Бесплатно

100 Clásicos de la Literatura

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

433 —¡Ay de mí! La parca dispone que Sarpedón, a quien amo sobre todos los hombres, sea muerto por Patroclo Menecíada. Entre dos propósitos vacila en mi pecho el corazón: ¿lo arrebataré vivo de la luctuosa batalla, para llevarlo al opulento pueblo de la Licia, o dejaré que sucumba a manos del Menecíada?

439 Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:

440 —¡Terribilísimo Cronida, qué palabras proferiste! ¿Una vez más quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos. Otra cosa voy a decirte, que fijarás en la memoria: Piensa que, si a Sarpedón le mandas vivo a su palacio, algún otro dios querrá sacar a su hijo del duro combate, pues muchos hijos de los inmortales pelean en torno de la gran ciudad de Príamo, y harás que sus padres se enciendan en terrible ira. Pero, si Sarpedón te es caro y tu corazón le compadece, deja que muera a manos de Patroclo Menecíada en reñido combate; y cuando el alma y la vida le abandonen, ordena a la Muerte y al dulce Sueño que lo lleven a la vasta Licia, para que sus hermanos y amigos le hagan exequias y le erijan un túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a los muertos.

458 Así dijo. El padre de los hombres y de los dioses no desobedeció, a hizo caer sobre la tierra sanguinolentas gotas para honrar al hijo amado, a quien Patroclo había de matar en la fértil Troya, lejos de su patria.

462 Cuando ambos héroes se hallaron frente a frente, Patrocio arrojó la lanza, y, acertando a dar en el empeine del ilustre Trasimelo, escudero valeroso del rey Sarpedón, dejóle sin vigor los miembros. Sarpedón acometió a su vez; y, despidiendo la reluciente lanza, erró el tiro; pero hirió en el hombro derecho al corcel Pédaso, que relinchó mientras perdía el vital aliento. El caballo cayó en el polvo, y el ánimo voló de su cuerpo. Forcejearon los otros dos corceles por separarse, crujió el yugo y enredáronse las riendas a causa de que el caballo lateral yacía en el polvo. Pero Automedonte, famoso por su lanza, halló el remedio: desenvainando la espada de larga punta, que llevaba junto al fornido muslo, cortó apresuradamente los tirantes del caballo lateral, y los otros dos se enderezaron y obedecieron a las riendas. Y los héroes volvieron a acometerse con roedor encono.

477 Entonces Sarpedón arrojó otra reluciente lanza y erró el tiro, pues aquélla pasó por cima del hombro izquierdo de Patroclo sin herirlo. Patroclo despidió la suya y no en balde; ya que acertó a Sarpedón y le hirió en el tejido que al denso corazón envuelve. Cayó el héroe como la encina, el álamo o el elevado pino que en el monte cortan con afiladas hachas los artífices para hacer un mástil de navío; así yacía aquél, tendido delante de los corceles y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo con las manos el polvo ensangrentado. Como el rojizo y animoso toro, a quien devora un león que se ha presentado entre los fexípedes bueyes, brama al morir entre las mandíbulas del león, así el caudillo de los licios escudados, herido de muerte por Patroclo, se enfurecía; y, llamando al compañero, le hablaba de este modo:

491 —¡Caro Glauco, guerrero afamado entre los hombres! Ahora debes portarte como fuerte y audaz luchador; ahora te ha de causar placer la batalla funesta, si eres valiente. Ve por todas partes, exhorta a los capitanes licios a que combatan en torno de Sarpedón y defiéndeme tú mismo con el bronce. Constantemente, todos los días, seré para ti motivo de vergüenza y oprobio, si, sucumbiendo en el recinto de las naves, los aqueos me despojan de la armadura. ¡Pelea, pues, denodadamente y anima a todo el ejército!

502 Así dijo; y el velo de la muerte le cubrió los ojos y las narices. Patroclo, sujetándole el pecho con el pie, le arrancó el asta, con ella siguió el diafragma, y salieron a la vez la punta de la lanza y el alma del guerrero. Y los mirmidones detuvieron los corceles de Sarpedón, los cuales anhelaban y querían huir desde que quedó vacío el carro de sus dueños.

509 Glauco sintió hondo pesar al oír la voz de Sarpedón y se le turbó el ánimo porque no podía socorrerlo. Apretóse con la mano el brazo, pues le abrumaba una herida que Teucro le había causado disparándole una flecha cuando él asaltaba el alto muro y el aqueo defendía a los suyos; y oró de esta suerte a Apolo, el que hiere de lejos:

514 —Óyeme, oh soberano, ya te halles en el opulento pueblo de Licia, ya te encuentres en Troya; pues desde cualquier lugar puedes atender al que está afligido, como lo estoy ahora. Tengo esta grave herida, padezco agudos dolores en el brazo y la sangre no se seca; el hombro se entorpece, y me es imposible manejar firmemente la lanza y pelear con los enemigos. Ha muerto un hombre fortísimo, Sarpedón, hijo de Zeus, el cual ya ni a su prole defiende. Cúrame, oh soberano, la grave herida, adormece mis dolores y dame fortaleza para que mi voz anime a los licios a combatir y yo mismo luche en defensa del cadáver.

527 Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo y enseguida calmó los dolores, secó la negra sangre de la grave herida e infundió valor en el ánimo del troyano. Glauco, al notarlo, se holgó de que el gran dios hubiese escuchado su ruego. Enseguida fue por todas partes y exhortó a los capitanes licios para que combatieran en torno de Sarpedón. Después, encaminóse a paso largo hacia los troyanos; buscó a Polidamante Pantoida, al divino Agenor, a Eneas y a Héctor armado de bronce; y, deteniéndose cerca de los mismos, dijo estas aladas palabras:

538 —¡Héctor! Te olvidas del todo de los aliados que por ti pierden la vida lejos de los amigos y de la patria tierra, y ni socorrerles quieres. Yace en tierra Sarpedón, el rey de los licios escudados, que con su justicia y su valor gobernaba a Licia. El broncíneo Ares lo ha matado con la lanza de Patroclo. Oh amigos, venid e indignaos en vuestro corazón: no sea que los mirmidones le quiten la armadura e insulten el cadáver, irritados por la muerte de los dánaos, a quienes dieron muerte nuestras picas junto a las veleras naves.

548 Así dijo. Los troyanos sintieron grande e inconsolable pena, porque Sarpedón, aunque forastero, era un baluarte para la ciudad; había llevado a ella a muchos hombres y en la pelea los superaba a todos. Con grandes bríos dirigiéronse aquéllos contra los dánaos, y a su frente marchaba Héctor, irritado por la muerte de Sarpedón. Y Patroclo Menecíada, de corazón valiente, animó a los aqueos; y dijo a los Ayantes, que ya de combatir estaban deseosos:

556 —¡Ayantes! Poned empeño en rechazar al enemigo y mostraos tan valientes como habéis sido hasta aquí o más aún. Yace en tierra Sarpedón, el que primero asaltó nuestra muralla. ¡Ah, si apoderándonos del cadáver pudiésemos ultrajarlo, quitarle la armadura de los hombros y matar con el cruel bronce a alguno de los compañeros que lo defienden!…

562 Así dijo, aunque ellos ya deseaban rechazar al enemigo. Y troyanos y licios por una parte, y mirmidones y aqueos por otra, cerraron las falanges, vinieron a las manos y empezaron a pelear con horrenda gritería en torno del cadáver. Crujían las armaduras de los guerreros, y Zeus cubrió con una dañosa obscuridad la reñida contienda, para que produjese mayor estrago el combate que por el cuerpo de su hijo se empeñaba.

569 En un principio, los troyanos rechazaron a los aqueos, de ojos vivos, porque fue herido un varón que no era ciertamente el más cobarde de los mirmidones: el divino Epigeo, hijo de Agacles magnánimo; el cual reinó en otro tiempo en la populosa Budeo; luego, por haber dado muerte a su valiente primo, se presentó como suplicante a Peleo y a Tetis, la de argénteos pies, y ellos le enviaron a Ilio, abundante en hermosos corceles, con Aquiles, destructor de las filas de guerreros, para que combatiera contra los troyanos. Epigeo echaba mano al cadáver cuando el esclarecido Héctor le dio una pedrada en la cabeza y se la partió en dos dentro del fuerte casco: el guerrero cayó boca abajo sobre el cuerpo de Sarpedón, y a su alrededor esparcióse la destructora muerte. Apesadumbróse Patroclo por la pérdida del compañero y atravesó al instante las primeras filas, como el veloz gavilán persigue a unos grajos o estorninos: de la misma manera acometiste, oh hábil jinete Patroclo, a los licios y troyanos, airado en tu corazón por la muerte del amigo. Y cogiendo una piedra, hirió en el cuello a Estenelao, hijo querido de Itémenes, y le rompió los tendones. Retrocedieron los combatientes delanteros y el esclarecido Héctor. Cuanto espacio recorre el luengo venablo que lanza un hombre, ya en el juego para ejercitarse, ya en la guerra contra los enemigos que la vida quitan, otro tanto se retiraron los troyanos, cediendo al empuje de los aqueos. Glauco, capitán de los escudados licios, fue el primero que volvió la cara y mató al magnánimo Baticles, hijo amado de Calcón, que tenía su casa en la Hélade y se señalaba entre los mirmidones por sus bienes y riquezas: escapábase Glauco, y Baticles iba a darle alcance, cuando aquél se volvió repentinamente y le hundió la pica en medio del pecho. Baticles cayó con estrépito, los aqueos sintieron hondo pesar por la muerte del valiente guerrero, y los troyanos, muy alegres, rodearon en tropel el cadáver; pero los aqueos no se olvidaron de su impetuoso valor y arremetieron denodadamente al enemigo. Entonces Meriones mató a un combatiente troyano, a Laógono, esforzado hijo de Onétor y sacerdote de Zeus Ideo, a quien el pueblo veneraba como a un dios: hirióle debajo de la quijada y de la oreja, la vida huyó de los miembros del guerrero, y la obscuridad horrible le envolvió. Eneas arrojó la broncínea lanza, con el intento de herir a Meriones, que se adelantaba protegido por el escudo. Pero Meriones la vio venir y evitó el golpe inclinándose hacia adelante: la ingente lanza se clavó en el suelo detrás de él y el regatón temblaba; pero pronto la impetuosa arma perdió su fuerza. Penetró, pues, la vibrante punta en la tierra, y la lanza fue echada en vano por el robusto brazo. Eneas, con el corazón irritado, dijo:

 

617 —¡Meriones! Aunque eres ágil saltador, mi lanza lo habría apartado para siempre del combate, si lo hubiese herido.

619 Respondióle Meriones, célebre por su lanza:

620 —¡Eneas! Difícil lo será, aunque seas valiente, aniquilar la fuerza de cuantos hombres salgan a pelear contigo. También tú eres mortal. Si lograra herirte en medio del cuerpo con el agudo bronce, enseguida, a pesar de tu vigor y de la confianza que tienes en tu brazo, me darías gloria, y a Hades, el de los famosos corceles, el alma.

626 Así dijo; y el valeroso hijo de Menecio le reprendió, diciendo:

627 —¡Meriones! ¿Por qué, siendo valiente, te entretienes en hablar así? ¡Oh amigo! Con palabras injuriosas no lograremos que los troyanos dejen el cadáver; preciso será que alguno de ellos baje antes al seno de la tierra. Las batallas se ganan con los puños, y las palabras sirven en el consejo. Conviene, pues, no hablar, sino combatir.

632 En diciendo esto, echó a andar y siguióle Meriones, varón igual a un dios. Como el estruendo que producen los leñadores en la espesura de un monte y que se deja oír a lo lejos, tal era el estrépito que se elevaba de la tierra espaciosa al ser golpeados el bronce, el cuero y los bien construidos escudos de pieles de buey por las espadas y las lanzas de doble filo. Y ya ni un hombre perspicaz hubiera conocido al divino Sarpedón, pues los dardos, la sangre y el polvo lo cubrían completamente de pies a cabeza. Agitábanse todos alrededor del cadáver como en la primavera zumban las moscas en el establo por cima de las escudillas llenas de leche, cuando ésta hace rebosar los tarros: de igual manera bullían aquéllos en torno del muerto. Zeus no apartaba los refulgentes ojos de la dura contienda; y, contemplando a los guerreros, revolvía en su ánimo muchas cosas acerca de la muerte de Patroclo: vacilaba entre si en la encarnizada contienda el esclarecido Héctor debería matar con el bronce a Patroclo sobre Sarpedón, igual a un dios, y quitarle la armadura de los hombros, o convendría extender la terrible pelea. Y considerando como lo más conveniente que el bravo escudero del Pelida Aquiles hiciera arredrar a los troyanos y a Héctor, armado de bronce, hacia la ciudad y quitara la vida a muchos guerreros, comenzó infundiendo timidez primeramente a Héctor, el cual subió al carro, se puso en fuga y exhortó a los demás troyanos a que huyeran, porque había conocido hacia qué lado se inclinaba la balanza sagrada de Zeus. Tampoco los fuertes licios osaron resistir, y huyeron todos al ver a su rey herido en el corazón y echado en un montón de cadáveres; pues cayeron muchos hombres a su alrededor cuando el Cronión avivó el duro combate. Los aqueos quitáronle a Sarpedón la reluciente armadura de bronce y el esforzado hijo de Menecio la entregó a sus compañeros para que la llevaran a las cóncavas naves. Y entonces Zeus, que amontona las nubes, dijo a Apolo:

667 —¡Ea, querido Febo! Ve y después de sacar a Sarpedón de entre los dardos, límpiale la negra sangre, condúcele a un sitio lejano y lávale en la corriente de un río, úngele con ambrosía, ponle vestiduras divinas y entrégalo a los veloces conductores y hermanos gemelos: el Sueño y la Muerte. Y éstos, transportándolo con presteza, lo dejarán en el rico pueblo de la vasta Licia. Allí sus hermanos y amigos le harán exequias y le erigirán un túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a los muertos.

676 Así dijo, y Apolo no desobedeció a su padre. Descendió de los montes ideos a la terrible batalla, y enseguida levantó al divino Sarpedón de entre los dardos, y, conduciéndole a un sitio lejano, lo lavó en la corriente de un río; ungiólo con ambrosía, púsole vestiduras divinas y entrególo a los veloces conductores y hermanos gemelos: el Sueño y la Muerte. Y éstos, transportándolo con presteza, lo dejaron en el rico pueblo de la vasta Licia.

684 Patroclo animaba a los corceles y a Automedonte y perseguía a los troyanos y licios, y con ello se atrajo un gran infortunio. ¡Insensato! Si se hubiese atenido a la orden del Pelida, se hubiera visto libre de la funesta parca, de la negra muerte. Pero siempre el pensamiento de Zeus es más eficaz que el de los hombres (aquel dios pone en fuga al varón esforzado y le quita fácilmente la victoria, aunque él mismo le haya incitado a combatir), y entonces alentó el ánimo en el pecho de Patroclo.

692 ¿Cuál fue el primero y cuál el último que mataste, oh Patroclo, cuando los dioses lo llamaron a la muerte?

694 Fueron primeramente Adrasto, Autónoo, Equeclo, Périmo Mégada, Epístor y Melanipo; y después, Élaso, Mulio y Pilartes. Mató a éstos, y los demás se dieron a la fuga.

698 Entonces los aqueos habrían tomado Troya, la de altas puertas, por las manos de Patroclo, que manejaba con gran furia la lanza, si Febo Apolo no se hubiese colocado en la bien construida torre para dañar a aquél y ayudar a los troyanos. Tres veces encaminóse Patroclo a un ángulo de la elevada muralla; tres veces rechazóle Apolo, agitando con sus manos inmortales el refulgente escudo. Y cuando, semejante a un dios, atacaba por cuarta vez, increpóle la deidad terriblemente con estas aladas palabras:

707 —¡Retírate, Patroclo del linaje de Zeus! El hado no ha dispuesto que la ciudad de los altivos troyanos sea destruida por tu lanza, ni por Aquiles, que tanto te aventaja.

710 Así dijo, y Patroclo retrocedió un gran trecho, para no atraerse la cólera de Apolo, el que hiere de lejos.

712 Héctor se hallaba con el carro y los solípedos corceles en las puertas Esceas, y estaba indeciso entre guiarlos de nuevo hacia la turba y volver a combatir, o mandar a voces que las tropas se refugiasen en el muro. Mientras reflexionaba sobre esto, presentósele Febo Apolo, que tomó la figura del valiente joven Asio, el cual era tío materno de Héctor, domador de caballos, hermano carnal de Hécuba a hijo de Dimante, y habitaba en la Frigia, junto a la corriente del Sangario. Así transfigurado, exclamó Apolo, hijo de Zeus:

721 —¡Héctor! ¿Por qué te abstienes de combatir? No debes hacerlo. Ojalá te superara tanto en bravura, cuanto te soy inferior: entonces te sería funesto el retirarte de la batalla. Mas, ea, guía los corceles de duros cascos hacia Patroclo, por si puedes matarlo y Apolo te da gloria.

726 En diciendo esto, el dios volvió a la batalla. El esclarecido Héctor mandó a Cebríones que picara a los corceles y los dirigiese a la pelea; y Apolo, entrándose por la turba, suscitó entre los argivos funesto tumulto y dio gloria a Héctor y a los troyanos. Héctor dejó entonces a los demás dánaos, sin que fuera a matarlos, y enderezó a Patroclo los caballos de duros cascos. Patroclo, a su vez, saltó del carro a tierra con la lanza en la izquierda; cogió con la diestra una piedra Blanca y erizada de puntas que llenaba la mano; y, estribando en el suelo, la arrojó, hiriendo enseguida a un combatiente, pues el tiro no salió vano: dio la aguda piedra en la frente de Cebríones, auriga de Héctor, que era hijo bastardo del ilustre Príamo, y entonces gobernaba las riendas de los caballos. La piedra se llevó ambas cejas; el hueso tampoco resistió; los ojos cayeron en el polvo a los pies de Cebríones; y éste, cual si fuera un buzo, cayó del asiento bien construido, porque la vida huyó de sus miembros. Y burlándose de él, oh caballero Patroclo, exclamaste:

743 —¡Oh dioses! ¡Muy ágil es el hombre! ¡Cuán fácilmente salta a lo buzo! Si se hallara en el ponto, en peces abundante, ese hombre saltaría de la nave, aunque el mar estuviera tempestuoso, y podría saciar a muchas personas con las ostras que pescara. ¡Con tanta facilidad ha dado la voltereta del carro a la llanura! Es indudable que también los troyanos tienen buzos.

751 En diciendo esto, corrió hacia el héroe con la impetuosidad de un león que devasta los establos hasta que es herido en el pecho y su mismo valor lo mata; de la misma manera, oh Patroclo, te arrojaste enardecido sobre Cebríones. Héctor, por su parte, saltó del carro al suelo sin dejar las armas. Y entrambos luchaban en torno de Cebríones como dos hambrientos leones que en la cumbre de un monte pelean furiosos por el cadáver de una cierva, así los dos aguerridos campeones, Patroclo Menecíada y el esclarecido Héctor, deseaban herirse el uno al otro con el cruel bronce. Héctor había cogido al muerto por la cabeza y no lo soltaba; Patroclo lo asía de un pie, y los demás troyanos y dánaos sostenían encarnizado combate.

765 Como el Euro y el Noto contienden en la espesura de un monte, agitando la poblada selva, y las largas ramas de los fresnos, encinas y cortezudos cornejos chocan entre sí con inmenso estrépito, y se oyen los crujidos de las que se rompen, de semejante modo troyanos y aqueos se acometían y mataban, sin acordarse de la perniciosa fuga. Alrededor de Cebríones se clavaron en tierra muchas agudas lanzas y aladas flechas que saltaban de los arcos; buen número de grandes piedras herían los escudos de los que combatían en torno suyo; y el héroe yacía en el suelo, sobre un gran espacio, envuelto en un torbellino de polvo y olvidado del arte de guiar los carros.

777 Hasta que el sol hubo recorrido la mitad del cielo, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían. Cuando aquél se encaminó al ocaso, los aqueos eran vencedores, contra lo dispuesto por el destino; y, habiendo arrastrado el cadáver del héroe Cebríones fuera del alcance de los dardos y del tumulto de los troyanos, le quitaron la armadura de los hombros.

783 Patroclo acometió furioso a los troyanos: tres veces los acometió, cual si fuera el rápido Ares, dando horribles voces; tres veces mató nueve hombres. Y cuando, semejante a un dios, arremetiste, oh Patroclo, por cuarta vez, viose claramente que ya llegabas al término de tu vida, pues el terrible Febo salió a tu encuentro en el duro combate. Mas Patroclo no vio al dios; el cual, cubierto por densa nube, atravesó la turba, se le puso detrás, y, alargando la mano, le dio un golpe en la espalda y en los anchos hombros. Al punto los ojos del héroe padecieron vértigos. Febo Apolo le quitó de la cabeza el casco con agujeros a guisa de ojos, que rodó con estrépito hasta los pies de los caballos; y el penacho se manchó de sangre y polvo. Jamás aquel casco, adornado con crines de caballo, se había manchado cayendo en el polvo, pues protegía la cabeza y hermosa frente del divino Aquiles. Entonces Zeus permitió también que lo llevara Héctor, porque ya la muerte se iba acercando a este caudillo. A Patroclo se le rompió en la mano la pica larga, pesada, grande, fornida, armada de bronce; el ancho escudo y su correa cayeron al suelo, y el soberano Apolo, hijo de Zeus, desató la coraza que aquél llevaba. El estupor se apoderó del espíritu del héroe, y sus hermosos miembros perdieron la fuerza. Patroclo se detuvo atónito, y entonces desde cerca clavóle aguda lanza en la espalda, entre los hombros, el dárdano Euforbo Pantoida; el cual aventajaba a todos los de su edad en el manejo de la pica, en el arte de guiar un carro y en la veloz carrera, y la primera vez que se presentó con su carro para aprender a combatir derribó a veinte guerreros de sus carros respectivos. Éste fue, oh caballero Patroclo, el primero que contra ti despidió su lanza, pero aún no lo hizo sucumbir. Euforbo arrancó la lanza de fresno; y, retrocediendo, se mezcló con la turba, sin esperar a Patroclo, aunque le viera desarmado; mientras éste, vencido por el golpe del dios y la lanzada, retrocedía al grupo de sus compañeros para evitar la muerte.

818 Cuando Héctor advirtió que el magnánimo Patroclo se alejaba y que lo habían herido con el agudo bronce, fue en su seguimiento, por entre las filas, y le envainó la lanza en la parte inferior del vientre, que el hierro pasó de parte a parte; y el héroe cayó con estrépito, causando gran aflicción al ejército aqueo. Como el león acosa en la lucha al indómito jabalí cuando ambos pelean arrogantes en la cima de un monte por un escaso manantial donde quieren beber, y el león vence con su fuerza al jabalí, que respira anhelante, así Héctor Priámida privó de la vida, hiriéndolo de cerca con la lanza, al esforzado hijo de Menecio, que a tantos había dado muerte. Y blasonando del triunfo, profirió estas aladas palabras:

830 —¡Patroclo! Sin duda esperabas destruir nuestra ciudad, hacer cautivas a las mujeres troyanas y llevártelas en los bajeles a tu patria tierra. ¡Insensato! Los veloces caballos de Héctor vuelan al combate para defenderlas; y yo, que en manejar la pica sobresalgo entre los belicosos troyanos, aparto de los míos el día de la servidumbre, mientras que a ti te comerán los buitres. ¡Ah, infeliz! Ni Aquiles, con ser valiente, te ha socorrido. Cuando saliste de las naves, donde él se ha quedado, debió de hacerte muchas recomendaciones, y hablarte de este modo: «No vuelvas a las cóncavas naves, caballero Patroclo, antes de haber roto la coraza que envuelve el pecho de Héctor, matador de hombres, teñida de sangre». Así te dijo, sin duda; y tú, oh necio, te dejaste persuadir.

 

843 Con lánguida voz le respondiste, caballero Patroclo:

844 ¡Héctor! Jáctate ahora con altaneras palabras, ya que te han dado la victoria Zeus Cronida y Apolo; los cuales me vencieron fácilmente, quitándome la armadura de los hombros. Si veinte guerreros como tú me hubiesen hecho frente, todos habrían muerto vencidos por mi lanza. Matáronme la parca funesta y el hijo de Leto, y, entre los hombres, Euforbo, y tú llegas el tercero, para despojarme de las armas. Otra cosa voy a decirte, que fijarás en la memoria. Tampoco tú has de vivir largo tiempo, pues la muerte y la parca cruel se te acercan, y sucumbirás a manos del eximio Aquiles Eácida.

855 Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el esclarecido Héctor le dijo, aunque muerto le veía:

859 —¡Patroclo! ¿Por qué me profetizas una muerte terrible? ¿Quién sabe si Aquiles, hijo de Tetis, la de hermosa cabellera, no perderá antes la vida, herido por mi lanza?

862 Dichas estas palabras, puso un pie sobre el cadáver, arrancó la broncínea lanza y lo tumbó de espaldas. Inmediatamente se encaminó, lanza en mano, hacia Automedonte, el deiforme servidor del Eácida, de pies ligeros, pues deseaba herirlo, pero los veloces caballos inmortales, que a Peleo le dieron los dioses como espléndido presente, ya lo sacaban de la batalla.

Canto XVII

Principalía de Menelao

Se entabla un encarnizado combate entre aqueos y troyanos para apoderarse de las arenas y el cadáver de Patroclo. Por fin, Menelao y Meriones, protegidos por los dos Ayante, cargan a sus espaldas con el cadáver de Patroclo y se lo llevan al campamento.

1 No dejó de advertir el Atrida Menelao, caro a Ares, que Patroclo había sucumbido en la lid a manos de los troyanos; y, armado de luciente bronce, se abrió camino por los combatientes delanteros y empezó a moverse en torno del cadáver para defenderlo. Como la vaca primeriza da vueltas alrededor de su becerrillo mugiendo tiernamente, porque antes ignoraba lo que era el parto, de semejante manera bullía el rubio Menelao cerca de Patroclo. Y colocándose delante del muerto, enhiesta la lanza y embrazado el liso escudo, se aprestaba a matar a quien se le opusiera. Tampoco Euforbo, el hábil lancero hijo de Pántoo, se descuidó al ver en el suelo al eximio Patroclo, sino que se detuvo a su lado y dijo a Menelao, caro a Ares:

12 —¡Atrida Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres! Retírate, suelta el cadáver y desampara estos sangrientos despojos; pues, en la reñida pelea, ninguno de los troyanos ni de los auxiliares ilustres envasó su lanza a Patroclo antes que yo lo hiciera. Déjame alcanzar inmensa gloria entre los troyanos. No sea que, hiriéndote, te quite la dulce vida.

18 Respondióle muy indignado el rubio Menelao:

19 —¡Padre Zeus! No es bueno que nadie se vanaglorie con tanta soberbia. Ni la pantera, ni el león, ni el dañino jabalí que tienen gran ánimo en el pecho y están orgullosos de su fuerza se presentan tan osados como los hábiles lanceros hijos de Pántoo. Pero el fuerte Hiperenor, domador de caballos, no siguió gozando de su juventud cuando me aguardó, después de injuriarme diciendo que yo era el más cobarde de los guerreros dánaos, y no creo que haya podido volverse con sus pies para regocijar a su esposa y a sus venerandos padres. Del mismo modo te quitaré la vida a ti, si osas afrontarme, y te aconsejo que vuelvas a tu ejército y no te pongas delante, pues el necio sólo conoce el mal cuando ya está hecho.

33 Así habló, sin persuadir a Euforbo, que contestó diciendo:

34 —Menelao, alumno de Zeus, ahora pagarás la muerte de mi hermano, de que canto te jactas. Dejaste viuda a su mujer en el reciente tálamo; causaste a nuestros padres llanto y dolor profundo. Yo conseguiría que aquellos infelices cesaran de llorar, si, llevándome tu cabeza y tus armas, las pusiera en las manos de Pántoo y de la divina Frontis. Pero no se diferirá mucho tiempo el combate, ni quedará sin decidir quién haya de ser el vencedor y quién el vencido.

43 Dicho esto, dio un bote en el escudo liso del Atrida, pero no pudo romper el bronce, porque la punta se torció al chocar con el fuerte escudo. El Atrida Menelao acometió, a su vez, con la pica, orando al padre Zeus, y, al ir Euforbo a retroceder, se la clavó en la parte inferior de la garganta, empujó el asta con la robusta mano y la punta atravesó el delicado cuello. Euforbo cayó con estrépito, resonaron sus armas y se mancharon de sangre sus cabellos, semejantes a los de las Gracias, y los rizos, que llevaba sujetos con anillos de oro y plata. Cual frondoso olivo que, plantado por el Labrador en un lugar solitario donde abunda el agua, crece hermoso, es mecido por vientos de toda clase y se cubre de blancas flores; y, viniendo de repente el huracán, te arranca de la tierra y te tiende en el suelo; así el Atrida Menelao dio muerte a Euforbo, hijo de Pántoo y hábil lancero, y enseguida comenzó a quitarle la armadura.

61 Como un montaraz león, confiado en su fuerza, coge del rebaño que está paciendo la mejor vaca, le rompe la cerviz con Los fuertes dientes, y, despedazándola, traga la sangre y todas las entrañas; y así los perros como los pastores gritan mucho a su alrededor, pero de lejos, sin atreverse a ir contra la fiera porque el pálido temor los domina, de la misma manera ninguno tuvo bastante ánimo en su pecho para salir al encuentro del glorioso Menelao. Y el Atrida se habría llevado fácilmente las magníficas armas del Pantoida, si no te hubiese impedido Febo Apolo; el cual, tomando la figura de Mentes, caudillo de los cícones, suscitó contra aquél a Héctor, igual al veloz Ares, con estas aladas palabras:

75 —¡Héctor! Tú corres ahora tras lo que no es posible alcanzar: los corceles del aguerrido Eácida. Difícil es que ninguno ni de los hombres ni de los dioses los sujete y sea por ellos llevado, fuera de Aquiles, que tiene una madre inmortal. Y en tanto, Menelao, belicoso hijo de Atreo, que defiende el cadáver de Patroclo, ha muerto a uno de los más esforzados troyanos, a Euforbo Pantoida, acabando con el impetuoso valor de este caudillo.

82 El dios, habiendo hablado así, volvió a la batalla. Héctor sintió profundo dolor en las negras entrañas, ojeó las hileras y vio enseguida al Atrida que despojaba de la espléndida armadura a Euforbo, y a éste tendido en el suelo y vertiendo sangre por la herida. Acto continuo, armado como se hallaba de luciente bronce y dando agudos gritos, abrióse paso por los combatientes delanteros cual si fuese una llama inextinguible encendida por Hefesto. No le pasó inadvertido al hijo de Atreo, que gimió al oír las voces, y a su magnánimo espíritu así le dijo: