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100 Clásicos de la Literatura

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El Hombre que Pudo Reinar

Por

Rudyard Kipling

La Ley, tal y como está formulada, establece una conducta vital justa, algo que no es sencillo mantener. He sido compañero de un mendigo una y otra vez, en circunstancias que impedían que ninguno de los dos supiéramos si el otro lo merecía. Todavía he de ser hermano de un príncipe, si bien una vez estuve próximo a establecer una relación de amistad con alguien que podría haber sido un verdadero rey y me prometieron la instauración de un reino: ejército, juzgados, impuestos y policía, todo incluido. Sin embargo, hoy, mucho me temo que mi rey esté muerto y que si deseo una corona deberé ir a buscarla yo mismo.

Todo comenzó en un vagón de tren que se dirigía a Mhow desde Ajmer. Se había producido un déficit presupuestario que me obligó a viajar no ya en segunda clase, que sólo es ligeramente menos distinguida que la primera, sino en intermedia, algo verdaderamente terrible. No hay cojines en la clase intermedia y la población es bien intermedia; es decir, euroasiática o bien nativa, lo cual para un largo viaje nocturno es desagradable; mención aparte merecen los haraganes, divertidos pero enloquecedores. Los usuarios de la clase intermedia no frecuentan los vagones cafetería; portan sus alimentos en fardos y cacerolas, compran dulces a los vendedores nativos de golosinas y beben el agua de las fuentes junto a las vías. Es por esto por lo que en la temporada de calor los intermedios acaban saliendo de los vagones en ataúd y, sea cual sea la climatología, se les observa, motivos hay, con desdén.

Mi vagón intermedio resultó ir vacío hasta que alcancé Nasirabad, cuando entró en mangas de camisa un gigantesco caballero de oscuras cejas y, siguiendo la costumbre de los intermedios, comenzó a charlar conmigo. Era un viajero y un vagabundo como yo mismo, aunque con un educado paladar para el whisky. Contaba historias sobre cosas que había visto y hecho, de los rincones recónditos del Imperio en los que había penetrado y de aventuras en las que arriesgaba su vida por comida para un par de días.

—Si la India estuviera llena de hombres como usted y como yo, que desconocen en igual medida que los cuervos dónde conseguirán su sustento para el día siguiente, no serían setenta millones los impuestos que esta tierra estaría pagando: serían setecientos —pronunció.

Observando su boca y su mentón, me sentí inclinado a mostrarme de acuerdo.

Charlamos sobre política (la política de la vagancia, que analiza las cosas desde su reverso, en el que la madera y el yeso no están pulidos) y comentamos el funcionamiento del servicio postal, debido a que mi amigo quería enviar un telegrama desde la siguiente estación a Ajmer, que ejerce de conexión entre la línea de Bombay y la de Mhow en los desplazamientos hacia el oeste. Mi amigo no tenía más capital que ocho exiguos annas, los cuales deseaba destinar a la cena, mientras que yo no contaba con dinero en absoluto a causa de las complicaciones presupuestarias mencionadas anteriormente. A todo esto se sumaba que yo me dirigía a una zona agreste en la que, si bien volvería a entablar contacto con el Tesoro, no existían oficinas de telégrafos. Me era, por tanto, imposible auxiliarlo en modo alguno.

—Podemos amenazar a un jefe de estación y obligarlo a que envíe el mensaje a crédito —propuso mi amigo—, pero esto significaría un interrogatorio sobre ambos y ando bastante ocupado estos días. ¿Dice que regresará por esta misma línea en unos días?

—En diez días —respondí.

—¿No pueden ser ocho? Se trata de una cuestión bastante urgente.

—Puedo enviar su telegrama dentro de diez días, si eso le es de utilidad —propuse.

—No puedo confiar en que el cable le llegue, ahora que lo pienso. La situación es esta: saldrá de Delhi para Bombay el día 23. Eso significa que atravesará Ajmer en torno a la madrugada ese mismo día.

—Pero yo me dirijo al Gran Desierto Indio —le expliqué.

—Muy bien —asintió—. Usted cambiará de tren en la intersección de Marwar para entrar en territorio de Jodhpur. Tiene por fuerza que pasar por ahí. Por su parte, él llegará a la intersección de Marwar a primera hora de la mañana del día 24 a bordo del Bombay Mail. ¿Podría usted estar en Marwar a esa hora? No le supondrá un problema puesto que sé que son pocas las gangas que merecen la pena en esos estados centrales de la India…, incluso si finge ser corresponsal del Backwoodsman.

—¿Ha intentado usted ese truco en alguna ocasión?

—Una y otra vez; lo que pasa es que los funcionarios residentes terminan por descubrirlo y uno acaba escoltado hasta la frontera antes de que pueda clavarles un cuchillo. Pero volvamos a mi amigo. Necesito, me es imprescindible, transmitirle algo de boca a boca para que comprenda qué me ha sucedido; de lo contrario no sabrá adónde dirigirse. Sería un gesto más que amable por su parte si usted saliera de los estados centrales a tiempo para encontrarse con él en la intersección de Marwar y le dijera: «Se ha marchado al sur a pasar la semana». Él sabrá qué significa. Es un hombre corpulento, con la barba pelirroja, y de lo más elegante. Lo encontrará dormido como un caballero, con todo el equipaje colocado a su alrededor, en un compartimento de segunda clase. Pero no tema. Baje la ventanilla y diga: «Se ha marchado al sur a pasar la semana». Él comprenderá. Sólo le supone reducir su estancia en esas tierras dos días. Se lo pido como un desconocido… que se dirige al oeste —pronunció con especial énfasis en las últimas palabras.

—¿Usted de dónde viene? —le pregunté.

—Del este. Y espero que le haga llegar el mensaje en la Plaza… por el bien de mi Madre, así como de la suya.

Los caballeros ingleses no se ven fácilmente conmovidos por la memoria de sus madres; no obstante, por ciertos motivos que quedarán completamente aclarados, consideré oportuno aceptar.

—La cuestión no es banal —dijo—; por eso le pido que lo haga… y ahora sé que puedo fiarme de que así será. Un vagón de segunda clase en la intersección de Marwar y un hombre pelirrojo dormido en su interior. Asegúrese de recordarlo. Yo me apeo en la próxima estación y deberé permanecer allí hasta que él llegue o hasta que me envíe lo que preciso.

—Le transmitiré el mensaje si lo encuentro —concedí—, y por el bien de su Madre, así como por el de la mía, le advertiré algo: no intente recorrer los estados centrales de la India en este momento como corresponsal del Backwoodsman. Hay uno verdadero por esta zona y le puede acarrear problemas.

—Gracias —dijo sencillamente—; ¿y cuándo se marchará ese canalla? No puedo permitir morirme de hambre porque me esté arruinando el trabajo. Quiero atrapar al rajá de Degumber por lo que hizo con la viuda de su padre y darle un buen susto.

—¿Qué fue lo que hizo con la viuda de su padre?

—La atiborró de guindillas y la mató a zapatillazos colgada de una viga. Lo he descubierto y soy el único hombre que se atrevería a internarse en ese estado para conseguir una mordida.

Intentarán envenenarme, igual que hicieron en Chortumna cuando fui allí a saquear. Pero ¿le transmitirá mi mensaje al hombre de la intersección de Marwar?

Mi compañero se apeó en una pequeña estación secundaria y yo quedé pensativo. Había oído en más de una ocasión historias de hombres que se hacían pasar por corresponsales de periódicos y extorsionaban a los pequeños estados nativos, amenazándolos con airear determinadas cuestiones, pero nunca antes me había encontrado con alguien de esta calaña. Soportan una vida dura y generalmente mueren con gran celeridad. Los estados nativos tienen un terror absoluto a los diarios ingleses, que pueden arrojar luz sobre sus peculiares métodos de gobierno, por lo que hacen cuanto pueden por ahogar a los corresponsales en champán o volverlos completamente locos con carros tirados por cuatro caballos. No entienden que a nadie le importa un bledo la administración interna de los estados nativos, siempre y cuando la opresión y la criminalidad se mantengan dentro de unos límites decentes y el gobernante no permanezca drogado, borracho o enfermo del primer al último mes del año. Los estados nativos fueron creados por la Providencia con el objetivo de facilitar paisajes pintorescos, tigres y cuentos fantásticos. Son los rincones oscuros de la Tierra, de una crueldad inimaginable, con un pie en el ferrocarril y el telégrafo y el otro en los días de Harún al-Rashid.

Cuando dejé el tren, entablé negocios con varios reyes y en ocho días se sucedieron numerosos cambios de vida. En ocasiones, vestía prendas de lujo y me asociaba con príncipes y políticos, utilizaba copas de fino cristal y cubiertos de plata. En otros momentos, quedaba en el suelo y devoraba lo que podía conseguir, en un plato que no era más que una torta de harina, mientras bebía de las fuentes y dormía bajo la misma manta que mi sirviente. Todo en un mismo día de trabajo.

Más tarde me dirigí hacia el Gran Desierto indio en la fecha acordada, tal y como había prometido, y el correo nocturno me depositó en la intersección de Marwar, donde un pequeño tren, peculiar, desenfadado y gestionado por nativos, comunica con Jodhpur. El Correo de Bombay que procede de Delhi realiza una corta parada en Marwar. Entró en la estación a la vez que yo y tuve el tiempo justo para correr hasta su andén y recorrer los vagones. Sólo había uno de segunda clase en el convoy. Bajé la ventanilla y observé una llameante barba pelirroja, medio oculta por una manta de viaje. Aquél era mi hombre, pero estaba profundamente dormido, por lo que lo sacudí con suavidad en las costillas. Se despertó con un gruñido y pude ver su rostro a la luz de las lamparillas. Era un rostro soberbio y brillante.

 

—¿El billete otra vez? —protestó.

—No. Estoy aquí para decirle que él se ha marchado al sur a pasar la semana. ¡Se ha marchado al sur a pasar la semana!

El tren comenzó a moverse. El hombre pelirrojo se frotó los ojos.

—Se ha marchado al sur a pasar la semana —repitió—. Vaya, muy propio de su insolencia. ¿Le dijo que yo le pagaría algo?… Porque no pienso hacerlo.

—No dijo nada de eso —respondí y quedé atrás.

Observé las luces rojas morir en la oscuridad. El frío era terrible porque el viento soplaba desde las dunas. Subí a mi tren (no a un vagón intermedio en esta ocasión) y me quedé dormido.

Si el hombre de la barba me hubiera entregado una rupia, la habría conservado como recuerdo de una historia bastante curiosa. Sin embargo, la conciencia de haber cumplido con mi obligación fue mi única recompensa.

Tiempo después pensé que dos caballeros como mis amigos no podían hacer ningún bien si se asociaban y se hacían pasar por corresponsales de periódicos. Podrían además, si desconcertaban uno de los pequeños estados trampa de India Central o del sur de Rajputana, meterse en serios problemas. Así pues, me esforcé en describirlos, tan fielmente como fui capaz de recordar, a personas que podían estar interesadas en deportarlos. Logré, así me informaron más adelante, que los hicieran dar media vuelta en las fronteras de Degumber.

Pasado un tiempo, me convertí en alguien respetable y regresé a una oficina en la que no había reyes ni otros incidentes que los propios de la manufactura diaria de un periódico. La redacción de un diario parece atraer a todo tipo imaginable de personas, para perjuicio de la disciplina: aparecen damas de las misiones Zenana y ruegan al editor que abandone de inmediato todas sus obligaciones para cubrir una entrega de premios cristianos en un suburbio oscuro de una localidad completamente inaccesible; coroneles que se han visto adelantados en las promociones militares toman asiento y esbozan una serie de diez, doce o veinticuatro artículos centrales en los que se analiza la prevalencia de la antigüedad sobre los méritos; misioneros desean saber por qué no se les ha permitido disfrutar del patronazgo especial que supone el anonimato de un editorial, para así poder variar sus estrategias habituales de abuso y maldición hacia un hermano de su misma orden; compañías teatrales perdidas entran en tropel para explicar que no pueden pagar sus anuncios, pero que a su regreso de Nueva Zelanda o Tahití lo harán con intereses; inventores de máquinas patentadas para agitar un abano, enganches para carros, espadas y ejes irrompibles aparecen con especificaciones técnicas en los bolsillos y horas y horas sin nada mejor que hacer; empresas del té entran y elaboran sus prospectos con las plumas de la oficina; secretarias de comités organizadores de bailes claman por tener las glorias de su último encuentro expuestas más extensamente; extrañas mujeres entran con su peculiar frufrú y dicen: «Quiero cien tarjetas de dama impresas. De inmediato, por favor», lo que es claramente parte de las obligaciones de un editor…; y todo rufián disoluto que jamás haya recorrido la Grand Trunk Road se detiene a pedir trabajo como corrector. Entretanto, en todo momento, el teléfono suena como loco, mueren asesinados reyes en el continente, los imperios dicen: «Y tú más», el primer ministro Gladstone arroja maldiciones sobre los dominios británicos y los chiquillos negros que hacen de copistas gimen «kaa-pi-chay-ha-yeh» («necesito una copia») como abejas agotadas, mientras que la mayor parte del papel permanece en blanco como el escudo de Mordred.

Pero esa es la parte divertida del año. Hay otros seis meses en los que jamás nadie realiza una visita y el termómetro avanza centímetro a centímetro hasta la cima del cristal, la oficina se sume en la oscuridad hasta el límite que permite leer, las prensas están al rojo vivo sin siquiera tocarlas y nadie escribe otra cosa que no sean crónicas de los entretenimientos en los centros vacacionales de montaña o notas necrológicas. En esos días, el teléfono se convierte en una pesadilla tintineante, pues habla de la repentina muerte de hombres y mujeres a los que uno conocía personalmente, y con la miliaria extendida por todo el cuerpo como una prenda de ropa, uno se sienta y escribe: «Las autoridades informan de un ligero incremento de las enfermedades en el distrito Khuda Janta Khan. El brote es meramente esporádico en su naturaleza y, gracias a los denodados esfuerzos de los responsables del distrito, está prácticamente controlado. No obstante, con gran pesar, hemos de comunicar la muerte de…».

Entonces la enfermedad se desata verdaderamente y cuanta menos información se ofrezca, mejor para la paz de los subscriptores. Pero los imperios y los reyes continúan entreteniéndose a su manera, de forma tan egoísta como siempre, y el jefe piensa que un diario debe realmente publicarse cada veinticuatro horas, mientras que toda la gente que está en las montañas, en plena diversión, dice: «¡Santo Cielo! ¿Por qué no puede el periódico tener algo más de chispa? Seguro que suceden montones de cosas aquí arriba».

Esta es la cara oscura de la luna y, como dicen los anuncios, «para poder apreciarlo, hay que vivirlo».

Fue en esta estación, una especialmente funesta, en la que el periódico comenzó a publicar su último número de la semana la noche del sábado, lo que en realidad significaba domingo por la mañana, siguiendo el modelo de un diario de Londres. Esta decisión resultó ser un gran alivio, puesto que en cuanto se cerraba la edición, el amanecer hacía descender la temperatura de los 36 a los 30 grados durante casi media hora, y en ese frescor (uno no sabe lo frescos que pueden llegar a ser 30 grados sobre la hierba hasta que comienza a rezar para que algo así suceda) un hombre verdaderamente cansado puede echarse a dormir antes de que el calor lo despierte.

Una noche de sábado fue mi placentera obligación cerrar la edición del periódico yo solo. Un rey, un cortesano, una cortesana o una comunidad iban a morir, a dotarse de una nueva constitución o a hacer algo que era importante en el otro extremo del mundo, por lo que la redacción debía permanecer abierta hasta el último minuto posible para poder recibir el telegrama a tiempo. Era una noche cerrada y oscura, tan sofocante como puede ser una noche de junio, y el loo, el viento abrasador proveniente del oeste, soplaba entre los resecos árboles y simulaba que la lluvia le pisaba los talones. De cuando en cuando, una pizca de agua casi hirviendo caía sobre el polvo como una rana que se desploma, pero todo nuestro agotado mundo sabía que aquello no era más que fingimiento. El cuarto de máquinas era ligeramente más fresco que la redacción, así que me senté allí, mientras el mecanógrafo tecleaba, los chotacabras ululaban en las ventanas y los cajistas, prácticamente desnudos, se secaban el sudor de la frente y pedían agua. Aquello que nos seguía retrasando, fuera lo que fuera, no terminaba de llegar, si bien el loo se calmó y el último tipo, la última letra, fue colocado y toda la tierra quedó inmóvil en el asfixiante calor, con un dedo en los labios, esperando el acontecimiento. Yo quedé adormilado y me pregunté si el telégrafo era realmente una bendición y si este hombre moribundo o esa gente luchadora eran conscientes de las molestias que la espera estaba causando. No había motivo especial, más allá del calor y de la preocupación del trabajo, que generara tensión; sin embargo, cuando las manijas del reloj reptaron hasta las tres en punto y las máquinas pusieron en marcha los volantes dos y tres veces para comprobar que todo estaba en orden, justo antes de que yo pronunciara las palabras que las pondrían en marcha, me vi capaz de romper a gritar.

Poco después, el rugido y el traqueteo de los rodillos rompió el silencio en pequeños pedazos. Me levanté para marcharme, pero dos hombres vestidos de blanco se colocaron frente a mí. El primero dijo:

—¡Es él!

—¡Sí que lo es! —señaló el segundo.

Los dos comenzaron a reírse de forma casi tan estridente como el rugido de la maquinaria y se secaron la frente.

—Vimos desde el otro lado de la calle que había una luz encendida. Nosotros estábamos durmiendo en esa cuneta de allí para estar más frescos, así que le comenté aquí a mi amigo: «La oficina está abierta. Vamos a acercarnos y a charlar con él, ya que nos hizo salir del estado de Degumber» —dijo el más pequeño de los dos.

Era el hombre con el que me había encontrado en el tren de Mhow; su amigo era el tipo de la barba pelirroja del intercambiador de Marwar. Las cejas de uno y la barba del otro no dejaban lugar a la duda.

No me alegró verlos; yo quería irme a dormir, no reñir con haraganes.

—¿Qué es lo que quieren?

—Media hora de conversación con usted en un sitio fresco y cómodo, en la oficina —respondió el hombre de la barba pelirroja—. Nos gustaría beber algo… El Contracto no ha comenzado todavía, Peachey, así que no hace falta que lo mires… Aunque lo que realmente queremos es consejo. No necesitamos dinero. Se lo pedimos como un favor, porque usted nos hizo una jugarreta con aquello de Degumber.

Los guie desde la sala de máquinas hasta la asfixiante oficina, decorada con mapas en las paredes, y el pelirrojo se frotó las manos.

—Bien y rebién —dijo—. Este es el sitio en el que estar. Ahora, caballero, permítame que le presente al hermano Peachey Carnehan, que es él, y al hermano Daniel Dravot, que soy yo, y cuanto menos digamos sobre nuestras profesiones, mejor, puesto que hemos sido casi de todo a lo largo de nuestras vidas: soldados, marinos, compositores, fotógrafos, correctores, predicadores callejeros y corresponsales del Backwoodsman cuando pensamos que el periódico necesitaba uno. Carnehan está sobrio y lo mismo se puede decir de mí. Mírenos primero y verá que es cierto. Esto evitará que me interrumpa. Tomaremos uno de sus puros cada uno y usted verá que los encendemos sin problemas.

Observé la prueba. Estaban absolutamente sobrios, así que ofrecí a cada uno un trago de whisky y soda recalentado.

—Perfecto —pronunció Carnehan, el de las cejas, limpiándose la espuma del bigote—. Déjame que hable yo ahora, Dan. Hemos recorrido toda la India, fundamentalmente a pie. Hemos sido mecánicos de calderas, maquinistas, pequeños contratistas y demás, y hemos decidido que la India no es lo suficientemente grande para gente como nosotros.

Sin duda, eran demasiado corpulentos para la oficina. Sentados a la gran mesa, la barba de Dravot parecía llenar media habitación y los hombros de Carnehan la otra mitad. Carnehan continuó:

—El país no está ni medio desarrollado, porque los que lo gobiernan no dejan que se le meta mano. Pasan todo el santo día gobernándolo y no se puede levantar una pala, hacer polvo una piedra, buscar petróleo ni nada por el estilo sin que el Gobierno salte: «Deja eso tranquilo y déjanos gobernar». Por tanto, siendo ésta la situación, dejaremos el país en paz y nos marcharemos a algún otro lugar donde un hombre no se vea siempre importunado y pueda hacerse valer. No somos chavales y no hay nada que temamos, excepto la Bebida, y para eso hemos firmado el Contracto. Así pues, nos marchamos a otro sitio para ser reyes.

—Reyes por derecho propio —murmuró Dravot.

—Sí, por supuesto —respondí—. Han estado vagando bajo el sol, y esta es una noche muy calurosa, ¿no preferirían conceder unas horas de sueño a esa idea? Vuelvan mañana.

—No estamos borrachos ni tenemos una insolación —intervino Dravot—. Le hemos concedido a esta idea las horas de sueño de medio año. Necesitamos libros y atlas porque hemos decidido que sólo existe un lugar en el mundo en el que dos hombres fuertes pueden hacer un Sar-a-whack. Lo llaman Kafiristán. Según mis cálculos, es la esquina superior derecha de Afganistán, a no más de quinientos kilómetros de Peshawar. Allí tienen treinta y dos ídolos paganos. Nosotros seremos el treinta y tres. Es un país montañoso y las mujeres de aquellos lugares son muy bonitas.

—Pero eso está estrictamente prohibido por el Contracto —lo interrumpió Carnehan—. Ni Mujeres ni Alcohol, Daniel.

—Y eso es todo lo que sabemos, excepto que nadie ha ido hasta allí y que se pelean, y en cualquier lugar donde la gente se pelea, un hombre que sepa cómo entrenar soldados puede siempre ser rey. Tenemos que ir a esas regiones y decirle a cualquier rey que nos encontremos: «¿Quieres derrotar a tus enemigos?», y le enseñaremos cómo entrenar a los hombres, puesto que conocemos la preparación militar mejor que ninguna otra cosa. Luego derrocaremos a ese rey, nos haremos con el trono y estableceremos una dinastía.

 

—Acabarán hechos trizas antes de que hayan logrado avanzar cien kilómetros más allá de la frontera —repuse yo—. Tendrán que atravesar Afganistán para llegar a ese país. Afganistán es una concentración de montañas, picos y glaciares que ningún inglés ha logrado cruzar. Las gentes allí son completas bestias e, incluso si llegaran hasta ellos, nada podrían hacer.

—Mucho mejor así —dijo Carnehan—. Si pudiera usted considerarnos un tanto más locos, se lo agradeceríamos aún más. Hemos venido hasta usted para conocer cosas sobre este país, para leer un libro al respecto y para mirar los mapas. Queremos que nos diga que estamos chalados y que nos enseñe sus libros —pronunció girándose hacia la estantería.

—¿Hablan mínimamente en serio? —pregunté.

—Un poco —respondió Dravot amablemente—. Necesitamos un mapa tan grande como sea posible, incluso si está completamente en blanco en la zona de Kafiristán, y todos los libros que tenga. Sabemos leer, aunque no hayamos estudiado mucho.

Saqué de su funda el gigantesco mapa de la India, a una escala de veinte kilómetros por centímetro, y otros dos más pequeños de las zonas fronterizas, les entregué el tomo INF-KAN de la Enciclopedia Británica y los hombres se dispusieron a consultarlos.

—¡Mire aquí! —exclamó Dravot con el pulgar sobre el mapa—. Hasta Jagdalak, Peachey y yo sabemos el camino. Estuvimos allí con el ejército de Roberts. Tendremos que girar a la derecha en Jagdalak a través del territorio de Laghman. Luego nos metemos en las montañas…, cuatro mil metros…, cuatro mil quinientos…, va a hacer un buen frío allí, pero no parece que esté demasiado lejos en el mapa.

Le entregué el texto de Wood sobre el nacimiento del Oxus. Carnehan estaba sumido en la Enciclopedia.

—Son una gente bastante mezclada —dijo reflexivo Dravot—, pero de nada nos servirá saber los nombres de las tribus. Cuantas más tribus, más se pelearán, y mejor para nosotros. De Jagdalak a Alishang… ¡mmm!

—La información sobre el país es de lo más incompleta e inexacta —protesté yo—. Nadie sabe nada sobre esto en realidad. Aquí está el archivo del Instituto de Servicios de la Unión. Lean lo que dice Bellew.

—¡Que le den a Bellew! —exclamó Carnehan—. Dan, son un montón de bárbaros a más no poder, pero este libro dice que piensan que están emparentados con nosotros, con los ingleses.

Yo fumaba mientras los hombres se volcaban sobre Raverty, Wood, los mapas y la Enciclopedia.

—No tiene sentido que nos siga esperando —pronunció educadamente Dravot—. Son ya sobre las cuatro. Si usted quiere irse a dormir, nosotros nos iremos antes de las seis y no le robaremos ninguno de los documentos. No siga ahí de pie. Somos dos lunáticos inofensivos y si mañana por la tarde se acerca al caravasar, podremos despedirnos de usted.

—Ustedes no son más que dos locos —exclamé—. Los harán dar media vuelta en la frontera o acabarán hechos pedazos en cuanto pongan pie en Afganistán. ¿Quieren dinero o alguna recomendación para las regiones del interior? Puedo ayudarlos a conseguir un trabajo la semana próxima.

—La próxima semana nosotros ya estaremos bien cargados de trabajo, gracias —respondió Dravot—. No es tan fácil ser rey como parece. Cuando tengamos nuestro reino en debido orden, se lo haremos saber y podrá usted venir y ayudarnos a gobernarlo.

—¿Harían dos lunáticos un contracto como este? —intervino Carnehan con un tenue orgullo y mostrándome media página de papel grasiento en la que estaba escrito lo siguiente (lo copié, en ese mismo momento, a modo de curiosidad):

«Este Contracto entre tú y yo, testigos en el nombre de Dios…, amén y todo eso.

»(Uno): Que tú y yo resolveremos esta cuestión juntos; esto es, ser reyes de Kafiristán.

»(Dos): Que tú y yo, mientras no se resuelva esta cuestión, no pondremos ojo en gota alguna de Alcohol ni Mujer, sea negra, blanca o morena, para evitar mezclarnos de mala manera con lo uno o lo otro.

»(Tres): Que ambos nos comportaremos con Dignidad y Discreción, y si uno de los dos tuviera problemas, el otro se quedará a su lado.

»Firmado por tú y yo este día.

Peachey Taliaferro Carnehan

Daniel Dravot.

Caballeros Independientes los Dos.

—No había necesidad del último artículo —dijo Carnehan sonrojándose con modestia—, pero parece lo habitual. Ahora ya sabe qué tipo de hombres son estos haraganes… Somos haraganes, Dan, lo somos hasta que salgamos de la India… Porque ¿cree usted que podríamos firmar un contracto como este si no fuera en serio? ¡Hemos dejado a un lado las dos cosas que hacen que merezca la pena vivir!

—No disfrutarán de sus vidas mucho más si tratan de llevar adelante esta estúpida aventura. No le prendan fuego a la oficina —les pedí— y márchense antes de las nueve.

Los dejé aún inclinados sobre los mapas y tomando notas en el reverso del «Contracto».

—Acuérdese de venir al caravasar mañana —fueron sus palabras de despedida.

El caravasar de Kumharsen es el gran pozo de humanidad de cuatro cuadras donde las caravanas de camellos y caballos del norte cargan y descargan. Allí pueden encontrarse todas las nacionalidades de Asia Central, así como la mayor parte de las gentes de la propia India. Balkh y Bujará se encuentran allí con Bengala y Bombay, dispuestas a sacarse los dientes regateando. Se pueden comprar ponis, turquesas, gatitos persas, alforjas, almizcle y ovejas de grandes cuartos traseros en el caravasar de Kumharsen, así como conseguir muchas cosas extrañas a cambio de nada. Por la tarde, me acerqué hasta allí para ver si mis amigos tenían intención de mantener su palabra o estarían borrachos, tirados por el suelo.

Un predicador vestido con pedazos de cintas y harapos se plantó ante mí con paso airado, sacudiendo con seriedad un molinete de papel. Tras él se encontraba su sirviente, inclinado bajo el peso de un cajón repleto de juguetes de barro. Estaban cargando dos camellos y los residentes del caravasar los observaban entre risas y alaridos.

—El tipo este está loco —me dijo un negociante de caballos—. Va a subir hasta Kabul para venderle juguetes al emir. O bien lo colmarán de honores o acabará con la cabeza cortada. Ha llegado esta mañana y se lleva comportando como un tarado desde entonces.

—Los tontos están bajo la protección de Dios —tartamudeó un uzbeko de mejillas planas que sólo chapurreaba el hindi—. Pueden predecir el futuro.

—¡Pues ya podría haber predicho que mi caravana sería interceptada por los shinwari cuando casi estábamos a las puertas del Paso! —gruñó el agente yusufzai de una casa comercial de Rajputana cuya mercancía había sido desviada por medios ilegales hacia las manos de otros ladrones justo al otro lado de la frontera. La desgracia del agente alimentaba las burlas del bazar—. Eh, predicador, ¿de dónde viene y adónde va?

—De Rum he venido —gritó haciendo revolear su molinete—, de Rum, ¡impulsado por el aliento de cien demonios a lo largo del mar! ¡Ah, ladrones, asaltadores, embusteros, la bendición de Pir Khan sea sobre cerdos, perros y perjuros! ¿Quién llevará al Protegido de Dios al norte para vender al emir prodigios que nunca descansan? Los camellos no se irritarán, los hijos no caerán enfermos y las esposas permanecerán fieles mientras estén de viaje aquellos que me den un lugar en su caravana. ¿Quién me asistirá para azotar al rey de los rus con una zapatilla de oro con tacón de plata? ¡Pir Khan bendiga sus esfuerzos!

Se abrió los faldones de la gabardina y pirueteó entre las hileras de caballos amarrados.