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100 Clásicos de la Literatura

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—Huzrut, en veinte días saldrá una caravana de Peshawar a Kabul —dijo el comerciante yusufzai—. Mis camellos irán en ella. Venga usted también y denos suerte.

—¡Me marcharé ahora mismo! —gritó el predicador—. ¡Partiré sobre mis camellos alados y estaré en Peshawar en un día! ¡Ja! Mir Khan —llamó a su sirviente—, hazar, pon en marcha los camellos, pero déjame antes subir al mío.

Se encaramó a la espalda de su animal cuando éste se arrodilló y, girándose hacia mí, gritó:

—Venga usted también, sahib, avance un poco con nosotros y le venderé una maravilla: un amuleto que lo hará a usted rey de Kafiristán.

En ese momento, vi la luz y acompañé a los dos camellos más allá del caravasar hasta que alcanzamos camino abierto y el predicador se detuvo.

—¿Qué? ¿Le ha gustado? —pronunció en inglés—. Carnehan no puede hablar su jerga, así que lo he convertido en mi sirviente. Da la impresión de ser bastante bueno. No he estado dando vueltas catorce años por el país para nada. ¿No me ha quedado bien el discursito? Nos meteremos en una caravana en Peshawar hasta que lleguemos a Jagdalak y, después, veremos si podemos conseguir unos burros por nuestros camellos. De ahí, a Kafiristán. Molinetes de viento para el emir, ¡ay, Dios! Meta la mano bajo las alforjas de los camellos y dígame qué le parece al tacto.

Sentí la culata de un Martini, luego otra y otra más.

—Veinte —aclaró Dravot con toda tranquilidad—. Veinte rifles y munición suficiente bajo los molinetes y las muñecas de barro.

—¡Que el cielo les ayude si los sorprenden con este cargamento! —les advertí—. Un Martini vale su peso en plata entre los pastunes.

—Mil quinientas rupias de capital, todas las que pudimos rogar, pedir prestadas o robar, hemos invertido en estos dos camellos —dijo Dravot—. No nos cogerán. Vamos a través del Jáiber con una caravana normal. ¿Quién iba a tocar a un pobre cura loco?

—¿Tienen todo lo que necesitan? —pregunté superado por el asombro.

—Aún no, pero pronto lo tendremos. Entréguenos un recuerdo de su bondad, hermano. Usted me hizo un favor ayer y también aquella vez en Marwar. La mitad de mi reino será suyo, como dice el dicho.

Retiré una brújula de bolsillo de la cadena de mi reloj y se la entregué al predicador.

—Adiós —se despidió Dravot estrechándome la mano con cautela—. Será la última vez que saludemos a un ciudadano inglés en muchos días. Dale la mano, Carnehan —gritó cuando el segundo camello pasaba a mi lado.

Carnehan se inclinó y nos despedimos. Después, los camellos avanzaron por el polvoriento camino y yo quedé solo con mis reflexiones. A simple vista, no fui capaz de detectar fallo alguno en sus disfraces. La escena del caravasar mostraba que estaban completamente adaptados a la mentalidad local. Existía una posibilidad, por tanto, de que Carnehan y Dravot fueran capaces de deambular por Afganistán sin ser descubiertos. Ahora bien, más allá encontrarían la muerte: una muerte cierta y atroz.

Diez días más tarde, un amigo mío nativo, al narrarme las noticias del día en Peshawar, terminó su carta con: «Buenas risas nos hemos echado por aquí a propósito de un predicador loco que cuenta que va a vender baratijas y chucherías insignificantes, que dice que serán maravillas para Su Alteza el emir de Bujará. Llegó a Peshawar y se asoció a la segunda caravana estival que marcha hacia Kabul. Los comerciantes están contentos porque sus supersticiones establecen que tipos locos como este traen buena suerte».

Los dos, por tanto, se encontraban más allá de la frontera. Habría rezado por ellos, pero aquella noche murió un rey auténtico en Europa, lo que exigía una nota necrológica.

***

La rueda del mundo gira recorriendo las mismas fases una y otra vez. Pasó el verano y el invierno posteriormente, que de nuevo llegaron y se volvieron a marchar. El diario continuó publicándose y yo seguí trabajando en él, y en el tercer verano sufrí una noche calurosa, un cierre de la edición tardío y la tensa espera de algo que debían telegrafiar desde el otro extremo del mundo, exactamente igual que había sucedido con antelación. Varias personalidades habían muerto en los dos años anteriores, la maquinaria trabajaba con más estrépito y algunos de los árboles del jardín de la oficina habían crecido un puñado de centímetros. Pero ésa era toda la diferencia.

Me dirigí a la sala de máquinas y asistí a una escena como la que ya se ha descrito. La tensión nerviosa era mayor de lo que había sido dos años antes y yo sentía el calor de forma más acuciante. A las tres de la madrugada, grité: «Impriman», y me di media vuelta para marcharme; sin embargo, en ese momento, reptó hasta mi silla lo que quedaba de un hombre. Estaba combado como formando un círculo, tenía la cabeza hundida entre los hombros y movía los pies uno sobre el otro como los osos. Apenas podía ver si caminaba o gateaba… Este quejumbroso lisiado envuelto en harapos me llamó por mi nombre y anunció que había regresado.

—¿Puede darme un trago? —gimió—. Por el amor de Dios, ¡deme un trago!

Regresé a la oficina y el hombre me siguió gruñendo de dolor. Encendí la lámpara.

—¿No me reconoce? —jadeó mientras se dejaba caer en una silla, donde giró su demacrado rostro, coronado por un mechón de cabello cano, hacia la luz.

Lo miré con atención. Había visto alguna vez unas cejas que se encontraban sobre la nariz formando una banda negra de dos centímetros de ancho, pero por más que lo intentara, no podía saber dónde.

—No lo conozco —le dije entregándole el whisky—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Le dio un trago al alcohol seco y tiritó, a pesar del sofocante calor.

—He regresado —repitió—, y fui rey de Kafiristán… Dravot y yo…, ¡reyes con corona fuimos! En esta oficina lo decidimos… y usted se sentó allí y nos dio los libros. Soy Peachey…, Peachey Taliaferro Carnehan, y usted ha estado sentado aquí desde entonces… ¡Ay, Dios!

Yo estaba más que sorprendido y como tal me expresé.

—Es cierto —aseguró Carnehan con una carcajada seca, mientras se manoseaba los pies, que estaban envueltos en harapos—. Cierto como el Evangelio. Reyes fuimos, con coronas sobre la cabeza… Dravot y yo…, pobre Dan…, oh, pobre, pobre Dan, nunca aceptaba un consejo, ¡ni aunque se lo pidiera de rodillas!

—Bébase el whisky —le pedí— y tómese el tiempo que necesite. Cuénteme cuanto pueda recordar, todo, de principio a fin. Cruzaron la frontera en sus camellos, Dravot vestido como un predicador loco y usted como su sirviente. ¿Recuerda eso?

—No estoy loco… todavía, pero no tardaré mucho. Por supuesto que lo recuerdo. Siga mirándome o mis palabras podrían saltar en pedazos. Continúe mirándome a los ojos y no diga nada.

Me incliné hacia delante y lo miré a la cara con tanta fijación como fui capaz. Dejó caer una mano sobre la mesa y la tomé por la muñeca. Estaba retorcida como las garras de un ave y, en el dorso, mostraba una cicatriz roja e irregular con la forma de un diamante.

—No, no mire eso. Míreme a mí. ¡A mí! —pidió Carnehan—. Eso llegará más tarde, pero, por el amor de Dios, no me distraiga. Nos marchamos con la caravana, Dravot y yo, haciendo todo tipo de payasadas para divertir a la gente con la que avanzábamos. Dravot solía hacernos reír cuando caía el sol y todos cocinaban su cena…, preparaban la cena y… ¿qué hacían para eso? Encendían pequeños fuegos con chispas que se lanzaban hacia la barba de Dravot y todos nos reíamos…, para morirnos de risa estábamos. Pequeños fuegos eran y se metían en la gran barba pelirroja de Dravot…, era tan divertido…

Sus ojos se alejaron de los míos y liberó una sonrisa estúpida.

—Fueron hasta Jagdalak con aquella caravana —me aventuré—, después de haber encendido esos fuegos. Hasta Jagdalak, donde giraron para intentar llegar a Kafiristán.

—No, no hicimos nada de eso. ¿De qué está hablando? Nos desviamos antes de Jagdalak, porque habíamos oído que los caminos eran buenos. Pero no eran lo suficientemente buenos para nuestros dos camellos… el de Dravot y el mío. Cuando dejamos la caravana, Dravot se quitó la ropa y me quitó la mía también; decía que nos convertiríamos en paganos, porque los kafires no permiten que los mahometanos les dirijan la palabra. Así que nos vestimos para no parecer ni lo uno ni lo otro. Nunca vi a alguien con el aspecto que tenía Daniel Dravot, ni espero volver a verlo. Se quemó la mitad de la barba, se colgó una piel de cordero del hombro y se afeitó la cabeza a trozos. Me afeitó a mí también y me hizo llevar unas ropas estrafalarias para parecer un pagano. Estábamos entonces en una región de lo más montañoso y nuestros camellos no podían seguir andando por las montañas. Eran altas y negras, y en el camino de regreso las vi pelear como cabras salvajes…, hay muchas cabras en Kafiristán. Y esas montañas nunca se quedan quietas, lo mismo que las cabras. Siempre están dando guerra y no te dejan dormir por la noche.

—Tome algo más de whisky —le indiqué muy lentamente—. ¿Qué hicieron Daniel Dravot y usted cuando los camellos ya no podían seguir avanzando por la dureza de los caminos que llevan a Kafiristán?

—¿Qué hizo quién? Había uno que se llamaba Peachey Taliaferro Carnehan y que iba con Dravot. ¿Quiere que le hable de él? Murió allí mismo, por el frío. Plaf, del puente cayó el bueno de Peachey, girando y retorciéndose en el aire como un molinete de viento de los que se pueden vender por un penique al emir… No, eran dos por penique y medio, aquellos molinetes, o quizá me equivoco, ya lo siento, de veras… Y luego estaban esos camellos, que no servían para nada, y Peachey le dijo a Dravot: «Por el amor de Dios, vámonos de aquí antes de que nos rebanen el cuello» y, con esas palabras, mataron a los camellos entre las montañas, puesto que no tenían nada que comer; aunque primero tomaron las cajas con las armas y la munición, hasta que llegaron dos hombres montados en cuatro mulas. Dravot se levanta y baila delante de ellos cantando: «Vendedme cuatro mulas». Y el primer hombre dice: «Si tenéis suficiente para comprar, tenéis suficiente para que os roben», pero antes de que pudiera echar mano al cuchillo, Dravot le rompe el cuello sobre su rodilla y el otro tipo se marcha corriendo. Así que Carnehan carga las mulas con los rifles que habían descargado de los camellos y juntos nos vamos hacia esas regiones montañosas frías de muerte y nunca con un camino más ancho que el dorso de una mano.

 

Se detuvo un momento, que yo aproveché para preguntarle si podía recordar las características de las zonas por las que viajaron.

—Se lo estoy contando tan claramente como puedo, lo que pasa es que mi cabeza quizá no anda muy bien. Me metieron clavos para hacerme oír mejor cómo moría Dravot. Aquella zona era montañosa y las mulas eran de lo más terco, los habitantes eran solitarios y dispersos. Subían y subían y bajaban y bajaban, y ese otro tipo, Carnehan, imploraba a Dravot que no cantara ni silbara tan alto, pues temía que provocara una de esas tremendas avalanchas. Pero Dravot decía que si un rey no pudiera cantar, no merecería la pena ser rey, mientras aporreaba las mulas en la grupa. Jamás le hizo caso en diez días gélidos. Llegamos a un gran valle en altura, situado entre las montañas, y las mulas estaban casi muertas, así que las matamos, pues no teníamos nada especial que comer, ni ellas ni nosotros. Nos sentamos en las cajas y jugamos a pares o nones con los cartuchos usados.

»Entonces, diez hombres con arcos y flechas aparecieron corriendo valle abajo; iban a la caza de otros veinte hombres con arcos y flechas y el jaleo era tremiendo. Eran hombres blancos, más blancos que usted o que yo, con el pelo rubio y de constitución muy destacable. Dravot dice sacando las armas: “Este es el comienzo del negocio. Lucharemos junto a los diez hombres”, y con esas, dispara dos veces a los veinte hombres y hace caer a uno de ellos a doscientos metros de la roca en la que estaba sentado. Los otros hombres comenzaron a correr, pero Carnehan y Dravot se sientan en las cajas y los alcanzan a todas las distancias, valle arriba y abajo. Después, vamos hasta los diez hombres, que se habían echado a correr hacia la nieve también, y ellos disparan una pequeña flecha que cae a nuestros pies. Dravot dispara sobre sus cabezas y se tiran todos de bruces al suelo. Luego, se acerca hasta ellos y les da una patada, pero después los levanta y les da la mano uno a uno para que estuvieran de buen ánimo. Los llama, les da las cajas para que las carguen y sacude la mano sin parar como si ya fuera rey. Ellos llevan las cajas y a él a lo largo del valle y colina arriba hasta un bosque de pinos en la cima, donde había media docena de grandes ídolos de piedra. Dravot se va hacia el más grande, un tipo que llaman Imbra, y deja un rifle y un cartucho a sus pies, se frota la nariz respetuosamente con la del ídolo, le da unas palmaditas en la cabeza y hace una reverencia. Se gira hacia los hombres, asiente con la cabeza y dice: “Está bien. Yo también conozco todo esto y estos viejos triquitracas son mis amigos”. Entonces, abre la boca y se la señala, y cuando el primer hombre le lleva comida, dice: “No”; y cuando el segundo hombre le lleva comida, dice: “No”; eso sí, cuando uno de los viejos sacerdotes y el jefe del poblado le llevan comida, dice: “Sí”, muy altanero, y come despacio. Así es como llegamos a nuestro primer pueblo, sin ningún problema, como si acabáramos de caer del cielo. Pero nos habíamos caído de uno de esos malditos puentes de cuerdas, ¿sabe?, y no se puede esperar que un hombre se ría mucho cuando le ha pasado algo como eso.

—Tome algo más de whisky y siga contándome —le dije—. Esa fue la primera aldea a la que llegaron. ¿Cómo lo hizo para ser rey?

—Yo no era rey —respondió Carnehan—. Dravot era el rey, y un hombre bien guapo parecía con la corona de oro en la cabeza y todo lo demás. Él y el otro se quedaron en ese pueblo, y cada mañana, Dravot se sentaba junto al viejo Imbra y la gente llegaba y lo veneraba. Eso fue por una orden que él dio. Luego, llegan muchos hombres al valle y Carnehan y Dravot los cazan con los rifles antes de que estos sepan dónde están, y corren valle abajo y después hacia arriba por el otro lado y encuentran otro pueblo, igual que el primero, y la gente se tira de bruces al suelo y Dravot dice: «A ver, ¿cuál es el problema entre los dos pueblos?», y la gente señala a una mujer, tan blanca como usted o como yo, a la que se habían llevado. Dravot la toma de vuelta al primer pueblo y cuenta los muertos: ocho había. Por cada hombre muerto, Dravot vierte un poco de leche en el suelo y empieza a revolear los brazos como un molinete. «Mucho mejor así», dice. Más tarde, Carnehan y él cogen al gran jefe de cada pueblo del brazo, los llevan valle abajo, les muestran cómo trazar una línea con una lanza en mitad del valle y les dan a cada uno de ellos un puñado de hierba de ambos lados de la línea. Luego, toda la gente baja y grita como el diablo y eso, y Dravot les dice: «Id y trabajad la tierra, sed fértiles y multiplicaos», que fue lo que hicieron, aunque no lo entendían. Luego, les preguntamos los nombres de las cosas en su jerga: pan y agua y fuego y los ídolos y esas cosas, y Dravot guía al sacerdote de cada poblado hasta el ídolo y dice que debe sentarse allí y juzgar a la gente, pero que si algo va mal, le pegarán un tiro.

»La semana siguiente, estaban todos arando la tierra del valle tan calladitos como las abejas y todo es mucho más hermoso, y los sacerdotes escuchan todas las quejas y le cuentan a Dravot por gestos de lo que se trata.

»“Esto es sólo el principio —dice Dravot—. Piensan que somos dioses”.

»Carnehan y él cogen a veinte buenos hombres, les enseñan cómo disparar un rifle y forman grupos de cuatro que avanzan alineados, y ellos están muy contentos con esto y son listos y le cogen el tranquillo. Luego, Dravot saca su pipa y su petaca de tabaco, deja una en un pueblo y la otra en el otro y nos marchamos a ver qué se puede hacer en el siguiente valle. Éste era todo de piedra y había un pequeño poblacho allí, y Carnehan dice: “Mándalos al otro valle a cultivar”, y los lleva allí y les da algo de tierra que no había sido tomada antes. Eran una gente muy pobre y los cubrimos con la sangre de un niño antes de dejarlos entrar en el nuevo Reino. Eso fue para impresionar a la gente; después, se establecieron en calma y Carnehan regresó con Dravot, que había ido a otro valle, todo lleno de hielo y nieve y con picos muy altos. No había gente allí y el ejército sintió miedo; así que Dravot fusila a uno de ellos y sigue avanzando hasta que encuentra alguna gente en un poblado, y el ejército les explica que, a no ser que prefieran morir, mejor que no disparen sus pequeñas armas de llave de mecha, pues tenían armas. Nos hacemos amigos del sacerdote y yo me quedo allí solo con dos del ejército para entrenar a los hombres, y un ruidoso gran jefe aparece entre la nieve con timbales y cuernos retumbando, porque ha oído que hay un nuevo dios suelto por la zona. Carnehan apunta al centro del grupo de hombres que avanzan entre la nieve a casi un kilómetro y tumba a uno de ellos. Luego, envía un mensaje al jefe: a menos que quiera morir, debe ir y saludarme tras haber dejado las armas atrás. El jefe viene primero solo y Carnehan le estrecha la mano y sacude los brazos a su alrededor, igual que solía hacer Dravot, y muy sorprendido quedó el jefe, que me acarició las cejas. Entonces Carnehan, solo, se va hacia el jefe y le pregunta con gestos si tiene algún enemigo al que odie. “Lo tengo”, dice el jefe. Así que Carnehan elige a los mejores de sus hombres, pone a los dos del ejército a entrenarlos y, dos semanas después, los hombres pueden maniobrar tan bien como voluntarios. Así que avanza con el jefe hasta una gran meseta en la cima de una montaña y los hombres del jefe se lanzan sobre un pueblo y lo toman, con nuestros tres Martinis disparando al enemigo. Así que tomamos ese pueblo también y yo le doy al jefe un jirón de mi abrigo y le digo: “Ocupad hasta que yo vuelva”, que era una cita bíblica. A modo de advertencia, cuando el ejército y yo estábamos a kilómetro y medio, disparé una bala que cayó cerca de él, que estaba de pie en la nieve, y toda la gente se tiró de bruces al suelo. Entonces, le envié una carta a Dravot, dondequiera que estuviera, tierra o mar.

Aun a riesgo de descarrilar el discurso de ese pobre hombre, lo interrumpí:

—¿Cómo pudo escribir una carta en aquel sitio tan lejano?

—¿La carta?… Oh… ¡La carta! Siga mirándome a los ojos, por favor. Era una carta de palabras anudadas, algo que aprendimos a hacer de un mendigo ciego en el Punyab.

Recuerdo que, en una ocasión, vino a la oficina un ciego con una ramita muy nudosa y un cordel que enrollaba en torno a la ramita según algún tipo de cifrado propio. Podía, pasadas horas o días, repetir la oración que había enrollado. Había reducido el alfabeto a once sonidos elementales; intentó enseñarme su método, pero yo era incapaz de entenderlo.

—Envié esa carta a Dravot —prosiguió Carnehan— y le dije que regresara, porque el Reino estaba creciendo demasiado para mis capacidades de gestión. Después, me dirigí al primer valle para ver cómo trabajaban los sacerdotes. Al pueblo que conquistamos junto al jefe lo llamaban Bashkai, mientras que el primero que tomamos era Er-Heb. Los sacerdotes de Er-Heb estaban funcionando bien, pero tenían muchos casos pendientes relativos a tierras que querían mostrarme; además, algunos hombres de otro pueblo habían disparado flechas durante la noche. Me dirigí hacia allí y busqué el pueblo, tras lo que disparé cuatro rondas de munición desde un kilómetro de distancia. Con eso gasté todos los cartuchos que podía disparar, así que esperé a Dravot, que había estado fuera dos o tres meses, y mientras, mantuve en calma a mi gente.

»Una mañana, oigo el estruendo de tambores y cuernos del propio demonio y Dan Dravot aparece marchando ladera abajo con su ejército y una comitiva de cientos de hombres y, lo que era aún más sorprendente: una gran corona de oro en la cabeza.

»“Ostras, Carnehan —dice Daniel—, este es un negocio tremiendo, y tenemos todo el país a nuestros pies hasta donde merece la pena llegar. Yo soy el hijo de Alejandro y la reina Semíramis, y tú eres mi hermano menor. ¡Y eres dios también! Es lo más grande que hemos visto nunca. He avanzado luchando durante seis semanas con el ejército y todo poblacho pequeño en ochenta kilómetros se ha unido alegre; y más todavía, tengo la clave para el espectáculo al completo; ya verás, pero es que además ¡tengo una corona para ti! Les he dicho que hagan dos en un sitio que se llama Shu, donde el oro recubre la roca como el sebo al cordero. He visto oro, y por las montañas hay turquesas a patadas, y granates en las arenas del río, y mira, aquí tienes un pedazo de ámbar que me trajo un hombre. Llama a los sacerdotes y toma, ponte tu corona”.

»Uno de los hombres abre una bolsa de pelo negro y yo me pongo la corona. Era demasiado pequeña y pesada, aunque yo me la puse por el orgullo. Era oro batido, de dos kilos de peso, como el aro de un barrilete.

»“Peachey —dice Dravot—, no queremos luchar más. ¡La clave es la Logia, así que ayúdame!”, con lo que me acerca al mismo jefe que dejé en Bashkai y que, más tarde, llamamos Billy Fish, porque se parecía mucho a un tal Billy Fish que conducía la cisterna en Mach, en el paso de Bolán, en los viejos tiempos.

»“Dale la mano”, dice Dravot, y casi me caigo redondo cuando me saludó: Billy Fish me hizo el saludo masón. No dije nada, sino que probé con él el saludo del Compañero. Responde bien e intento el saludo del Maestro, aunque eso fue un error.

»“¡Es un Compañero! —le digo a Dan—. ¿Conoce la clave?”.

»“La sabe —contesta Dan—, y todos los sacerdotes también. ¡Es un milagro! Los jefes y los sacerdotes mantienen una logia de compañeros de forma muy parecida a la nuestra; han tallado los símbolos en las rocas, pero no conocen el Tercer Grado y han venido a encontrarse con nosotros. Ostras, es verdad, verdad de la buena. Supe hace años que los afganos conocían el Segundo Grado, pero esto es un milagro. Un dios y un Gran Maestro Masón soy; abriré una logia del Tercer Grado y ascenderemos a los sacerdotes principales y a los jefes de los pueblos”.

»“Va en contra de la norma —le advierto— mantener una logia sin autorización, y tú sabes que nosotros nunca hemos tenido ningún cargo en una logia”.

»“Es un golpe maestro —dice Dravot—. Significa gestionar el país de forma tan sencilla como una carreta de cuatro ruedas en una cuesta abajo. No podemos pararnos a pedir autorización ahora o se volverán contra nosotros. Tengo cuarenta jefes a mis pies y serán aprobados y ascendidos según sus méritos. Alojaremos a estos hombres en los pueblos y procuraremos sacar adelante una logia de algún tipo. El templo de Imbra servirá como salón de ceremonias. Las mujeres tienen que preparar mandiles tal y como tú les digas. Celebraré una recepción para los jefes esta noche. Y mañana, la logia”.

 

»A mí se me iban a salir las rodillas de su sitio, pero no era tan estúpido como para no ver la buena posición en la que nos dejaba esto de la masonería. Enseñé a las familias de los sacerdotes a coser los mandiles de los distintos grados, pero en el de Dravot la orla azul y las distinciones estaban hechas de pedazos de turquesa sobre cuero, no de tela. Colocamos una gran piedra cuadrada en el templo, que ejercería de sillón del Maestro, y pequeñas piedras serían las sillas del resto de cargos; pintamos el suelo negro con cuadrados blancos e hicimos cuanto pudimos para que todo fuera normal.

»En la recepción que se celebró esa noche en la colina, con grandes hogueras, Dravot les contó que él y yo éramos dioses, hijos de Alejandro y Antiguos Grandes Maestros Masones, que habíamos llegado para convertir Kafiristán en un país donde todo el mundo pudiera comer en paz, beber con tranquilidad y, especialmente, obedecernos. Entonces los jefes pasaron uno por uno a estrechar nuestras manos, pero eran tan peludos, blancos y rubios, que era como saludar a viejos amigos. Les pusimos nombres según su parecido con hombres que habíamos conocido en la India: Billy Fish, Holly Dilworth, Pikky Kergan, que era comisionado del bazar cuando yo estaba en Mhow, y así sucesivamente.

»El milagro más sorprendente fue en una reunión de la Logia a la noche siguiente. Uno de los sacerdotes más viejos nos miraba fijamente y yo comencé a sentirme incómodo, puesto que era consciente de que tendríamos que falsear el ritual y no podía saber cuánto conocían aquellos hombres. El viejo sacerdote era un forastero que había llegado de más allá de Bashkai. En el mismo instante en que Dravot se pone el mandil de Maestro que las chicas le habían cosido, el sacerdote suelta un grito, un alarido, y trata de darle la vuelta a la piedra en la que estaba sentado Dravot.

»“Se acabó —dije yo—. ¡Esto pasa por meterse en cosas de la Logia sin autorización!”.

»Pero Dravot ni siquiera pestañeó, tampoco cuando diez sacerdotes tomaron y voltearon la silla del Gran Maestro, es decir, la piedra de Imbra. El sacerdote comienza a frotar la base para limpiarla de barro negro y poco después enseña al resto de sacerdotes la Marca del Maestro, la misma que estaba en el mandil de Dravot, tallada en la piedra. Ni siquiera los sacerdotes del templo de Imbra sabían que estaba allí. El anciano se tira de boca a los pies de Dravot y se los besa.

»“Otro golpe de suerte —sonríe Dravot dirigiéndose a mí—, dicen que es la marca desaparecida que nadie podía comprender. Ahora estamos más que seguros. —Entonces golpea con la culata de su arma a modo de mazo y dice—: ¡En virtud de la autoridad que me otorga mi propia mano derecha y gracias a la ayuda de Peachey, me declaro Gran Maestro de toda la francmasonería de Kafiristán, en esta Logia Madre del país, y rey de Kafiristán en igualdad con Peachey!”.

»Tras esto, se coloca su corona y yo hago lo mismo con la mía (yo actuaba de Primer Vigilante) y declaramos inaugurada la reunión del modo más ampuloso. ¡Fue un milagro increíble! Los sacerdotes se comportaban de acuerdo con los dos primeros grados casi sin mencionar palabra, como si la memoria les hubiera sido devuelta. Después Peachey y Dravot ascendieron a quienes lo merecían: sacerdotes principales y jefes de las poblaciones más lejanas. Billy Fish fue el primero, y puedo asegurarle que a punto estuvimos de matarlo del susto. No lo hicimos en modo alguno siguiendo el ritual, pero nos valía para nuestro numerito. No ascendimos a más de diez de los hombres más importantes porque no queríamos que ese grado se convirtiera en algo vulgar. Aunque estaban todos deseando ser ascendidos.

»“En seis meses —dice Dravot—, celebraremos otro cónclave y veremos cómo están funcionando”.

»Luego les pregunta sobre sus poblados y le cuentan que están luchando unos contra otros y están bastante cansados de eso. Y cuando no están haciendo eso, pelean contra los musulmanes.

»“Podéis luchar contra esos cuando entren en nuestro país —les dice—. Colocad a uno de cada diez hombres de vuestra tribu como guarda de frontera y enviad a doscientos a este valle para que los entrenemos. Nadie recibirá un disparo ni perderá la vida de nuevo, siempre y cuando se comporte bien, y sé que no me traicionaréis porque sois gente blanca, hijos de Alejandro, y no como los vulgares y negros mahometanos. Sois mi pueblo, mío, y por Dios que —exclama volviendo al inglés al final—, ¡haré de vosotros una nación puñeteramente buena o moriré en el intento!”.

»No sabría decir todo lo que hicimos en los siguientes seis meses porque Dravot hizo muchas cosas que yo no podía entender y aprendió su jerga de una forma que yo nunca pude. Mi trabajo era ayudar a la gente a arar la tierra y, de cuando en cuando, salir con algunos de los del Ejército a ver qué estaban haciendo en los otros pueblos y hacerlos que tendieran puentes de cuerda en los desfiladeros que cortan el país por todos lados. Dravot era muy amable conmigo, pero cuando paseaba por el bosque de pinos, arriba y abajo, acariciándose la barba esa suya de un rojo sangriento con las dos manos, yo sabía que estaba haciendo planes sobre los que yo no podía aconsejarlo, y me limitaba a esperar sus órdenes.

»Eso sí, Dravot nunca se mostraba irrespetuoso conmigo delante del pueblo. Ellos me temían, a mí y al Ejército, pero amaban a Dan. Se comportaba como el mejor de los amigos con los sacerdotes y los jefes, cualquiera podía cruzar las colinas con una queja y Dravot lo escuchaba con calma y reunía a los sacerdotes y les decía lo que había que hacer. Solía convocar a Billy Fish, de Bashkai, a Pikky Kergan, de Shu, y a un viejo jefe al que llamábamos Kafuselum (algo así sonaba su nombre real) y celebraba consejos con ellos cuando había que montar alguna batalla en pequeños pueblos. Aquél era su Consejo de Guerra, mientras que los cuatro sacerdotes de Bashkai, Shu, Khawak y Madora eran su Consejo Privado. Entre todos decidieron enviarme, con cuarenta hombres y veinte rifles, así como sesenta hombres cargados de turquesas, hasta el país de Ghorband para comprar esos rifles hechos a mano que salen de los talleres del emir de Kabul. Se los compré a uno de los regimientos heratíes del emir, que habrían vendido hasta sus propios dientes a cambio de turquesas.

»Me quedé un mes en Ghorband, donde le entregué al gobernador lo más selecto de mis cestas para mantenerlo calladito, soborné un poco más al coronel del regimiento y, entre los dos y las gentes de las tribus, conseguimos más de cien Martinis caseros, un centenar de buenos jezailes de Kohat, capaces de disparar a quinientos metros, y cuarenta cargas de muy mala munición para los rifles. Regresé con lo obtenido y distribuí las armas entre los hombres que los jefes me enviaron para los entrenamientos. Dravot estaba demasiado ocupado para dedicarse a esas cosas, pero los veteranos del primer ejército que formamos me ayudaron y sacamos a quinientos hombres capaces de realizar una buena instrucción y doscientos que sabían cómo sostener un arma bastante recta. Incluso esas armas como en tirabuzón, hechas a mano, eran un milagro para ellos. Cuando el invierno comenzaba a aproximarse, Dravot discurseaba sobre talleres de munición y fábricas, mientras paseaba arriba y abajo por el bosque de pinos.