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100 Clásicos de la Literatura

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Frederick Bullock, de la casa Bullock, Hulker y Compañía, había casado con Mary Osborne, no sin antes sostener grandes altercados con su suegro a propósito de la dote. Teniendo en cuenta que George había muerto, quería Frederick que Mary recibiese la mitad de la fortuna de su viejo padre, y tal obstinación puso en su demanda, que durante mucho tiempo se negó a cargar con su novia (era ésta la frase que empleaba Frederick) si el padre no aceptaba su justa demanda. Replicaba el viejo que Frederick había consentido en tomar a su hija con veinte mil libras esterlinas, y que estaba resuelto a no dar un céntimo más.

—¡Que te tome con las veinte mil, y vaya bendito de Dios, o bien que te deje, y que se vaya al cuerno! —repetía a todas horas el viejo.

Frederick, cuyas aspiraciones crecieron considerablemente cuando George fue desheredado, se consideró infamemente robado por el anciano mercachifle, y durante mucho tiempo se condujo como si el proyectado enlace hubiese quedado definitivamente roto. Osborne retiró sus capitales de la casa Bullock, Hulker y Compañía, y un día se presentó en la Bolsa con un látigo en la mano, jurando que dejaría una cruz marcada en la espalda de cierto canalla, que no quiso nombrar. La violencia de su carácter se hizo insoportable. Jeannie Osborne procuraba consolar a su hermana, y a todas horas le decía:

—Siempre creí, Mary, que Frederick estaba enamorado de tu dinero y no de ti.

—En todo caso estaría enamorado de mi dinero y de mí, puesto que nunca se dirigió a tu dinero ni a ti —replicaba Mary.

La ruptura fue pasajera. El padre de Frederick y los socios de la casa aconsejaron al novio que tomase a Mary, aun cuando no le trajera más que las veinte mil libras esterlinas, la mitad de presente, y la otra mitad a la muerte del viejo, toda vez que le quedaban esperanzas racionales de participar en otra nueva distribución de la fortuna del padre de Mary. Cedió el recalcitrante pretendiente y encargó a Hulker que fuese su embajador de paz cerca de Osborne.

Expuso el embajador que no fue el novio, más enamorado que nunca de Mary y más deseoso de hacerla su esposa, quien opuso dificultades al matrimonio sino su padre. Osborne aceptó a regañadientes la excusa, no porque la tomara como buena, sino porque Hulker y Bullock eran familias de la aristocracia de la City, y relacionadas además con la nobleza del West End. Perdonó, pues, a Frederick y se mostró dispuesto a la celebración del matrimonio.

De la boda se habló mucho tiempo. Se celebró en la capilla de la plaza Hanóver, cerca de la cual vivían los padres del novio, que por este motivo se encargaron del banquete. Fueron invitados a la ceremonia la mayor parte de los nobles del West End, y muchos de ellos honraron con sus firmas el acta matrimonial. Asistieron los señores de Mango con sus encantadoras hijas, que oficiaron de doncellas de honor de la desposada, el coronel de dragones Bludyer, primo del novio, el honorable George Boulter, hijo de lord Levant, su señora, el vizconde de Castletoddy, el honorable James M’Mull y su señora (de soltera señorita Swartz) y un ejército de personas de distinción, que sería prolijo enumerar.

Además de la casa de la ciudad, tenían los desposados una villa en Roehampton, en la zona residencial en que tenían sus viviendas los grandes banqueros. Las señoras de la familia de Frederick decían que éste había hecho una mesalliance, acordándose de que estaban casadas con maridos de la nobleza, pero olvidando que su abuelo se educó en un hospicio. La novia hubo de reconocer su falta de categoría, y creyó que era deber suyo visitar todo lo menos posible a su padre y hermana.

No vayamos a creer, porque hasta suponerlo sería absurdo, que pensó nunca en romper por completo con un viejo, dueño de muchas decenas de miles de libras esterlinas que habrían de repartirse en su día: si ella lo pensó, Frederick tenía energía bastante para no consentir que lo hiciese. Esto no obstante, consecuencia sin duda de sus pocos años, Mary no sabía disimular sus impresiones, y es bien cierto que, invitando a su padre y a su hermana a sus recepciones de tercer orden, y tratándoles con mucha frialdad cuando la visitaban, y huyendo como de la peste de la casa de la plaza Russell, y suplicando con insistencia indiscreta a su padre que abandonase para siempre la morada odiosa y vulgar en que siempre había vivido, causó daños que toda la diplomacia de Frederick no consiguió reparar, y, como criatura de escaso seso que era, comprometió la herencia que tenía derecho a esperar.

—¿Conque la casa de la plaza Russell resulta odiosa, vulgar, humillante, para la excelsa señora Mary, eh? —bramaba el viejo caballero una noche, al retirarse con su hija soltera a su casa, después de haber asistido a una comida en la de Frederick Bullock—. ¿Conque invita a su padre y a su hermana a las comidas de tercer orden, donde no encontramos más que mercachifles y literatos de tres al cuarto, para servirnos… las sobras del banquete que el día anterior dio a condes, marqueses y honorables? ¿Honorables?… ¡Me río yo de todos esos honorables!… ¡Hombre de negocios soy yo, y cuento con dinero sobrado para enterrar a todos esos honorables muertos de hambre! ¡Lores cargados de títulos, pero pordioseros despreciables! ¡Y no se dignarían venir a comer a la plaza Russell!… ¡Oh, no! ¡Y, sin embargo, puedo ofrecerles vinos como no los bebieron nunca en sus palacios, y servirles en vajillas de plata como jamás las soñaron, y ofrecerles una comida como nunca la vieron sobre sus manteles! ¡Hambrientos! ¡Presuntuosos estúpidos! ¡Cochero… volando!… ¡Quiero volver a la odiosa casa de la plaza Russell!… ¡Ja, ja, ja, ja!

Jeannie Osborne no podía menos de compartir las opiniones del autor de sus días con respecto a la conducta de su hermana, y de consiguiente, sus relaciones con ésta eran más que frías.

Vino al mundo el primogénito del matrimonio y fue invitado el viejo Osborne a asistir a la ceremonia del bautizo y apadrinar al niño, a quien llamaron Frederick Augusto Howard Stanley Devereux y Bullock. El abuelo no aceptó la invitación, y se contentó con regalarle una copita de oro y veinte guineas a la nodriza.

—Esto, te lo garantizo, es de más valor que lo que van a regalarle todos tus lores —dijo a su hija al hacer el presente.

Regalo tan espléndido llenó de satisfacción a los Bullock: Mary pensó que su padre estaba satisfechísimo de su conducta y Frederick auguró un porvenir radiante para su joven heredero.

Difícilmente puede uno formarse idea de los sufrimientos que acosaban a Jeannie Osborne, cuando en la soledad de su gabinete de la plaza Russell leía en el periódico el nombre de su hermana entre los de las elegantes del día, o bien la descripción del vestido con que se había presentado en sus salones la señora de Bullock. Jeannie no podía aspirar a tanta grandeza. Su existencia era bien triste y sombría: en invierno tenía que abandonar el lecho muy temprano para preparar el desayuno a su padre, quien hubiese sido capaz de alborotar la casa entera si a las ocho y media en punto no le hubieran servido su taza de té. A las nueve y media se levantaba su tirano y se iba a la City, dejando libre a su hija hasta la hora de comer. Jeannie dedicaba ese tiempo a bajar a la cocina, donde regañaba a la servidumbre, o bien iba de compras, o dejaba su tarjeta y la de su papá en los domicilios de respetables amigos de la casa, o esperaba en el inmenso salón de la suya la llegada de visitas.

A las cinco volvía el viejo Osborne. Servían en el acto la comida, que padre e hija tomaban sin despegar los labios, salvo cuando el viejo encontraba algún plato desagradable, pues entonces se desataba en maldiciones. Dos o tres veces al tenían convidados, todos ellos hombres de edad y tétricos.

¡Cuántas personas ricas, envidiadas por nosotros, pobres diablos, viven una existencia análoga a la descrita!

No sabemos más que de un secreto que conturbase la triste existencia de Jeannie, y precisamente fue un secreto que encrespó hasta el infinito el temperamento agrio de su padre. El secreto en cierto modo estaba relacionado con la señorita Wirt. Ésta tenía un primo artista, el señor Smee, célebre como pintor de retratos, y en un tiempo profesor de dibujo de damas de la aristocracia. Ya no visitaba el señor Smee la casa de la plaza Russell, pero la frecuentó muchísimo allá por el año 1818.

Smee —que había sido discípulo de Sharp, un pintor bohemio y fracasado, pero de gran maestría en su arte—, fue presentado por la señorita Wirt, de quien era primo, a Jeannie Osborne, cuya mano y corazón estaban libres después de varios amores frustrados. Se enamoró fulminantemente de la rica señorita y parece que supo encender en el pecho de aquélla una pasión volcánica. La confidente de la intriga era la señorita Wirt. Yo no sé si ésta les dejaba solos en el gabinete durante las lecciones de pintura, yo no sé si maestro y discípula cambiaron votos, juramentos y frases imposibles de cambiar en presencia de terceras personas; yo no sé si el pintor había ofrecido alguna cantidad de importancia a su prima si conseguía hacer suya a la hija del opulento hombre de negocios; lo que sí sé es que el viejo Osborne, avisado de lo que ocurría, volvió inopinadamente de la City, penetró como una bomba en el gabinete de su hija armado de su descomunal bastón de bambú, encontró al maestro y a la discípula pálidos como el papel, agarró por las orejas al maestro, le echó por la escalera, prometiendo molerle los huesos si volvía a pisar la casa y acto seguido despidió a la señorita Wirt, cuyos baúles y sombrereras echó a rodar escaleras abajo después de descargar sobre ellos furibundas patadas.

Jeannie no salió de su gabinete en muchos días; se le prohibió tener amigas, su padre juró que la plantaría en la calle sin un penique si volvía a entablar relaciones amorosas sin su conformidad, y como precisaba una mujer que cuidase de su casa, estimó después conveniente dejarla soltera. Condenada a no casarse, hubo de renunciar a todos sus proyectos relacionados con Cupido. Resignóse a la vida descrita y aceptó el papel de solterona mientras durase la existencia de su padre. Su hermana, mientras tanto, daba a luz niños, a los que ponía nombres hermosísimos… y las relaciones entre las hermanas eran más frías a medida que los años pasaban.

 

—Jane y yo nos movemos en órbitas distintas —solía decir Mary—. Esto no obstante, es hermana mía, y no puedo menos de tenerla como tal.

Desentráñese —no es difícil— la significación de las palabras de una hermana, que dice que no puede menos de considerar a otra como tal.

Vivían las señoritas Dobbin con su padre en una hermosa villa sita en la colina Denmark, abundante en fresales y melocotoneros que encantaban al pequeño George Osborne. Las Dobbin, que con mucha frecuencia visitaban a Amelia, de vez en cuando hacían compañía a su antigua conocida Jeannie Osborne. Yo sospecho que estas visitas eran recomendadas desde la India por el comandante Dobbin, quien no había perdido las esperanzas de vencer la obstinación del viejo Osborne, haciendo que abriese los brazos al nieto en memoria de su hijo. Las señoritas Dobbin tenían al corriente a Jeannie Osborne de cuanto se relacionaba con la vida de Amelia, le hablaban de la existencia que llevaba al lado de sus padres, de lo pobre que era, se admiraban de que hombres del valor del difunto George Osborne hubiesen podido enamorarse de una mujer tan insignificante como Amelia, pero añadían que el fruto de aquel matrimonio era el niño más hermoso de la tierra, un niño a quien Jeannie adoraría a no dudar si le conociese y tratase.

Un día, Amelia, cediendo a las vivas instancias de las señoritas Dobbin, consintió que George fuera a pasar el día con ellas. Viéndose sola, decidió escribir al comandante Dobbin. Dábale la enhorabuena por las excelentes noticias que sus hermanas le habían comunicado, hacía votos por su felicidad y por la de la compañera que había escogido, le daba las gracias por las mil pruebas de sincera amistad que de él había recibido en su desgracia, le hablaba extensamente de George, diciendo que había ido a pasar el día con sus padres y hermanas en la villa y terminaba la epístola con un «Su afectísima amiga, Amelia Osborne». No se acordó de enviar un saludo a la señora O’Dowd, ni estampó el nombre de Glorvina, aunque se refirió a ella llamándola futura compañera del comandante. La noticia del matrimonio de Dobbin acabó con la reserva que Amelia se había impuesto en sus relaciones con aquél. Con fruición especial hizo constar en su carta cuan agradecida le estaba, cuan sinceramente le apreciaba… ¿Celos? ¡Celos de Glorvina! ¡Absurdo! Amelia habría rechazado indignada semejante idea aunque un ángel del cielo se la insinuara.

Aquella noche George, a su regreso de la villa, llevaba al cuello una linda cadena de oro de cuyo extremo pendía un reloj. Contó a su madre que una señora, de bastante edad y bastante fea, le había hecho aquel regalo después de besarle mucho y de inundarle con sus lágrimas. Añadió el niño que la dama del regalo le había sido poco simpática, que le gustaban más las uvas que ella, que él a nadie quería más que a su mamá. Amelia sintió un estremecimiento de espanto al saber que los parientes de su marido habían visto al niño.

Jeannie Osborne, que ella era la señora vieja y fea del regalo, volvió a su casa a la hora de comer. Su padre, que había hecho un negocio excelente, se sentó a la mesa de mejor humor que de ordinario, y parece que notó la turbación y tristeza de su hija.

—¿Qué te pasa, hija? —se dignó preguntar.

Jeannie rompió a llorar.

—¡Oh, padre mío! —respondió—. ¡He visto al hijo de George!… ¡Es hermoso como un ángel… su retrato… el vivo retrato de mi pobre hermano!

El viejo no contestó palabra, pero su rostro se puso muy encendido y temblaron todos sus miembros.

Capítulo XLIII

En el cual el lector es invitado a hacer un viaje doblando El Cabo

Aun a trueque de maravillar al lector, nos vemos en la necesidad de rogarle que haga un viaje de diez mil millas y se traslade al puesto militar de Bundlegunge, en la división de Madrás de nuestro imperio indio, en cuya guarnición encontrará algunos antiguos amigos que sirvieron en el regimiento donde prestó sus servicios el malogrado George Osborne, entre ellos, y como jefe de la misma, el bravo coronel sir Michael O’Dowd. Los años se han portado benignamente con nuestro robusto coronel, como acontece de ordinario tratándose de mortales de sólido estómago y buen carácter, sobre todo si rinden culto a la quietud del espíritu y no se entregan con exceso a las operaciones intelectuales. El coronel es maestro de primera fuerza en el manejo del cuchillo y del tenedor, armas que empuña y esgrime con gran éxito en la mesa. Fuma su hookah después de las dos comidas diarias principales con la tranquilidad y aplomo con que mandaba hacer fuego contra los franceses en la batalla de Waterloo. Ni la edad ni los rigores del clima han disminuido la actividad ni restado elocuencia a la descendiente de los Malonys y de los Molloys. Lady O’Dowd hace la misma vida en Madras que en Bruselas. No la arredran los campamentos, ni la molestan las tiendas de campaña. En las marchas, se coloca al frente del regimiento, sentada sobre los lomos de un elefante real, y en esta misma situación se la ha visto no pocas veces en las selvas, durante las cacerías de tigres. Ha tenido el alto honor de ser recibida por los príncipes indígenas, quienes la han agasajado, como también a Glorvina, con hermosos chales y ricas joyas que no ha osado rehusar. La saludan los centinelas de todas las armas cuando la avistan, y ella contesta su saludo subiendo su diestra hasta el borde de su sombrero. Es una de las más ilustres señoras del gobierno de Madras. Pasarán muchos años antes que olviden en el país su reyerta con la señora Smith, esposa de sir Minos Smith, el poderoso juez, en cuya cara dejó la coronela estampados los dedos de su diestra, al tiempo que decía que jamás se colocaría detrás de la mujer de un mendigo de la clase civil. Han pasado veinticinco años, y todavía recuerdan las gentes aquel baile célebre dado en el palacio del gobierno, donde lady O’Dowd rindió a dos ayudantes de campo, a un comandante de caballería y a dos caballeros paisanos; por cierto que cuando el comandante Dobbin consiguió llevarla al buffet, la infatigable coronela lassata nondum satiata recessit.

A decir verdad, Margaret de O’Dowd es en la actualidad como siempre fue: bondadosa en sus sentimientos y en sus actos, impetuosa de temperamento, firme en el mando, tirana con su Michael, el terror de las señoras del regimiento, madre ternísima para los jóvenes, a los cuales atiende y vela en sus enfermedades y defiende en todas ocasiones. Entre ellos es altamente popular. Las señoras de los capitanes y subalternos (el comandante es soltero) andan siempre en maquinaciones contra ella, y dicen que Glorvina se da aires de princesa y que Margaret es horriblemente dominante. Dispersó una especie de congregación fundada por la señora Kirk, burlándose de los sermones y alejando a los jóvenes oficiales que acudían a oírlos. Decía que la esposa de un militar no debe invadir un terreno que es privativo de los curas, y que, en vez de dedicarse a hacer sermones, cumpliría mejor con sus deberes remendando los calzones de su marido. Si en caso extremo el regimiento necesitaba sermones, ella le obsequiaría con los mejores que se han escrito en el mundo: los de su tío el deán. Puso fin brusco a los coqueteos iniciados entre el teniente Stubble y la esposa del médico, amenazando al galán con obligarle a devolverle las cantidades que le había prestado, si no rompía inmediatamente con la dama y se iba a El Cabo con licencia como enfermo. Por otra parte, dio casa y lecho a la señora Posky, que se vio en la necesidad de huir una noche de la suya y de la furia de su marido, empeñado en matarla durante uno de sus accesos de delirium tremens ocasionado por una botella de brandy, y no cejó hasta conseguir que el marido cobrase aversión a la bebida. En una palabra: en la adversidad, era la más firme amiga, y en la prosperidad la más insoportable.

Había dispuesto que el comandante Dobbin se casase con su hermana Glorvina. Conocía perfectamente la coronela la posición de Dobbin, apreciaba sus excelentes cualidades y admiraba su carácter caballeresco y leal. Glorvina, mujer hermosa, de frescos colores, cabello negro y ojos azules, capaz de domar un caballo o de ejecutar una sonata, era la persona enviada por Dios al mundo para hacer la felicidad de Dobbin. Mucho más lo era que la frágil Amelia, de la que el comandante estaba hablando constantemente.

—Vea usted a Glorvina —decía la buena señora a Dobbin—. Compárela con la pobre Amelia, que nunca dice esta boca es mía. Usted, hombre tranquilo y callado, necesita una compañera que hable por usted. Le conviene Glorvina, descendiente de una familia antigua que no desdice de la de ningún caballero, aunque por sus venas no corra la ilustre sangre de los Malonys y de los Molloys.

Debemos hacer constar que Glorvina, antes de adoptar la resolución de rendir a Dobbin con sus encantos, había probado la fuerza de éstos con muchos otros hombres. En Dublín, en Cork, en Killarney, en Mallow, en mil otras guarniciones, había coqueteado con todos los oficiales solteros y con todos los jóvenes elegibles del elemento civil. Media docena de veces llegó casi hasta las gradas del altar en Irlanda; durante su travesía a las Indias, flirteó con el capitán y el primer oficial del buque, pero ninguno de los dos aspiró a felicidad mayor. En las fiestas de la Presidencia, a las que la llevaron su hermano y su cuñada, fue la admiración de todos, la más obsequiada, pero entre sus adoradores no hubo ninguno que valiese la pena que solicitase su mano. Líbrenos Dios de hacerla responsable de su mala suerte, que comparten en este mundo muchas mujeres, y mujeres bonitas. Se enamoran con la mayor generosidad; las acompañan sucesivamente en sus paseos la mayor parte de los propietarios de los nombres que figuran en el Anuario Militar, pero llegan a los cuarenta años sin haber conseguido salir de la categoría de señoritas y entrar en el gremio de señoras. Glorvina aseguraba que, de no haber sido por la malhadada disputa de su cuñada con la señora del juez, se habría casado brillantemente en Madras, donde el viejo jefe del gobierno civil, señor Chutney, casado más tarde con la señorita Dolby, niña de trece años de edad y recién salida de un colegio en Europa, estaba por entonces a punto de solicitar su mano.

Pues bien: aunque la coronela y Glorvina regañaban infinidad de veces al día, aunque cualquier motivo, el más insignificante, bastaba para que convirtiesen la casa en un infierno, sus puntos de vista coincidían en lo referente a la conveniencia de que Glorvina se casase con el comandante, y ambas estaban dispuestas a no dejar en paz al interesado hasta rendirlo a sus deseos. A pesar de sus cuarenta o cincuenta desilusiones previas, Glorvina puso sitio animosa al corazón de Dobbin. A todas horas le cantaba melodías irlandesas, le invitaba a que la acompañase al cenador, invitación que ningún hombre galante es capaz de desairar, le preguntaba si tenía penas, porque, en caso afirmativo, quería consolarle o, por lo menos, llorarlas con él; sabedora de que Dobbin entretenía sus ratos de ocio tocando la flauta, obligábale a que ejecutase duetos con ella, siendo de advertir que la coronela, en cuanto los jóvenes se entregaban a este pasatiempo salía con la mayor inocencia de la habitación. La guarnición entera se acostumbró a verles juntos a todas horas: Glorvina le escribía casi a diario, pidiéndole libros que luego devolvía, después de haber subrayado con lápiz las frases sentimentales o los párrafos que más le habían agradado. Glorvina montaba los caballos del comandante, utilizaba sus criados, se servía de su palanquín; de aquí que la voz pública hablase de ellos como de novios formales próximos a casarse, y que las hermanas del comandante creyesen que muy en breve tendrían cuñada.

Dobbin, no obstante el sitio vigoroso de que le hacían objeto, continuaba gozando de una tranquilidad verdaderamente odiosa. Reía de buena gana cuando los oficiales del regimiento le hablaban de las atenciones que Glorvina le prodigaba.

—¡Bah! —solía contestar—. No hagan ustedes caso. Se ejercita en mí… estudia, practica, de la misma manera que estudia en un piano marca Tozer, porque es la única marca que ha encontrado en este país. Soy demasiado viejo para una joven tan linda como Glorvina.

 

Y continuaba impertérrito acompañándola en sus paseos a caballo, copiando música y versos en sus álbumes y jugando con ella al ajedrez, pasatiempos a que se entregaban en la India los oficiales de buenas costumbres, mientras otros dedicaban sus horas de ocio a cazar ranas, tirar agachadizas, jugarse las pagas o emborracharse.

Resistiendo tenaz las repetidas instancias de su mujer y de Glorvina, empeñadas en que interpelase al comandante sobre sus intenciones, para que sus explicaciones pusieran fin a los tormentos de que hacía víctima a una doncella inocente, el coronel se negó categóricamente a hacer el juego a las señoras tomando parte en su conspiración.

—Dejadme en paz, y dejad en paz al comandante —contestaba—, que es bastante crecidito para tomar las resoluciones que le convengan. Si te quiere, él hablará.

Otras veces tomaba el asunto a broma, y decía:

—¡Calma, señoras mías, calma! El comandante es un rapaz sin experiencia bastante para cumplir como Dios manda con las obligaciones inherentes al jefe de una familia. ¡No precipitarse! Conviene que le deis tiempo para escribir a su mamaíta.

Así contestaba el coronel a las señoras de su casa y familia; pero en sus conversaciones con Dobbin, decía a éste:

—¡Cuidado, Dobbin, mucho cuidado, hijo mío! Entre la muchacha y mi mujer le están preparando una red entre cuyas mallas quedará usted preso si se descuida. Mi mujer ha hecho traer de Europa una caja de guantes y un vestido de seda para Glorvina, que consumará el rendimiento de su corazón, ¡pobre Dobbin!, o habrá que confesar que es usted insensible a los encantos femeninos, aun viniendo realzados con sedas y guantes.

A decir verdad, ni la hermosura ni los encantos realzados con sedas y guantes podían rendir la voluntad de Dobbin, en cuyo pensamiento no cabía más que la imagen de una mujer, que ningún parecido tenía con Glorvina. Era una mujer vestida de negro, de grandes ojos rasgados y cabello castaño obscuro, que no hablaba sino cuando tenía necesidad de hablar; una madre joven consagrada al cuidado de su hijo; una criatura que nació para ser desgraciada; tal era la imagen que perseguía al comandante día y noche y reinaba sobre su corazón con imperio absoluto. Probablemente Amelia no se parecía ya al retrato que de ella formaba la imaginación de Dobbin, y casi nos atreveríamos a asegurar que nunca fue tan linda como aquél creyó; pero ¿podemos exigir desapasionamiento en sus juicios sobre el objeto de su amor a un hombre enamorado? Y Dobbin lo estaba de Amelia. No incurría en el defecto de los apasionados, que constantemente marean a sus amigos hablándoles del objeto de su pasión, ni el amor le robaba el sueño o disminuía su apetito. En cambio su cabeza tendía a cambiar de color, ya asomaban en sus sienes algunas hebras de plata, había envejecido algún tanto; pero sus afecciones continuaban siendo las mismas, ni variaban ni envejecían; su amor seguía tan fresco y lozano como si datase de cuatro días.

Hemos dicho en el capítulo anterior que Amelia escribió a Dobbin, y que en su carta le felicitaba con el mayor candor y conmovedora cordialidad por su próximo matrimonio con Glorvina O’Dowd. He aquí una copia del párrafo de la carta a que nos referimos, del que no variaremos una tilde:

Acaba de visitarme su hermana, de cuyos labios he oído la nueva de un futuro acontecimiento, a propósito del cual le ruego que acepte mi felicitación más sincera. No dudo que la señorita con quien va usted a unirse será digna de un hombre como usted, todo bondad y todo generosidad. ¿Qué puede ofrecerle a usted una pobre viuda como yo, como no sean los votos más fervientes por su prosperidad, votos que no tendrían ningún valor si no brotasen del corazón? George envía sus cariños a su querido padrino y abriga la esperanza de que no le olvidará. Le he dicho que en breve le unirán a usted lazos indisolubles con una persona, acreedora, no lo dudo, a todo su cariño, pero si bien es cierto que esos nuevos lazos son, y deben ser, los más fuertes y sagrados, los que dominen a todos los demás, abrigo la seguridad de que la viuda y el huérfano a quienes usted ha protegido y querido siempre, continuarán ocupando un rinconcito en su corazón.

Esta carta, que llevó a la India el mismo buque que llevaba a Glorvina su caja de guantes y su vestido de seda, y que fue abierta por Dobbin con preferencia a todas las que le llegaban de la capital del Reino Unido, determinó en el comandante un estado tan especial de ánimo, que a partir de aquel instante le fueron odiosas Glorvina, sus guantes y sedas, y todo cuanto con su persona tuviese relación. Dobbin se desató en furibundas imprecaciones contra las mujeres, es decir, contra las comadrerías femeninas y contra el bello sexo en general. Aquel día todo lo veía negro; el calor se le hizo insufrible, el servicio insoportable. La charla de sus camaradas le enloquecía; ¿qué le importaba a él que el teniente Smith hubiese cobrado veinte agachadizas, ni que el caballo del portaestandarte salvase todos los obstáculos de la pista con limpieza o sin ella? Las bromas de los oficiales jóvenes durante la comida le parecieron vergonzosas, aunque hacía quince años que las venía escuchando y aplaudiendo.

«¡Amelia… Amelia!», pensaba con amargura. «¡Me acusas tú, la mujer a quien siempre adoré! ¡Si en tu corazón hubiesen hallado eco los sentimientos que llenan el mío, no arrastraría yo la mísera existencia que arrastro! ¡Y me pagas diez años de adoración ferviente felicitándome por mi próximo matrimonio… con esa empalagosa irlandesa!»

El pobre Dobbin estaba triste, lúgubre; jamás le hicieron sufrir tanto los tormentos de la soledad. Habría querido acabar con la vida y sus vanidades. ¡Tan amargas decepciones le agobiaban, tan desesperada y dolorosa le parecía la lucha, tan sombrío se le presentaba el horizonte!

Toda la noche se la pasó despierto, suspirando por volver a Inglaterra. La carta de Amelia había dado en el blanco, es decir, le había convencido de que contra su desamor de nada servía una fidelidad probada, una pasión sincera. Revolviéndose agitado en el lecho, decía, cual si hablase con Amelia:

—¡Santo Dios, Amelia! ¿Ignoras que a nadie sino a ti he amado y amo en el mundo, a ti, que opones a mi pasión un corazón de mármol, a ti, a quien rodeé de tiernos cuidados durante largos meses de penas y enfermedades, a ti, que me despediste con la sonrisa en los labios, sin sospechar que yo me iba con el alma destrozada, a ti, que a los cinco minutos de habernos despedido habías olvidado que en el mundo había un hombre llamado William Dobbin?

¿Habría tenido Amelia lástima de él si en aquel estado de desesperación le hubiese visto? Probablemente sí. ¡Nuestro triste amigo leyó todas las cartas que de Amelia había recibido… cartas de negocios, cartas referentes a la pequeña fortuna que Dobbin le había hecho creer que dejó su marido al morir… cartas frías, de hielo, cartas egoístas!

Si cerca de Dobbin hubiese vivido una mujer de alma sensible capaz de leer en su noble corazón y de comprender los tesoros de grandeza que encerraba su delicada reserva, es posible que se hubiera desvanecido el prestigio de Amelia y que el amor de William hubiese tomado otros rumbos; pero Dobbin no trataba sino a Glorvina, la muchacha de bucles de azabache, y esta joven vivaracha y atrevida no pensó tanto en amar al comandante como en atraerse la admiración de éste, tarea difícil, casi desesperada, si se tiene en cuenta los medios puestos en juego para llevarla a buen término. Peinábase con mucho esmero y llevaba al descubierto sus hombros, cual si pretendiera hacer resaltar ante Dobbin lo sedoso de sus bucles y lo aterciopelado de su cutis, pero por desgracia William no reparó nunca en tales encantos.