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100 Clásicos de la Literatura

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-Bien veo -dijo ella al pájaro- que eres el fénix del cual tanto me han hablado. Estoy a punto de morir de asombro y de alegría. No creía en absoluto en la resurrección, pero mi felicidad me ha convencido.

-La resurrección, señora -le dijo el fénix-, es la cosa más sencilla del mundo. No es más sorprendente nacer dos veces que una sola. Todo es resurrección en este mundo: las orugas resucitan en mariposas, un carozo colocado en la tierra resucita en el árbol, todos los animales enterrados en el suelo resucitan en hierbas, en plantas, y nutren a otros animales de los cuales pronto son parte de su substancia; todas las partículas que componían los cuerpos se cambian en otras diferentes. Aunque es verdad que soy el único a quien el poderoso Orosmade haya concedido la gracia de resucitar en su propia naturaleza.

Formosanta, que desde el día que había visto a Amazán y al pájaro por primera vez había pasado sus horas de asombro, le dijo:

-Concibo que el gran Ser haya podido formar de vuestras cenizas un fénix muy parecido a vos; pero que seáis precisamente la misma persona, que tengáis la misma alma, confieso que no lo comprendo muy claramente. ¿Qué fue de vuestra alma mientras os llevaba en mi bolsillo después de vuestra muerte?

-¡Oh!, ¡por dios, señora!, ¿acaso no le sería tan fácil al gran Orosmade continuar su acción sobre una pequeña chispa de mí mismo como iniciar esta acción? Me había acordado ya anteriormente el sentimiento, la memoria y el pensamiento: me los ha vuelto a conceder; que haya concebido este favor a un átomo de fuego elemental escondido en mí, o al conjunto de mis órganos, no significa nada en el fondo; tanto los fénix como los hombres ignorarán siempre cómo sucede la cosa en realidad; pero la mayor gracia que el Ser Supremo me haya acordado ha sido la de hacerme renacer para vos. ¡Quién pudiera pasar los veintiocho mil años que aún me quedan por vivir hasta mi próximo resurrección entre vos y mi querido Amazán!

-Fénix mío -le repuso la princesa-, pensad que las primeras palabras que me dijisteis en Babilonia y que jamás olvidaré, me hicieron concebir la esperanza de volver a ver a ese querido pastor que idolatro: es absolutamente necesario que vayamos juntos a la tierra de los gangáridas, y que lo lleve de regreso a Babilonia.

-Ése es mi designio --dijo el fénix-. No hay un momento que perder, hay que ir a buscar a Amazán por el camino más corto, es decir por los aires. En la Arabia Feliz hay dos grifos, íntimos amigos míos, que viven sólo a cincuenta millas de aquí: les enviaré un mensaje por medio de las palomas mensajeras; llegarán antes de la noche. Dispondremos del tiempo necesario para haceros preparar un cómodo y pequeño canapé con cajones donde pondremos vuestras provisiones de alimentos. Os sentiréis muy cómoda en este carruaje acompañada por vuestra doncella. Los dos grifos son los más vigorosos de su especie; cada uno de ellos sostendrá uno de los brazos del canapé entre sus garras; pero lo repito una vez más: cada instante es valioso.

Fue de inmediato con Formosanta a encargar el canapé de un tapicero que él conocía. En cuatro horas estuvo terminado. En sus cajones se colocaron pancitos reales, bizcochos mejores que los de Babilonia, limones poncíes, ananás, cocos, pistachos y vino de Edén, que está tan por sobre encima del vino de Chiraz como el de Chiraz lo está sobre el Surenne.

El canapé era tan ligero como confortable y sólido. Los dos grifos llegaron a Edén en el momento exacto. Formosanta y Irla se ubicaron en el carruaje; los dos grifos lo levantaron como si fuera una pluma. El fénix ora volaba cerca, ora se posaba sobre el respaldo. Los dos grifos singlaron hacia el Ganges con la rapidez de una flecha que hiende el aire. Sólo se descansaba durante la noche el tiempo necesario para comer y para hacer beber un trago a los dos cocheros.

Llegaron finalmente a la tierra de los gangáridas. El corazón de la princesa palpitaba de esperanza, de amor y de alegría. El fénix hizo detener el carruaje delante de la casa de Amazán: pidió hablarle; pero ya hacía tres horas que había partido, sin que se supiese hacia dónde había ido.

No hay palabras, ni siquiera en la misma lengua de los gangáridas, que puedan expresar la desesperación que abrumó a Formosanta.

-¡Ay!, esto es lo que temía -dijo el fénix-; las tres horas que pasasteis en el hospedaje del camino a Bassora con ese malhadado rey de Egipto os han robado quizá para siempre la felicidad de vuestra vida: mucho me temo que hayamos perdido a Amazán sin remedio.

Entonces preguntó a los criados si podía saludar a su señora madre. Respondieron que su marido había muerto la víspera anterior y que no veía a nadie. El fénix, que tenía crédito en la casa, hizo entrar a la princesa de Babilonia en un salón cuyas paredes estaban revestidas de madera de naranjo y fileteadas de marfil. Los subpastores y las subpastoras vestidos con largos trajes blancos ceñidos por aderezos color aurora les sirvieron en cien cuencos de simple porcelana cien manjares deliciosos, entre los cuales no se veía ningún cadáver disfrazado: había arroz, harinas, sagú, sémola, fideos, macarrones, tortillas, huevos cocidos en leche, quesos cremosos, pastelería de toda especie, verduras, frutos de un perfume y un gusto desconocidos en los otros climas; había una profusión de licores refrescantes, superiores a los mejores vinos.

Mientras la princesa comía, acostada sobre un lecho de rosas, cuatro pavos reales, o pavones, felizmente mudos, la abanicaban con sus alas brillantes; doscientos pájaros y cien pastores y cien pastoras, cantaban a dos voces; los ruiseñores, los canarios, las currucas, los pinzones cantaban el acompañamiento con las pastoras, los pastores hacían las voces de tenor y las bajas: en todo estaba la hermosura y la simple naturaleza. La princesa confesó que si bien en Babilonia había más magnificencia, la naturaleza era mil veces más agradable en el país de los gangáridas; pero, mientras que le ofrecían esta música consoladora y voluptuosa, ella derramaba lágrimas y decía a la joven Irla, su acompañante:

-Estos pastores y estas pastoras, estos ruiseñores y estos canarios hacen el amor y yo estoy separada del héroe gangárida, digno objeto de mis muy tiernos y muy impacientes deseos.

Mientras ella hacía esta colación, mientras lo admiraba todo y lloraba, el fénix decía a la madre de Amazán:

-Señora, no podéis dispensaros de ver a la princesa de Babilonia; vos sabéis...

-Todo lo sé -dijo ella-, hasta su aventura en un hospedaje sobre el camino de Bassora; un mirlo me lo contó todo esta mañana, y este cruel mirlo es la causa de que mi hijo presa de la desesperación, se haya vuelto loco y haya abandonado la casa paterna. -¿Por lo tanto no sabéis que la princesa me ha resucitado?

-No, querido hijo, sabía por el mirlo que habíais muerto y estaba inconsolable. Me sentía tan afligida por esta pérdida, por la muerte de mi marido y por la precipitada partida de mi hijo que había decidido no ver a nadie. Pero puesto que la princesa de Babilonia me hace el honor de venir a verme, hacedla entrar lo más rápido posible; tengo cosas de suma trascendencia que decirle y quiero que vos estéis presente.

Se dirigió inmediatamente al otro salón para recibir a la princesa. No caminaba ya con mucha ` facilidad: era una dama de alrededor de trescientos años; pero tenía aún bellos rasgos y bien se veía que a los doscientos treinta o doscientos cuarenta años había sido encantadora. Recibió a Formosanta con una respetuosa nobleza, mezclada con un aire de interés y de dolor que hizo a la princesa la más viva impresión.

Formosanta comenzó por presentarle sus condolencias por la muerte de su marido

-¡Ay! -dijo la viuda-, os halláis afectada por su muerte más de lo que creéis.

-Me siento dolida, sin duda -dijo Formosanta-; era el padre de... -al decir estas palabras se echó a llorar-. Sólo vine por él, a través de grandes peligros. Dejé por él a mi padre y la corte más brillante del universo; fui raptada por el rey de Egipto, a quien detesto. Al escaparme de este raptor, atravesé los aires para venir a ver al que amo; llego y él huye de mí... -el llanto y los sollozos no la dejaron proseguir.

La madre le dijo entonces:

-Señora, cuando el rey de Egipto os raptaba, cuando cenabais con él en una posada de Bassora, cuando vuestras hermosas manos le servían vino de Chiraz, ¿recordáis haber visto un mirlo que revoloteaba por la habitación?

-Verdaderamente, sí, despertáis mi memoria; no le había prestado atención, pero poniendo orden en mis ideas, recuerdo muy bien que en el momento en el que el rey de Egipto se levantaba de la mesa para darme un beso, el mirlo se voló por la ventana dando un gran chillido y no volvió a aparecer más.

-Ay, señora -respondió la madre de Amazán-, he ahí justamente la causa de nuestras desdichas; mi hijo había enviado justamente a este mirlo para informarle de vuestra salud y de todo lo que sucedía en Babilonia; esperaba regresar pronto a ponerse a vuestros pies y consagraros la vida. No podéis saber hasta qué punto os adora. Todos los gangáridas son amantes, fieles, pero mi hijo es el más apasionado y constante de todos. El mirlo os halló en una posada; bebías alegremente con el rey de Egipto y un desagradable sacerdote, os vio finalmente dar un tierno beso a este monarca que había matado al fénix y hacia quien mi hijo siente un invencible horror. El mirlo, viendo esto, fue presa de una justa indignación; se voló maldiciendo vuestros funestos amores; hoy regresó y me contó todo; pero ¡en qué momentos, oh cielo!, en el momento en que mi hijo lloraba conmigo la muerte de su padre y la del fénix, en el momento en que sabía que es vuestro primo segundo.

-¡Oh cielos! ¡Mi primo!, señora, ¿es posible?, ¿por qué ventura?, ¿cómo?, ¿a tal extremo llegaría mi felicidad?, ¿y al mismo tiempo sería tan desgraciada por haberlo ofendido?

 

-Mi hijo es vuestro primo, os lo digo - replicó la madre- y pronto os voy a dar la prueba; pero al volveros parienta mía me arrancáis a mi hijo; no podrá sobrevivir al dolor que le ha causado el beso que disteis al rey de Egipto.

-¡Ah!, tía mía-exclamó la bella Formosanta-, os juró por él y por el poderoso Orosmade que este beso funesto, lejos de ser criminal, era la prueba más fuerte de amor que pudiese dar a vuestro hijo. Desobedecía por él a mi padre. Iba por él del Éufrates al Ganges. Al caer en manos del indigno faraón de Egipto, sólo podía escapar engañándolo. Doy fe por las cenizas y el alma del fénix, que se hallaban entonces en mi bolsillo; él puede hacerme justicia; pero, ¿cómo vuestro hijo, nacido a las orillas del Ganges, puede ser mi primo, si mi familia reina sobre las orillas del Éufrates desde hace tantos siglos?

-Sabéis -le dijo la venerable gangárida que vuestro tío abuelo Aldé era rey de Babilonia y que fue destronado por el padre de Belus.

-Sí, señora.

-Sabéis que su hijo Aldé había tenido de su matrimonio a la princesa Aldé, educada en vuestra corte. Es este príncipe quien, siendo perseguido por vuestro padre, vino a refugiarse en nuestra feliz comarca, bajo otro nombre: él fue quien me desposó, tuve con él al joven príncipe Aldé-Almazán, el más hermoso, el más fuerte, el más valiente, el más virtuoso de los mortales y hoy el más loco. Fue a las fiestas de Babilonia atraído por la fama de vuestra belleza; desde entonces os idolatra, y quizá yo no vuelva a verlo jamás.

Entonces hizo desplegar ante la princesa todos los títulos de la casa de los Aldé; Formosanta apenas se dignó mirarlos.

-¡Ah, señora! -exclamó- ¿Acaso se examina lo que se desea? Bastante os cree mi corazón. Pero, ¿dónde está Aldé-Almazán?, ¿dónde está mi pariente, mi amante, mi rey?, ¿dónde está mi vida?, ¿qué camino tomó? Iría a buscarlo por todos los mundos que el Eterno ha formado y de los cuales él es el más bello ornamento. Iría a la estrella Canopus, a Sheat , a Aldebarán. Iría a convencerlo de mi amor y mi inocencia.

El fénix testificó que la princesa no había dado, por amor, un beso al rey de Egipto, crimen que el mirlo le imputaba; pero había que desengañar a Àmazán y traerlo de regreso. Envía sus pájaros por todos los caminos, pone en campaña a sus unicornios; se le informa finalmente que Amazán ha tomado el camino el que conduce a China.

-Y bien, vamos a China-exclamaba la princesa-, el viaje no es largo, espero traeros de regreso a vuestro hijo, en quince días a más tardar.

Ante estas palabras, ¡qué de lágrimas de ternura vertieron la madre gangárida y la princesa de Babilonia, qué de abrazos, qué de efusiones del corazón!

El fénix pidió inmediatamente una carroza arrastrada por seis unicornios. La madre les proveyó doscientos caballeros y regaló a la princesa, su sobrina, algunos millares de los más bellos diamantes del país. El fénix, afligido por el mal que la indiscreción del mirlo había provocado, hizo que se ordenara a todos los mirlos irse del país, y es así como desde entonces no se encuentra ni uno sobre las orillas de Ganges.

V

Los unicornios, en menos de ocho días, llevaron a Formosanta, a Irla y al fénix a Cambalu , capital de la China. Era una ciudad más grande que Babilonia y de una magnificencia totalmente diferente. Los nuevos objetos, las nuevas costumbres, habrían divertido a Formosanta si hubiese podido interesarse en otra cosa que no fuera Amazán.

Apenas el emperador de la China supo que la princesa de Babilonia estaba ante una de las puertas de la ciudad, envió cuatro mil mandarines en traje de ceremonia; todos se prosternaron ante ella y le presentaron cada uno sus cumplidos escritos en letras de oro en una hoja de seda púrpura. Formosanta les dijo que si ella supiese cuatro mil lenguas, no dejaría de responder inmediatamente a cada mandarín, pero que sabiendo solamente una, les rogaba que aceptaran que se sirviese de ellas para agradecerles a todos en general. La condujeron respetuosamente ante el emperador.

Era el monarca más justo de la tierra, el más cortés y el más sabio. Fue él el primero en cultivar un terreno con sus manos imperiales para que la agricultura se tornase digna de respeto ante los ojos de su pueblo. Fue el primero en establecer premios a la virtud. Las leyes, como en todos lados por otra parte, se habían limitado vergonzosamente hasta entonces a castigar los crímenes. Este emperador acababa de echar de sus estados a un grupo de bonzos extranjeros que habían venido del extremo de occidente, con el deseo insensato de obligar a toda la China a pensar como ellos y que, con el pretexto de anunciar verdades, habían adquirido ya riquezas y honores. Les había dicho, al echarlos, estas palabras registradas exactamente en los anales del imperio:

-Podríais hacer aquí tanto mal como habéis hecho en otras partes; habéis venido a predicar dogmas de intolerancia en la nación más tolerante de la tierra. Os envío de regreso para no estar obligado a castigaras: Seréis vueltos a conducir honorablemente hasta mis fronteras; se os suministrará todo para que podáis regresar a los límites del hemisferio de donde habéis partido. Id en paz si podéis estar en paz, y no regreséis más.

La princesa de Babilonia se enteró con alegría de este razonamiento y de este discurso: se sentía así más segura de ser bien recibida en la corte, porque estaba bien lejos de sostener dogmas intolerantes. El emperador de la China, cenando con ella, tuvo la cortesía de eliminar toda molesta etiqueta; ella le presentó al fénix, quien fue muy acariciado por el emperador y se posó sobre un sillón. Formosanta, al finalizar la comida, le confió ingenuamente el objeto de su viaje y le rogó que hiciera buscar en Cambalú al bello Amazán, cuya aventura le narró, sin ocultarle para nada la fatal pasión que en su corazón ardía por este joven héroe.

-¿A quién le habláis de esto? --dijo el emperador de la China- Me ha dado el placer de venir a mi corte; me ha encantado este amable Amazán; es cierto que se halla profundamente afligido; pero sus gracias sólo se tornan así más conmovedoras; ninguno de mis favoritos tiene más talento que él, ningún mandarían de toga tiene conocimientos más amplios; ningún mandarín que ciña espada parece más marcial ni más heroico; su extrema juventud da mayor valor a todos sus talentos, si yo fuese tan infeliz, tan abandonado por Tien y Chagti como para querer ser un conquistador, pediría a Amazán que se pusiese a la cabeza de mis ejércitos, y me sentiría seguro de triunfar sobre el universo entero. Es realmente lamentable que su pena turbe algunas veces su inteligencia.

-¡Ah, señor! -dijo Formosanta con aire excitado y con un tono de dolor, de emoción y de reproche-, ¿por qué no me habéis hecho cenar con él? Me hacéis morir; ordenad que le rueguen venir enseguida. -Señora, ha partido esta mañana y no ha dicho hacia qué comarca dirigía sus pasos.

Formosanta se volvió hacia el fénix:

-Y bien -dijo-, oh fénix, ¿habéis visto alguna vez una doncella más desgraciada que yo? Pero, señor -continuó-, ¿cómo, por qué ha podido abandonar una corte tan refinada como la vuestra, en la cual uno quisiera pasar toda la vida?

-He aquí, señora, lo que ha sucedido. Una princesa de sangre real, de las más dignas de amor, se apasionó por él y le dio cita en su casa al mediodía; él partió apenas despuntó el día y dejo esta esquela, que á costó muchas lágrimas a mi parienta:

"Hermosa princesa del linaje de China, merecéis un corazón que no haya sido jamás más que vuestro; he jurado a los dioses inmortales no amara nadie más que a Formosanta, princesa de Babilonia, y enseñarle cómo se pueden vencer las pasiones durante los viajes; ella tuvo la desgracia de sucumbir ante el indigno rey de Egipto, soy el más desgraciado de los hombres; he perdido a mi padre y al fénix, y la esperanza de ser amado por Formosanta; he dejado a mi madre . en la aflicción, a mi patria, ya no podía vivir ni un momento en los lugares donde supe que Formosanta amaba a otro que no era yo he jurado recorrer la tierra v serle fiel. Vos me despreciarías y los dioses me castigarían, si violase mi juramento; buscad un amante, señor, y sedle tan fiel como yo."

--Ah, dadme esa carta asombrosa ---dijo la hermosa Formosanta-, ella será mi consuelo; soy feliz en mi infortunio. Amazán me ama; Amazán renuncia por mí a la posesión de princesas de la China; él es el único en toda la tierra capaz de obtener tal victoria; me da un maravilloso ejemplo; el fénix sabe bien que no lo necesito; es muy cruel ser privado de un amante por un beso inocente dado por pura fidelidad. Pero, finalmente, ¿adónde ha ido? ¿Qué camino ha tomado? Dignaos decírmelo y parto.

El emperador de la China le respondió que creía, de acuerdo con los relatos que le habían hecho, que su amante había tomado el camino que llevaba a Escitia. Inmediatamente se engancharon los unicornios y la princesa, después de los más tiernos adioses, se fue con el fénix, su mucama y todo su cortejo.

Apenas estuvo en Escitia , vio hasta qué punto los hombres y los gobiernos difieren y diferirán siempre que llegue el tiempo en que algún pueblo más iluminado que los otros comunique su luz de uno a otro, después de mil siglos de tinieblas, y se encuentren en los climas bárbaros almas heroicas que tengan la fuerza y la perseverancia de cambiar los brutos en hombres. No había ciudades en Escitia y por lo tanto tampoco artes agradables. No se veían más que vastas praderas y naciones enteras bajo las carpas y sobre los carros. Su apariencia causaba terror. Formosanta preguntó en qué carpa o en qué carreta se albergaba el rey. Se le dijo que hacía ocho días se había puesto en marcha a la cabeza de trescientos mil hombres de caballería para ir al encuentro del rey de Babilonia, cuya sobrina, la hermosa princesa Aldé había raptado.

-¡Raptó a mi prima! -exclamó Formosanta-; no esperaba esta nueva aventura. ¡Qué! Mi prima, que demasiado feliz debía sentirse al estar en mi corte, se ha vuelto reina y yo aún no me he casado -se hizo conducir inmediatamente a las carpas de la reina.

Su inesperada reunión en climas lejanos y las cosas singulares que mutuamente tenían para contarse, dieron a su entrevista un encanto que les hizo olvidar que nunca se habían querido; se volvieron a ver con entusiasmo; una dulce ilusión ocupó el lugar de la verdadera ternura; se abrazaron llorando y hubo entre ellas cordialidad y franqueza dado que la entrevista no se realizaba en un palacio.

Aldé reconoció al fénix y a la confidente Irla; dio pieles de cibelina a su prima, quien a su vez le dio diamantes. Se habló de la guerra que los dos reyes emprendían, se lamentó la condición de los hombres, a quien los monarcas envían al degüello por diferencias que dos justos podrían conciliar en una hora, pero sobre todo se habló del hermoso extranjero vencedor de los leones, dador de los diamantes más grandes del universo, compositor de madrigales, poseedor del fénix, transformado en el más desdichado de los hombres por el informe de un mirlo.

-Es mi querido hermano -decía Aldé. -Es mi amante -exclamó Formosanta-, sin duda lo habéis visto; quizás aún se halla aquí, porque, prima mía, él sabe que es vuestro hermano: no os habrá dejado tan bruscamente como dejó al rey de la China. -¡Sí que lo he visto, grandes dioses! -replicó Aldé-. Pasó cuatro días enteros conmigo. ¡Ah, prima mía, cuán digno de lástima es mi hermano! Un falso informe lo ha vuelto completamente loco, corre por el mundo sin saber adónde va. Figuraos que ha llevado su demencia hasta rechazar los favores de la más hermosa escita de toda Escitia. Partió ayer después de haberle escrito una carta que la ha desesperado. En cuanto a él, ha sido a la tierra de los cimerios.

-¡Alabado sea Dios! -exclamó Formosanta-, ¡un rechazo más a mi favor! Mi felicidad ha sobrepasado todos mis temores. Haced que me den esa carta encantadora así parto, así lo sigo, con las manos llenas de sus sacrificios. Adiós, prima mía; Amazán está en la tierra de los cimerios, hacia allí vuelo.

A Aldé le pareció que la princesa su prima estaba aún más loca que su hermano Amazán. Pero como ella misma había sentido los efectos de esta epidemia, como había dejado las delicias y la magnificencia de Babilonia por el rey de los escitas, como las mujeres siempre se interesan en las locuras que el amor causa, se enterneció verdaderamente por Formosanta, le deseó un feliz viaje, y le prometió ayudarla en su pasión si alguna vez tenía la felicidad de ver a su hermano

 

VI

Muy pronto la princesa de Babilonia y el fénix llegaron al imperio de los cimerios , mucho menos poblado, en verdad, que la China, pero dos veces más extenso; antiguamente era parecido a Escitia, habiéndose vuelto desde hacía algún tiempo tan floreciente como los reinos que se jactaban de instruir a los demás Estados.

Después de algunos días de marcha llegaron a una gran ciudad que la emperatriz reinante hacía embellecer ; pero ella no se hallaba allí: viajaba entonces desde las fronteras de Europa a las del Asia para conocer sus Estados con sus propios ojos, para juzgar sus males y llevarles remedio, para acrecentar las ventajas, para brindar instrucción.

Uno de los principales oficiales de esta antigua capital, informado de la llegada de la babilónica y el fénix, se apuró a ofrecer su homenaje a la princesa y a hacerle los honores de su país, seguro de que su señora, que era la más cortés y magnífica que las reinas, le estaría agradecido por haber recibido a una tan gran dama con los mismos miramientos que ella misma habría prodigado.

Se alojó a Formosanta en el palacio, del cual se alejó a una cantidad de gente inoportuna; se le ofrecieron fiestas ingeniosas. El señor cimerìo, que era un gran naturalista, conversó mucho con el fénix durante el tiempo que la princesa permanecía retirada en sus aposentos. El fénix le confesó que había viajado otrora al país de los cimerios y que ya no lo reconocía.

-¿Cómo cambios tan prodigiosos –decía- ¬pueden haberse operado en un tiempo tan corto? No hace trescientos años que vi la naturaleza salvaje en todo horror; y encuentro ahora aquí las artes, el esplendor, la gloria y la cortesía.

-Un solo hombre comenzó esta obra --repuso el cimerio-y una mujer la perfeccionó; una mujer ha sido mejor legisladora que la Isis de los egipcios y la Ceres de los griegos. La mayoría de los legisladores han tenido un genio despótico y estrecho que limitó sus miras al país que gobernaron; cada uno miró a su pueblo como si fuese el único en la tierra o como si debiera ser el enemigo del resto de la tierra. Formaron instituciones sólo para ese pueblo, introdujeron costumbres sólo para él establecieron una religión para el solo. Es así como los egipcios, tan famosos por sus montones de piedras se embrutecieron y se deshonraron por sus bárbaras supersticiones. Creen a las otras naciones profanas no se comunican con ellas: y exceptuada la corte, que se eleva a veces sobre los prejuicios vulgares, no hay un solo egipcio que quiera comer en el mismo plato del que haya comido un extranjero. Sus sacerdotes son crueles y absurdos. Mejor sería no tener leyes y sólo escuchar a la Naturaleza que grabó en nuestros corazones los principios de lo justo y de lo injusto, que someter la sociedad a leyes sociales.

«Nuestra emperatriz abraza proyectos enteramente opuestos: considera que su vasto Estado sobre el cual todos los meridianos vienen a unirse, debe corresponder a todos los pueblos que habitan bajo estos diversos meridianos. La primera de sus leyes fue la tolerancia de todas las religiones y la compasión por todos los errores. Su poderoso genio comprendió que si los cultos son diferentes, la moral es en todos lados la misma; por medio de este principio ella unió su nación a todas las naciones del mundo y los cimerios mirarán al escandinavo y al chino como hermanos suyos. He hecho más: quiso que esta preciosa tolerancia, el primer lazo entre los hombres, se estableciera entre sus vecinos ; así mereció el titulo de madre de la patria, y tendrá el de benefactora de la humanidad si persevera.

«Antes de ella, hombres por desgracia poderosos enviaban sus tropas de asesinos a asolar las poblaciones desconocidas y a regar con su sangre las heredades de sus padres; se llamaban a estos asesinos héroes; sus pillajes eran considerados gloriosos. Nuestra soberana tiene otra gloria: hace marchar a sus ejércitos para llevar la paz, para impedir a los hombres que se perjudiquen, para obligarlos a soportarse unos a otros; y sus estandartes han sido los de la concordia pública.

El fénix, encantado con todo lo que este señor le informaba, le dijo:

-Señor, hace veintisiete mil novecientos años y siete meses que estoy sobre el mundo; nunca he visto nada comparable a lo que me hacéis saber.

Le pidió noticias sobre su amigo Amazán; el cimerio le contó las mismas cosas que le habían dicho a la princesa en territorio de los chinos y de los escitas: Amazán huía de todas las cortes que visitaba apenas una dama le daba una cita en la que temía sucumbir. El fénix comunicó enseguida a Formosanta esta nueva muestra de fidelidad que Amazán le daba, tanto más asombrosa por cuanto él no podía suponer que su princesa la supiese jamás.

Había partido hacia Escandinavia. Fue en estos climas donde espectáculos nuevos asombraron sus ojos. Aquí la realeza y la libertad subsistían juntas gracias a un acuerdo que parece imposible en otros estados; los labradores tomaban parte en la legislación tanto como los grandes del reino, y un joven príncipe hacía concebir las mayores esperanzas de ser digno de dirigir una nación libre. Más allá se daba un fenómeno de lo más extraño: el único rey despótico sobre la tierra, gracias a un contrato formal con su pueblo, era al mismo tiempo el más joven y el más justo de los reyes.

En el país de los sármatos Amazán vio a un filósofo en el trono: podía llamárselo el rey de la anarquía porque era el jefe de cien mil pequeños reyes de los cuales uno solo podía con una palabra anular las resoluciones de todos los otros. No le costaba más a Eolo contener todos los vientos que se combaten sin cesar, que a este monarca conciliar los ánimos: era un piloto rodeado de una tempestad constante; y sin embargo, el navío no naufragaba, porque el príncipe era un excelente piloto.

Recorriendo todos estos países tan diferentes de su patria, Amazán rechazaba constantemente todos los buenos partidos que se le presentaban, siempre desesperado por el beso que Formosanta habíale dado al rey de Egipto, siempre firme en su inconcebible resolución de dar a Formosanta el ejemplo de una fidelidad única e inquebrantable.

La princesa y el fénix seguían por todos lados su huella, y sólo se les escapaba por un día o dos, sin que el uno se cansase de correr, sin que la otra dejase un momento de seguirlo.

Atravesaron así toda la Germania; admiraron los progresos que la razón y la filosofía lograban en el Norte; todos los príncipes eran instruidos allí, todos autorizaban la libertad de pensamiento; su educación no había sido confiada a quienes tuviesen interés en engañarlos o que estuviesen ellos mismos en el engaño: se los había educado en el conocimiento de la moral universal, y en el desprecio de las supersticiones; se había desterrado de todos aquellos Estados una costumbre insensata, que enervaba y despoblaba varios países meridionales: esta costumbre era enterrar vivos en vastos calabozos a un número infinito de personas de ambos sexos, eternamente separadas unas de otras, y hacerles jurar no tener jamás comunicación entre ellas. Este exceso de demencia, acreditado durante siglos, había devastado la tierra tanto como las gue¬rras más crueles.

Los príncipes del Norte habían comprendido finalmente que, si se quiere tener un haras, no se deben separar los caballos más fuertes de las yeguas. Habían destruido también errores no menos extravagantes y no en estos vastos países, mientras en otras partes se creía todavía que los hombres pueden ser gobernados sólo cuando son imbéciles.