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100 Clásicos de la Literatura

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—Ése es el cumplido más bonito que me han hecho, Pauline.

—Hay un problema, señorita Shirley… Lo único que tengo para ponerme es mi viejo vestido negro de tafetán. Es demasiado sombrío para una fiesta, ¿verdad? Y como he perdido peso, me queda muy grande. Hace seis años que lo compré, sabe.

—Hay que tratar de convencer a su madre para que le deje comprarse uno nuevo —propuso Ana, llena de esperanzas.

Pero resultó una tarea superior a sus poderes. La señora Gibson no quiso saber nada al respecto. El vestido negro de tafetán estaba muy bien para las bodas de plata de Louisa Hilton.

—Pagué dos dólares el metro hace seis años y tres más a Jane Sharp por confeccionarlo. Jane era una buena modista. Su madre era una Smiley. ¡Mira que querer algo «claro», Pauline Gibson! Iría vestida de rojo, de la cabeza a los pies, esta hija mía, si se lo permitiera, señorita Shirley. Está esperando que muera para hacerlo. Pronto te liberarás de todos los problemas que te causo, Pauline. Entonces podrás vestirte con todos los colores y modelos alocados que desees, pero mientras yo viva, te vestirás decentemente. ¿Y tu sombrero? Ya es hora de que uses sombrero todo el tiempo.

La pobre Pauline se horrorizaba ante la idea de usar sombrero con cintas, como las ancianas. Se pondría el sombrero viejo el resto de su vida antes de caer en eso.

—Me alegraré por dentro y olvidaré la ropa que llevo puesta —dijo a Ana, cuando salieron al jardín a recoger un ramo de azucenas para las viudas.

—Tengo un plan —susurró Ana, echando una mirada cautelosa hacia la casa, para asegurarse de que la señora Gibson no pudiera oírla, a pesar de que vigilaba por la ventana de la sala—. ¿Recuerda ese vestido mío de popelín? Se lo prestaré para las bodas de plata.

Pauline dejó caer la cesta de flores por la agitación; una alfombra de dulzura rosada y blanca se formó a los pies de Ana.

—Ay, querida mía, no podría… Mamá no me lo permitiría.

—No se enterará. Escuche. El sábado por la mañana, se lo pondrá debajo del vestido negro. Sé que le quedará bien. Es un poco largo, pero lo acortaré un poco. No tiene cuello y tiene mangas hasta el codo, de manera que nadie sospechará nada. En cuanto llegue a Gull Cove, quítese el vestido negro. Cuando termine el día, podrá dejar el vestido gris en Gull Cove y yo iré a buscarlo el fin de semana que viene, cuando vaya a casa.

—¿Pero no será demasiado juvenil para mí?

—¡En absoluto! El gris sienta bien a cualquier edad.

—¿Cree que sería correcto… engañar a mamá? —vaciló Pauline.

—En este caso, sí —declaró Ana descaradamente—. ¿Sabe, Pauline? No sería correcto ir vestida de negro a unas bodas de plata. Podría traer mala suerte a la novia.

—Oh, no haría eso por nada del mundo. Y mamá no se enterará de nada. Espero que pueda pasar bien el sábado. Temo que no quiera comer nada mientras no estoy… La última vez no probó bocado, cuando fui al funeral de la prima Matilda. La señorita Prouty me contó que no quiso comer nada; la señorita Prouty se quedó con ella. Estaba tan indignada con la prima Matilda por haberse muerto… me refiero a mamá, desde luego.

—Comerá… yo me encargaré de que así sea.

—Sé que sabe manejarla muy bien —admitió Pauline—. Y no olvidará darle la medicina a intervalos regulares, ¿no, querida? Oh, quizá no deba ir, después de todo.

—Has estado allí fuera lo suficiente para recoger cuarenta ramos —gritó la señora Gibson, fastidiada—. No sé para qué quieren tus flores las viudas. Si tienen todas las que puedan hacerles falta. Yo pasaría mucho tiempo sin flores, si esperara que Rebecca Dew me enviara algunas. Me muero por un trago de agua. Pero claro, yo no soy importante para nadie.

El viernes por la noche, Pauline telefoneó a Ana con una terrible agitación. Tenía dolor de garganta, y ¿creía la señorita Shirley que pudiera tratarse de paperas? Ana fue hasta allí de inmediato para tranquilizarla y llevó consigo el vestido gris, envuelto en papel marrón. Lo ocultó en el arbusto de lilas, y esa noche, tarde, Pauline, bañada en sudor frío, logró llevarlo arriba, al cuartito donde guardaba su ropa y se vestía, aunque nunca le permitían dormir allí. Pauline no estaba muy tranquila con respecto al vestido. Quizás el dolor de garganta fuera un castigo por el engaño. Pero no podía ir a las bodas de plata de Louisa con ese espantoso vestido negro de tafetán… no, no podía.

El sábado por la mañana, Ana llegó a casa de la señora Gibson muy temprano. Ana siempre estaba espléndida en las brillantes mañanas de verano. Parecía relucir y se movía por el aire dorado como una esbelta figura sobre una vasija griega. La habitación más sombría brillaba cuando ella entraba.

—Camina como si fuera dueña de la Tierra —comentó la señora Gibson con sarcasmo.

—Y es así —respondió Ana, alegremente.

—Ah, es usted muy joven —pontificó la anciana.

—«No cierro mi corazón a ninguna alegría» —recitó Ana—. Lo dice la Biblia, señora Gibson.

—«El hombre nace para los problemas del mismo modo en que las chispas se elevan en el aire». Eso también está en la Biblia —replicó la señora Gibson. El hecho de haber respondido con tanta rapidez a la señorita Shirley, licenciada en Filosofía, la puso de relativo buen humor—. Nunca fui aduladora, señorita Shirley, pero el sombrero que lleva, con la flor azul, le queda muy bien. Su pelo no parece tan rojo, me da la impresión. ¿No admiras a una joven tan fresca como ella, Pauline? ¿No te gustaría ser una joven fresca, Pauline?

Pauline estaba demasiado feliz y entusiasmada para desear ser otra persona en aquel momento. Ana subió al cuartito con ella para ayudarla a vestirse.

—Es hermoso pensar en todas las cosas que sucederán hoy, señorita Shirley. La garganta ya no me duele y mamá está de muy buen humor. Quizás a usted no le parezca que es así, pero yo me doy cuenta porque habla, aunque lo haga con sarcasmo. Si estuviera enfadada o cansada, refunfuñaría y se quedaría callada. He pelado las patatas y el filete está en el refrigerador; el postre de mamá está abajo, en el sótano. Hay pollo enlatado para la cena y una torta en la despensa. Tengo tanto miedo de que mamá cambie de idea. No soportaría que eso sucediera. Ay, señorita Shirley, ¿le parece que debo ponerme el vestido gris… de veras?

—Póngaselo, ya —dijo Ana, con su mejor voz de maestra.

Pauline obedeció y… se transformó. El vestido gris le sentaba a la perfección. No tenía cuello y las mangas hasta el codo estaban adornadas con volantes de encaje. Una vez que Ana la hubo peinado, Pauline casi no se reconoció.

—Me horroriza tener que taparlo con ese espantoso vestido negro, señorita Shirley.

Pero era necesario hacerlo. El vestido de tafetán lo cubría ampliamente. Pauline se puso el viejo sombrero (que también sería descartado en cuanto llegara a casa de Louisa) y un par de zapatos nuevos. La señora Gibson le había permitido comprarse un par, aunque opinó que los tacones eran «escandalosamente altos».

—Causaré sensación tomando el tren sola. Espero que la gente no piense que se trata de una muerte. No me gustaría que las bodas de plata de Louisa fueran relacionadas de ninguna forma con la idea de la muerte. ¡Oh, señorita Shirley, perfume! ¡Flor de manzano! ¡Qué delicia! Apenas un toque… siempre me pareció tan femenino. Mamá no me permite comprarlo. Ah, señorita Shirley, no olvidará darle de comer a mí perro, ¿verdad? Le dejé los huesos en la despensa, en un plato cubierto. —Pauline bajó la voz a un susurro—. Sólo espero… que no… se porte mal… dentro de la casa mientras usted está aquí.

Pauline tuvo que pasar la inspección de su madre antes de partir. La emoción por el paseo y la culpa por el vestido oculto hacían que sus mejillas tuvieran un tono rosado muy poco habitual. La señora Gibson la miró, disconforme.

—¡Vaya, vaya! ¿A Londres a ver a la Reina, eh? Tienes demasiado color. La gente creerá que vas pintada. No te habrás pintado, ¿verdad?

—Oh, no, mamá, no —exclamó Pauline, escandalizada.

—Compórtate como es debido, y al sentarte, cruza los tobillos con decoro. No te sientes en las corrientes de aire ni hables demasiado.

—No, mamá —prometió Pauline con vehemencia, echando una mirada nerviosa al reloj.

—Le envío a Louisa una botella de mi vino de zarzaparrilla para que brinden. Nunca me ha gustado Louisa, pero su madre era una Tackaberry. No olvides traerme la botella y no dejes que te regale un gatito. Louisa siempre regala gatitos a las personas.

—No, mamá.

—¿Estás segura de que no dejaste el jabón en el agua?

—Sí, mamá —respondió Pauline, con otra mirada angustiada al reloj.

—¿Tienes los cordones atados?

—Sí, mamá.

—Tienes un olor muy poco respetable… Estás empapada en perfume.

—Oh, no, mamá querida, apenas unas gotas…

—Dije empapada, y estás empapada. No tienes descosido el vestido debajo de la manga, ¿verdad?

—No, mamá.

—Déjame ver —dijo, inexorable.

Pauline temblaba. ¿Y si se veía la falda del vestido gris cuando levantaba el brazo?

—Bien, ve, entonces. —Un largo suspiro—. Si no estoy aquí cuando vuelvas, recuerda que quiero que me sepulten con el chal de encaje y los zapatos de raso negros. Y asegúrate de que tenga el pelo rizado.

—¿Te sientes peor, mamá? —El vestido de popelín había sensibilizado la conciencia de Pauline—. Si no estás bien… no iré…

—¿Qué? ¿Y tirar a la basura el dinero de los zapatos? ¡Claro que irás! Y no se te ocurra deslizarte por la baranda de la escalera.

Pauline se rebeló.

—¡Mamá! ¿Crees que haría una cosa así?

—Lo hiciste en la boda de Nancy Parker.

 

—¡Hace treinta y cinco años! ¿Crees que lo haría ahora?

—Ya es hora de que te vayas. ¿Para qué te quedas aquí conversando? ¿Quieres perder el tren?

Pauline partió a toda prisa, y Ana suspiró, aliviada. Había temido que la anciana señora Gibson, en el último momento, hubiera cedido al perverso impulso de retrasar a Pauline hasta que el tren hubiera partido.

—Bien, ahora un poco de paz —dijo la señora Gibson—. El desorden de esta casa es vergonzoso, señorita Shirley. Espero que se dé cuenta de que no siempre es así. Pauline no ha sabido quién era en estos últimos días. ¿Puede correr ese florero un centímetro a la izquierda? No, póngalo donde estaba. Esa pantalla está torcida. Sí, ahora está un poco más derecha. Pero la persiana está un centímetro más baja que la otra. Hágame el favor de emparejarlas.

Ana dio un desafortunado tirón a la persiana y ésta escapó de sus dedos y se enrolló hacia arriba.

—Ah, ya ve —dijo la señora Gibson.

Ana no veía, pero arregló meticulosamente la persiana.

—¿Y ahora no le gustaría que le preparara una rica taza de té, señora Gibson?

—Necesito algo, es cierto… Estoy agotada con tanto aspaviento y agitación. Mi estómago parece estar cayéndose del cuerpo —se quejó la anciana—. ¿Sabe preparar un té decente? A veces preferiría beber barro y no el té que preparan algunas personas.

—Marilla Cuthbert me enseñó a preparar el té. Ya verá. Pero primero la llevaré al porche para que pueda disfrutar del sol.

—Hace años que no salgo al porche —objetó la señora Gibson.

—Sí, pero hoy está tan bonito, que nada le sucederá. Quiero que vea los árboles en flor. No se los ve, si no se sale. Y el viento sopla desde el sur, de modo que traerá el aroma a trébol del campo de Norman Johnson. Le llevaré el té y lo beberemos juntas. Luego traeré mi labor y nos quedaremos allí sentadas, criticando a todos los que pasan.

—No me gusta criticar a la gente —declaró la señora Gibson en tono virtuoso—. No es cristiano. ¿Le molestaría decirme si todo ese pelo es suyo?

—Hasta el último mechón —rio Ana.

—Qué lástima que sea rojo. Aunque últimamente el pelo rojo parece estar poniéndose de moda. Me gusta su risa. Esa risita nerviosa de Pauline siempre me pone los pelos de punta. Bien, si tengo que salir, supongo que no hay remedio. Es probable que me resfríe y me muera, pero la responsabilidad es suya, señorita Shirley. Recuerde que tengo ochenta años… ni un día menos, aunque he oído que el viejo Davy Ackham anda diciendo por todo Summerside que sólo tengo setenta y nueve. Su madre era una Watt. Los Watt siempre fueron envidiosos.

Ana sacó la silla de ruedas con destreza y demostró que tenía habilidad para acomodar los almohadones. Enseguida llevó el té y la señora Gibson se dignó aprobarlo.

—Sí, se deja beber, señorita Shirley. Ah, pobre de mí, durante un año tuve que vivir puramente de líquidos. Nunca creyeron que fuera a sobrevivir. Muchas veces pienso que hubiera sido mejor haber muerto. ¿Ésos son los árboles de los que hablaba?

—Sí… ¿No son preciosos, tan blancos contra el cielo azul?

—No me parece poético —fue el único comentario de la señora Gibson.

Pero se ablandó bastante después de dos tazas de té y la mañana fue pasando hasta que llegó el momento de pensar en el almuerzo.

—Iré a preparárselo y se lo traeré aquí, en una bandeja.

—No, señorita, nada de locuras ni de monerías. A la gente le parecería de lo más extraño vernos comer en público. No niego que está bastante bien aquí… aunque el olor a trébol siempre me provoca malestar… y la mañana ha pasado más rápido que de costumbre, pero no voy a almorzar fuera, de ninguna manera. No soy una gitana. Acuérdese de lavarse bien las manos antes de preparar el almuerzo. Vaya, la señora Storey debe de estar esperando más visitas. Tiene toda la ropa de cama del cuarto de huéspedes aireándose en la cuerda. No es hospitalidad… sólo deseo de causar sensación. Su madre era una Carey.

El almuerzo preparado por Ana complació hasta la señora Gibson.

—No creía que alguien que escribiera para los periódicos supiera cocinar. Pero claro, Marilla Cuthbert, la crio. Su madre era una Johnson. Supongo que Pauline comerá hasta enfermarse en las bodas de plata. No sabe decir basta… igual que su padre. Lo he visto atiborrarse de fresas sabiendo que una hora más tarde se doblaría en dos por el dolor. ¿Le he enseñado su retrato, señorita Shirley? Suba al cuarto de huéspedes y tráigalo, ¿quiere? Lo encontrará debajo de la cama. No se ponga a revisar los cajones mientras está allí arriba, ¿eh? Pero fíjese si hay pelusa debajo del escritorio. No confío en Pauline… Ah, sí, es él. Su madre era una Walker. Ya no quedan hombres así. Ésta es una era de degeneración, señorita Shirley.

—Homero dijo lo mismo ochocientos años antes de Cristo —sonrió Ana.

—Algunos de esos escritores del Antiguo Testamento no hacían más que quejarse. Seguro que la escandaliza escucharme, señorita Shirley, pero mi marido tenía una mentalidad muy abierta. Tengo entendido que está comprometida… con un estudiante de medicina. Los estudiantes de medicina beben, he oído decir. Para poder soportar el aula de disección, me parece. No se case con un hombre que bebe, señorita Shirley. Ni con uno que no sepa ganarse el pan. De pan y cebolla no se vive, se lo aseguro.

»Lave bien el fregadero y enjuague las bayetas, por favor. No soporto las bayetas grasientas. Supongo que tendrá que darle de comer al perro. Está demasiado gordo, pero Pauline no hace más que cebarlo. A veces pienso que debería deshacerme de él.

—Oh, yo no haría una cosa así, señora Gibson. Siempre hay asaltos, sabe… y su casa está tan apartada, aquí. Realmente necesita protección.

—Bueno, como quiera. Prefiero cualquier cosa antes que discutir con la gente, sobre todo cuando siento esas palpitaciones en la nuca. Sin duda significan que estoy a punto de tener un ataque.

—Lo que necesita es su siesta. Una vez que haya dormido, se sentirá mejor. La arroparé bien y le reclinaré la silla. ¿Le gustaría dormir la siesta en el porche?

—¡Dormir en público! Eso es peor que comer. Usted tiene ideas de lo más extrañas. Póngame aquí en la sala, baje las persianas y cierre la puerta, para que no entren moscas. No dudo de que debe de desear un poco de tranquilidad usted también. Ha estado hablando sin parar.

La señora Gibson durmió una siesta larga, pero se despertó de malhumor. No quiso que Ana la llevara al porche.

—Quiere que me muera en el aire nocturno, no lo dudo —gruñó, aunque eran solamente las cinco.

Nada le venía bien. La bebida que Ana le trajo estaba demasiado fría… la siguiente no estaba lo suficientemente fresca… por supuesto, a ella le traían cualquier cosa. ¿Dónde estaba el perro? Haciendo sus necesidades por toda la casa, sin duda. Le dolía la espalda… le dolían las rodillas… le dolía la cabeza… le dolía el pecho. Nadie se compadecía de ella, nadie sabía por lo que pasaba. La silla estaba demasiado alta… la silla estaba demasiado baja. Quería un chal para cubrirse los hombros, una manta para las rodillas y un almohadón para los pies. ¿Y se podía fijar la señorita Shirley de dónde venía esa espantosa corriente de aire? Le vendría bien una taza de té, pero no quería causar molestias y pronto estaría descansando en su tumba. Quizá la apreciaran cuando ya no estuviera.

«Sea corto o largo el día, llegará por fin el atardecer». Había momentos en que Ana creía que no llegaría nunca, pero llegó. Al caer el sol, la señora Gibson comenzó a preguntarse por qué no llegaba Pauline. Oscureció… y ni rastro de Pauline. Salió la luna a iluminar la noche y Pauline no aparecía.

—Lo sabía —masculló la señora Gibson.

—Es imposible que vuelva hasta que el señor Gregor no decida marcharse, y por lo general, es el último en hacerlo —la tranquilizó Ana—. ¿No quiere que la acueste, señora Gibson? Está cansada… Sé que una se pone nerviosa cuando tiene a una desconocida al lado, en lugar de la persona a la que está acostumbrada.

Las arrugas alrededor de la boca de la señora Gibson se profundizaron en un gesto de obstinación.

—No voy a acostarme hasta que esa chica llegue a casa. Pero si está tan ansiosa por irse, váyase. Puedo quedarme sola… o morir sola.

A las nueve de la noche, la señora Gibson llegó a la conclusión de que Jim Gregor no volvería hasta el lunes.

—Nunca se pudo contar con que Jim Gregor no cambiara de idea en veinticuatro horas. Además, le parece mal viajar en domingo, aunque se trate de volver a su casa. Está en la junta de su escuela, ¿no es así? ¿Qué piensa de él y de sus opiniones sobre la educación?

Ana cedió a la picardía. Después de todo, ese día había soportado mucho, gracias a la señora Gibson.

—Pienso que es un anacronismo psicológico —declaró, muy seria. La señora Gibson no parpadeó.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo.

Pero después de eso, fingió quedarse dormida.

14

Pauline llegó, por fin, a las diez de la noche… una Pauline sonrosada, con ojos brillantes, diez años más joven, a pesar del vestido de tafetán negro y el viejo sombrero. Traía un hermoso ramillete que de inmediato entregó a la belicosa anciana.

—La novia te envió su ramo, mamá. ¿No es hermoso? Veinticinco rosas blancas.

—¡Qué disparate! No sé por qué a nadie se le ocurrió enviarme alguna miga de la tarta de bodas. Hoy en día nadie parece tener respeto por los parientes. Qué va, en mis tiempos…

—Pues sí, mamá, tengo un trozo grande aquí en el bolso. Y todos preguntaron por ti y te envían recuerdos.

—¿Lo pasó bien? —preguntó Ana.

Pauline se sentó sobre una silla dura porque sabía que su madre se enfadaría si se sentaba en una mullida.

—Muy bien —respondió, cautelosa—. La cena de bodas fue extraordinaria y el señor Freeman, el ministro de Gull Cove, casó de nuevo a Louisa y a Maurice…

—Eso es sacrilegio, en mi opinión.

—Y después el fotógrafo nos hizo una fotografía a todos. Las flores eran sencillamente maravillosas. La sala estaba llena de ramos…

—Como un funeral, no dudo…

—Y, mamá, Mary Luckley vino del Oeste… Ahora es la señora Fleming, ¿sabes? ¿Recuerdas qué buenas amigas éramos? Solíamos llamarnos Polly y Molly…

—Qué nombres más tontos…

—Y fue tan bonito verla de nuevo y conversar sobre los viejos tiempos. Estaba su hermana Em, también, con un bebé delicioso.

—Hablas como si se tratara de algo para comer —gruñó la señora Gibson—. Los bebés son vulgares y corrientes.

—Oh, no, los bebés no son nunca vulgares —dijo Ana. Había traído un recipiente con agua para las rosas de la señora Gibson.

—Cada uno es un milagro.

—Bueno, yo tuve diez y nunca les vi nada de milagroso. Pauline, hazme el favor de quedarte quieta. Me pones nerviosa. Veo que no preguntas cómo me fue a mí. Pero claro, no tengo por qué pretender que lo hagas.

—Me doy cuenta de cómo te fue sin necesidad de preguntártelo, mamá… Se te ve vivaz y alegre. —Pauline estaba todavía tan entusiasmada por el día que había pasado, que pudo permitirse una leve ironía con su madre—. No dudo de que tú y la señorita Shirley lo habéis pasado muy bien juntas.

—Bueno, no tan mal. La dejé hacer lo que quería. Admito que es la primera vez en años que oigo una conversación interesante. No estoy tan cerca de la tumba como dicen algunos. Por suerte no me quedé sorda ni me volví infantil. Bueno, y ahora supongo que en cualquier momento te irás a la luna. Y mi vino de zarzaparrilla no les gustó, ¿no?

—Oh, sí. Les pareció delicioso.

—Pues has tardado bastante en decírmelo. ¿Trajiste la botella o es demasiado pedir que te hayas acordado de hacerlo?

—La… la botella se rompió —vaciló Pauline—. Alguien la hizo caer del estante de la despensa. Pero Louisa me dio otra igual, mamá, así que no te preocupes.

—He tenido esa botella desde que comencé a ocuparme de la casa. La de Louisa no puede ser igual. Ya no hacen botellas así. Quiero que me traigas otro chal. Estoy estornudando… seguro que me he resfriado. Ninguna de las dos parece recordar que no debo respirar el aire frío de la noche. Con toda seguridad, volveré a tener neuritis.

Una vieja vecina llegó de visita en ese momento y Pauline aprovechó la oportunidad para acompañar a Ana hasta la calle.

—Adiós, señorita Shirley —dijo la señora Gibson con relativa amabilidad—. Le estoy muy agradecida. Si hubiera más gente como usted en este pueblo, sería mejor para todos. —Esbozó una sonrisa desdentada y atrajo a Ana hacia ella—. No me importa lo que diga la gente —susurró—. A mí me parece que usted es verdaderamente guapa.

 

Pauline y Ana caminaron por la calle en la noche fresca y verde, y Pauline se atrevió a soltarse, como no había podido hacer delante de su madre.

—Ay, señorita Shirley, fue maravilloso. ¿Cómo podré agradecérselo? Nunca pasé un día tan hermoso. Viviré del recuerdo durante años. Fue tan divertido volver a ser dama de honor. Y el capitán Isaac Kent era el testigo. Él… bueno, era un pretendiente… bueno, no tanto, creo que en realidad nunca tuvo intenciones serias, pero paseábamos juntos. Me hizo dos cumplidos. Dijo: «Recuerdo lo bonita que estabas en la boda de Louisa, con ese vestido color granate». ¿No es maravilloso que haya recordado el vestido? Y también me dijo: «Tu pelo está tan brillante y suave como siempre». No tiene nada de malo que me haya dicho eso, ¿verdad, señorita Shirley?

—Nada en absoluto.

—Lou, Molly y yo cenamos juntas después de que todos se fueron. Yo tenía tanto apetito… creo que hace años que no estaba tan hambrienta. Fue muy agradable poder comer lo que quería, sin que nadie me advirtiera que tal o cual cosa no me caería bien al estómago. Después de la cena, Mary y yo fuimos a su antigua casa y paseamos por el jardín, hablando de los viejos tiempos. Vimos los arbustos de lilas que plantamos hace años. Pasamos unos hermosos veranos cuando éramos chicas. Después, al anochecer, fuimos a la costa y nos sentamos en silencio sobre una roca. Abajo, en el puerto, sonaba una campana; fue hermoso volver a sentir el viento del mar en la cara y ver las estrellas temblando en el agua. Había olvidado lo hermosas que podían ser las noches en el golfo. Cuando oscureció, volvimos y el señor Gregor ya estaba listo para partir… y así, «la anciana volvió a su casa esa noche» —concluyó Pauline, riendo.

—Me gustaría… desearía que no lo pasara tan mal en su casa, Pauline…

—Pero querida señorita Shirley, ahora no me importará —se apresuró a decir Pauline—. Después de todo, la pobre mamá me necesita. Y es bonito sentirse necesitada, querida.

Sí, era lindo sentirse necesitada. Ana pensó en eso en su habitación de la torre; Dusty Miller había escapado de las viudas y de Rebecca Dew y se había acurrucado sobre su cama. Ana pensó en Pauline, trotando de nuevo hacia sus cadenas, pero animada por «el espíritu inmortal de un día feliz».

—Espero que alguien siempre me necesite —dijo Ana a Dusty Miller—. Y es hermoso, Dusty Miller, poder darle alegría a alguien. Me ha llenado de alegría poder regalarle este día a Pauline. Pero, ay, Dusty Miller, ¿crees que algún día seré como la señora Gibson, si llego a los ochenta? ¿Lo crees, Dusty?

Dusty Miller, con ronroneos profundos y aterciopelados, le aseguró que no lo creía.

15

Ana fue a Bonnyview la noche del viernes, antes de la boda. Los Nelson daban una cena para algunos amigos e invitados que llegaban por barco. La amplia casa, residencia veraniega del doctor Nelson, estaba construida entre pinos sobre un largo entrante, con la bahía a ambos lados, y detrás, una extensión de dunas doradas que sabían todo lo que había que saber sobre vientos.

A Ana le gustó en cuanto la vio. Una antigua casa de piedra siempre tiene aspecto sosegado y digno. No teme los embates de la lluvia ni del viento ni del paso del tiempo. Y aquella tarde de junio, bullía de vida y emoción, con las risas de las chicas, los saludos de amigos, carruajes que entraban y salían, niños que corrían. A cada momento llegaban regalos; todos estaban atrapados en la vertiginosa alegría de una boda. Los dos gatos negros del doctor Nelson, que ostentaban los nombres de Barnabas y Saul, estaban sentados sobre la baranda de la galería y contemplaban todo como dos imperturbables esfinges peludas.

Sally se apartó de un grupo y llevó a Ana arriba.

—Te hemos guardado la habitación que da al norte. Tendrás que compartirla con otras tres chicas, desde luego. Esto es un caos. Papá está haciendo levantar una carpa para los chicos, entre los pinos, y más tarde pondremos catres en la galería cerrada de atrás. Y podremos poner a la mayoría de los niños en el granero, desde luego. Ay, Ana, estoy tan entusiasmada. Casarse es realmente de lo más divertido. Mi vestido ha llegado hoy de Montreal. Es un sueño… de seda color crema, con encaje y bordados de perlas. Y hemos recibido regalos preciosos. Ésta es tu cama. Las otras son para Mamie Gray, Dot Fraser y Sis Palmer. Mamá quería poner aquí a Amy Stewart, pero no se lo permití. Amy te odia porque ella quería ser dama de honor. Pero ¿cómo iba a poner a una joven tan gorda y desaliñada, no te parece? Además, el color verde Nilo la hace parecer enferma. Ay, Ana, vino la tía Sabueso. Llegó hace unos minutos y estamos aterrados. Hubo que invitarla, por supuesto, pero creímos que no llegaría hasta mañana.

—¿Quién es la tía Sabueso?

—La tía de papá, la señora de James Kennedy. En realidad, es la tía Grace, pero Tommy la apodó tía Sabueso porque siempre mete las narices en todo y averigua cosas que no queremos que sepa. No hay forma de escaparse de ella. Hasta se levanta temprano por la mañana para no perderse nada, y de noche, es la última en acostarse. Pero eso no es lo peor. Si hay algo inadecuado para decir, con toda certeza lo dirá y no aprende que hay preguntas que no se deben hacer. Papá llama a sus discursos las «delicias de la tía Sabueso». Estoy segura de que arruinará la cena. Uy, aquí viene.

Se abrió la puerta y entró la tía Sabueso… una mujercita regordeta, castaña, de ojos saltones, que se movía en una atmósfera de naftalina y mostraba una expresión de preocupación crónica. De no ser por la expresión, se parecía bastante a un sabueso.

—Así que usted es la señorita Shirley, de la que tanto he oído hablar. No se parece nada a una señorita Shirley que conocí. Ella tenía unos ojos preciosos. Bien, Sally, así que por fin te casas. Pobre Nora, es la única que queda. Bueno, tu madre tiene suerte por haberse quitado de encima a cinco hijas. Hace ocho años le dije: «Jane, ¿crees que alguna vez vas a lograr casar a todas esas chicas?». Bueno, los hombres no traen otra cosa que problemas, a mi entender, y de todas las cosas inseguras, el matrimonio es la menos segura, ¿pero qué otra cosa hay para una mujer en este mundo? Es lo que acabo de decirle a la pobre Nora. «Presta atención, Nora», le dije, «no es nada divertido quedarse solterona. ¿En qué está pensando ese Jim Wilcox?», le dije.

—Ay, tía Grace, Jim y Nora se pelearon en enero, y desde entonces él no ha vuelto por aquí.

—Yo creo que se debe decir lo que se piensa. Las cosas hay que decirlas. Me enteré de esa pelea. Por eso le pregunté por él. «Tienes que saber», le dije, «que sale a pasear con Eleanor Pringle». Se sonrojó, se puso furiosa, y salió corriendo. ¿Qué hace Vera Johnson aquí? No es de la familia.

—Vera siempre fue muy amiga mía, tía Grace. Va a tocar la marcha nupcial.

—¿Ah, sí? Bueno, lo único que espero es que no se equivoque y toque la marcha fúnebre, como hizo la señora de Tom Scott en la boda de Dora Best. Qué mal presagio. No sé dónde van a poner a dormir a toda la gente que hay aquí. Algunos tendremos que dormir colgados de la cuerda de la ropa, supongo.

—Buscaremos sitio para todos, tía Grace.

—Bueno, espero que no cambies de idea a último momento, Sally, como hizo Helen Summers. Se arma tanto alboroto. Tu padre está muy entusiasmado. Nunca me gustó buscar problemas, pero lo único que espero es que no le vaya a dar un ataque. Lo he visto suceder.

—Papá está muy bien, tía Grace. Sólo un poco emocionado.

—Ah, eres demasiado joven, Sally, para saber todo lo que puede suceder. Tu madre me contó que la ceremonia será mañana al mediodía. La moda en cuanto a bodas está cambiando, como todo lo demás, y no para mejor. Yo me casé por la tarde. Ah, cielos, ya no es como antes. ¿Qué le pasa a Mercy Daniels? Me la encontré en la escalera y vi que se le ha puesto la tez barrosa.