores se acercaron a la monarquía universal; pero sus sucesores tienen la bondad de contentarse hoy con algún dinero que los reyes, sus vasallos, le hacen pagar en forma de tributo.

-¿Vuestro señor es pues efectivamente el rey de los reyes? ¿Es éste pues su título? -dijo Amazán.

-No, Excelencia, su título es servidor de los servidores; es por su origen pescador y portero y es por eso que los emblemas de su dignidad son las redes y las llaves; pero siempre da órdenes a todos los reyes. No hace mucho que envió ciento un mandatos a un rey del país de los celtas y el rey obedeció .

-¿Vuestro pescador -dijo Amazán- envió acaso cinco o seis mil hombres para hacer ejecutar sus ciento y una voluntades?

-En absoluto, Vuestra Excelencia; nuestro santo dueño no es lo suficientemente rico para asalariar a diez mil soldados; pero tiene de cuatro a cinco mil profetas divinos distribuidos en los otros países. Estos profetas de todos los colores son, como es justo, alimentados a expensas de los pueblos; anuncian de parte de los cielos que mi señor puede con sus llaves abrir y cerrar todas las cerraduras, y sobre todo las de las cajas fuertes. Un prelado normando , que tenía ante el rey del que os hablo el cargo de confidente de sus pensamientos, lo convenció de que debió obedecer sin réplica los ciento un pensamientos de mi señor: porque debéis saber que una de las prerrogativas del Viejo de las siete montañas es la de tener siempre razón, sea que se digne hablar, sea que se digne escribir.

 

-¡Caramba! -dijo Amazán-, he aquí un hombre bien singular. Me agradaría cenar con él. -Vuestra Excelencia, aunque fueras rey, no podrías cenar en su mesa; todo lo que él podría hacer por vos sería hacer servir una a su lado, más pequeña y más baja que la suya. Pero, si queréis tener el honor de hablarle os pediré audiencia con él, mediando una buena mancia que tendréis la bondad de darme.

-Con sumo gusto -respondió el gangárida. El violeta se inclinó.

-Os introduciré mañana -dijo-. Haréis tres genuflexiones y besaréis el pie del Viejo de las siete montañas.

Ante estas palabras Amazán estalló en tales carcajadas que estuvo a punto de ahogarse; salió sujetándose las costillas y rió hasta las lágrimas durante todo el camino hasta que llegó a su hospedaje, donde siguió; riendo aún largo tiempo.

Durante su cena se presentaron veinte hombres sin barba y veinte violines que le ofrecieron un concierto. Fue cortejado durante el resto del día por los señores más importantes de la ciudad: le hicieron proposiciones aún más extrañas que la de besar los pies del Viejo de las siete montañas. Como era sumamente cortés, creyó al comienzo que estos señores lo tomaban por una dama, y les advirtió de su error con la más circunspecta honestidad. Pero, siendo apremiado un poco vivamente por dos o tres de los violetas más destacados, los tiró por las ventanas sin creer que estuviera ofreciéndole un gran sacrificio a la hermosa Formosanta. Abandonó lo más pronto posible esta ciudad de los dueños del mundo, donde había que besar a un viejo en el dedo del pie, como si su mejilla estuviese en el pie, y donde sólo se abordaba a los mancebos con ceremonias aún más estrafalarias.

X

De provincia en provincia, siempre rechazando arrumacos de toda especie, siempre fiel a la princesa de Babilonia, siempre en cólera contra el rey de Egipto, este modelo de constancia llegó a la nueva capital de los galos. Esta ciudad había pasado, como tantas otras, por todos los grados de la barbarie, de la ignorancia, de la estupidez y de la miseria. Su primer nombre había sido barro y .fango , luego había tomado el de Isis, por el culto de Isis que había legado hasta ella. Su primer senado había sido una compañía de barqueros . Había sido durante largo tiempo esclava de los héroes depredadores de las siete montañas, y después de algunos siglos, otros bandidos, llegados de la orilla ulterior del Rin, se habían apropiado de su pequeño terreno.

El tiempo, que todo lo cambia, había hecho de ella una ciudad de la cual una mitad era muy noble y muy agradable, la otra un poco grosera y ridícula: era el emblema de sus habitantes. Había dentro de su recinto por lo menos cien mil personas que no tenían otra cosa que hacer más que jugar y divertirse. Este pueblo de ociosos juzgaba las artes que los otros cultivaban. No sabían nada de lo que sucedía en la corte; aunque sólo se hallaba a cuatro cortas millas de allí; parecía que estuviese a seiscientas millas por lo menos.

El placer de la buena sociedad, la alegría, la frivolidad, eran para ellos lo importante y su única preocupación; se los gobernaba como a niños a quienes se prodiga juguetes para impedirles llorar. Si se les hablaba de los horrores que había, dos siglos antes, desolado su patria, y de aquellos tiempos espantosos en que la mitad de la nación había masacrado a la otra por sofismas decían que efectivamente aquello no estaba bien y luego se echaban a reír y a cantar vaudevilles.

Cuanto más corteses, divertidos y amables eran los ociosos, más se observaba un triste contraste entre ellos y los grupos de ocupados.

Había, entre estos ocupados, o que pretendían serlo, una tropa de sombríos fanáticos , mitad absurdos, mitad pillos, cuyo solo aspecto entristecía la tierra,

a la que habrían desquiciado, si hubiesen podido, para darse un poco de crédito; pero la nación de los ociosos, cantando y bailando, los hacía retornar a sus cavernas, así como los pájaros nos obligan a los autillos a zumbillarse en los agujeros de las ruinas.

Otros ocupados , en menor número, eran los conservadores de las antiguas costumbres bárbaras contra las cuales la naturaleza horrorizada reclamaba a viva voz; sólo consultaban sus registros roídos por los gusanos. Si veían una costumbre insensata y horrible, la miraban como ley sagrada. Es por esta costumbre cobarde de no osar pensar por sí mismos y de extraer las ideas de los desechos de los tiempos en que no se pensaba, que, en la ciudad de los placeres, había aún costumbres atroces. Es por esta razón que no había ninguna proporción entre los delitos y las penas. Se hacía a veces sufrir mil muertes a un inocente para hacerle confesar un delito que no había cometido.

Se castigaba el atolondramiento de un mancebo como se habría castigado un envenenamiento o un parricidio. Los ociosos lanzaban gritos agudos y al día siguiente ya no pensaban más en ello, y sólo hablaban de modas nuevas.

Este pueblo había visto transcurrir un siglo durante el cual las bellas artes se elevaron a un grado de perfección que no se habría jamás osado esperar; los extranjeros venían entonces, como a Babilonia, a admirar los grandes monumentos de la arquitectura, los prodigios de los jardines, los sublimes esfuerzos de la pintura y de la escultura. Se sentían encantados por una música que iba al alma sin aturdir los oídos.

La verdadera poesía, es decir aquella que es natural y armoniosa, la que halaga al corazón tanto como al espíritu, sólo fue conocida por la nación durante este siglo bienaventurado. Nuevos géneros de elocuencia desplegaron bellezas sublimes. Los teatros, sobre todo, resonaron con obras de arte como ningún pueblo pudo alcanzar jamás. Finalmente, el buen gusto se expandió en todas las profesiones, hasta tal punto que incluso entre los druidas hubo buenos escritores.

Tantos laureles, que habían levantado su copa hasta las nubes, pronto se secaron en una tierra agotada. Sólo quedaron unos pocos cuyas hojas eran de un verde pálido y moribundo. La decadencia fue producida por la facilidad en el hacer y por la pereza de hacer las cosas bien, por la saciedad de la belleza y por el gusto por lo extravagante. La vanidad protegió a los artistas que volvían a traer los tiempos de la barbarie; y esta misma vanidad, al perseguir a los verdaderos talentos, los obligó a abandonar la patria; los insectos hicieron desaparecer a las abejas.

Ya casi sin artes verdaderas, ya casi sin genio, el mérito consistía en razonar a tontas y locas sobre el mérito del siglo anterior: el embadurnador de paredes de una taberna criticaba sabiamente los cuadros de los grandes pintores; los borroneadores de papel desfiguraban las obras de los grandes escritores. La ignorancia y el mal gusto tenían otros borroneadores a sus expensas; se repetían las mismas cosas en cien volúmenes bajo diferentes títulos. Todo era o diccionario o folletín. Un druida gacetillero escribía dos veces por semana los anales oscuros de algunos energúmenos ignorados por la nación, y sobre los prodigios operados en los desvanes por pequeños mendigos y pequeñas mendigas ; otros ex druidas, vestidos de negro , a punto de morir de cólera y de hambre, se quejaban en cien escritos porque no se les permitía más engañar a los hombres y porque se dejaba ese derecho a chicos vestidos de gris. Algunos archidruidas imprimían libelos difamatorios.