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100 Clásicos de la Literatura

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También sombríos nuestros corazones, oh amor, reposarán y fríos,

Como su triste corazón reposa,

Bajo las ortigas grises como la luna, la tierra negra

Y la lluvia murmurante.

TUTTO È SCIOLTO

Cielo sin pájaros, crepúsculo marino, una estrella solitaria

Horada el Occidente,

Como tú, corazón mío, recuerdas, tan vago, tan distante

El tiempo del amor.

La tierna mirada de los ojos claros y jóvenes, la cándida frente,

El fragante cabello,

Descendiendo como a través del silencio desciende ahora

El crepúsculo desde el aire.

¿Por qué pues, al recordar aquellas tímidas

Y dulces tentaciones, te afliges

Cuando el dulce amor que ella entregaba con un suspiro

Era casi tuyo?

EN LA PLAYA DE FONTANA

El viento gime y gimen los guijarros,

Las desvencijadas estacas del embarcadero se quejan;

Un mar caduco cuenta cada una

De las piedras que el limo platea.

Del viento quejumbroso y del gélido

Mar grisáceo yo lo abrigo

Y acaricio su delicado y tembloroso hombro

Y su brazo adolescente.

A nuestro alrededor el miedo; desciende

La oscuridad del temor sobre nosotros

Y en mi corazón ¡cuán profundo y duradero

Pesar de amor!

HIERBAS

O bella bionda

Sei come l’onda!

Con fresco rocío dulce y con tenue esplendor

La luna teje una trama de silencio

En el plácido jardín donde una niña

Recoge simples hojas de verdura.

El rocío lunar tachona de estrellas su pelo descendente

Y la luz de la luna su joven frente besa

Y, al tiempo que recoge, entona este cantar:

¡Hermosa como la ola es, hermosa eres tú!

Oído mío, te lo ruego, sé indiferente

Y protégeme de su infantil canturreo

Y tú mi corazón, resguárdate de ella,

De quien recoge las hierbas de la luna.

RIADA

Oro pardo sobre la riada ahíta

Los racimos de rocosa vid se elevan y cimbrean.

Inmensas alas cobijan las aguas relucientes

De un día hosco.

Un derroche despiadado de aguas

Agita y eleva su cabellera de maleza

Allá donde el día absorto desliza fijamente su mirada sobre el mar

Con lánguido desdén.

Alzaos y agitad, oh vides doradas,

Vuestros frutos apiñados a la copiosa riada del amor.

Reluciente e inmensa y cruel, tal cual es

Tu incertidumbre.

NOCTURNO

Desvaídas en la oscuridad

Las pálidas estrellas sus antorchas

Ondean embozadas.

Ascuas fantasmales desde los remotos confines celestiales iluminan

Arcos sobre arcos ascendentes,

La lóbrega bóveda de la noche, lóbrega como el pecado.

Los serafines,

Las extraviadas huestes despiertan

Para el culto, hasta que

En la oscuridad sin luna cada uno decae enmudecido, confuso,

Cuando ella ha alzado y agitado

Su incensario.

Y prolongada y ruidosamente,

A la bóveda nocturnal que se yergue,

Una campana de estrellas dobla a muerto

Mientras el sombrío incienso surge ondulándose de nube en nube

Hacia el vacío, desde el devoto

Yermo de las almas.

SEÑERO

Las lunares redecillas de oro grisáceo

Transforman toda la noche en un velo,

Los faroles que bordean el lago dormido

Arrastran zarcillos de cítiso.

Los taimados junquillos susurran a la noche

Un nombre —su nombre—

Y toda mi alma es un deleite,

Un deliquio de vergüenza.

RECUERDO DE LOS COMEDIANTES EN UN ESPEJO A MEDIA NOCHE

Sus bocas forman el lenguaje del amor. Rechinad

Los trece dientes

Con los que hacen muecas vuestras enjutas quijadas. Fustigad

Vuestro anhelo y vuestro apocamiento, desnudo deseo de la carne.

Vuestro aliento amoroso está rancio, sea hablado o cantado,

Tan agrio como resuello de gato,

Bronco de lengua.

Este gris que mira con descaro

No miente, escueta piel y huesos.

Que los grasientos labios abandonen su besuqueo. Nadie

La escogerá tal cual la veis para hocicarla.

Al horrible apetito ya le ha llegado su hora.

Arrancaos el corazón, sangre salobre, fruto de las lágrimas,

¡Arrancáoslo y devoradlo!

BAHNHOFSTRASSE

Los ojos que me escarnecen señalan el camino

Por donde transcurro al declinar el día,

Camino gris, sus cárdenos mojones son

La estrella ensortijada que acude a su cita.

¡Ay estrella del mal! ¡estrella del dolor!

La animosa juventud no volverá otra vez

Y aún me falta la sabiduría del corazón anciano para conocer

Las huellas que me afrentan a mi paso.

ORACIÓN

¡Otra vez!

¡Ven, dame, ríndeme toda tu fortaleza!

Desde lejos una débil voz exhala, sobre el entendimiento que se quiebra,

Su cruel serenidad, la desgracia de la sumisión,

Mitigando su pavor como si fuera predestinada a un alma.

¡Desiste, sigiloso amor! ¡Mi sino!

Ciégame con tu oscura cercanía, ¡Oh ten compasión, amado enemigo de mi voluntad!

No oso soportar el gélido contacto que me horroriza.

¡No ceses de arrebatarme

Mi lánguida existencia! Inclínate más sobre mí, cabeza amenazante,

Ufano de mi ruina, recordando, apiadándote

De quién es, de quién fue.

¡Otra vez!

Juntos, envueltos por la noche, yacían sobre la tierra.

Yo escucho en la distancia su débil voz exhalando sobre mi entendimiento que se quiebra

¡Ven! Me doblego. Inclínate más sobre mí. Aquí estoy.

¡Subyugador, no me abandones! ¡Tan sólo júbilo, tan sólo angustia!

¡Tómame, sálvame, consuélame, oh perdóname!

****

OTROS POEMAS

EL SANTO OFICIO

Yo mismo me impondré a mí mismo

Este nombre: Catarsis-Purgante.

Yo, que abandoné estilos sórdidos

Para atenerme a la gramática de los poetas,

Difundiendo en la taberna y en el burdel

La ciencia del ingenioso Aristóteles,

No sea que los bardos marren el intento

Debo ser aquí mi propio intérprete:

Por lo cual recibid ahora de mis labios

Sapiencia peripatética.

Para entrar en el cielo, viajar por el infierno,

Ser compasivo o terrible

Se requiere sin la menor duda el amparo

De las indulgencias plenarias.

Ya que cada místico de nacimiento

Es un Dante sin sus prejuicios,

Quien a salvo desde la chimenea, sin dar la cara,

Se expone a una heterodoxia radical,

Como quien halla placer en la mesa

Considerando las incomodidades.

Rigiendo la vida por sentido común

¿Cómo evitar ser vehementes?

Mas no debo ser considerado miembro

De tal compañía de farsantes…

Junto con quien se apresura a mitigar

Las liviandades de sus damas veleidosas

Mientras que ellas lo consuelan cuando gimotea

Con orlas célticas repujadas en oro…

O con quien, sereno todo el día,

En su pieza teatral introduce invectivas…

O con quien su proceder «parece mostrar»

Preferencia por hombres de «buen tono»…

O con quien sirve de andrajoso remiendo

A los millonarios de Hazelpatch

Mas llorando después de la Santa Cuaresma

Confiesa todo su pasado de pagano…

O con quien no se ha de descubrir

Ni ante el whisky ni ante el crucifijo

Si no es para mostrar a todo el mundo cuán mal vestida va

Su eminente nobleza castellana…

O con quien adora a su Mentor querido…

O con quien apura con temor su pinta…

O con quien arrebujado en su lecho

Vio una vez a Jesucristo sin cabeza

Y puso un gran empeño en recuperarnos

Las obras de Esquilo largo tiempo extraviadas.

Mas todos éstos de quienes hablo

Me convierten en la cloaca de su cenáculo.

Para que puedan soñar sus fantasías ideales

Yo evacúo sus inmundas corrientes

Así les puedo prestar tal servicio

Por culpa del cual perdí mi diadema,

Este servicio por el que la Santa Abuela Iglesia

Me dejó cruelmente en la estacada.

Así aligero sus culos timoratos

Cumpliendo con mi oficio de Catarsis.

Mi color escarlata los deja a ellos blancos como la lana:

Gracias a mí purgan sus panzas atestadas.

Para todas estas bien avenidas farsantes

Hago el papel de vicario general

Y a cada doncella turbada y nerviosa

Presto el mismo amable servicio.

Ya que al descubrir sin ninguna sorpresa

Esa hermosura umbría en sus ojos,

El «no me atrevo» de su dulce doncellez

Que responde a mi depravado «quisiera».

Siempre que en público nos encontramos

No parece pensar en tal asunto;

Mas por la noche cuando se acuesta a mi lado

Y percibe mi mano en su entrepierna

 

Mi dulce bien con su ligero atuendo

Experimenta el tierno ardor que es el deseo.

Pero la Codicia proscribe

Los usos del Leviatán

Y este espíritu sublime por siempre guerrea

Con los incontables siervos de la Codicia

Aunque nunca puedan verse libres

De sus gabelas de desprecio.

A respetable distancia me vuelvo a observar

Los vacilantes andares de esta abigarrada cuadrilla,

De estas almas que odian la reciedumbre del acero

Que la mía adquirió en la escuela del viejo Tomás de Aquino.

Donde ellos se han agachado, han andado a gatas y han rezado,

Yo me yergo, dueño de mi destino, sin temor,

Sin compañeros, sin amigos, en solitario,

Indiferente como una raspa de arenque,

Firme como una cordillera montañosa en donde

Saco a relucir mi cornamenta al aire.

Que así sigan, pues así conviene

Para que se mantenga el equilibrio.

Aunque hasta la tumba forcejeen,

Mi espíritu nunca lo habrán de dominar

Ni lograrán mi alma vincular a las suyas

Hasta que el Mahamanvantara expire:

Y aunque a coces me echen de su puerta

Mi alma los despreciará por los siglos de los siglos.

GAS DE UN QUEMADOR

Señoras y señores, aquí están reunidos

Para saber por qué la tierra y los cielos han temblado

A causa de las sombrías y siniestras mañas

De un escritor irlandés en tierras extranjeras.

Me envió un libro hace diez años:

Lo leí unas cien veces,

Del derecho, del revés, por arriba, por abajo,

De lejos y de cerca.

Lo imprimí todo hasta la última palabra

Mas con la gracia de Dios

Las tinieblas de mi mente se rasgaron

Y entreví el vil propósito del autor.

Pero tengo un deber para con Irlanda:

Guardo su honor en mis manos,

Tierra de encanto que siempre mandó

A sus escritores y artistas al destierro

Y con espíritu de chanza irlandesa

Traicionó a sus caudillos uno por uno.

Fue el humor irlandés, húmedo y seco,

El que arrojó cal viva a los ojos de Parnell;

Son los cerebros irlandeses los que salvan de la ruina

La barcaza que hace agua del obispo de Roma

Pues todos saben que el Papa no puede eructar

Sin el permiso de Billy Walsh.

¡Oh Irlanda mi primero y único amor

Donde Cristo y César uña y carne son!

¡Oh tierra de encanto donde el trébol crece!

(Permítanme, señoras, que me suene)

Os manifiesto, sin que me importen un pito vuestras censuras,

Que imprimí los poemas de Mountainy Mutton

Y una obra teatral que escribió (la habéis leído, seguro)

Donde se dice «bastardo», «bujarrón» y «ramera»,

Y otra pieza sobre la Palabra y San Pablo

Y sobre algunas piernas de mujer que recordar no puedo,

Escrita por Moore, caballero auténtico,

Que vive de sus rentas con el diez por ciento.

Imprimí libros místicos a docenas,

Imprimí el breviario de Cousins

Aunque (les ruego me perdonen) tales versos

Provocarían acidez en sus traseros.

Imprimí folclore del norte y del sur

De Gregory la de la Boca Dorada.

Imprimí poetas tristes, tontos y solemnes.

Imprimí a Patrick Cómo-se-llame.

Imprimí al gran John Milicent Synge

Que se remonta sobre un ala angélica

Con la camisola del aventurero que tomó como botín

De la bolsa de viajante del gerente de Maunsel.

Mas nada quiero saber de ese condenado sujeto

Que anduvo por aquí vestido de amarillo austriaco,

Declamando italiano por horas

A O’Leary Curtis y John Wyse Power

Y escribiendo de Dublín, sucia y querida,

De tal forma que ningún impresor, ni aun africano, lo toleraría.

¡Mierda y cebollas! ¿Pensáis que imprimiré

Los nombres del monumento a Wellington,

Sidney Parade y el tranvía de Sandymount,

La pastelería de Downes y la confitura de Williams?

¡Que me condene si lo hago… que al fuego me condene!

¡Hablar de los Topónimos irlandeses!

Me asombra, por mi alma,

Que el autor olvidase mencionar Curly’s Hole.

No, señoras, mi imprenta no tomará parte

En libelo tan burdo contra mi madrastra Erin.

Me apiado de los pobres: he aquí la razón por la que empleé

A un escocés pelirrojo para que me lleve las cuentas.

¡Pobre hermana Escocia! Su sino es horrible.

Ya no encuentra más Estuardos que vender.

Mi conciencia es pura como la seda china,

Mi corazón es blando como la manteca.

Colm les podrá decir que hice una rebaja

De cien libras en el presupuesto

Que le anticipé para su Revista irlandesa.

Amo a mi país: ¡Lo juro por los arenques!

Ojalá pudierais ver cómo lloro

Cuando pienso en los trenes y barcos de emigrantes.

Por eso publiqué a los cuatro vientos

Mi guía de ferrocarriles del todo ilegible.

En el vestíbulo de mi institución impresora

La pobre aunque digna prostituta

Practica la lucha libre cada noche

Con su artillero británico de ajustados pantalones

Y el forastero aprende el don de la charla

De la ebria y roñosa ramera dublinesa.

¿Quién fue el que dijo: No resistáis al mal?

He de quemar ese libro con la ayuda del diablo.

Entonaré un salvo mientras lo veo arder

Y guardaré las cenizas en una urna de una sola asa.

Haré penitencia con pedos y gemidos

De hinojos sobre mis rodillas.

Esta próxima cuaresma descubriré

Mis nalgas penitentes al aire

Y sollozando junto a mi imprenta

Mi horroroso pecado confesaré.

Mi capataz irlandés de Bannockburn

Hundirá su diestra en la urna

Y su devoto pulgar estampará una cruz

Memento homo sobre mi trasero.

ECCE PUER

Del oscuro pasado

Nace un niño;

De gozo y de pesar

Mi corazón se desgarra.

Tranquila en su cuna

La vida yace.

¡Que el amor y la piedad

Abran sus ojos!

Joven vida se exhala

Sobre el cristal;

El mundo que no era

Se llena de existencia.

Un niño duerme:

Un anciano ha partido.

¡Oh padre abandonado

Perdona a tu hijo!

Fundamentación de la metafísica de las costumbres

Immanuel Kant

Prólogo

La antigua filosofía griega dividíase en tres ciencias: la física, la ética y la lógica. Esta división es perfectamente adecuada a la naturaleza de la cosa y nada hay que corregir en ella; pero convendrá quizá añadir el principio en que se funda, para cerciorarse así de que efectivamente es completa y poder determinar exactamente las necesarias subdivisiones.

Todo conocimiento racional, o es material y considera algún objeto, o es formal y se ocupa tan sólo de la forma del entendimiento y de la razón misma, y de las reglas universales del pensar en general, sin distinción de objetos. La filosofía formal se llama lógica; la filosofía material, empero, que tiene referencia a determinados objetos y a las leyes a que éstos están sometidos, se divide a su vez en dos. Porque las leyes son, o leyes de la naturaleza, o leyes de la libertad. La ciencia de las primeras llámase física; la de las segundas, ética; aquélla también suele llamarse teoría de la naturaleza, y ésta, teoría de las costumbres.

La lógica no puede tener una parte empírica, es decir, una parte en que las leyes universales y necesarias del pensar descansen en fundamentos que hayan sido derivados de la experiencia, pues de lo contrario, no sería lógica, es decir, un canon para el entendimiento o para la razón, que vale para todo pensar y debe ser demostrado. En cambio, tanto la filosofía natural, como la filosofía moral, pueden tener cada una su parte empírica, porque aquélla debe determinar las leyes de la naturaleza como un objeto de la experiencia, y ésta, las de la voluntad del hombre, en cuanto el hombre es afectado por la naturaleza; las primeras considerándolas como leyes por las cuales todo sucede, y las segundas, como leyes según las cuales todo debe suceder, aunque, sin embargo, se examinen las condiciones por las cuales muchas veces ello no sucede.

Puede llamarse empírica toda filosofía que arraiga en fundamentos de la experiencia; pero la que presenta sus teorías derivándolas exclusivamente de principios a priori, se llama filosofía pura. Esta última, cuando es meramente formal, se llama lógica; pero si se limita a determinados objetos del entendimiento, se llama entonces metafísica.

De esta manera se origina la idea de una doble metafísica, una metafísica de la naturaleza y una metafísica de las costumbres. La física, pues, tendrá su parte empírica, pero también una parte racional; la ética igualmente, aun cuando aquí la parte empírica podría llamarse especialmente antropología práctica, y la parte racional, propiamente moral.

Todas las industrias, oficios y artes han ganado mucho con la división del trabajo; por lo cual no lo hace todo una sola persona, sino que cada sujeto se limita a cierto trabajo, que se distingue notablemente de otros por su modo de verificarse para poderlo realizar con la mayor perfección y mucha más facilidad. Donde las labores no están así diferenciadas y divididas, donde cada hombre es un artífice universal, allí yacen los oficios aún en la mayor barbarie.

No sería ciertamente un objeto indigno de consideración el preguntarse si la filosofía pura, en todas sus partes, no exige para cada una un investigador especial, y si no sería mejor, para el conjunto del oficio científico, el dirigirse a todos esos que, de conformidad con el gusto del público, se han ido acostumbrando a venderle una mezcla de lo empírico con lo racional, en proporciones de toda laya, desconocidas aun para ellos mismos; a esos que se llaman pensadores independientes, como asimismo a esos otros que se limitan a aderezar simplemente la parte racional y se llaman soñadores; dirigirse a ellos, digo, y advertirles que no deben despachar a la vez dos asuntos harto diferentes en la manera de ser tratados, cada uno de los cuales exige quizá un talento peculiar y cuya reunión en una misma persona sólo puede producir obras mediocres y sin valor. Pero he de limitarme a preguntar aquí si la naturaleza misma de la ciencia no requiere que se separe siempre cuidadosamente la parte empírica de la parte racional y, antes de la física propiamente dicha (la empírica), se exponga una metafísica de la naturaleza, como asimismo antes de la antropología práctica se exponga una metafísica de las costumbres; ambas metafísicas deberán estar cuidadosamente purificadas de todo lo empírico, y esa previa investigación nos daría a conocer lo que la razón pura en ambos casos puede por sí sola construir y de qué fuentes toma esa en enseñanza a priori. Este asunto, por lo demás, puede ser tratado por todos los moralistas -cuyo número es legión- o sólo por algunos que sientan vocación para ello.

Como mi propósito aquí se endereza tan sólo a la filosofía moral, circunscribiré la precitada pregunta a los términos siguientes: ¿No se cree que es de la más urgente necesidad el elaborar por fin una filosofía moral pura, que esté enteramente limpia de todo cuanto pueda ser empírico y perteneciente a la antropología? Que tiene que haber una filosofía moral semejante se advierte con evidencia por la idea común del deber y de las leyes morales. Todo el mundo ha de confesar que una ley, para valer moralmente, esto es, como fundamento de una obligación, tiene que llevar consigo una necesidad absoluta; que el mandato siguiente: no debes mentir, no tiene su validez limitada a los hombres, como si otros seres racionales pudieran desentenderse de él, y asimismo las demás leyes propiamente morales; que, por lo tanto, el fundamento de la obligación no debe buscarse en la naturaleza del hombre o en las circunstancias del universo en que el hombre está puesto, sino a priori exclusivamente en conceptos de la razón pura, y que cualquier otro precepto que se funde en principios de la mera experiencia, incluso un precepto que, siendo universal en cierto respecto, se asiente en fundamentos empíricos, aunque no fuese más que en una mínima parte, acaso tan sólo por un motivo de determinación, podrá llamarse una regla práctica, pero nunca una ley moral.

 

Así, pues, las leyes morales, con sus principios, diferéncianse, en el conocimiento práctico, de cualquier otro que contenga algo empírico; y esa diferencia no sólo es esencial, sino que la filosofía moral toda descansa enteramente sobre su parte pura, y, cuando es aplicada al hombre, no aprovecha lo más mínimo del conocimiento del mismo -antropología-, sino que le da, como a ser racional, leyes a priori. Estas leyes requieren ciertamente un Juicio bien templado y acerado por la experiencia para saber distinguir en qué casos tienen aplicación y en cuáles no, y para procurarles acogida en la voluntad del hombre y energía para su realización; pues el hombre, afectado por tantas inclinaciones, aunque es capaz de concebir la idea de una razón pura práctica, no puede tan fácilmente hacerla eficaz in concreto en el curso de su vida.

Una metafísica de las costumbres es, pues, indispensable, necesaria, y lo es, no sólo por razones de orden especulativo para descubrir el origen de los principios prácticos que están a priori en nuestra razón, sino porque las costumbres mismas están expuestas a toda suerte de corrupciones, mientras falte ese hilo conductor y norma suprema de su exacto enjuiciamiento. Porque lo que debe ser moralmente bueno no basta que sea conforme a la ley moral, sino que tiene que suceder por la ley moral; de lo contrario, esa conformidad será muy contingente e incierta, porque el fundamento inmoral producirá a veces acciones conformes a la ley, aun cuando más a menudo las produzca contrarias. Ahora bien; la ley moral, en su pureza y legítima esencia -que es lo que más importa en lo práctico-, no puede buscarse más que en una filosofía pura; esta metafísica deberá, pues, preceder, y sin ella no podrá haber filosofía moral ninguna, y aquella filosofía que mezcla esos principios puros con los empíricos no merece el nombre de filosofía -pues lo que precisamente distingue a ésta del conocimiento vulgar de la razón es que la filosofía expone en ciencias separadas lo que el conocimiento vulgar concibe sólo mezclado y confundido-, y mucho menos aún el de filosofía moral, porque justamente con esa mezcla de los principios menoscaba la pureza de las costumbres y labora en contra de su propio fin.

Y no se piense que lo que aquí pedimos sea algo de lo que tenemos ya en la propedéutica, que el célebre Wolff antepuso a su filosofía moral, a saber: esa que él llamó filosofía práctica universal, el camino que hemos de emprender es totalmente nuevo. Precisamente porque la de Wolff debía ser una filosofía práctica universal, no hubo de tomar en consideración una voluntad de especie particular, por ejemplo, una voluntad que no se determinase por ningún motivo empírico y sí sólo y enteramente por principios a priori, una voluntad que pudiera llamarse pura, sino que consideró el querer en general, con todas las acciones y condiciones que en tal significación universal le corresponden, y eso distingue su filosofía práctica universal de una metafísica de las costumbres, del mismo modo que la lógica universal se distingue de la filosofía trascendental, exponiendo aquélla las acciones y reglas del pensar en general, mientras que ésta expone sólo las particulares acciones y reglas del pensar puro, es decir, del pensar por el cual son conocidos objetos enteramente a priori. Pues la metafísica de las costumbres debe investigar la idea y los principios de una voluntad pura posible, y no las acciones y condiciones del querer humano en general, las cuales, en su mayor parte, se toman de la psicología. Y el hecho de que en la filosofía práctica universal se hable -contra toda licitud- de leyes morales y de deber, no constituye objeción contra mis afirmaciones, pues los autores de esa ciencia permanecen en eso fieles a la idea que tienen de la misma; no distinguen los motivos que, como tales, son representados enteramente a priori sólo por el entendimiento, y que son los propiamente morales, de aquellos otros motivos empíricos que el entendimiento, comparando las experiencias, eleva a conceptos universales; y consideran unos y otros, sin atender a la diferencia de sus orígenes, solamente según su mayor o menor suma -estimándolos todos por igual-, y de esa suerte se hacen su concepto de obligación, que desde luego es todo lo que se quiera menos un concepto moral, y resulta constituido tal y como podía pedírsele a una filosofía que no juzga sobre el origen de todos los conceptos prácticos posibles, tengan lugar a priori o a posteriori.

Mas, proponiéndome yo dar al público muy pronto una metafísica de las costumbres, empiezo por publicar esta Fundamentación. En verdad, no hay para tal metafísica otro fundamento, propiamente, que la crítica de una razón pura práctica, del mismo modo que para la metafísica [de la naturaleza] no hay otro fundamento que la ya publicada crítica de la razón pura especulativa. Pero aquélla no es de tan extrema necesidad como ésta, porque la razón humana, en lo moral, aun en el más vulgar entendimiento, puede ser fácilmente conducida a mayor exactitud y precisión; mientras que en el uso teórico, pero puro, es enteramente dialéctica. Además, para la crítica de una razón pura práctica exigiría yo, si ha de ser completa, poder presentar su unidad con la especulativa, en un principio común a ambas, porque al fin y al cabo no pueden ser más que una y la misma razón, que tienen que distinguirse sólo en la aplicación. Pero no podría en esto llegar todavía a ser lo completo que es preciso ser, sin entrar en consideraciones de muy distinta especie y confundir al lector. Por todo lo cual, en lugar de Crítica de la razón pura práctica, empleo el nombre de Fundamentación de la metafísica de las costumbres.

En tercer lugar, como una metafísica de las costumbres, a pesar del título atemorizador, es capaz de llegar a un grado notable de popularidad y acomodamiento al entendimiento vulgar, me ha parecido útil separar de ella la presente elaboración de los fundamentos, para no tener que introducir más tarde, en teorías más fáciles de entender, las sutilezas que en estos fundamentos son inevitables.

Sin embargo, la presente fundamentación no es más que la investigación y asiento del principio supremo de la moralidad, que constituye un asunto aislado, completo en su propósito, y que ha de separarse de cualquier otra investigación moral. Ciertamente que mis afirmaciones sobre esa cuestión principal importantísima, y hasta hoy no dilucidada, ni con mucho, satisfactoriamente, ganarían en claridad aplicando el mismo principio al sistema todo y obtendrían notable confirmación haciendo ver cómo en todos los puntos se revelan suficientes y aplicables; pero tuve que renunciar a tal ventaja, que en el fondo sería más de amor propio que de general utilidad, porque la facilidad en el uso y la aparente suficiencia de un principio no dan una prueba enteramente segura de su exactitud; más bien, por el contrario, despierta cierta sospecha de parcialidad el no investigarlo por sí mismo sin atender a las consecuencias, y pesarlo con todo rigor.

Me parece haber elegido en este escrito el método más adecuado, que es el de pasar analíticamente del conocimiento vulgar a la determinación del principio supremo del mismo, y luego volver sintéticamente de la comprobación de ese principio y de los orígenes del mismo hasta el conocimiento vulgar, en donde encuentra su uso. La división es, pues, como sigue:

1. Primer capítulo.- Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico.

2. Segundo capítulo.- Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres.

3.Tercer capítulo.- Último paso de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón pura práctica.

Capítulo I

Tránsito del conocimiento moral, vulgar de la razón al conocimiento filosófico

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.

Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar muy mucho su obra; pero, sin embargo, no tienen un valor interno absoluto, sino que siempre presuponen una buena voluntad que restringe la alta apreciación que solemos -con razón, por lo demás- tributarles y no nos permite considerarlas como absolutamente buenas. La mesura en las afecciones y pasiones, el dominio de sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente en muchos respectos, sino que hasta parecen constituir una parte del valor interior de la persona; sin embargo, están muy lejos de poder ser definidas como buenas sin restricción -aunque los antiguos las hayan apreciado así en absoluto-. Pues sin los principios de una buena voluntad, pueden llegar a ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no sólo lo hace mucho más peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin eso pudiera ser considerado.