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100 Clásicos de la Literatura

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La contestación fue un ronquido apagado del padre, que se perdió el resto de la interesante historia de su hijo. Verdad es que, siendo Joseph muy comunicativo, se la había contado muchas veces, así como también al boticario doctor Gollete, a quien se la refería siempre que se presentaba en su casa para informarse sobre el curso de su afección hepática y de sus píldoras mercuriales.

Teniendo en cuenta que estaba enfermo, Joseph se conformó con beberse una botella de clarete, aparte de la de Madera que ingirió durante la comida, líquido necesario para regar dos enormes platos de fresas con crema, acompañados de veinticuatro pastelitos, que olvidados habían quedado en la mesa al alcance de su mano, sin que su ocupación le impidiera acordarse de la linda muchachita que acababa de retirarse al piso superior.

—¡Qué linda, qué encantadora, qué alegre es! —se repetía—. ¡Y qué mirada me dirigió cuando alcé del suelo su pañuelo, durante la comida!… ¡Dos veces se le cayó!… Pero ¿quién canta en el salón? Me dan tentaciones de subir y verlo…

Su modestia incontrastable volvió por sus fueros. Su padre dormía: en la sala tenía el sombrero, y en el paseo Southampton había parado un coche de alquiler.

—Adonde voy es a ver los Cuarenta ladrones —repuso— y la danza de la señorita Decamp.

Enderezóse, y, caminando de puntillas, salió sin ruido y sin despertar al autor de sus días.

—Joseph se va —dijo Amelia, que estaba asomada al balcón del salón, mientras Becky cantaba acompañándose con el piano.

—Le ha asustado la señorita Sharp —contestó la madre—. ¡Dios mío!… ¿Por qué será Joe tan tímido?

Capítulo IV

El bolsillo de seda verde

Dos o tres días duró el pánico del pobre Joe, dos o tres días durante los cuales el pollo, asustado, no apareció por la casa de sus padres. Becky no hizo alusión al santo de su nombre mientras duró su eclipse: se dedicó a testimoniar la gratitud más respetuosa a la señora Sedley, se distrajo en los bazares y se extasió en el teatro, al que asistió invitada por la madre de Amelia. Un día, su buena amiga de colegio no pudo asistir, a consecuencia de un fuerte dolor de cabeza que la acometió, a una reunión donde, invitadas ambas niñas, pensaban divertirse mucho: fue imposible conseguir que Becky fuese, dejando a Amelia en casa.

—¡Cómo! —exclamó Becky indignada—. ¿Separarme yo de ti, que me has hecho conocer por primera vez lo que es el amor y la felicidad? ¡Nunca!

Sus ojos verdes se volvieron hacia el cielo, llenos de lágrimas, y la señora Sedley hubo de confesar entusiasmada que la amiga de su hija poseía un corazoncito noble y rico en ternura.

El jefe de la casa continuaba prodigando bromas, que Becky recibía con risas tan cordialmente alegres, que encantaban al caballero, todo corazón. Y no sólo supo conquistarse Becky el afecto de los jefes de la casa, sino también el de la servidumbre. Se atrajo las simpatías de la señora Blenkinsop, siguiendo con interés las operaciones de conserva de jamones, que aquélla llevaba a cabo en su habitación; jamás llamaba a Sambo sin anteponer la palabra «señor», lo que nacía las delicias del criado, y pedía con tal humildad perdón a la doncella por la molestia que le proporcionaba cada vez que hacía sonar la campanilla, que ésta estaba tan encantada como el mozo de comedor.

Contemplando un día algunos de los dibujos que Amelia había enviado a su casa desde el colegio, reparó Becky en uno que llenó de lágrimas sus ojos y la obligó a salir corriendo del salón. Ocurrió este incidente el día que Joseph hizo su aparición después del eclipse.

Siguióla Amelia con objeto de saber qué motivaba su súbito dolor, para volver momentos después, pero sin su amiga y profundamente afectada.

—Su padre fue en Chiswick nuestro profesor de dibujo, mamá —explicó Amelia—, y acostumbraba hacer él las partes más difíciles de nuestros trabajos.

—¡Dios mío! ¡Siempre me aseguró la señorita Pinkerton que no los tocaba… que se limitaba a montarlos!

—La directora llamaba montar a lo que el profesor hacía… Becky ha conocido la obra de su padre, y…

—¡Pobrecilla!… ¡Es todo corazón!

—Si pudiera continuar a nuestro lado otra semana…

—Es tan diablillo como la señorita Cutler, a la que traté en Dumdum, pero incomparablemente más bonita. La señorita Cutler está casada hoy con Lanza, médico de artillería. Por cierto que, en una ocasión, Quintín, del decimocuarto regimiento, me apostó…

—¡Joseph, por Dios, que nos sabemos de memoria la historia! —interrumpió Amelia, riendo—. Mira, en vez de repetírnosla, convence a mamá de que debe escribir a… no sé cuántos Crawley, rogándole que conceda a nuestra querida Becky una semana de permiso… ¡Qué buena es!… ¡Ahí viene con los ojos encarnados de tanto llorar!

—Me encuentro mejor —dijo Becky a la señora Sedley, tomando su mano y llevándola con humildad a sus labios—. Me tratan con mucha bondad, todos… todos menos usted, señor Joseph —terminó riendo.

—¡Yo! —exclamó Joseph, pensando ya en una inmediata retirada—. ¡Santo Dios!… ¡Yo… señorita Sharp!

—¡Sí, usted, cruel, que me obligó a probar aquel plato de carbones encendidos el primer día que nos conocimos! ¡No… no es usted tan bueno para mí como mi querida Amelia!

—Es que no te conoce ni te ha tratado tanto como yo —medió Amelia.

—Con usted han de ser por necesidad buenos todos los que la traten, querida niña —terció la madre.

—La salsa india estaba superior, sublime —dijo Joseph con gravedad—. Es posible que le faltase un poquito de zumo de limón… sí; aseguro que faltaba.

—¿Y los ajíes?

—¡Cáspita, y qué valientes eran! ¡Cómo la hicieron llorar a usted! —gritó Joseph, rompiendo a reír a carcajadas y cesando de súbito, como tenía por costumbre.

—En lo sucesivo, me lo miraré mucho antes de aceptar cosa que usted me ofrezca —dijo Becky—. Yo no podía sospechar que ustedes, los caballeros, disfrutasen haciendo sufrir a las pobrecitas niñas.

—¡Yo, señorita Becky! ¡Por nada del mundo quisiera yo hacerla sufrir!

—Ya lo sé —respondió ella, oprimiendo dulcemente la mano de su interlocutor, y retirando vivamente la suya, después de la presión, asustada de su propio atrevimiento; clavando en la cara de Joseph una mirada intensa de sus ojos verdes, y bajando acto seguido éstos, para fijarlos en la alfombra.

No nos atreveríamos a negar que el corazón de Joseph dio unos saltos dentro del pecho, ante aquellas tímidas e involuntarias pruebas de afecto por parte de la linda muchacha.

Fue una insinuación de parte de Becky, insinuación que acaso algunas señoras de corrección y modestia rigurosas condenen, pero les suplicamos que tengan presente que Becky, sola en el mundo, se encontraba en la dura precisión de hacerlo todo por sí misma. La persona cuyos medios de fortuna no le permiten tener criada, por muy elegante y distinguida que sea habrá de barrer sus habitaciones: de la misma manera, la niña que carece de una mamá que arregle sus asuntos con los jóvenes, fuerza es que lo haga ella personalmente. Por cierto que es una felicidad para los hombres el que las bellas ejerzan con tan poca frecuencia el arte de la seducción, porque los pobrecitos hombres no podríamos resistirlas. Ordinariamente, a las primeras señales de inclinación, dadas por una hermosa a un hombre, ya tenemos a éste de rodillas, sea viejo o joven, feo o guapo. Vamos a sentar un enunciado que encierra una verdad positiva, concluyente, indubitable: la mujer bonita, que tenga ocasiones de poner en juego sus armas, puede casarse CON QUIEN QUIERE. Demos gracias al cielo, que hizo a la mujer semejante a las fierecillas de las selvas que desconocen la eficacia de su fuerza, que, si la conocieran, el hombre sería un juguete en sus manos.

«¡Cáspita!», pensó Joseph. «Comienzo a sentir exactamente lo mismo que sentía en Dumdum, cuando me encontraba en presencia de la señorita Cutler.»

Durante la comida, Becky menudeó las palabras o los gestos insinuantes, mitad tiernos, mitad jocosos, aprovechando con todos los miembros de la familia su intimidad, ya muy grande por entonces. Las dos jóvenes se idolatraban como hermanas, achaque común a todas las muchachas que viven bajo el mismo techo durante una docena de días.

Inconscientemente Amelia hacía el juego a Becky. Durante la comida, ocurriósele recordar a su hermano una promesa que éste le hiciera cuando las vacaciones de las últimas Pascuas.

—Antes de salir del colegio —dijo—, Joseph se comprometió a llevarme a Vauxhall: se le presenta una oportunidad magnífica de pagar la deuda, ahora que tenemos en casa a Becky.

—¡Encantador! —exclamó Becky palmoteando, aunque inmediatamente recobró la compostura, como niña modesta que era.

—Esta noche no puede ser —contestó Joseph.

—Mañana, entonces.

—Mañana comemos fuera vuestro papá y yo —observó la señora Sedley.

—Supongo que no pretenderéis que vaya yo, señora Sedley —replicó el padre—, ni es propio en una mujer de vuestra edad exponerse a enfriarse en un sitio tan húmedo.

—Alguien tiene que acompañar a las niñas —objetó la madre.

—Puede acompañarlas Joseph —dijo el padre riendo—. Está ya bastante crecidito para acompañar damas.

Hasta el negro Sambo, que estaba erguido junto al aparador, soltó la carcajada. Es posible que Joseph sintiera tentaciones de cometer un parricidio.

—¡Hasta el blanco de los ojos ha enrojecido! —exclamó el implacable caballero—. ¡Señorita Becky… rocíe con agua su cara y lleve arriba a ese pobre niño, que está a punto de caer desmayado!… ¡Pobrecillo!… ¡Súbale en brazos!… ¡Pesa tan poco… tan liviano es como una pluma!

—¡Papá… esto es demasiado!… ¡Mi dignidad no…! —bramó Joseph.

 

—Que preparen el elefante del señor Joseph, Sambo —dijo el padre—. Que vayan inmediatamente…

Interrumpióse el impenitente bromista al observar que las lágrimas asomaban a los ojos de su hijo, y estrechando a éste la mano, añadió:

—Mira, Sambo: en vez de mandar preparar el elefante, sírvenos a Joseph y a mí unas copas de champaña. Te aseguro, hijo mío, que el propio Boney no le tiene como éste en sus bodegas.

Recobró Joseph la ecuanimidad al calor del champaña. Como su salud era delicada sólo pudo beber las dos terceras partes de la botella, y antes de terminar la libación ya se había declarado dispuesto a acompañar a las señoritas a Vauxhall.

—Las niñas deben tener un galán cada una —dijo Sedley padre—. Joseph sería muy capaz de dejar en los jardines a su hermana, sin acordarse de que tal hermana existe: tan arrebatado es… No os alarméis, que todo tiene arreglo: escribiremos cuatro líneas a George Osborne, preguntándole si quiere acompañaros.

La causa la ignoramos, pero es lo cierto que la señora Sedley apenas pronunciadas las palabras anteriores, miró a su marido y rompió a reír; en los ojos del marido brilló una expresión de picardía indescriptible al volverlos hacia su hija Amelia, la cual dobló la cabeza y enrojeció como sólo saben enrojecer las niñas de diecisiete años, con excepción de Becky, porque no se sabe de ella que enrojeciese en su vida, o por lo menos, desde que tenía ocho años, pues hay sospechas vehementes de que a esa edad se puso colorada un día que la sorprendió su abuela robándole el jamón de la alacena.

—Mejor será que las cuatro líneas las escriba Amelia —añadió el padre—, a fin de que George pueda apreciar el hermoso carácter de letra que trae del colegio. ¿Recuerdas cuando le escribiste que viniera a las ocho de la noche y te comiste la h de la palabra ocho?

—De eso hace muchos años, papá.

—A mí me parece que fue ayer, ¿verdad, John? —preguntó la señora Sedley a su marido.

Aquella noche, en una conversación que tuvo lugar en una habitación del segundo piso de la casa, en una especie de tienda formada por zarazas de fantásticos dibujos indios, doublées con indianas color rosa pálido, en cuyo centro se alzaba un lecho espacioso, provisto de dos almohadas, sobre las cuales descansaban dos caras redondas, una de ellas coronada con hermoso gorro de dormir adornado con lazos, y otra con otro gorro de dormir, pero sencillo, de lienzo, y rematado en punta con su correspondiente borlita, la señora Sedley creyó conveniente hacer observar al marido que trataba a su inocente hijo con crueldad excesiva.

—¡Mira, querida! —contestó la cara del gorro de lienzo, rematado en punta—, Joseph es mil veces más vanidoso que tú, y cuenta que es decir mucho. Reconozco que hace treinta años… el mil setecientos ochenta… ¿verdad?, tú tenías algún derecho a ser vanidosa; perfectamente, pero no puede tenerlo Joseph, quien, por añadidura, me crispa los nervios con su condenada timidez. Joseph no piensa más que en Joseph, en lo guapo que es Joseph, en lo elegante que es Joseph… y yo principio a temer que, con su timidez, nos va a ocasionar algún disgusto. Tenemos en casa a la amiguita de Amelia, que hace el amor a Joseph con toda la energía de que es capaz: verdad es que si ella no le pesca, le pescará otra acaso peor que ella. Joseph es presa destinada a caer en las redes de cualquier mujer que se proponga cazarle. Lo que me maravilla es que no nos trajera de la India una nuera negra como el ébano… Pero, bromas aparte, acuérdate de estas palabras: La primera mujer que le eche el anzuelo le pescará.

—¡Mañana se va de casa esa niña intrigante! —exclamó la señora Sedley con gran energía.

—¿Por qué? ¿Qué importa que sea ella o que sea otra? Por lo menos es de raza blanca. No pretendamos contrariar las inclinaciones de Joseph… ¡allá él!

Las voces de los interlocutores fuéronse apagando gradualmente, hasta que vino a reemplazarlas una armonía nasal, poco ruidosa y menos romántica. La morada del señor John Sedley quedó envuelta en el mayor silencio, sólo interrumpido por los relojes vecinos, al sonar las horas, y por las voces de los serenos, que las cantaban.

Ni se acordó siquiera la bondadosa señora Sedley, cuando lució el nuevo día, de la amenaza fulminada la noche anterior contra Becky, y mucho menos de ponerla en ejecución, porque si bien es cierto que pocas cosas hay en el mundo tan justificadas como los celos maternos, no podía creer la inocente dama que la menuda, humilde y agradecida institutriz osase alzar los ojos hasta un caballero tan principal como el administrador de Boggley Wollah. Por otra parte, había sido solicitado el permiso propuesto por Amelia y resultaba difícil encontrar un pretexto para despedir a la amiguita de su hija.

Hasta aquí, todo conspiraba en favor de las aspiraciones de la dulce Becky, todo, hasta los elementos, pues la noche que los jóvenes debían ir a Vauxhall, terminada la comida, a la que fue invitado George Osborne, y hallándose los padres en la residencia de la familia Alderman, estalló una de esas tormentas horrorosas que sólo suelen estallar las noches que las personas han decidido ir a Vauxhall, y las dos parejitas hubieron de quedarse, mal que les pesase, en casa. El contratiempo no pareció producir gran contrariedad a Osborne. Levantados los manteles y retiradas las niñas, Joseph y él bebieron tête-à-tête una cantidad muy respetable de vino de Oporto; entre vaso y vaso agotó Joseph el repertorio de sus mejores historias de la India, y más tarde, reunidos los cuatro jóvenes en el salón, del que hizo los honores la señorita Amelia Sedley, pasaron tan agradablemente la velada, que todos, por unanimidad, declararon que bendecían la tormenta que les impidió ir a aburrirse a Vauxhall.

Había sido Sedley padrino de Osborne, quien, como ahijado, era en la casa tan querido como si fuese miembro de la familia. A las seis semanas de venir al mundo había recibido de su padrino un vasito de plata, a los seis meses, un sonajero con silbato y campanillas de oro; andando el tiempo, ni un año le faltó el regalo de su padrino para Pascuas; cuando iba a la escuela, recordaba perfectamente el interesado que Joseph, que era un muchachote grandullón, le zurraba con excesiva frecuencia; en una palabra: George tenía una gran amistad con los dueños de la casa, amistad que se había ido afirmando con las atenciones recibidas y con el constante trato.

—¿Recuerdas, Joseph, lo furioso que te pusiste el día que corté las borlitas de tus botas hessianas, y cómo la señorita… hem… cómo Amelia me salvó de una paliza monumental, cayendo de rodillas a las plantas de su hermano y suplicándole llorando que no pegase al pequeñito George?

Joseph recordaba perfectamente la circunstancia a que se refería su amigo, pero juró que la había olvidado.

—Recordaré otra cosa más reciente: ¿has olvidado también el día que viniste a despedirte de mí, antes de embarcar para la India, y me dejaste como recuerdo un coscorrón soberbio y media guinea? Por cierto que, mientras permaneciste en la India, creía yo que tu estatura pasaba de siete pies, y no puedes figurarte cuánto me sorprendió ver a tu regreso que soy tan alto como tú.

—El hecho de que el señor Joseph fuera a despedirse de usted y le diese dinero, pone de relieve la hermosura de su corazón —exclamó Becky con entusiasmo.

—Sí… y sobre todo después de haberle cortado las borlitas de sus botas; los niños no olvidan nunca esas pruebas de afecto, ni a las personas de quienes provienen.

—A mí me encantan las botas hessianas —dijo Becky.

Joseph, que usaba siempre esa clase de chaussure, agradeció desde el fondo de su alma la observación de Becky, aunque escondió sus pies debajo de la silla.

—Usted, señorita Sharp, que es artista aventajada —dijo George—, podría pintarnos un gran cuadro histórico sobre el asunto de las botas hessianas. Joseph debe aparecer en pantalones de ante, teniendo sus botas mutiladas en una mano y agarrándome por el cuello con la otra; Amelia estará de rodillas a los pies de su hermano, levantadas las manos en actitud suplicante. Habrá que dar al cuadro un nombre alegórico altisonante.

—No tengo tiempo para pintarlo aquí —contestó Becky—. Lo haré… cuando me vaya —añadió bajando la voz y poniéndose tan triste, que todos compadecieron su infausta suerte y lamentaron tener que separarse de ella.

—¡Ojalá pudieras estar más tiempo entre nosotros, Becky querida! —exclamó Amelia.

—¿Para qué? —contestó Becky, más triste que antes—. ¿Para qué fuese más acerbo el dol… más poco grata la despedida?

Volvió la cabeza. Amelia no pudo contener las lágrimas. George miró a las dos jóvenes con curiosidad, y Joseph, que sentía en su pecho algo como una congoja, bajó los ojos y los clavó en sus botas hessianas.

—¿Por qué no hacemos un poquito de música, Amelia? —preguntó George, que experimentaba impulsos casi irresistibles de abrazar a la encantadora niña y de estampar un beso en sus ojos, en las barbas de los presentes.

Amelia le miró, y si yo dijera que aquella mirada fue el chispazo que hizo brotar el amor en los pechos de entrambos, mentiría, porque es lo cierto que sus padres les echaron al mundo para que se amasen y quisieran, y sus relaciones amorosas eran tan formales y sólidas como si les hubiesen leído las amonestaciones. Los dos se dirigieron al piano, que estaba colocado, como es de rigor tratándose de pianos, en el salón del fondo, y como estaba algo obscuro, Amelia, de la manera más natural, dio la mano al señor Osborne, aunque éste en verdad podía ver el camino entre sillas y otomanas mucho mejor que ella. Con esto Joseph quedó tête-à-tête con Becky, que tejía un bolsillo de seda verde.

—Sin pretender penetrar los asuntos de la familia —dijo Becky—, se me figura que la parejita que acaba de separarse de nosotros se cuenta los suyos.

—Es asunto ultimado —contestó Joseph—. George es un muchacho inmejorable.

—Y Amelia la niña más encantadora del mundo —añadió Becky—. ¡Qué feliz será el hombre que la merezca!

Entre dos personas solteras y de sexo distinto, que se encuentran solas y tratan temas tan delicados como el insinuado, suele establecerse desde los primeros momentos mucha confianza y gran intimidad. No repetiremos la conversación sostenida por Joseph y Becky, ya que nos bastan las palabras copiadas para juzgar de su elocuencia o ingenio, flor que rara vez crece en los diálogos reservados. Como por otra parte tocaban el piano en la habitación contigua, lógico era que los interlocutores hablasen a media voz, aunque desde luego nos permitimos asegurar que, si a voz en cuello lo hubiesen hecho, es probable que los gritos no hubieran sido oídos por la pareja sentada junto al piano: tan abstraídos estaban en el intercambio de sus propias impresiones.

Es posible que fuese aquella la primera vez que Joseph supo hablar con una persona del otro sexo sin timideces ni vacilaciones. La infinidad de preguntas que sobre la India le dirigió Becky, diéronle ocasión de narrar anécdotas interesantísimas sobre el país y sobre su propia persona. Describió los bailes que se daban en el palacio de la gobernación, los recursos gracias a los cuales disfrutaban de fresco durante la época de calores abrasadores, estuvo muy ocurrente al pasar revista a todos los escoceses que merecieron el honor de ser protegidos por lord Mimo, el gobernador general, describió las cacerías de tigres, y trazó un cuadro lleno de vida cuyo asunto fue su mahout, derribado del asiento colocado sobre el cuello del elefante que guiaba por una de aquellas temibles fieras.

—¡Por el amor de su madre, mi querido señor Sedley! —exclamó Becky—. ¡Por lo que más quiera en este mundo, júreme que jamás volverá a tomar parte en expediciones tan espeluznantes!

—¡Bah! —contestó Joseph, arreglándose el cuello de su camisa—. Los peligros son, precisamente, la salsa de esas expediciones.

Solamente en una cacería de tigres había tomado parte, precisamente en la que ocurrió el incidente narrado, y en la que estuvo a punto de morir… de miedo, pero no bajo las garras del tigre. Esto no obstante, se creció tanto al sólo recuerdo de la aventura, que tuvo la audacia de preguntar a Becky para quién tejía aquel bolsillo de seda verde.

—Para quién necesite un bolsillo —contestó Becky dirigiéndole una seductora mirada.

—¡Oh… señorita, yo!…

Cesó en aquel punto la música, y Joseph, al escuchar su propia voz, quedó tan cortado, tan azorado, que no pudo continuar.

—¿Qué te parece de la elocuencia de tu hermano? —preguntó George a Amelia—. Tu amiguita está haciendo verdaderos milagros.

 

—¡Mejor que mejor! —respondió Amelia, partidaria de los casamientos, como todas las mujeres, salvo contadas excepciones.

Los breves días de trato constante con su amiguita, habían sido a manera de luz que le permitió descubrir en aquélla una infinidad de virtudes y de cualidades encantadoras que le habían pasado inadvertidas en el colegio. Entre las muchachas crece con rapidez tan prodigiosa el cariño, que a veces basta una noche de trato para que llegue hasta las estrellas, y no debe admirarnos que disminuya después de casadas esa Sehnsucht nach der Liebe. Es lo que los sentimentalistas suelen llamar, apelando al registro de palabras gruesas, anhelos del Ideal, aunque a nuestro entender, esos anhelos significan sencillamente que la mujer no está satisfecha hasta que tiene marido e hijos sobre los cuales concentrar todas sus afecciones, distribuidas por pequeñas cantidades entre mil objetos antes de casarse.

Agotado su repertorio, Amelia creyó conveniente suplicar a su amiga que cantase.

—Si hubieses oído cantar a Becky, no habrías querido escucharme a mí —dijo a George.

—De todas suertes, quiero prevenir a la señorita Sharp —contestó George— que, con razón o sin ella, para mí Amelia es la mejor cantante del mundo.

—Luego juzgarás —replicó Amelia.

Joseph se acercó al piano llevando unos candelabros; George indicó que prefería permanecer en la penumbra, pero como Amelia se negó, riendo, a acompañarle, hubo de seguir a los dos hermanos. Cantó Becky como no había cantado nunca, y eso que de ordinario cantaba bien, llenando de admiración a su misma amiga. George sostuvo su opinión, con manifiesta injusticia, pues no cabe dudar que Becky cantó incomparablemente mejor que Amelia. Principió cantando un canto francés, del que Joseph no entendió palabra, ocurriéndole otro tanto a George, y a continuación, una serie de baladas inglesas, que estaban muy en boga cuarenta años atrás, cuyos temas principales eran nuestros marineros, nuestro rey, la pobre Susana, Mary la de los ojos azules, etc., etc. No son prodigio de brillantez musical, es cierto, pero hablan al alma y son mejor comprendidas que las lagrime, sospin y felicita con que en la actualidad nos regalan los Donizetti.

Entre balada y balada, se sostuvieron conversaciones del género sentimental pero el clou de la audición fue el canto siguiente:

La helada estepa solitaria estaba

como un sudario del otoño muerto;

furioso, el ventisquero vomitaba

copos de nieve sobre aquel desierto,

Con vivo resplandor, una cabaña

brindaba dulce asilo al caminante;

la lumbre ardía en su interior extraño,

alegre como estrella parpadeante.

Llegó a su puerta un huérfano, y al ver

la viva llama roja de la hoguera,

creyó notar más frías en su ser

las ráfagas del viento; y más de fiera

las garras frías de la impía nieve,

turbio cristal del que la Muerte bebe.

Viéronle en el umbral, desfallecido,

el corazón sin alas, medio muerto,

sin voz, sin movimientos, aterido,

glacial el alma y con el cuerpo yerto.

Ecos de caridad junto a él vibraron,

rostros de bienvenida le acogieron

y los besos del fuego lo animaron,

y sus labios de nuevo sonrieron.

Cuando llegó la aurora, el acogido,

el huérfano, se fue del blando nido,

donde llegó como ave maltratada

por el rigor de la campiña helada.

¡Triste el destino de los pobres seres

que hacia la estepa la Desdicha envía!

¡Huérfanos de la Vida, sin placeres,

sin techo, sin hogar, sin alegría!…

¡Dios tenga compasión de aquellos seres

que hacia la estepa la Desdicha envía!…

En las palabras del huérfano se fue del blando nido, supo poner tal sentimiento, que emocionó a todos sus oyentes. La voz armoniosa de Becky temblaba cuando terminó el canto, y cuando pidió compasión para «aquellos seres que hacia la estepa la Desdicha envía», por las mejillas de Amelia rodaron dos lágrimas. Todos comprendieron que el canto se refería a su próxima marcha y a su triste condición de huérfana. Joseph Sedley, amante de la música y dotado de un corazón compasivo, escuchó extasiado los comienzos del canto y sintió hondo enternecimiento hacia el final. De no faltarle el valor, de haber quedado George y Amelia en la obscuridad, según los deseos de aquél, el estado de soltero de Joseph Sedley habría tenido pronto fin con daño evidente de esta obrita, que no hubiera sido escrita; pero la presencia de testigos selló sus labios, y aunque Becky abandonó el piano apenas terminado el canto para buscar la media luz del salón inmediato, Joseph no pudo ir a buscarla, porque se presentó en aquel momento Sambo con una bandeja de sándwiches, vasos y un par de botellas, que atrajeron al punto toda su atención. Cuando llegaron los señores de la casa, nuestros cuatro jóvenes formaban dos grupos de a dos y hablaban con tal animación, que ni oyeron el rodar del coche. Joseph estaba diciendo:

—Una copita, mi querida señorita Becky. Nada mejor que un poco de licor después de su inmenso… su arrebatador…

—¡Bravo, Joseph! —gritó su padre.

No necesitó más Joseph para callar alarmado y para despedirse. Aquella noche no se la pasó despierto, preguntándose muy seriamente si estaba o no enamorado de Becky, porque la pasión amorosa jamás influyó en el apetito ni en el sueño de Joseph Sedley, pero sí pensó que le sería muy agradable oír cantar como durante la velada, y que una mujercita tan distinguée como Becky, que hablaba francés mejor que la misma señora del gobernador general, produciría enorme sensación en Calcuta.

—Es evidente que la pobrecilla está muerta por mí —se decía—. En cuanto a riquezas, posee poco más o menos las que casi todas las muchachas que van a la India… Otros partidos hay peores…

Tales fueron las meditaciones que arrullaron su sueño.

A la mañana siguiente, antes de la hora del almuerzo, se presentó fosé. George también se había hecho presente con anterioridad y estaba hablando con Amelia y ésta escribiendo a sus doce amigas íntimas del colegio Chiswick. Una y otro miraron a Becky, la cual dobló la cabeza y se puso roja como la grana. Sambo anunció a Joseph con voz campanuda y sonrisa picaresca: el galán venía con dos enormes ramos de flores, que ofreció a las dos damas, haciendo sendas y solemnes cortesías.

—¡Bravo, Joseph! —gritó George.

—¡Gracias… gracias, Joseph! —exclamó Amelia, presentando a su hermano una mejilla, que Joseph no besó.

—¡Encantadoras, encantadoras! —dijo Becky, aproximando el ramo a la nariz y alzando los ojos hacia el techo con expresión de extática admiración.

Es posible que antes, al aproximar el ramo a la nariz, viese si entre las flores había escondido un billet-doux; pero no: no había cartita.

—¿Han aprendido también el lenguaje de las flores en Boggley Wollah, Joseph? —preguntó George riendo.

—¡Bah!… ¿Qué persona seria hace caso de tontería semejante? —replicó el galán sentimental—. Las he comprado y ahí están… celebrando que sean del gusto de estas señoritas… También he comprado una pina, Amelia; la di a Sambo… La podemos comer para merendar. Son muy frescas y agradables en el verano.

Becky dijo que no las había probado nunca y que ansiaba saber si era fruta de su gusto.

Con un pretexto cualquiera salió George de la estancia; momentos después hizo otro tanto Amelia, y Joseph y Becky quedaron solos. Esta última tejía el bolsillo de seda verde, manejando las agujas con rapidez asombrosa.

—¡Qué hermosa canción la de anoche! —exclamó Joseph—. Casi me hizo llorar; palabra de honor.

—Prueba de que su corazón es tierno, hermoso: creo que todos los Sedley poseen tan admirable cualidad.