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100 Clásicos de la Literatura

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Opinaba la señora Sedley que su hijo se rebajaba uniéndose en matrimonio con la hija de un artista, a lo cual replicaba el ama de gobierno:

—Pero señora… tenderos éramos nosotros cuando nos casamos con el señor Sedley, escribiente entonces de un agente de Bolsa, entre todos no teníamos quinientas libras, y hoy somos ricos, muy ricos.

Amelia compartía la opinión de la buena mujer, y al fin concluyó por convencer a su madre. El padre era perfectamente neutral.

—Cásese Joseph con quien quiera —decía—, que asunto suyo y no mío es su casamiento. La muchacha no tiene fortuna… tampoco la tenía mi mujer. En cambio, parece modosita, es lista como una ardilla, y quién sabe si conseguirá hacer de esa calamidad un hombre ordenado. De todas suertes, preferible mil veces es Becky a la nuera que yo me temía, una nuera negra que nos regalara una docena de nietos de caoba.

Como ven los lectores, ante los ojos de Becky se abría un porvenir luminoso y decididamente sonrosado. Tomó el brazo de Joseph, al bajar al comedor, como si tal cosa, y más tarde, se sentó junto a Joseph en el carruaje descubierto. El matrimonio era un hecho, todo el mundo lo veía, aunque nadie hablara palabra. Lo único que faltaba, y lo que Becky esperaba con ansia, era la declaración formal del pretendiente… ¡Oh, y cómo Becky echaba de menos una madre! Una madre cariñosa, tierna, que habría ultimado el asunto en menos de diez minutos, que hubiera arrancado en el curso de una conversación confidencial la declaración interesante que temblaba en los tímidos labios del apocado joven.

Tal era el estado de cosas cuando el carruaje cruzaba el puente de Westminster.

Los cinco jóvenes llegaron oportunamente a los Jardines Reales. La salida de Joseph del carruaje fue coreada y aplaudida por las personas agrupadas junto a la entrada, poco habituadas, sin duda, a ver caballeros tan gordos. Hizo su entrada llevando a Becky del brazo, y George, como es natural, ofreció el suyo a Amelia, hermosa y feliz como un rosal bañado por un rayo de sol matinal.

—Mira, Dobbin —dijo George—; tú, que tan buen muchacho eres, puedes encargarte de los chales.

Y he aquí que, mientras George entraba orgulloso del brazo de Amelia, y Joseph encontraba estrechas las puertas al franquearlas con Becky, Dobbin había de conformarse con dar un brazo a los chales y con pagar las entradas de los cinco.

Con ejemplar modestia caminaba detrás de las dos parejas, cuya dicha no quería turbar con su presencia. Si hemos de ser sinceros, confesaremos que la de Joseph y Becky le importaba un bledo, pero en cambio contemplaba con la boca abierta a Amelia suspendida del brazo del brillante George, y al ver su alegría sincera, ingenua, participaba de su felicidad, sentía en su pecho algo semejante al placer paternal. Es posible que en su alma germinasen deseos de llevar pendiente de su brazo algo que no fueran los chales —la gente reía al ver al desgarbado oficial cargado con aquellas prendas femeninas—, pero William Dobbin nada tenía de egoísta, y de consiguiente, mientras su amigo disfrutase, no podía él estar descontento. Y tan cierto es que disfrutaba, tan cierto es que le bastaba, para ser feliz, ver que lo eran sus amigos, que de todas las distracciones que los Jardines ofrecen, de las cien mil lámparas que los iluminan, de los concertistas que ejecutan arrebatadoras melodías en la glorieta dorada que se alza en el centro, de los cantantes de baladas cómicas o sentimentales, de los bailes regionales, en los cuales toman parte cocineros y fregonas, que con sus saltos, piruetas y contorsiones entusiasman a la concurrencia, de los anuncios según los cuales la señora Saqui iba a remontarse a las estrellas por la cuerda floja, del ermitaño que jamás abandona su ermita iluminada, de los paseos sumidos en esa obscuridad encantadora que tanto agrada a los enamorados, de los alegres restaurantes donde sirven raciones que los felices clientes tienen necesidad de buscar armados de sendos microscopios… de ninguna de estas atracciones se enteró siquiera el capitán William Dobbin.

Abrazado al hermoso chal blanco de Amelia se detuvo frente al quiosco donde la señora Salmón cantaba La batalla de Borodino —composición contra el corso advenedizo, que acababa de sufrir sus reveses rusos—. Al alejarse Dobbin intentó tararear la canción que acababa de oír, y halló que tarareaba la que aquel día cantaba Amelia cuando entró en el salón momentos antes de bajar al comedor.

No pudo menos de reírse de sí mismo, pues estaba convencido, y así era en verdad, que cantaba poco más o menos como una lechuza.

Haremos constar que, al entrar en los Jardines, nuestros jóvenes prometieron solemnemente no separarse en toda la noche, para faltar a lo convenido diez minutos después. Siempre ocurre lo propio en Vauxhall; se separan las parejas, pero es para reunirse de nuevo a la hora de la cena. ¿Por qué se separan? No sean maliciosos los lectores: se separan para poder referirse mutuamente más tarde las aventuras que durante la separación les han acontecido.

¿Cómo pasaron el tiempo Amelia y Osborne? Es un secreto. Sin embargo, podemos decir lo siguiente: fueron felices, observaron una conducta correctísima, y como desde niños tenían costumbre de verse a todas horas, su tête-à-tête no ofreció novedades dignas de contarse.

En cambio, Becky y Joseph, no bien se encontraron perdidos en la semioscuridad de un paseo solitario, donde no habría más allá de cien parejas, perdidas como ellos, ambos se percataron de que la situación era extremadamente tierna y crítica, y Becky pensó que entonces o nunca era llegado el momento de provocar la declaración que temblaba en los tímidos labios de Joseph. Ya antes habían estado nuestros enamorados en el Panorama de Moscú, donde un individuo, de educación poco esmerada, pisó en un pie a Becky y fue causa inconsciente de que ésta cayese, lanzando un grito ahogado, en los brazos de Joseph, incidente que aumentó la ternura y la confianza del galán en tales términos, que contó a su dama lo menos ocho o diez historias indias, que ya antes le había referido su media docena de veces.

—¡Cómo me gustaría visitar la India! —exclamó Becky.

—¿De veras? —preguntó Joseph tiernamente, y sin duda otra pregunta más tierna iba a seguir a aquélla, pues hipaba y resollaba como fragua de herrería, y Becky, que tenía su mano cerca del corazón de su enamorado, podía contar las febriles palpitaciones de dicho órgano, cuando, ¡suerte infausta!, repicó con ruido ensordecedor la campana que anunciaba el número de fuegos artificiales, corrieron las gentes, y ante semejante torrente arrollador, nuestros interesantes enamorados no tuvieron más remedio que sellar los labios y dejarse arrastrar por el torbellino.

Pensaba el capitán Dobbin reunirse a las parejas durante la cena, pues, a decir verdad, las distracciones de los Jardines y la compañía de los chales no le divirtieron gran cosa, pero dos veces se detuvo junto a la glorieta cuando las parejas, ya reunidas, se dirigían al restaurante, y tuvo la desgracia de que nadie reparase en su persona. Por añadidura, vio que preparaban la mesa con cuatro cubiertos, que los cuatro comensales se sentaban radiantes, felices, contentos, y no pudo menos de comprender que ninguno de ellos se acordaba en aquel momento de que en el mundo había un capitán llamado William Dobbin.

—Allá sería el comensal de trop —se dijo entre contrariado y divertido—. Me iré a dar conversación al eremita.

Y en efecto: con paso lento se dirigió al solitario paseo en cuyo extremo habita el conocidísimo Solitario de madera.

Mientras tanto, las dos parejas eran felices en el restaurante, donde continuaron sus conversaciones íntimas, siempre deliciosas. Estaba Joseph en sus glorias, dando órdenes a los camareros con pomposa majestad. Él se encargó de aliñar la ensalada, él descorchó el champaña, él trinchó los pollos, él se comió y bebió la mayor parte de lo que sirvieron, y él pidió, para coronar la fiesta, un ponche, artículo de primera necesidad en Vauxhall, según afirmaba él.

—Mozo… ponche —gritó.

Y a fe que tuvo una inspiración feliz, porque el ponche servido aquella noche fue la causa de esta historia. ¿Por qué no ha de poder ser el ponche la causa de una historia? ¿Un tazón de ponche no es causa tan buena como un tazón de cualquier otro líquido? ¿Por ventura no fue un tazón de ácido prúsico causa de que la hermosa Rosamunda se re tirase del mundo? ¿No fue un tazón de vino causa de que Alejandro el Grande cerrase los ojos para siempre? Pues de la misma manera, un tazón de ponche influyó decisiva mente en el destino de los protagonistas principales de esta «Novela sin héroe», que estamos refiriendo. Y lo notable del caso es que influyó poderosamente en su vida, siendo así que sólo uno de ellos lo probó.

Las señoritas no bebieron ni una gota, a Osborne no le gustaba, y la consecuencia fue que Joseph, gourmand empedernido, concluyó con todo el contenido de la ponchera, y el resultado de haberse echado entre pecho y espalda todo el contenido de la ponchera, fue una vivacidad, una animación que al principio maravilló a sus compañeros de mesa y luego les contrarió en extremo, porque habló tan alto, y disparó tantas y tan ensordecedoras carcajadas, que no tardaron en congregarse en derredor de la mesa docenas de oyentes, con gran confusión de los que no habían probado el ponche. Poco después tuvo la malhadada idea de entonar una canción, y lo hizo a voz en cuello y con el diapasón que es peculiar a los caballeros alumbrados, con serio agravio de la banda que tocaba en el quiosco, a la que robó el auditorio. Verdad es que la banda jamás cosechó tantos y tan nutridos aplausos como Joseph en aquella ocasión.

—¡Bravo… gordo! —bramaba uno.

—¡Que cante la tinaja!…

 

—¡Que baile… que baile!…

—¡Al extremo de una cuerda! —aullaron unos cuantos, creando vivas alarmas en las damas y encendiendo volcanes de cólera en el pecho de Osborne.

—¡Por Dios vivo, Joseph… levántate y vámonos! —exclamó Osborne.

Las dos muchachas se levantaron.

—¡Alto ahí… pichona… retre-tre-che-e-e-ra! —vociferó Joseph, valiente como un león, abrazando a Becky por la cintura.

Asustóse Becky, intentó escapar, mas le fue imposible. Las risotadas de los testigos de la interesante escena redoblaron. Joseph continuaba bebiendo, haciendo el amor por lo fino y cantando, pero no contento con tan poco, comenzó a hacer guiños y muecas a los espectadores y a invitarles a acercarse y participar de su ración de ponche.

Osborne se disponía a propinar un puntapié a un caballero que intentó aprovechar la invitación, lo que habría determinado una colisión inevitable, cuando acertó a llegar un señor, llamado Dobbin, que hasta entonces había entretenido el tiempo paseando.

—¡Fuera de aquí… estúpidos! —gritó con voz de trueno el recién llegado, dispersando a los curiosos a codazos, y acercándose a la mesa.

—¡Válgame Dios, Dobbin!… ¿dónde te has metido? —exclamó Osborne, arrebatando del brazo de su amigo el chal blanco y echándolo sobre los hombros de Amelia—. ¡Sírvenos de algo, hombre de Dios… y quédate aquí con Joseph mientras yo acompaño a las señoritas a casa!

Joseph se puso en pie con ademán airado, pero bastó que Osborne le empujase con un dedo para obligarle a caer sobre el asiento de la silla. Las señoritas se retiraron acompañadas por el teniente, y Joseph, apoderándose de la mano del capitán, la besó repetidas veces y, llorando y sollozando, reveló a este caballero el secreto de sus amores. Adoraba a la niña que acababa de marcharse, la niña le adoraba a él, de ello estaba seguro, y a la mañana siguiente se casaría con ella en la iglesia de Saint George de la plaza Hanóver. Sacaría de la cama al arzobispo de Canterbury… ¡pues no faltaba más!… quisiera o no quisiera… vivía en el palacio Lambeth, y allí iría a buscarle. Dobbin dijo al enamorado que era preciso volar cuanto antes al palacio Lambeth, salió con el borracho de los Jardines, le metió en un coche de alquiler, y poco después le dejaba salvo, aunque no sano, en su domicilio.

George Osborne acompañó a las muchachas hasta la puerta de su casa. Luego que se despidió de ellas, mientras atravesaba la plaza Russell, acometióle un acceso de risa tan ruidosa, que dejó estupefacto al sereno.

Amelia miró con expresión pesarosa a su amiga, la besó, y se retiró a su dormitorio sin hablar palabra.

«Mañana pide mi mano», pensaba Becky. «No hay duda… me ha llamado alma mía cuatro veces, ha oprimido amorosamente mi mano en presencia de Amelia, y me dijo pichona y retrechera delante de doscientas personas… Sí; mañana me pide.»

Lo mismo pensaba Amelia. Y hasta me atreveré a decir que pensó también en el traje que se pondría para la boda, en los regalos que habría de hacer a su encantadora cuñadita, y en la ceremonia, en la que debía desempeñar un papel principal, etc., etc.

¡Oh, doncellas ignorantes! ¡Cuán poco conocéis los efectos del ponche!… Del ponche, que después de bebido, da calor, animación, verbosidad, entusiasmo, y a la mañana siguiente… un dolor de cabeza insoportable. Y cuenta que no hay jaqueca en el mundo comparable a la que proporciona el ponche de Vauxhall. Veinte años ha que me bebí dos vasos, y no he olvidado todavía sus consecuencias. Y fueron dos vasos… dos vasos de los de vino, ¡palabra de honor! En cambio Joseph, enfermo del hígado… circunstancia agravante, engulló por lo menos un litro de aquella abominable pócima.

La mañana siguiente, la que Becky creyó que señalaría el alborear de su radiante fortuna, encontró a Joseph sufriendo torturas que la pluma se resiste a escribir. No había sido inventada todavía el agua carbónica, ni se conocía otra cosa… ¡parece increíble!… que la cerveza clara para mitigar la fiebre producida a los caballeros por las libaciones de la víspera. George Osborne encontró al ex administrador de Boggley Wollah tendido sobre un sofá, rodeado de botellas de cerveza clara, y gimiendo. Allí estaba ya Dobbin, prodigando cuidados a su paciente de la víspera. Los dos militares, contemplando al ferviente adorador de Baco, postrado y dolorido, no supieron qué decirse, y cambiaron entre sí los más horribles guiños. Hasta el ayuda de cámara de Joseph, correcto y solemne, mudo y grave como un funerario, había de hacer esfuerzos sobrehumanos para contener la risa, cuantas veces miraba a su infortunado señor.

—Anoche llegó mi señor furioso como no le he visto nunca —había dicho el ayuda de cámara a Osborne, antes de entrar éste en la habitación donde estaba Joseph—. Quiso pegar una paliza al cochero… el capitán tuvo que subirle en brazos, como si fuera un niño.

A poco de haber llegado George, abrió el ayuda de cámara las puertas del salón, y anunció:

—El señor Osborne.

—¿Qué tal te encuentras, Sedley? —preguntó el recién llegado, después de contemplar al paciente—. No hay huesos rotos, ¿verdad? Abajo espera un cochero con un ojo amoratado y la cabeza vendada, que jura y perjura que te ha de aplicar la ley.

—¿Qué es eso de aplicarme la ley? —preguntó con voz desfallecida Joseph.

—La ley por la paliza que le diste… ¿no es cierto, Dobbin? Tus puños caían sobre el infeliz cochero como mazos de batán… Asegura el cochero que jamás ha visto hombre que pegase más recio… Dobbin podrá decírtelo.

—Una porción de asaltos reñiste con el cochero, es cierto —contestó Dobbin.

—¡Y qué diremos de su aventura con aquel caballero del abrigo claro en los Jardines! —exclamó Osborne—. ¡Cáspita… y con qué denuedo cerraste contra él!… ¡Cómo chillaban las señoras!… El corazón me saltaba dentro del pecho al ver el valor con que te batías… Creía yo que vosotros, los hombres civiles, no sabíais pegar; pero hay que verte a ti, Joseph, cuando tienes una copa de más.

—Sí… creo que, cuando me enfado, soy verdaderamente terrible —balbució Joseph, haciendo una mueca tan horrenda, que el capitán no pudo mantener la seriedad y rompió a reír estrepitosamente, coreado por Osborne.

George aprovechó la coyuntura, viendo a Joseph blanco como la cera. Había dado vueltas a su imaginación a la idea del matrimonio pendiente entre Joseph y Becky, y no le hacía mucha gracia que un miembro de la familia, que en breve entroncaría con la suya, contrajese una mesalliance con una señorita de nadie, con una institutriz intrigante.

—En efecto, Joseph; estabas verdaderamente terrible —dijo riendo—. No podías tenerte en pie, hacías reír a todo el mundo, aunque tú llorabas… estabas gracioso como nunca. ¿Te acuerdas de la canción que nos entonaste?

—¿Yo… cantar?

—Sí… una canción muy sentimental, en la cual llamabas a… Rosa… o Becky…, ¿cómo se llama la amiguita de Amelia?… la llamabas pichona y retrechera, y la agarrabas por el talle así…

Uniendo la acción a la palabra, Osborne asió la diestra de Dobbin, rodeó su cintura, y reprodujo la escena, con espanto del que la representó en los Jardines y protestas del buen Dobbin, que pedía piedad para el infortunado enfermo.

—¿Por qué he de tenerle lástima? —contestó Osborne a las reconvenciones de su amigo, luego que se despidieron del enfermo, al que dejaron confiado a los cuidados del doctor Gollop—. ¿Tiene acaso algún derecho para darse esos aires de importancia y ponernos en ridículo en Vauxhall? ¿Quién es esa institutriz de tres al cuarto que le está poniendo los puntos? ¡Váyase al diablo, que bastante baja es la familia sin ella! A nadie deshonra ser institutriz, pero para cuñada prefiero una señorita. Liberal soy, pero no renuncio a mi altivez natural y conozco el puesto que me corresponde: que conozca ella el suyo. Me he propuesto evitar que ese necio siga cometiendo majaderías, y lo conseguiré. Para impedir que salga de casa le he hecho amenazar con la acción judicial del cochero.

—No digo nada; tú sabes lo que te conviene. Tu familia es de las más antiguas de Inglaterra, pero…

—Vente a ver a las muchachas, y haz el amor, si quieres, a la señorita Sharp —interrumpió Osborne.

Dobbin se excusó de acompañar al teniente en su visita a la casa Sedley.

Al descender George por el paseo Southampton, no pudo menos de reírse al ver, en dos diferentes balcones de la casa Sedley, dos cabezas al acecho. Amelia, desde un balcón del salón, escudriñaba con avidez el lado opuesto de la plaza, lugar por donde debía llegar Osborne, y Becky, asomada a un balconcito del segundo piso, atisbaba la llegada de Joseph.

—La hermana Anne acecha desde lo alto de la torre —dijo Osborne a Amelia—, pero en vano, nadie llega.

Seguidamente hizo historia, empleando los términos más burlescos, de la triste situación del enfermo.

—Es una crueldad reírse así —dijo Amelia con tristeza.

George continuó riendo, cada vez más convencido de que lo ocurrido era altamente cómico y divertido.

Bajó a poco Becky, más compuesta que nunca.

—¡Oh, señorita Sharp, si pudiese usted verle en este momento! —exclamó George—. Llorando acabo de dejarle en su casa, retorciéndose en el sofá. No quiere más compañía que la de su médico.

—¿Si pudiese ver… a quién? —inquirió Becky.

—¿A quién?… ¿A quién?… Al capitán Dobbin, claro está, con quien tan atentos estuvimos todos anoche.

—Mal nos portamos con él, es verdad —contestó Amelia—. Yo… yo llegué a olvidar que hubiese salido de casa con nosotros.

—Claro que le olvidaste —observó Osborne riendo—. No es posible estar pensando siempre en Dobbin… ¿no es verdad, señorita Sharp?

—Salvo cuando vuelca el vino sobre la mesa, como ocurrió ayer en la comida —respondió Becky con displicencia—. Nunca presté ni un solo momento de atención a la existencia del capitán Dobbin.

—Muy bien, señorita Sharp, así se hace —dijo George—. Se lo haré saber a Dobbin.

En el pecho de Becky brotó la planta de la desconfianza y de la animadversión hacia el joven oficial.

«¿Se está burlando de mí?», pensó. «¿Habrá asustado a Joseph?»

Su alma sintió cierto desfallecimiento al recelar que George hubiese podido conseguir que Joseph no volviera a verla.

—Es usted un bromista implacable —dijo, sonriendo con expresión de inocencia—. No se mofe usted nunca, George, de las pobrecitas que no tienen quién las defienda.

La mirada de Amelia hizo que George se separase de Becky sintiendo cierto arrepentimiento por haber herido con sus palabras a una pobre muchacha indefensa.

—Eres muy buena… demasiado buena, mi querida Amelia —dijo—. No conoces el mundo y yo sí… Tu amiguita Becky Sharp debiera darse cuenta de su verdadera posición.

—¿Crees que Joseph no…?

—Palabra, querida mía, que no lo sé. Puede ser que sí, y puede ocurrir lo contrario. Yo no mando en él. Lo único que puedo asegurar es que, con sus majaderías, colocó anoche a mi idolatrada nenita en una posición harto desagradable… ¡Pichona… retre-tre-che-e-e-e-ra!

Amelia no pudo contener la risa.

Joseph no apareció aquel día, pero Amelia estaba tranquila porque, para disipar su temor, envió a su ayudante de campo, el negro Sambo, al domicilio de su hermano, con encargo de pedirle un libro que el último le había prometido y de preguntarle cómo se encontraba. Joseph contestó, por conducto de su ayuda de cámara, que se sentía un poquito indispuesto y en manos del médico. Amelia supuso que no faltaría su hermano al día siguiente; pero no tuvo valor para hablar del asunto a Becky, la cual, por su parte, no aludió en todo el día ni a Joseph ni a la salida nocturna del día anterior.

Al día siguiente, en ocasión en que las dos amigas, sentadas en un sofá, hacían como que trabajaban, o leían novelas, entró Sambo en la habitación llevando un paquetito debajo del brazo y una carta sobre una bandeja en la mano.

—Carta del señor Joseph, señorita —anunció Sambo.

Amelia abrió con dedos temblorosos la carta, que decía así:

Querida Amelia: Te envío La huérfana de la selva. No salí ayer de casa por encontrarme enfermo. Hoy salgo de la ciudad para Cheltenham. Excusa, si te es posible, cerca de la simpática señorita Sharp, mi conducta observada en Vauxhall, y ruégale que me perdone y olvide cuantas palabras pronuncié, inspiradas por la excitación producida en mí por aquella cena fatal. Tan pronto como me restablezca un poquito, porque mi salud se ha quebrantado de veras, iré a pasar unos cuantos meses a Escocia. Mientras tanto, sabes que te quiere Tu hermano

 

Joseph SEDLEY

La carta era para el amor de Becky una sentencia de muerte: quedaba terminado el idilio. Amelia, sin atreverse a mirar su rostro pálido y sus ojos encendidos se levantó, dejó caer sobre la falda de su amiga la carta fatal, subió a su cuarto y lloró.

No tardó en presentarse el ama de gobierno, en cuyo pecho depositó Amelia muchas lágrimas que la aliviaron un poco.

—No lo sienta usted, señorita —dijo el ama de gobierno—. Me repugnaba decírselo, pero es lo cierto que, excepto al principio, nadie en la casa la podíamos ver, con mis propios ojos la sorprendí un día leyendo las cartas de su mamá. Piner dice que la vio registrar los cajones de usted, y los cajones de todos, y que su vestido blanco de usted ha pasado al baúl de ella.

—Se lo di yo… se lo di yo —contestó Amelia.

La afirmación de la señorita no modificó la opinión del ama de gobierno.

—No me fío de las institutrices, Piner —decía a la doncella—. Se dan aires de señoritas y reciben los vestidos usados que nos corresponden a usted y a mí.

Pronto supieron todos los de la casa, excepción hecha de Amelia, que Becky se iría, y todos, con la excepción indicada, opinaron que debía marcharse cuanto antes. Amelia registró todos los armarios, cajones, baúles, cajas, y pasó revista a todos sus vestidos, abrigos, fichus, cintas, encajes, medias de seda, escogiendo aquí una prenda y entresacando allá otra, para regalarlas a Becky. Presentóse seguidamente a su papá, el generoso comerciante inglés, que había prometido darle a su salida del colegio tantas guineas como años tenía, y le suplicó que esa cantidad se la diera a la pobrecita Becky, que la necesitaba más que ella. Consiguió que Osborne contribuyera a los obsequios: nuestro buen amigo George, generoso y liberal como buen militar, corrió a la calle Bond y compró el sombrero más bonito y los pendientes de más gusto que pudo encontrar.

—Es el regalo que te hace George, Becky —dijo Amelia a su amiga—. ¡Qué gusto tiene!, ¿verdad? Pocos hombres se le parecen.

—Ninguno —contestó Becky—. ¡Cuánto se lo agradezco!

Para sus adentros pensaba:

«Él es quien ha impedido mi matrimonio… ¡Con qué placer le trituraría!».

Hizo sus preparativos de marcha con maravillosa ecuanimidad, y aceptó los regalitos de Amelia sin oponer gran resistencia. Dijo que guardaría agradecimiento eterno por las bondades que de la señora Sedley había recibido, mas no mostró gran empeño en buscar su compañía, y ella, por su parte, parecía más bien deseosa de esquivar a la joven. Besó la mano al señor Sedley cuando éste le regaló un bolsillo con las monedas ofrecidas a Amelia y renunciadas por ésta en favor de su amiga, y pidió permiso para tenerle siempre por su amigo y protector. Tan dulce y cariñosa fue la despedida de Becky, que el buen señor Sedley estuvo tentado de firmarle un cheque por veinte libras más; pero como buen comerciante, refrenó los impulsos de su corazón. Le esperaban a comer fuera de casa, el carruaje estaba a la puerta, y se apresuró a decir adiós a la amiga de su hija.

—Que Dios bendiga a usted, hija mía —dijo al marchar—. Si viene usted a la ciudad, no deje de visitarnos… esta casa es suya; ya lo sabe… James… llévame a la Mansión House.

Vino al fin la despedida de Amelia, que dio lugar a una escena sobre la cual será mejor tender un velo. Representada la escena en cuestión por dos personajes, sincero y leal uno de ellos, y cómico perfecto el otro, después de mil caricias ternísimas, de ríos de lágrimas patéticas, de apelar a los frasquitos de sales y de dar salida a los sentimientos más conmovedores, separáronse Amelia y Becky, jurando esta última un cariño eterno, eterno y eterno a la primera.

Capítulo VII

Crawley, de Crawley de la Reina

Entre los más respetables apellidos comenzados en C que figuraban en el Anuario de la Corte, el año de 18… hallábase el de sir Pitt Crawley, barón, calle Gran Gaunt, casa solariega en Crawley de la Reina, en Hants. El nombre del ilustre caballero figuró también durante muchos años en las listas del Parlamento, junto al de otros dignos caballeros que alternativamente ostentaban la representación del distrito.

A propósito del pueblo llamado Crawley de la Reina, se refiere que la reina Isabel, habiéndose detenido a almorzar en Crawley, en uno de sus viajes, gustó tanto de la cerveza que le presentó el Crawley de la época (hermoso caballero de barba rizada y bien conformada pierna), que inmediatamente erigió al pueblo en cabecera del distrito, con derecho a tener dos representantes en el Parlamento, y el pueblo, a partir del fausto día en que recibió visita tan ilustre, tomó el nombre de Crawley de la Reina, que conserva en la actualidad. La mano del tiempo y las mutaciones que los siglos crean en los imperios, en las ciudades y en los pueblos, han hecho, ¡ay!, que la población sea hoy muchísimo menos populosa de lo que fue en tiempos de la reina Isabel. Es más: tan a menos ha venido, que generalmente se le llama aldea arruinada… pero a bien que sir Crawley contestaría al calificativo, por cierto con perfecta razón: «Arruinada, ¿eh? Preguntadlo a mi caja, donde ingresan mil quinientas libras al año».

Era sir Pitt Crawley, así llamado en honor a su ilustre homónimo de la Cámara de los Comunes, hijo de Walpole Crawley, primer barón, guardasellos durante el reinado de George II, acusado de cohecho, como tantos otros caballeros honradísimos de la época, y Walpole Crawley, fue hijo de John Churchill Crawley, nombre que le impusieron en honor al célebre general del reinado de la reina Ana. Menciona, además, el árbol genealógico, que pende de uno de los muros del salón de la casa solariega de la familia, a Carlos Estuardo, llamado más tarde Barebones Crawley, hijo del Crawley de la época de Jacobo I, finalmente al Crawley de la reina Isabel, cuyo retrato, armado de punta en blanco y luciendo la luenga barba rizada sobre el peto de su armadura, fecunda el árbol que brota de su cintura, como es de rigor, y en cuyas ramas principales se leen los nombres antes mencionados. Junto al nombre de sir Pitt Crawley, barón, objeto de la presente memoria, figura el de su hermano, el reverendo Bute Crawley, que vino al mundo cuando el gran hombre del Parlamento estaba en desgracia, rector de Crawley-cum-Sanailby, y los de muchos otros miembros, varones y mujeres, de la familia Crawley.

Había casado en primeras nupcias sir Pitt con Griselda, sexta hija de Munge Binkie, lord Binkie, y prima, por consiguiente, del señor Dundas. Dióle dos hijos: Pitt, así llamado no tanto en honor de su padre cuanto en el del famoso ministro, y Rawdon Crawley, a quien dieron el nombre por llamarse así el amigo del príncipe de Gales, a quien Su Majestad George IV relegó al olvido más absoluto. Muchos años después del fallecimiento de su primera esposa, sir Pitt condujo al altar a Rosa, hija del señor G. Dawson, de Mudbury, la cual le dio las dos hijas de cuya instrucción iba a encargarse Becky. Hemos dado estas explicaciones para que los lectores se persuadan de que nuestra Becky va a entrar en el seno de una familia de ilustre nacimiento, y a moverse en un círculo incomparablemente más distinguido que el humilde que acababa de abandonar en la plaza Russell.

La carta que la llamaba al lado de sus discípulas vino encerrada en un sobre viejo y sucio, y estaba concebida así:

Sir Pitt Crawley ruega a la señorita Sharp que esté aquí el martes próximo, porque yo he de salir para Crawley de la Reina mañana por la mañana temprano.

CALLE GRAN GAUNT

No recordaba Becky, por más que interrogaba sus recuerdos, haber visto en su vida barón alguno, de aquí que, después de haber dado sus adioses a Amelia, de contar las guineas que el excelente señor Sedley le entregara metidas en un bolsillo, y de secar con el pañuelo sus ojos, operación que dejó terminada en el momento que el carruaje que la conducía dobló la primera esquina, requirió los pinceles de su imaginación, para trazarse un cuadro del talante que podía tener un barón.