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100 Clásicos de la Literatura

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—Me he pasado toda la noche en claro, tarareándola. A las once llegó mi médico, y me encontró cantando.

—¿De veras? ¡Cántela… cántela ahora!… ¡Me gustaría oír cómo la canta!

—¿Yo?… ¡Oh, no!… ¡Usted, Becky, usted es quien debe cantarla otra vez!

—En este momento no, señor Sedley —contestó Becky lanzando un suspiro—. Mi situación de ánimo no está para cantos, aparte de que tengo que terminar este bolsillo… ¿Quiere usted ayudarme… señor Joseph?

Y antes de que el ex administrador de la Compañía de Indias supiera qué exigían de él, se encontró sentado a un palmo de distancia de Becky, mirándola extasiado y sonriente, extendidos los brazos como en actitud implorante, y con una madeja de seda verde que pasaba de mano a mano y que Becky estaba devanando.

En tal posición romántica fue sorprendida la interesante pareja por George y por Amelia. La seda estaba devanada, pero Joseph no había hablado palabra.

—Esta noche lo hará, amiga mía… esta noche sin falta —dijo Amelia al oído de su amiga, oprimiendo suavemente su mano.

Joseph se decía interiormente:

«Estoy resuelto… Esta noche, en Vauxhall, abordo la gran cuestión».

Capítulo V

William Dobbin

Mientras en Inglaterra existan colegios, perdurará la memoria de la descomunal batalla cuyos paladines fueron Cuff y Dobbin, alumnos del famoso colegio dirigido por el doctor Swishtail. El escolar mencionado en segundo término, a quien sus compañeros bautizaron con varios apodos indicadores de pueril menosprecio, era el más tranquilo, el más desgarbado, el más tosco y, al parecer, el más torpe de los caballeritos confiados a la dirección del doctor Swishtail. Hijo de un tendero de comestibles de la City, asegurábase que había sido admitido en el colegio a base del régimen del «intercambio», o lo que es lo mismo, que su padre pagaba sus gastos de manutención y de enseñanza, en especie, y no en dinero. Debido sin duda a esta circunstancia, figuraba siempre en el colegio en último lugar, y al verle embutido dentro de un traje estrechito, cuya trama se empeñaban en taladrar sus bien desarrollados huesos, no podía evitarse el pensar que significaba para la casa una determinada cantidad de libras de té, de bujías, de azúcar, de jabón, de ciruelas, y de otros géneros. Días horribles eran para el buen Dobbin aquellos en que, habiendo salido con permiso a la ciudad cualquiera de los escolares, acertaba a ver parado frente a la puerta del colegio el carro de «Dobbin y Rudge, Provisiones, calle del Támesis, Londres», descargando una remesa de comestibles. En días tan aciagos, Dobbin no disfrutaba de un instante de tranquilidad: las bromas de que le hacían víctima eran crueles, insistentes, implacables.

—¡Sea enhorabuena, Dobbin! —decía uno—. El azúcar sube.

—Se ha perdido la cosecha de aceite —añadía otro—. Suceso infausto para los cosecheros, pero feliz para los almacenistas.

—Un problema —gritaba un tercero—: Si una arroba de bujías vale siete chelines, medio penique, ¿cuántas bujías valdrá la manutención de Dobbin?

Cada broma de este género era acogida con estrepitosas carcajadas por todos los colegiales, que consideraban, y con razón sobrada, que vender productos alimenticios es una profesión infamante, merecedora del desprecio de todos los que de caballeros se precian.

—También es comerciante tu padre, Osborne —dijo un día Dobbin al niño que había provocado la tormenta contra él.

—Mi padre es un caballero —replicó el niño con altanería— que tiene carruaje propio.

William Dobbin se refugió en el rincón más solitario y alejado, donde pasó el resto del día, que era festivo, debatiéndose en un mar de tristeza y de amargura.

Merced a su incapacidad para asimilarse los rudimentos del latín, tal como aparecen expuestos en la admirable Gramática Latina de Eton, William Dobbin ocupaba invariablemente el último puesto entre los escolares del doctor Swishtail, y era objeto de las befas más crueles cuando formaba entre los niños de delantal y mejillas sonrosadas, entre los cuales parecía un gigante. Altos y bajos le escarnecían: este dibujaba un jamón a su espalda, aquel cortaba las cuerdas de su cama, el de más allá volcaba los banquillos y los baldes para que, al pasar Dobbin, diera con su humanidad en tierra, cosa que ocurría invariablemente. Recibía con frecuencia paquetitos que, al ser abiertos, aparecían con muestras de bujías o de jamones de la casa de su padre. Dobbin soportaba estos vejámenes con paciencia, sin quejarse, sin despegar los labios, pero sintiéndolos en lo más delicado de su alma.

Cuff, por el contrario, era el dandy, el mimado, el amo del colegio Swishtail. Disponía de botellas de vino que había introducido de contrabando, zurraba a los muchachos de la ciudad, montaba caballos que todos los sábados llegaban a la puerta del colegio para llevarle a la casa paterna, tenía en su cuarto botas de montar, en el bolsillo un reloj de oro y tomaba polvo de tabaco, ni más ni menos que el director. Había estado en la Ópera y conocía el valor artístico de todos los cantantes principales. Capaz era de recitar de carretilla y en menos de una hora cuarenta versos latinos; sabía escribir prosa y versos franceses… Pero ¿es que hay algo que Cuff no supiese hacer a maravilla? En el colegio se aseguraba que hasta el doctor Swishtail le tenía miedo.

Cuff, amo y señor indiscutible del colegio, reinaba sobre sus súbditos y hacía pesar sobre todos ellos su espléndida superioridad. Éste lustraba sus botas, aquél cepillaba su ropa, uno tostaba su pan para el desayuno, otro se encargaba de correr tras sus pelotas y traérselas mientras jugaba al cricket.

El escolar a quien más despreciaba y con quien a duras penas se dignaba tener comunicación personal, como no fuese para hacerle víctima de sus escarnios, era Dobbin.

Un día estalló entre los dos caballeritos una pequeña diferencia, que no tuvo testigos. Hallábase Dobbin en la escuela, escribiendo una carta a sus padres, cuando entró Cuff y le mandó que fuera a hacerle un recado.

—No me es posible —contestó Dobbin—. He de terminar mi carta.

—¡No te es posible! —repitió Cuff, apoderándose de la misiva, abundante en borrones y faltas de ortografía, y en la cual había el pobre escolar vertido muchos pensamientos íntimos y no pocas lágrimas, porque la carta en cuestión iba dirigida a su madre, y ésta, aunque era mujer de un tendero, adoraba a su hijo—. ¡No te es posible!… ¡Me gustaría saber por qué! ¿No puedes escribir mañana a la Madre Azafrán?

—No toleraré que apliques apodos a mi madre —exclamó Dobbin, levantándose muy nervioso del banco.

—¿Vas o no vas? —insistió el gallo del colegio.

—Dame la carta: las personas bien nacidas no leen cartas destinadas a otro.

—¿Vas o no vas?

—¡No voy… y cuidado con pegar, porque te abro la cabeza! —bramó Dobbin, apoderándose del tintero de plomo y adoptando una actitud tan resuelta, que Cuff bajó el puño, que ya había enarbolado, metió las manos en los bolsillos, giró sobre sus talones y se fue.

Nunca más volvió a dirigir la palabra a Dobbin. Pero faltaríamos a la imparcialidad si no hiciésemos constar que continuó hablando con el mayor menosprecio del hijo del tendero, cuando el interesado no podía oír sus palabras.

Aconteció, algún tiempo después de ocurrido el incidente narrado, que Cuff topó, una tarde calurosa de verano, con el pobre Dobbin, quien, tendido a la sombra de un árbol, leía su libro favorito, Las mil y una noches, mientras los demás colegiales se entregaban a sus juegos. William Dobbin no se acordaba del colegio, ni de los escolares, ni del mundo: viajaba con Simbad el Marino por el Valle de los Enllantes, o bien había penetrado, acompañando al príncipe Ahmed, en aquella deliciosa caverna donde el príncipe mencionado tuvo la suerte de encontrar al hada Peribanou, caverna que todos desearíamos visitar, cuando, disipados sus ensueños por los gritos y lloros de un niño, alzó la cabeza y vio que el gallo del colegio, Cuff, castigaba a uno de los colegiales más jovencitos del establecimiento.

No era el niño en cuestión de los que menos se habían burlado del pobre Dobbin, pero en el corazón de éste no cabía el rencor, y menos contra los pequeños y débiles.

—¿Cómo se atrevió usted, caballerito, a romper la botella? —gritaba Cuff, amenazando al niño con su palo de cricket.

Había recibido el niño orden expresa de Cuff de saltar la cerca del prado por un sitio donde mucho tiempo antes habían sido quitados los pedazos de cristal de que el coronamiento del muro estaba erizado, correr un cuarto de milla, comprar a crédito una pinta de limonada de ron, desafiar la vigilancia de los espías que el director del colegio tenía estacionados fuera, y volver al prado por el mismo camino. El niño cumplió la orden, pero, a su regreso, tuvo la desgracia de resbalar y caer, se rompió la botella, entre la tierra y sus pantalones se bebieron el contenido, y el portador hubo de presentarse delante del gallo, tembloroso, con actitud de culpable y a punto de llorar.

—¿Cómo se atrevió usted, caballerito, a romper la botella? —repetía Cuff—. ¡A mí no se me engaña, ladronzuelo! ¡Usted se ha bebido la limonada y ahora pretende hacerme tragar la bola de su resbalón y de la rotura de la botella!… ¡Presente usted esa mano, tunante!

El palo de cricket cayó con violencia sobre la palma de la mano del niño. Gritó éste. Dobbin levantó la cabeza. El hada Peribanou penetró huyendo en lo más recóndito de la caverna, seguida por el príncipe Ahmed: el Valle de los Brillantes desapareció y Simbad el Marino voló al cielo: William Dobbin no vio sino que un muchacho grandullón pegaba a un niño pequeñito.

—¡Venga la otra mano! —rugió Cuff.

 

Dobbin se estremeció.

—¡Toma, ladronzuelo! —gritó Cuff, golpeando por segunda vez.

Dobbin se puso en pie. ¿Por qué? Lo ignoramos, porque escenas como la que estamos reseñando son tan frecuentes en los colegios como el knut en Rusia. Posible es que el alma de Dobbin se rebelase contra el ejercicio de la tiranía; quién sabe si en su pecho se agitaban sentimientos de venganza y quiso aprovechar la oportunidad de medir sus fuerzas con las de aquel tirano que en el colegio monopolizaba toda la gloria, todo el orgullo, toda la pompa. El motivo, el incentivo, sería alguno de los apuntados o cualquier otro, no viene al caso, pero el hecho fue que se puso en pie, conforme hemos dicho, y gritó:

—¡No pegues más, Cuff… no pegues más a ese niño, o…!

—¿O… qué? —contestó Cuff, maravillado de que osasen interrumpirle—. ¡Venga esa mano… raterillo!

—¡Que te voy a propinar la mayor paliza de tu vida! —gritó Dobbin, contestando a la pregunta de Cuff.

George Osborne, que él era el niño en cuestión, volvió los ojos, llenos de lágrimas, de asombro y de incredulidad, hacia el inesperado campeón que osaba abrazar su defensa contra Cuff. La estupefacción de éste no fue menor que la del niño. Imagínense mis lectores lo que pasaría por el alma del difunto monarca George III, cuanto tuvo noticia de la rebelión de sus colonias del norte de América, lo que pensaría el gigante Goliat cuando el pequeño David avanzó intrépido y le retó a singular combate, y se aproximarán bastante al conocimiento del estado verdadero de los sentimientos de Cuff, al oír la amenaza de que le hacían objeto.

—A la salida del colegio, ¿eh? —contestó Cuff, después de una pausa, y no sin dirigir a su retador una mirada que, traducida al lenguaje sensible, quería decir: «Haz testamento y despídete de todos tus amigos».

—Conformes —dijo Dobbin—. Tú serás mi padrino, Osborne.

—Como quieras —contestó éste con cierta frialdad que no debe extrañarnos, pues es preciso recordar que su padre tenía coche y era por consiguiente natural que se avergonzase de su campeón.

Sí, señores, sí: llegada la hora del encuentro, dábale vergüenza gritar: «¡Ánimo, Dobbin!». En cuanto a los demás escolares, sin excepción, animaban con sus gritos a Cuff, quien, sonriendo desdeñosamente, ágil y tranquilo cual si en un baile se encontrara, cerró contra su adversario y le derribó tres veces consecutivas. A las caídas del infortunado campeón seguían estruendosos aplausos: todos los espectadores anhelaban que, terminado el combate, les fuera concedido el alto honor de ofrecer una rodilla al vencedor.

—Menuda felpa me voy a encontrar cuando termine esto —pensaba Osborne, cada vez que ayudaba a levantarse a su campeón—. ¡Mira, Dobbin… lo mejor es que te declares vencido!… ¡Total, que he recibido unos golpes… ya sabes que estoy acostumbrado a recibirlos!

Dobbin, cuyos miembros se agitaban temblorosos y cuyos ojos lanzaban llamaradas de rabia, desoyendo los consejos del niño, avanzó por cuarta vez.

En los tres asaltos anteriores, fue Cuff quien atacó con rapidez fulminante, sin dar a su enemigo tiempo para contestar, pero Dobbin al avanzar por cuarta vez, convencido de que ignoraba las reglas más rudimentarias referentes a las paradas, decidió tomar la ofensiva, y en consecuencia, como zurdo que era, puso en movimiento su puño izquierdo, y propinó dos puñetazos terroríficos, uno en el ojo izquierdo y otro en la nariz romana del endiosado Cuff.

Rodó por el suelo el favorito, con estupefacción inmensa de los espectadores.

—¡Bien, Dobbin, muy bien! —gritó Osborne, estrechando entusiasmado la mano de su campeón—. ¡Dos golpes de maestro!… ¡Sacúdele con la izquierda, amigo mío!… ¡Tu brazo izquierdo es una maza!…

Durante el resto del combate, el brazo izquierdo de Dobbin hizo un juego terrible. Cuantas veces llegaban a las manos los combatientes, rodaba el gallo por el suelo. Al sexto asalto eran casi tantos los partidarios de Dobbin como los de Cuff. Al decimosegundo asalto, el dueño y señor del colegio, el valentón, había perdido toda su presencia de ánimo, y con ella toda la energía ofensiva y defensiva, al paso que Dobbin estaba tan tranquilo como un cuáquero.

Su intrépido adversario se puso en guardia para librar el decimotercer asalto.

Quisiéramos tener la pluma de un Napier para hacer una descripción brillante de este asalto, que bien la merece. Fue semejante a la última carga de la Guardia (es decir, habría podido ser semejante a la carga nombrada, si la batalla de Waterloo se hubiese reñido ya), fue algo así como la columna de Ney lanzada al asalto de la colina del Haya Santa, al frente de diez mil bayonetas y siguiendo la dirección señalada por veinte águilas, y el grito ronco del toro inglés que aplastó, trituró, desmenuzó bajo sus pies al temible enemigo. En otras palabras: Avanzó Cuff para que su nariz recibiera la visita usual del puño izquierdo de su adversario y le obligara a morder el polvo por última vez.

—Me parece que tiene bastante —dijo Dobbin, al ver que Cuff caía desplomado.

Así fue en efecto: llamado por su padrino, no pudo o no quiso colocarse en posición.

Los espectadores aclamaron a Dobbin con tanto entusiasmo como si desde el comienzo del combate hubiese sido su campeón favorito. Sus gritos atrajeron al doctor Swishtail, quien tuvo curiosidad de conocer la causa de aquel escándalo. Como es natural, amenazó con una azotaina descomunal a Dobbin, pero Cuff, que estaba limpiándose la sangre que manaba de su nariz, avanzó un paso y dijo:

—El culpable soy yo, señor, y no Dobbin. Pegué a un niño pequeñito, cuya defensa abrazó Dobbin con mucha razón.

Discurso tan magnánimo no sólo libró a su adversario del castigo, sino que también le reconquistó el ascendiente, cuya pérdida podía considerarse como hecho consumado después de su derrota.

A propósito de la batalla, escribió George Osborne a su madre la carta siguiente:

Colegio Caña de Azúcar, marzo 18…

Querida mamá: Deseo que te encuentres bien de salud. Te agradecería que me enviases un pastel y cinco chelines. Han reñido Cuff y Dobbin. Cuff, como sabes, era el gallo del colegio. Riñeron trece asaltos y salió vencedor Dobbin, de manera que hoy Cuff no es más que el gallo segundo del colegio. La causa del combate fui yo. Me estaba pegando Cuff porque había roto una botella, y Dobbin no quiso tolerarlo. El padre de Dobbin tiene tienda de comestibles en la calle del Támesis, y creo que, habiéndose batido el hijo por mí, justo es que compres el té y el azúcar en su tienda. Todos los sábados va Cuff a casa de sus padres, pero este sábado no podrá ir porque tiene hinchados y negros los dos ojos. De su casa le envían un caballito blanco, que monta para ir a ver a sus padres, y le acompaña un lacayo con librea montado en una yegua baya. Di a papá que me compre un caballito blanco, y sabes que te quiere mucho.

Tu hijo GEORGE SEDLEY OSBORNE

P. D. Da mis recuerdos a Amelia, y dile que le estoy fabricando un coche de cartón. No olvides el pastel, y que sea grande.

Como consecuencia de la victoria de Dobbin, su personalidad creció prodigiosamente en la estimación de sus compañeros, los cuales no volvieron a hacerle objeto de sus befas y desdenes, sino de sus alabanzas.

—No tiene él la culpa de que su padre sea tendero —observó con muy buen sentido George Osborne, que aunque era de los más jovencillos gozaba de grandes simpatías entre los colegiales.

Acogida con aplauso su opinión, acordaron por unanimidad no echar en cara a Dobbin el accidente de su nacimiento.

Variadas radicalmente las circunstancias, apareció el talento de Dobbin, oculto hasta entonces. Hizo progresos maravillosos en sus estudios: el orgulloso Cuff le ayudaba a escribir sus versos latinos, le acompañaba en las horas de recreo, sacábale triunfalmente de la compañía de los pequeños para colocarle a la cabeza de los colegiales de talla mediana; en una palabra, se hizo su compañero inseparable. No tardó en descubrirse que si en el estudio de los clásicos era más que medianamente torpe, en el de las matemáticas tenía una facilidad prodigiosa. Con aplauso general fue ganando puestos hasta ocupar el tercero en la clase de álgebra, y en los exámenes de mediados de verano, ganó un premio en francés. Su madre se emocionó intensamente al ver que el doctor Swishtail, en presencia de todos los colegiales y de las familias y amigos de los mismos, que habían acudido a presenciar los exámenes, ponía en manos de su hijo un ejemplar del Telémaco, ricamente encuadernado y dedicado a William Dobbin. Los escolares aplaudieron pan exteriorizar su simpatía. Su padre, que por primera vez le dio muestras de respeto, le regaló dos guineas a la vista de todos, dos guineas que el muchacho gastó convidando a sus compañeros, y al volver al colegio transcurridas las vacaciones vestía una elegante levita.

Demasiado modesto Dobbin para atribuir el feliz cambio de circunstancias a su comportamiento generoso y varonil, creyó que era deudor de su buena suerte al pequeño George Osborne, a quien en lo sucesivo profesó un cariño como sólo brota en los tiernos corazones de los niños. Ya con anterioridad al incidente narrado le quería en secreto, pero después se convirtió en su criado, en su esclavo, en su perro. Para Dobbin, Osborne era un conjunto de todas las perfecciones, el más guapo, el más bravo, el más activo, el más listo, el más generoso de los niños de la creación. Con él compartía sus dinerillos, se complacía en regalarle cortaplumas, cajas de lápices, baratijas, libros románticos ilustrados con grabados y láminas de color que representaban caballeros y bandidos, regalos que George recibía como homenaje debido a su mérito superior.

Y dadas estas explicaciones, no nos maravillará que el teniente Osborne, el día que se presentó en la casa de la plaza Russell para ir, después de comer, a Vauxhall, dijese al entrar:

—Supongo, señora Sedley, que habrá en la mesa un hueco para el señor Dobbin, a quien he invitado a comer, para que luego nos acompañe a Vauxhall. Es casi tan modesto como Joseph.

—¡Modesto! —exclamó el aludido, dirigiendo a Becky una mirada de vainqueur.

—Modesto, sí, pero tú eres incomparablemente más agraciado que él —añadió Osborne riendo—. Le tropecé en el Bedford, le conté que Amelia ha salido del colegio, que esta noche salíamos resueltos a divertirnos, y que la señora Sedley le ha perdonado ya la torpeza que cometió en aquella fiesta rompiendo la ponchera y vertiendo su contenido. ¿Se acuerda usted de la catástrofe? Han pasado siete años.

—Sobre el vestido de seda de la señora Flamingo… lo recuerdo perfectamente —respondió la señora Sedley—. ¡Qué desmañado era! Por supuesto, que no son mucho más graciosas sus hermanas. Anoche encontré a la madre y a tres de ellas en Highbury… ¡Qué fachas, Dios mío!

—Pero el padre es muy rico —replicó Osborne—. ¿No le parece a usted que me convendría cualquiera de sus hijas?

—¡No seas tonto!… ¿Quién ha de quererte a ti, con esa cara que parece un limón?

—¿Le parece a usted amarilla mi cara? Espere usted hasta que vea la de Dobbin, que ha sido visitado tres veces por la señora fiebre amarilla: dos en Nassau y una en Saint Kitts.

—De todas suertes, la tuya es suficientemente amarilla para nosotros, ¿no es verdad, Amelia?

La interpelada sonrió y se puso colorada.

—No me importa el color del capitán Dobbin ni lo desmañado que es —respondió—, sé que siempre me resultará simpático…

No terminó la doncella su pensamiento, pero lo terminaremos nosotros: el motivo de su simpatía era por tratarse del amigo y defensor de George.

—En el ejército no hay muchacho más excelente ni oficial más brillante, aunque confieso que no es un Adonis —dijo Osborne.

Aquella noche, al presentarse Amelia en el salón, hermosísima con su vestido de muselina blanco, preparada para hacer docenas de conquistas en Vauxhall, cantando como un mirlo, fresca como una rosa, salió a su encuentro un caballerito alto y desgarbado, de pies muy grandes, manos de gigante y orejas descomunales, luciendo una cabellera negra, áspera y crespa y un horrible uniforme militar, y le hizo la reverencia más chabacana que jamás haya hecho un mortal.

El caballero en cuestión era el capitán William Dobbin, convaleciente de la fiebre amarilla, y de guarnición en las Indias Occidentales, adonde le arrojara la fortuna de su regimiento, que vegetaba en aquellos países malsanos mientras tantos compañeros suyos cosechaban honores y gloria en la península.

Había entrado en el salón con tanto silencio, con tanta timidez, que no se enteraron de su llegada las señoras, que estaban en el piso superior, pues de haberse enterado, nunca se habría atrevido Amelia a entrar cantando en el salón. Alargó Amelia la mano a Dobbin, mas éste, antes de estrecharla entre las suyas, pensó:

 

«¿Es posible que sea ésta aquella niña tan pequeñita, que llevaba un vestidito rosa hace cuatro días… la noche que derramé el ponche después de romper la ponchera? ¿La niña con la cual dice Osborne que ha de casarse? ¡Qué hermosa es, qué divina… qué perla se llevará ese tunante!».

Todo esto pensó antes de estrechar la mano de Amelia, y ruando al fin lo hizo, dejó caer el sombrero de tres picos que guardaba bajo el brazo.

Dejaríamos una laguna imperdonable en nuestra historia si no dijéramos que Dobbin, el tendero menospreciado, era en la actualidad el regidor Dobbin, y que el regidor Dobbin era el coronel del Regimiento de Caballería Ligera, formado por las milicias de la ciudad, a la sazón inflamado de verdadero ardor patriótico y pronto a resistir la invasión francesa. El regimiento del coronel Dobbin, en el cual servía el padre de George Osborne como simple cabo, había sido revistado por el soberano y por el duque de York, revista que valió al regidor y coronel ser elevado a la categoría de caballero. Su hijo había entrado en el ejército y lo propio hizo poco después George Osborne. Los dos habían prestado servicio en las Indias Occidentales y en el Canadá en el mismo regimiento. Acababa de volver el regimiento a la metrópoli y la amistad de nuestros jóvenes continuaba siendo tan íntima y cariñosa como cuando estaban en el colegio.

Y llenada la laguna, prosigamos nuestra narración.

En la mesa, apenas si se habló más que de la gloria, de la guerra, de Boney, de lord Wellington y de la Gaceta última. En aquellos días famosos, cada número de la Gaceta servía a sus lectores una victoria brillantísima, por cuyo motivo los dos oficiales suspiraban por ver figurar sus nombres en las relaciones de aquélla y maldecían de la suerte infausta que les condenó a servir en un regimiento alejado hasta entonces de los lugares donde podían haber cosechado honores. En la conversación tomaba parte Becky, mas no Amelia, que temblaba ante la mención sola de la guerra. Joseph, después de narrar varias historias sobre cacerías de tigres, contó la de la señorita Cutler, casada con el médico Lanza, y obsequió rendido y solícito a Becky, sin descuidar su propia persona.

Cuando se levantaron de la mesa las señoras, corrió a abrirles la puerta con gracia encantadora y volvió a su asiento, resuelto a hacer los honores al clarete, del que bebió copa tías copa con nerviosa premura.

Una hora más tarde, avisaban que esperaba el coche que debía conducirlos a Vauxhall.

Capítulo VI

Vauxhall

Comprendo que estoy tocando una sonata excesivamente melodiosa (aunque afirmo que no tardarán en seguir capítulos verdaderamente terroríficos), y como lo comprendo, necesito suplicar al benévolo lector que tenga presente que, hasta ahora, no hemos salido de la residencia de la plaza Russell, donde la familia Sedley daba bailes, comidas y reuniones, donde algunos se hacían el amor como suele hacerse en la vida corriente, sin incidentes provocados por la explosión de pasiones violentas que señalasen los progresos de los amores. Tenemos hasta ahora a George Osborne enamorado de Amelia y a Joseph enamorado de Becky. ¿Se casará el segundo con la segunda? Eso es lo que vamos a ver.

Asunto es este que podríamos tratar en forma festiva, romántica o burlesca. Supongamos que se nos hubiese ocurrido trasladar la escena a la plaza Grosvenor, tratando los mismos incidentes en un ambiente más aristocrático. Hubiéramos descrito entonces la serie de circunstancias que inclinaron a lord Joseph Sedley a enamorarse, y al marqués de Osborne a solicitar la mano de la noble señorita Amelia con el consentimiento del duque, padre de ésta. Dueños seríamos también de desdeñar los palacios y de enfrascarnos en la descripción de lo que sucede en otros lugares menos elegantes, en la cocina de los señores Sedley, por ejemplo, trazando el cuadro del negro Sambo enamorado de la cocinera —lo que por lo demás era cierto—, y relatando la descomunal batalla por aquélla riñó con el cochero; hablando del pinche, sorprendido en el momento de escamotear una chuleta de carnero, o de la nueva femme de chambre de la señora Sedley, que por nada del mundo quiso encerrarse en su alcoba si no le daban una vela de cera, incidentes que divertirían a rabiar a los lectores, porque supondrían que eran cuadros arrancados a la «vida» real. Si, por el contrario, nos gustase lo terrorífico, podríamos asignar a la femme de chambre un novio, ladrón profesional, que penetra en la casa al frente de su cuadrilla, y asesina al negro Sambo a los pies de su señor, y rapta a Amelia en ropas menores, para no devolverla hasta el final del tercer tomo de la novela, con cuyos materiales fácil nos sería servir una historia de palpitante interés, cuyos capítulos serían leídos con lágrimas y suspiros. No esperen de nosotros semejante novela, que la que hemos de servirles es novela casera, y el capítulo que estamos principiando, consagrado a Vauxhall, será tan corriente, ordinario y breve, que a duras penas merecerá el nombre de capítulo, aunque lo es, y por cierto muy importante. ¿Por ventura no encontramos en la vida de todo el mundo capítulos muy cortos, capítulos que parecen sin importancia, y que, sin embargo, influyen decisivamente en el resto de su historia?

Entremos en el coche con los felices jóvenes y acompañémosles a los jardines. Nos será sumamente difícil encontrar hueco entre Joseph y Becky, que ocupan el asiento delantero: el opuesto lo llenan Osborne, el capitán Dobbin y Amelia, yendo sentado el primero entre los dos últimos.

Todo el mundo daba por cierto y averiguado que aquella noche propondría Joseph a Becky que cambiase su apellido por el de Sedley. Conformes estaban los padres con la solución apuntada, aunque aquí, para entre nosotros, diremos que Sedley padre miraba a su hijo con cierta cosa muy semejante al menosprecio. Decía de él que era vano, egoísta, haragán y afeminado: le crispaban los nervios las presunciones de aquél, que se consideraba el hombre de moda, y reía con toda su alma cuando le oía narrar sus pomposas historias, más fantásticas que reales.

—Le dejaré la mitad de mi fortuna —decía el padre a la madre—, que, unida a la suya, muy considerable, hará de él un hombre verdaderamente rico; pero como abrigo la convicción más absoluta de que si mañana muriésemos tú, Amelia y yo, todo su dolor se desvanecería con un ¡cáspita!, y se sentaría a la mesa tan tranquilo como de ordinario, cree que no he de preocuparme de lo que haga. Por mí, puede casarse con quien guste: no es asunto mío.

A Amelia le entusiasmaba el matrimonio en perspectiva de su hermano. En una o dos ocasiones creyó que Joseph iba a confiarle algo muy importante sobre el particular, pero aunque ella se prestó a escuchar las confidencias de muy buen grado, el gordo sujeto no supo cómo arrancar del fondo de su pecho el gran secreto para verterlo por la boca, y después de lanzar dos o tres suspiros muy profundos, dio media vuelta y se alejó sin decir nada.

Contribuía la reserva de Joseph a mantener el hermoso pecho de Amelia en estado de excitación perpetua. Ya que no podía tratar con Becky asunto tan delicado, se desquitaba sosteniendo largas e íntimas conversaciones con la señora Blenkinsop, ama de gobierno de la casa, la cual habló del asunto con la doncella de la señora, ésta transmitió la noticia al cocinero, y el cocinero hizo partícipes del secreto a todos los tenderos y comerciantes del barrio, resultando de aquí que, en la plaza Russell y calles inmediatas, no se hablaba de otra cosa que del próximo matrimonio del señor Joseph Sedley con la señorita Becky Sharp.