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100 Clásicos de la Literatura

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Se dirige entonces a su capilla; el oráculo le responde en pocas palabras, siguiendo su costumbre: -Tu hija sólo se casará cuando haya recorrido el mundo.

Todos los ministros sentían un profundo respeto por los oráculos; todos convenían o fingían convenir que ellos eran los fundamentos de la religión; que la razón debe callar ante ellos, que es gracias a ellos que los reyes reinan sobre los pueblos y los magos sobre los reyes; que sin los oráculos no habría ni virtud ni reposo sobre la tierra. Finalmente, luego de haber testimoniado a la mayor veneración por ellos, casi todos concluyeron que éste era impertinente, que no había que obedecerle, que nada era más indecente para una doncella y sobre todo para la hija del gran rey de Babilonia, que ir a correr sin saber adónde, que ésa era la verdadera manera de no casarse o de hacer un casamiento clandestino, vergonzoso y ridículo; en una palabra, que este oráculo no tenía sentido común.

El más joven de los ministros, llamado Onadaso, que tenía más talento que ellos, dijo que sin duda el oráculo se refería a algún peregrinaje de devoción, y que se ofrecía para conducir a la princesa. El consejo estuvo de acuerdo con su opinión, pero cada uno quiso servir de escudero. El rey decidió que la princesa podía alejarse trescientas parasangas por el camino que va hacia Arabia, a un templo cuyo santo tenía la reputación de lograr buenos casamientos para las doncellas, y que sería el decano de los del consejo quien la acompañara. Luego de esta decisión se fueron a cenar.

III

En medio de los jardines entres dos cascadas, se levantaba un salón oval de trescientos pies de diámetro, cuya cúpula de azur tachonada de estrellas de oro representaba todas las constelaciones con los planetas, cada uno en su verdadero lugar; esta cúpula giraba, así como el cielo, por medio de máquinas tan invisibles como las que dirigen los movimientos celestes. Cien mil antorchas encerradas en cilindros de cristal de roca iluminaban el exterior y el interior del comedor. Un aparador de graderías soportaba mil jarras o platos de oro, y frente a este aparador, otras graderías estaban llenas de músicos. Otros dos anfiteatros estaban llenos, uno de frutos de todas las estaciones, el otro de ánforas de cristal en las cuales brillaban todos los vinos de la tierra.

Los convidados ocuparon sus lugares alrededor de una mesa dividida en compartimentos que figuraban frutas y flores, todos hechos en piedras preciosas. La hermosa Formosanta fue ubicada entre el rey de Indias y el de Egipto. La bella Aldé, junto al rey de Escitia. Había una treintena de príncipes y cada uno de ellos estaba al lado de una de las más bellas damas del palacio. El rey de Babilonia, ubicado en el centro, frente a su hija, parecía dividido entre la pena de no haber podido casarla y el placer de tenerla aún consigo. Formosanta le pidió permiso para colocar su pájaro sobre la mesa, al lado de ella. Al rey le pareció muy bien.

La música que se hizo oír dio plena libertad a cada príncipe para conversar con su vecina. El festín pareció tan agradable como magnífico. Se había servido ante Formosanta un ragú que agradaba mucho a su padre. La princesa dijo que debía ser llevado a Su Majestad; inmediatamente el pájaro toma la fuente con una destreza maravillosa y va a presentarla al rey. Nunca hubo mayor asombro en una cena. Belus le prodigó tantas caricias como su hija. El pájaro emprendió nuevamente el vuelo para retornar cerca de ella. Desplegaba al volar una cola tan hermosa, sus alas extendidas mostraban colores tan brillantes, el oro de su plumaje echaba un brillo tan deslumbrador que ninguna mirada podía apartarse de él. Todos los concertistas cesaron su música y permanecieron inmóviles. Nadie comía, nadie hablaba, sólo se oía un murmullo de admiración. La princesa de Babilonia, lo besó durante la cena sin pensar siquiera que existían otros reyes en el mundo. Los de las Indias y Egipto sintieron redoblar su despecho y su indignación, y cada uno de ellos se prometió apurar la marcha de sus trescientos mil hombres para vengarse.

En cuanto al rey de los escitas, se hallaba ocupado en conversar con la hermosa Aldé: su corazón altivo, desdeñando sin rencor las desatenciones de Formosanta, había concebido por ella más indiferencia que cólera.

-Es bella -decía-, lo reconozco, pero me parece una de esas mujeres que sólo se ocupan de su belleza, y que piensan que el género humano debe sentirse muy obligado cuando se dignan aparecer en público. No se adoran ídolos en mi país. Preferiría una fea complaciente y atenta que esta bella estatua. Vos tenéis, señora, tantos encantos como ella, y por lo menos os dignáis conversar con los extranjeros. Os confieso, con la franqueza de un escita, que os prefiero a vuestra prima.

Se equivocaba sin embargo sobre el carácter de Formosanta; no era tan desdeñosa como lo parecía, pero su cumplido fue muy bien recibido por la princesa Aldé. Su conversación tornóse muy interesante: estaban muy contentos y ya seguros el uno del otro antes de levantarse de la mesa.

Después de cenar fueron a pasear por los bosquecillos. El rey de Escitia y Aldé no dejaron de buscar un retiro solitario; Aldé, que era la franqueza misma, habló de esta manera al príncipe:

-No odio a mi prima aunque sea más hermosa que yo y esté destinada al trono de Babilonia: el honor de agradaros me sirve de atractivo. Prefiero Escitia con vos, que la corona de Babilonia sin vos, pero esta corona me pertenece por derecho si es que existen derechos en el mundo; porque desciendo de la rama del hijo mayor de Nemrod, y Formosanta sólo pertenece a la menor. Su abuelo destronó al mío y lo hizo morir.

-¡Tal es pues la fuerza de la sangre en la casa de Babilonia! -dijo el escita-¿Cómo se llamaba vuestro abuelo?

-Se llamaba Aldé, como yo. Mi padre llevaba el mismo nombre; fue relegado al fondo del imperio junto con mi madre, y Belus, después de que ellos murieron, no temiendo nada de mí, quiso educarme junto con su hija, pero decidió que no me desposaría jamás.

-Quiero vengar a vuestro padre y a vuestro abuelo y a vos -dijo el rey de los escitas-. Os respondo que os desposaréis; os raptaré pasado mañana muy temprano, porque debo cenar mañana con el rey de Babilonia y regresaré a defender vuestros derechos con un ejército de trescientos mil hombres.

-Consiento en ello -dijo la bella Aldé, y luego de haberse dado su palabra de honor, se separaron.

Hacía ya largo rato que la incomparable Formosanta se había ido a acostar. Había hecho colocar junto a su cama un pequeño naranjo en un cajón de plata para que su pájaro descansase. Sus cortinas se hallaban cerradas, pero no sentía ningún deseo de dormir. Su corazón y su imaginación estaban demasiado despiertos. El encantador desconocido se hallaba ante sus ojos, lo veía lanzando una flechó con el arco de Nemrod, lo contemplaba cortando la cabeza del león, recitaba su madrigal, finalmente lo veía escapar de la muchedumbre montado sobre su unicornio; entonces estallaba en sollozos y exclamaba entre lágrimas: -No lo veré nunca más, no volverá. -Volverá, señora-le repuso el pájaro desde lo alto de su naranjo-, ¿acaso puede alguien veros y no regresar para contemplaros?

-¡Oh, cielos! ¡Poderes eternos! ¡Mi pájaro habla el más puro caldeo! -Diciendo estas palabras, abre las cortinas, le tiende los brazos, se pone de rodillas sobre el lecho.

-¿Sois acaso un dios que ha descendido sobre la tierra? ¿Sois el gran Orosmade escondido bajo ese hermoso plumaje? Si sois dios, devolvedme a ese joven.

-No soy más que un ave -replicó el otro-, pero nací en los tiempos en que todos los animales aún hablaban, cuando los pájaros, las serpientes, los asnos, los caballos y los grifos conversaban familiarmente con los hombres. No he querido hablar ante la gente, por temor a que vuestras damas de honor me tomasen por un brujo; sólo quiero descubrirme ante vos.

Formosanta, sobrecogida, extraviada, embriagada de tantas maravillas, agitada por la premura de formular cien preguntas a la vez, le preguntó primero qué edad tenía.

-Veintisiete mil novecientos años y seis meses, señora; tengo la edad de esa pequeña revolución del cielo que vuestros magos llaman la presesión de los equinoccios y que se cumple alrededor de cada veintiocho mil años de los vuestros. Hay revoluciones infinitamente más largas: por lo tanto nosotros tenemos seres mucho más ancianos que yo. Hace ya veintidós mil años que aprendí el caldeo en uno de mis viajes. Siempre he conservado mucho aprecio por la lengua caldea, pero otros animales compañeros míos han renunciado a hablar en vuestras regiones.

-¿Y esto a qué se debe, divino pájaro? -¡Ay!, es porque los hombres tomaron finalmente la costumbre de comernos, en vez de conversar e instruirse con nosotros. ¡Bárbaros! ¿No podían convencerse de que, teniendo los mismos órganos que ellos, las mismas necesidades, los mismos deseos, teníamos lo que se llama un alma tanto como ellos, que éramos sus hermanos, y que sólo era necesario cocinar y comerse a los malvados? Hasta tal punto somos vuestros hermanos que el Gran Ser, El ser eterno y formador, al hacer un pacto con los hombres nos comprendió expresamente en su tratado. Os prohibió alimentaros con nuestra sangre y a nosotros, alimentamos con la vuestra .

"Las fábulas de vuestro anciano Locmanb traducidas a tantas lenguas, serán un testimonio que subsistirá eternamente del feliz comercio que habéis tenido otrora con nosotros. Todos comienzan con estas palabras: En las épocas en que los animales hablaban. Es cierto que hay muchas mujeres entre vosotros que siempre hablan a sus perros, pero éstos han decidido no responder desde que se los obligó a latigazos a participar en la caza y ser cómplices del asesinato de nuestros comunes, los ciervos, los gamos, las liebres y las perdices.

 

"Aún tenéis antiguos poemas en los cuales los caballos hablan, y vuestros cocheros les dirigen la palabra todos los días; pero lo hacen tan groseramente y pronunciando palabras tan infames que los caballos, que antaño os amaban tanto, os odian hoy en día.

"El país donde habita vuestro encantador desconocido, el más perfecto de los hombres, sigue siendo el único donde vuestra especie sabe aún amar a la nuestra y hablarle; es la única región de la tierra en donde los hombres son justos.

-¿Y dónde se halla ese país de mi querido desconocido? ¿Cuál es el nombre de este héroe? ¿Cómo se llama su imperio? Porque tanto creeré que él sea un pastor como que vos seáis un murciélago.

-Su país, señora, es el de los gangáridas, pueblo virtuoso e invencible que habita en la orilla oriental del Ganges. El nombre de mi amigo es Amazán. No es rey y no sé si desearía rebajarse a serlo; ama demasiado a sus compatriotas; es pastor como ellos. Pero no os imaginéis que esos pastores se asemejan a los vuestros, que apenas cubiertos por harapos andrajosos cuidan ovejas infinitamente mejor vestidas que ellos; que gimen bajo el fardo de la pobreza y que pagan a un explorador la mitad de los miserables salarios que reciben de sus amos. Los pastores gangáridas, nacidos todos iguales, son dueños de los rebaños innumerables que cubren sus prados eternamente floridos. Jamás se los mata: es un crimen horrible cerca del Ganges matar y comer a un semejante. Su lana, más fina y brillante que la seda más hermosa, es el mayor comercio de Oriente. Por otra parte, la tierra de los gangáridas produce todo lo que pueda halagar los deseos de los hombres. Esos grandes diamantes que Amazán tuvo el honor de ofreceros, son de una mina que le pertenece. Ese unicornio que le habéis visto montar es la montura ordinaria de los gangáridas. Es el más bello animal, el más fiero, el más terrible y el más suave que adorne la tierra. Bastarían cien gangáridas y cien unicornios para disipar innumerable armadas. Hace alrededor de dos siglos un rey de las Indias fue lo suficientemente loco como para querer conquistar esta nación: se presentó seguido de diez mil elefantes y de un millón de guerreros. Los unicornios atravesaron los elefantes, como he visto que se ensartan en un pinche de oro las alondras que se sirven en vuestra mesa. Los guerreros caían sobre la arena, bajo el sable de los gangáridas como las cosechas de arroz son cortadas por las manos de los pueblos de Oriente. Se tomó prisionero al rey con más seiscientos mil hombres. Lo bañaron con las aguas saludables del Ganges, lo pusieron al régimen del país, que consiste en alimentarse sólo de vegetales prodigados por la naturaleza para nutrir a todo lo que respira. Los hombres alimentados con carne y abrevados con licores fuertes tienen la sangre agriada y adusta, que los vuelve locos de cien maneras diversas. Su principal demencia es la de verter sangre de sus hermanos y devastar las planicies fértiles para reinar sobre cementerios. Se emplearon seis meses enteros en curar al rey de las Indias de su enfermedad. Cuando los médicos juzgaron finalmente que tenía el pulso mas tranquilo y el espíritu más sereno, dieron el certificado al consejo de gangáridas. Este consejo, luego de haber pedido su opinión a los unicornios, reenvió humildemente al rey de las Indias, a su tonta corte y a sus imbéciles guerreros a su país. Esta lección los volvió juiciosos, y, desde entonces, los hindúes respetan a los gangáridas; como los ignorantes que desean instruirse respetan entre vosotros a los filósofos caldeos, a quienes no pueden igualar.

-A propósito, mi querido pájaro -le dijo la princesa-, ¿existe una religión entre los gangáridas? -¿Si existe una? Señora, nos reunimos para dar gracias a Dios los días de luna llena; los hombres en un gran templo de cedro, las mujeres en otro, por temor a las distracciones. Todos los pájaros en un bosquecillo y los cuadrúpedos en una bella pradera. Agradecemos a dios por todos los bienes que nos ha otorgado. Tenemos, sobre todo, unos loros que predican maravillas.

"Tal es la patria de mi querido Amazán; es donde yo vivo, y siento tanta amistad por él como amor vos a él inspirado. Si me creéis, partiremos juntos y vos iréis a visitarlo.

-Verdaderamente, pájaro mío, cumplís muy bien con vuestro oficio -repuso sonriendo la princesa, que ardía en deseos de emprender el viaje y no osaba decirlo.

--Sirvo los deseos de mi amigo -dijo el pájaro- y, después de la felicidad de amaros, el mayor es servir a vuestros amores.

Formosanta ya ni sabía dónde se hallaba; se creía transportada fuera de la tierra. Todo lo que había visto durante aquel día, todo lo que veía, todo lo que oía y especialmente lo que sentía su corazón, la sumía en un embelesamiento que sobrepasaba muy de lejos a aquel que experimentan hoy los afortunados musulmanes cuando, separados de sus lazos terrestres, se ven en el noveno cielo en brazos de los huríes, rodeados y penetrados por la gloria y la felicidad celeste.

IV

Pasó toda la noche hablando de Amazán. Ya no lo llamaba más que su pastor; y es desde entonces que las palabras pastor y amante son siempre empleadas la una por la otra en algunos países.

Ora preguntaba al pájaro si Amazán había tenido otras amantes. Él le respondía que no y ella se sentía en el colmo de la felicidad. Ora quería saber en qué ocupaba su vida; y se enteraba con arrebatos de alegría que la ocupaba en hacer el bien, en cultivar las artes, en penetrar los secretos de la naturaleza, en perfeccionar su persona. Ora quería saber si el alma de su pájaro era de la misma naturaleza que la de su amante; por qué había vivido cerca de veintiocho mil años, mientras qué su amante sólo tenía dieciocho o diecinueve años. Hacía cien preguntas parecidas, a las cuales el pájaro respondía con una discreción que irritaba su curiosidad. Finalmente, el sueño le cerró los ojos y entregó a Formosanta a la dulce ilusión de los sueños enviados por los dioses que sobrepasaban a veces a la misma realidad, y que toda la filosofía de los caldeos apenas puede explicar.

Formosanta no despertó hasta muy tarde. Su habitación estaba en penumbras cuando su padre entró. El pájaro recibió a Su Majestad con una respetuosa gentileza, fue delante de él, batió las alas, estiró el cuello y volvió a posarse sobre el naranjo. El rey se sentó sobre el lecho de su hija, a quien los sueños habían embellecido más aún. Su barba frondosa se aproximó a este hermoso rostro y luego de haberle dado dos besos, le habló con estas palabras:

-Mi querida hija, ayer no pudisteis hallar un marido, como yo lo esperaba; sin embargo necesitáis uno; la salud de mi reino lo exige. He consultado el oráculo, que como sabéis, no miente jamás, y que dirige toda mi conducta. Me ha ordenado haceros recorrer el mundo. Es necesario que viajéis.

-¡Ah!; al país de los gangáridas, sin duda -dijo la princesa, y al pronunciar estas palabras, que se le escaparon, se dio cuenta de que decía una tontería.

El rey, que no sabía una palabra de geografía, le preguntó qué entendía ella por gangáridas. Halló ella fácilmente una excusa. El rey le hizo saber que debía realizar un peregrinaje, y que había designado a las personas de su comitiva: el decano de sus consejeros de estado, el gran capellán, una dama de honor, un médico, un boticario y su pájaro, como todos los sirvientes necesarios.

Formosanta, que jamás había salido del palacio de su padre, el rey, y que hasta el día de Amazán y los tres reyes había llevado una vida muy insípida en la etiqueta del fasto y en la apariencia de los placeres, estuvo encantada de realizar un peregrinaje. -¿Quién sabe -decía ella por lo bajo a su corazón- si los dioses no inspirarán a mi querido gangárida el mismo deseo de ir a la misma capilla, y si no tendré la felicidad de volver a verlo como peregrino?

Agradeció tiernamente a su padre, diciéndole que siempre había sentido una secreta devoción por el santo a quien la enviaban.

Belus ofreció una excelente comida a sus huéspedes; no concurrieron a ella más que hombres. Se trataba de gente muy despareja: reyes, príncipes, ministros, pontífices; todos envidiosos unos de otros, todos pesando sus palabras, todos embarazados, con sus vecinos y consigo mismos. La comida fue triste aunque se bebió mucho. Las princesas permanecieron en sus departamentos, ocupadas cada una en su partida. Comieron poco. Formosanta fue luego a pasear por los jardines con su querido pájaro, quien para divertirla, voló de árbol en árbol desplegando su cola soberbia y su divino plumaje.

El rey de Egipto, que estaba acalorado por el vino, por no decir ebrio, pidió arco y flechas a uno de sus pajes. Este príncipe era en verdad el arquero más torpe de todo su reino. Cuando tiraba al blanco el lugar donde uno se hallaba más seguro era en el objetivo hacia el cual apuntaba. Pero el hermoso pájaro, volando tan rápido como la flecha, se expuso él mismo al golpe y cayó sangrante en los brazos de Formosanta. El egipcio, riendo con una risa tonta, se retiró a sus tiendas. La princesa atravesó el cielo con sus gritos. Se deshizo en llanto, se golpeó las mejillas y el pecho. El pájaro agonizante le dijo muy bajo:

-Quemadme, y no dejéis de llevar mis cenizas hacia la Arabia Feliz, al oriente de la antigua ciudad de Aden o de Edén, y exponerlas al sol sobre una pequeña hoguera de clavo y de canela.

Luego de haber pronunciado estas palabras, expiró. Formosanta estuvo desvanecida largo rato, y sólo volvió en sí para estallar en sollozos. Su padre, compartiendo su dolor y profiriendo imprecaciones contra el rey de Egipto, no dudó que este incidente fuese un presagio siniestro. Fue rápidamente a consultar el oráculo de su capilla. El oráculo respondió.

Mezcla de todo; muerto viviente, infidelidad y constancia, pérdida y ganancia, calamidad y felicidad.

Ni él ni su consejo pudieron comprender nada, pero por lo menos era satisfactorio haber cumplido sus deberes religiosos.

Su hija, desconsolada, mientras que él consultaba el oráculo, hizo rendir al pájaro las honras fúnebres que él había ordenado, y resolvió llevarlo consigo a Arabia siguiendo los avatares de su vida. Fue quemado dentro de una tela de lino incombustible junto con el naranjo donde descansaba; la princesa guardó sus cenizas en un pequeño vaso de oro rodeado de carbunclos y de diamantes que se tomaron de las fauces del león. ¡Ojalá hubiese podido, en vez de cumplir este funesto deber, quemar en vida al detestable rey de Egipto! Aquél era su mayor deseo. En su despecho hizo matar sus dos cocodrilos, sus dos hipopótamos, sus dos cebras, sus dos ratas, e hizo echar las dos momias al Éufrates, si hubiese tenido a su buey Apis, no lo habría perdonado tampoco.

El rey de Egipto, indignado por esta afrenta, partió inmediatamente para hacer avanzar a sus trescientos mil hombres. El rey de las Indias, viendo partir a su aliado, regresó también el mismo día, con el firme designio de unir sus trescientos mil hindúes al ejército egipcio. El rey de Escitia se marchó durante la noche con la princesa Aldé, firmemente resuelto a regresar para combatir por ella a la cabeza de trescientos mil escitas, y de devolverle la herencia de Babilonia, que le era debida, ya que descendía de la rama de los mayores.

Por su parte, la hermosa Formosanta se puso en camino a las tres de la mañana con su caravana de peregrinos, acariciando la esperanza de poder ir a Arabia para ejecutar la última voluntad de su pájaro y de que la justicia de los dioses inmortales le devolviesen a su querido Amazán sin el cual no podía vivir.

Fue así como al despertar el rey de Babilonia no halló a nadie.

-¡Cómo terminan las grandes fiestas! -se decía-, y qué asombroso vacío dejan en el alma cuando el bullicio ha pasado. Pero se sintió transportado de una cólera verdaderamente regia cuando supo que habían raptado a la princesa Aldé. Dio orden de que se despertaran todos sus ministros y que se reuniera el consejo; esperando que llegasen, no dejó de consultar a su oráculo, pero sólo logró que le dijese estas palabras tan célebres desde entonces en todo el universo: Cuando no se casa a las jóvenes, ellas se encargan solas de casarse.

De inmediato fue dada la orden de enviar trescientos mil hombres contra el rey de los escitas. Y hete aquí que la guerra más terrible se enciende por doquier, y ella tuvo origen en los placeres de la fiesta más hermosa que haya sido dada jamás en la tierra. Asia iba a ser asolada por cuatro armadas de trescientos mil hombres cada una. Puede suponerse que la guerra de Troya que asombró al mundo algunos siglos después, sólo era un juego de niños en comparación con ésta, pero también debe tenerse en cuenta que en la querella de los troyanos sólo se trataba de una vieja mujer bastante libertina que se había hecho raptar dos veces, mientras que aquí se trataba de dos doncellas y un pájaro.

 

El rey de Indias fue a aguardar a su ejército sobre el gran y magnífico camino que conducía entonces directamente de Babilonia a Cachemira. El rey de los escitas corría con Aldé por la hermosa ruta que llevaba al monte Immaüs . Todos estos caminos desaparecieron luego debido al mal gobierno. El rey de Egipto se había dirigido hacia el occidente y costeaba el pequeño mar Mediterráneo, que los ignorantes hebreos han llamado luego el Gran Mar.

En cuanto a la hermosa Formosanta, seguía el camino de Bassora, bordeado de altas palmeras que proveen sombra perenne y frutos en todas las estaciones. El templo al cual se dirigía en peregrinación, se hallaba en la misma Bassora. El santo a quien este templo había sido dedicado era parecido a aquel que luego se adoró en Lampsaco . No sólo procuraba maridos a las jóvenes, sino que a menudo hacía las veces de marido. Era el santo más venerado de toda el Asia.

A Formosanta no le importaba en absoluto el santo de Bassora; sólo invocaba a su amado pastor gangárida, a su hermoso Amazán. Esperaba embarcarse en Bassora y desembarcar en la Arabia Feliz para hacer lo que el pájaro le había ordenado.

La tercera vez que se hizo de noche, apenas había entrado en el hospedaje donde sus enviados habían preparado todo para ella, cuando supo que el rey de Egipto también entraba en él. Informado del viaje de la princesa por sus espías, había cambiado de inmediato su itinerario, seguido por una numerosa escolta. Llega, hace colocar centinelas en todas las puertas, sube a la habitación de la hermosa Formosanta y le dice:

-Princesa, es a vos justamente a quien buscaba; me tuviste muy poco en cuenta cuando yo estaba en Babilonia; justo es castigar a las desdeñosas y a las caprichosas: tendréis, os lo ruego, la bondad de cenar conmigo esta noche; no tendréis otro lecho más que el mío, y me conduciré con vos como me plazca.

Formosanta se dio cuenta claramente de que no era la más fuerte; sabía que la inteligencia consiste en conformarse con la situación y tomó la decisión de librarse del rey de Egipto mediante una inocente estratagema: lo miró de reojo, lo cual siglos después se llamó mirar de soslayo, y he aquí cómo le habló, con una modestia, una gracia, una suavidad, un embarazo y una cantidad de encantos que hubiesen enloquecido al más juicioso de los hombres y cegado al más clarividente:

-Os confieso, señor, que siempre bajaba mis ojos ante vos cuando hicisteis al rey mi padre el honor de visitarlo. Tenía mi corazón, tenía mi simplicidad y, demasiado ingenua, temblaba al pensar que mi padre y vuestros rivales percibieran la preferencia que os otorgaba y que también merecéis. Puedo ahora abandonarme a mis sentimientos. Juro por el buey Apis, que es, después de vos, lo que más respeto en el mundo, que vuestras propuestas me han encantado. Ya he cenado con vos en lo del rey mi padre, cenaré aquí nuevamente sin que él comparta la mesa; todo lo que os pido es que vuestro gran capellán beba con nosotros, ya que en Babilonia me pareció un buen comensal; tengo un excelente vino de Chiraz, quiero que ambos lo degustéis. Con respecto a vuestra segunda proposición, es muy incitante, pero no es conveniente que una doncella bien nacida hable de ella; que os baste saber que os considero el más grande de los reyes y el más atractivo de los hombres.

Este discurso mareó al rey de Egipto: aceptó de buena gana que el capellán participara en el festín. -Aún tengo otra gracia que pediros -le dijo la princesa-, es que permitáis que mi boticario venga a hablar conmigo: las doncellas tienen siempre ciertas pequeñas molestias que requieren ciertos cuidados, como vapores en la cabeza, sobresaltos del corazón, cólicos, ahogos, a los que conviene poner en orden en ciertas circunstancias; en una palabra, tengo urgente necesidad de mi boticario y espero que no me neguéis esta simple muestra de amor.

-Señorita -dijo el rey de Egipto-, aunque un boticario tenga vías precisamente opuestas a las mías, y los objetos de su arte sean todo lo contrario del mío, tengo demasiado mundo para negaros un requerimiento tan justo; voy a ordenar que venga a hablaros mientras aguardamos la cena; comprendo que debéis estar un poco fatigada del viaje; debéis necesitar también una mucama, podéis hacer venir la que prefierais, esperaré luego vuestras órdenes y vuestra comodidad.

Se retiró; enseguida se presentaron el boticario y la mucama llamada Irla. La princesa tenía en ésta una confianza absoluta: le ordenó traer seis botellas de vino de Chiraz para la cena y de hacer beber otras tantas a todos los centinelas que tenían arrestados a sus oficiales; luego recomendó al boticario que hiciera poner en todas las botellas ciertas drogas de su farmacia que hacían dormir a la gente veinticuatro horas seguidas y de las cuales siempre se hallaba provisto. El rey regresó con el gran capellán al cabo de media hora; la comida fue muy alegre, el rey y el capellán vaciaron las seis botellas y confesaron que no había un vino tan bueno en Egipto: la mucama cuidó de hacérselo beber a los criados que habían servido. En cuanto a la princesa, tuvo gran cuidado de no beber de él, diciendo que su médico la había puesto a régimen. Todos estuvieron pronto dormidos.

El capellán del rey de Egipto tenía la más hermosa barba que pudiese llevar un hombre de su clase. Formosanta se la cortó con mucha habilidad; luego, habiéndola hecho coser a una pequeña cinta, la ató a su mentón. Se disfrazó con los vestidos del sacerdote y con todos los ornamentos de su dignidad, vistió a su mucama de sacerdotisa de la diosa Isis; finalmente, tomando su urna y sus piedras preciosas, salió del hospedaje en medio de los centinelas, que dormían como su señor. La criada había cuidado de tener en la puerta dos caballos listos. La princesa no podía llevar con ella a ninguno de los oficiales de su cortejo: habrían sido arrestados por los guardias del rey.

Formosanta e Irla pasaron a través de las hileras de soldados que, tomando a la princesa por el gran prelado, la llamaban mi reverendísimo padre en Dios y le pedían su bendición. Las dos fugitivas llegaron en veinticuatro horas a Bassora, antes de que el rey se hubiese despertado. Se quitaron entonces los disfraces, que hubieran podido despertar sospechas. Fletaron lo mas rápidamente un navío, que las transportó por el estrecho de Ormuz hacia la bella orilla de Edén, en la Arabia Feliz. Los jardines de este Edén fueron tan renombrados que luego se hizo de ellos la morada dé los justos; fueron el modelo de los Campos Elíseos, de los jardines de las Hespérides y de las islas Afortunadas, porque en estos climas calientes los hombres no imaginaron mayor beatitud que las sombras y los murmullos de las aguas. Vivir eternamente en los cielos con el Ser Supremo, o ir a pasearse en el jardín, en el paraíso, fue lo mismo para los hombres que siempre hablan sin entenderse y que aún no han podido tener ideas claras ni expresiones justas.

Apenas la princesa se halló en esta tierra, su primer cuidado fue rendir a su amado pájaro las honras fúnebres que él había exigido de ella. Sus hermosas manos levantaron una pequeña pira de clavo y de canela. Cuál no sería su asombro cuando, al expandir las cenizas del pájaro sobre esta hoguera, la vio encenderse por sí misma. Todo se consumió prontamente. Sólo apareció, en el lugar de las cenizas, un gran huevo, del cual vio salir a su pájaro más brillante de lo que había sido jamás. Fue el momento más bello que la princesa hubiese experimentado en toda su vida; sólo había uno que hubiese podido serle querido: lo deseaba pero no lo esperaba.