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100 Clásicos de la Literatura

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541 Eneas mató a dos hijos de Diocles, Cretón y Orsíloco, varones valentísimos, cuyo padre vivía en la bien construida Fera abastado de bienes, y era descendiente del anchuroso Alfeo, que riega el país de los pilios. El Alfeo engendró a Ortíloco, que reinó sobre muchos hombres; Ortíloco fue padre del magnánimo Diocles, y de éste nacieron los dos mellizos Cretón y Orsíloco, diestros en toda especie de combates; quienes, apenas llegados a la juventud, fueron en negras naves y junto con los argivos a Ilio, la de hermosos corceles, para vengar a los Atridas Agamenón y Menelao, y allí hallaron su fin, pues los envolvió la muerte. Como dos leones, criados por su madre en la espesa selva de la cumbre de un monte, devastan los establos, robando bueyes y pingües ovejas, hasta que los hombres los matan con afilado bronce; del mismo modo, aquéllos, que parecían altos abetos, cayeron vencidos por las manos de Eneas.

561 Al verlos derribados en el suelo, condolióse Menelao, caro a Ares, y enseguida, revestido de luciente bronce y blandiendo la lanza, se abrió camino por las primeras filas: Ares le excitaba el valor para que sucumbiera a manos de Eneas. Pero Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, que lo advirtió, se fue en pos del pastor de hombres temiendo que le ocurriera algo y les frustrara la empresa. Cuando los dos guerreros, deseosos de pelear, calaban las agudas lanzas para acometerse, colocóse Antíloco muy cerca del pastor de hombres; Eneas, al ver a los dos varones que estaban juntos, aunque era luchador brioso, no se atrevió a esperarlos; y ellos pudieron llevarse hacia los aqueos los cadáveres de aquellos infelices, ponerlos en las manos de sus amigos y volver a combatir en el punto más avanzado.

576 Entonces mataron a Pilémenes, igual a Ares, caudillo de los valientes y escudados paflagones: el Atrida Menelao, famoso por su pica, envasóle la lanza junto a la clavícula. Antíloco hirió de una pedrada en el codo al buen escudero Midón Atimníada, cuando éste revolvía los solípedos caballos —las ebúrneas riendas cayeron de sus manos al polvo—, y, acometiéndolo con la espada, le dio un tajo en las sienes. Midón, anhelante, cayó del bien construido carro: hundióse su cabeza con el cuello y parte de los hombros en la arena que allí abundaba, y así permaneció un buen espacio hasta que los corceles, pataleando, lo tiraron al suelo; Antíloco se apoderó del carro, picó a los corceles, y se los llevó al campamento aqueo.

590 Héctor atisbó a los dos guerreros en las filas, arremetió a ellos, gritando, y lo siguieron las fuertes falanges troyanas que capitaneaban Ares y la venerable Enio; ésta promovía el horrible tumulto de la pelea; Ares manejaba una lanza enorme, y ya precedía a Héctor, ya marchaba detrás del mismo.

596 Al verlo, estremecióse Diomedes, valiente en el combate. Como el inexperto viajero, después que ha atravesado una gran llanura, se detiene al llegar a un río de rápida corriente que desemboca en el mar, percibe el murmurio de las espumosas aguas y vuelve con presteza atrás, de semejante modo retrocedió el Tidida, gritando a los suyos:

601 —¡Oh amigos! ¿Cómo nos admiramos de que el divino Héctor sea hábil lancero y audaz luchador? A su lado hay siempre alguna deidad para librarlo de la muerte, y ahora es Ares, transfigurado en mortal, quien lo acompaña. Emprended la retirada, con la cara vuelta hacia los troyanos, y no queráis combatir denodadamente con los dioses.

607 Así dijo. Los troyanos llegaron muy cerca de ellos, y Héctor mató a dos varones diestros en la pelea que iban en un mismo carro: Menestes y Anquíalo. Al verlos derribados por el suelo, compadecióse el gran Ayante Telamonio; y, deteniéndose muy cerca del enemigo, arrojó la pica reluciente a Anfio, hijo de Sélago, que moraba en Peso, era riquísimo en bienes y sembrados y había ido —impulsábale el hado— a ayudar a Príamo y sus hijos. Ayante Telamonio acertó a darle en el cinturón, la larga pica se clavó en el empeine, y el guerrero cayó con estrépito. Corrió el esclarecido Ayante a despojarlo de las armas —los troyanos hicieron llover sobre el héroe agudos relucientes dardos, de los cuales recibió muchos el escudo—, y, poniendo el pie encima del cadáver, arrancó la broncínea lanza; pero no pudo quitarle de los hombros la magnífica armadura, porque estaba abrumado por los tiros. Temió verse encerrado dentro de un fuerte círculo por los arrogantes troyanos, que en gran número y con valentía le enderezaban sus lanzas; y, aunque era corpulento, vigoroso e ilustre, fue rechazado y hubo de retroceder.

627 Así se portaban éstos en el duro combate. El hado poderoso llevó contra Sarpedón, igual a un dios, a Tlepólemo Heraclida, valiente y de gran estatura. Cuando ambos héroes, hijo y nieto de Zeus, que amontona las nubes, se hallaron frente a frente, Tlepólemo fue el primero en hablar y dijo:

633 —¡Sarpedón, príncipe de los licios! ¿Qué necesidad tienes, no estando ejercitado en la guerra, de venir a temblar? Mienten cuantos afirman que eres hijo de Zeus, que lleva la égida, pues desmereces mucho de los varones engendrados en tiempos anteriores por este dios, como dicen que fue mi intrépido padre, el fornido Heracles, que resistía audazmente y tenía el ánimo de un león; el cual, habiendo venido por los caballos de Laomedonte, con seis solas naves y pocos hombres, consiguió saquear la ciudad y despoblar sus calles. Pero tú eres de ánimo apocado, dejas que las tropas perezcan, y no creo que tu venida de la Licia sirva para la defensa de los troyanos por muy vigoroso que seas; pues, vencido por mí, entrarás por las puertas del Hades.

647 Respondióle Sarpedón, caudillo de los licios:

648 —¡Tlepólemo! Aquél destruyó, con efecto, la sacra Ilio a causa de la perfidia del ilustre Laomedonte, que pagó con injuriosas palabras sus beneficios y no quiso entregarle los caballos por los que había venido de tan lejos. Pero yo te digo que la perdición y la negra muerte de mi mano te vendrán; y muriendo, herido por mi lanza, me darás gloria, y a Hades, el de los famosos corceles, el alma.

655 Así dijo Sarpedón, y Tlepólemo alzó la lanza de fresno. Las luengas lanzas partieron a un mismo tiempo de las manos. Sarpedón hirió a Tlepólemo: la dañosa punta atravesó el cuello, y las tinieblas de la noche velaron los ojos del guerrero. Tlepólemo dio con su gran lanza en el muslo izquierdo de Sarpedón y el bronce penetró con ímpetu hasta el hueso; pero todavía su padre lo libró de la muerte.

663 Los ilustres compañeros de Sarpedón, igual a un dios, sacáronlo del combate, con la gran lanza que, al arrastrarse, le pesaba; pues con la prisa nadie advirtió la lanza de Fresno, ni pensó en arrancársela del muslo, para que aquél pudiera subir al carro. Tanta era la fatiga con que lo cuidaban.

668 A su vez, los aqueos, de hermosas grebas, se llevaron del campo a Tlepólemo. El divino Ulises, de ánimo paciente, violo, sintió que se le enardecía el corazón, y revolvió en su mente y en su espíritu si debía perseguir al hijo de Zeus tonante o privar de la vida a muchos licios. No le había concedido el hado al magnánimo Ulises matar con el agudo bronce al esforzado hijo de Zeus, y por esto Atenea le inspiró que acometiera a la multitud de los licios. Mató entonces a Cérano, Alástor, Cromio, Alcandro, Halio, Noemón y Prítanis, y aun a más licios hiciera morir el divino Ulises, si no lo hubiese notado muy presto el gran Héctor, el de tremolante casco; el cual, cubierto de luciente bronce, se abrió calle por los combatientes delanteros e infundió terror a los dánaos. Holgóse de su llegada Sarpedón, hijo de Zeus, y profirió estas lastimeras palabras:

684 —¡Priámida! No permitas que yo, tendido en el suelo, llegue a ser presa de los dánaos; socórreme y pierda la vida luego en vuestra ciudad, ya que no he de alegrar, volviendo a mi casa y a la patria tierra, ni a mi esposa querida ni al tierno infante.

689 Así dijo. Héctor, el de tremolante casco, pasó corriendo, sin responderle, porque ardía en deseos de rechazar cuanto antes a los argivos y quitar la vida a muchos guerreros. Los ilustres camaradas de Sarpedón, igual a un dios, lleváronlo al pie de una hermosa encina consagrada a Zeus, que lleva la égida; y el valeroso Pelagonte, su compañero amado, le arrancó del muslo la lanza de fresno. Amortecido quedó el héroe y obscura niebla cubrió sus ojos; pero pronto volvió en su acuerdo, porque el soplo del Bóreas lo reanimó cuando ya apenas respirar podía.

699 Los argivos, al acometerlos Ares y Héctor armado de bronce, ni se volvían hacia las negras naves, ni rechazaban el ataque, sino que se batían en retirada desde que supieron que aquel dios se hallaba con los troyanos.

703 ¿Cuál fue el primero, cuál el último de los que entonces mataron Héctor, hijo de Príamo, y el broncíneo Ares? Teutrante, igual a un dios; Orestes, aguijador de caballos; Treco, lancero etolio; Enómao; Héleno Enópida y Oresbio, el de tremolante mitra, quien, muy ocupado en cuidar de sus bienes, moraba en Hila, a orillas del lago Cefisis, con otros beocios que constituían un opulento pueblo.

711 Cuando Hera, la diosa de níveos brazos, vio que ambos mataban a muchos argivos en el duro combate, dijo a Atenea estas aladas palabras:

714 —¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Vana será la promesa que hicimos a Menelao de que no se iría sin destruir la bien murada Ilio, si dejamos que el pernicioso Ares ejerza sus furores. Ea, pensemos en prestar al héroe poderoso auxilio.

719 Dijo; y Atenea, la diosa de ojos de lechuza, no desobedeció. Hera, deidad veneranda hija del gran Crono, aparejó los corceles con sus áureas bridas, y Hebe puso diligentemente en el férreo eje, a ambos lados del carro, las corvas ruedas de bronce que tenían ocho rayos. Era de oro la indestructible pina, de bronce las ajustadas admirables llantas, y de plata los torneados cubos. El asiento descansaba sobre tiras de oro y de plata, y un doble barandal circundaba el carro. Por delante salía argéntea lanza, en cuya punta ató la diosa un hermoso yugo de oro con bridas de oro también; y Hera, que anhelaba el combate y la pelea, unció los corceles de pies ligeros.

 

733 Atenea, hija de Zeus, que lleva la égida, dejó caer al suelo, en el palacio de su padre, el hermoso peplo bordado que ella misma había tejido y labrado con sus manos; vistió la túnica de Zeus, que amontona las nubes, y se armó para la luctuosa guerra. Suspendió de sus hombros la espantosa égida floqueada que el terror corona: allí están la Discordia, la Fuerza y la Persecución horrenda; allí la cabeza de la Gorgona, monstruo cruel y horripilante, portento de Zeus, que lleva la égida. Cubrió su cabeza con áureo casco de doble cimera y cuatro abolladuras, apto para resistir a la infantería de cien ciudades. Y, subiendo al flamante carro, asió la lanza ponderosa, larga, fornida, con que la hija del prepotente padre destruye filas enteras de héroes cuando contra ellos montó en cólera. Hera picó con el látigo a los corceles, y de propio impulso abriéronse rechinando las puertas del cielo de que cuidan las Horas —a ellas está confiado el espacioso cielo y el Olimpo— para remover o colocar delante la densa nube. Por allí, por entre las puertas, dirigieron los corceles dóciles al látigo y hallaron al Cronión, sentado aparte de los otros dioses, en la más alta de las muchas cumbres del Olimpo. Hera, la diosa de los níveos brazos, detuvo entonces los corceles, para hacer esta pregunta al excelso Zeus Cronida:

757 —¡Padre Zeus! ¿No te indignas contra Ares al presenciar sus atroces hechos? ¡Cuántos y cuáles varones aqueos ha hecho perecer temeraria e injustamente! Yo me afijo, y Cipris y Apolo, que lleva arco de plata, se alegran de haber excitado a ese loco que no conoce ley alguna. Padre Zeus, ¿te irritarás conmigo si a Ares le ahuyento del combate causándole funestas heridas?

764 Respondióle Zeus, que amontona las nubes:

765 —Ea, aguija contra él a Atenea, que impera en las batallas, pues es quien suele causarle más vivos dolores.

767 Así dijo. Hera, la diosa de los níveos brazos, le obedeció, y picó a los corceles, que volaron gozosos entre la tierra y el estrellado cielo. Cuanto espacio alcanza a ver el que, sentado en alta cumbre, fija sus ojos en el vinoso ponto, otro tanto salvan de un brinco los caballos, de sonoros relinchos, de los dioses. Tan luego como ambas deidades llegaron a Troya, Hera, la diosa de los níveos brazos, paró el carro en el lugar donde los dos ríos Simoente y Escamandro juntan sus aguas; desunció los corceles, cubriólos de espesa niebla, y el Simoente hizo nacer la ambrosía para que pacieran.

778 Las diosas empezaron a andar, semejantes en el paso a tímidas palomas, impacientes por socorrer a los argivos. Cuando llegaron al sitio donde estaba el fuerte Diomedes, domador de caballos, con los más y mejores de los adalides que parecían carniceros leones o puercos monteses, cuya fuerza es grande, se detuvieron; y Hera, la diosa de los níveos brazos, tomando el aspecto del magnánimo Esténtor, que tenía vozarrón de bronce y gritaba tanto como otros cincuenta, exclamó:

787 —¡Qué vergüenza, argivos, hombres sin dignidad, admirables sólo por la figura! Mientras el divino Aquiles asistía a las batallas, los troyanos, amedrentados por su formidable pica, no pasaban de las puertas dardanias; y ahora combaten lejos de la ciudad, junto a las cóncavas naves.

792 Con tales palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, fue en busca del Tidida y halló a este príncipe junto a su carro y sus corceles, refrescando la herida que Pándaro con una flecha le había causado. El sudor le molestaba debajo de la ancha abrazadera del redondo escudo, cuyo peso sentía el héroe; y, alzando éste con su cansada mano la correa, se enjugaba la denegrida sangre. La diosa apoyó la diestra en el yugo de los caballos y dijo:

800 —¡Cuán poco se parece a su padre el hijo de Tideo! Era éste de pequeña estatura, pero belicoso. Y aunque no le dejase combatir ni señalarse —como en la ocasión en que, habiendo ido por embajador a Teba, se encontró lejos de los suyos entre multitud de cadmeos y le di orden de que comiera tranquilo en el palacio—, conservaba siempre su espíritu valeroso, y, desafiando a los jóvenes cadmeos, los vencía fácilmente en toda clase de luchas. ¡De tal modo lo protegía! Ahora es a ti a quien asisto y defiendo, exhortándote a pelear animosamente con los troyanos. Mas, o el excesivo trabajo de la guerra ha fatigado tus miembros, o te domina el exánime terror. No, tú no eres el hijo del aguerrido Tideo Enida.

814 Y, respondiéndole, el fuerte Diomedes le dijo:

815 —Te conozco, oh diosa, hija de Zeus, que lleva la égida. Por esto te hablaré gustoso, sin ocultarte nada. No me domina el exánime terror ni flojedad alguna; pero recuerdo todavía las órdenes que me diste. No me dejabas combatir con los bienaventurados dioses; pero, si Afrodita, hija de Zeus, se presentara en la pelea, debía herirla con el agudo bronce, Pues bien: ahora retrocedo y he mandado que todos los argivos se replieguen aquí, porque comprendo que Ares impera en la batalla.

825 Contestóle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

826 —¡Diomedes Tidida, carísimo a mi corazón! No temas a Ares ni a ninguno de los inmortales; tanto te voy a ayudar. Ea, endereza los solípedos caballos a Ares el primero, hiérele de cerca y no respetes al furibundo dios, a ese loco voluble y nacido para dañar, que a Hera y a mí nos prometió combatir contra los troyanos en favor de los argivos y ahora está con aquéllos y se ha olvidado de sus palabras.

835 Apenas hubo dicho estas palabras, asió de la mano a Esténelo, que saltó diligente del carro a tierra. Montó la enardecida diosa, colocándose al lado del ilustre Diomedes, y el eje de encina recrujió a causa del peso porque llevaba a una diosa terrible y a un varón fortísimo. Palas Atenea, habiendo recogido el látigo y las riendas, guio los solípedos caballos hacia Ares el primero; el cual quitaba la vida al gigantesco Perifante, preclaro hijo de Oquesio y el más valiente de los etolios. A tal varón mataba Ares, manchado de homicidios; y Atenea se puso el casco de Hades para que el furibundo dios no la conociera.

846 Cuando Ares, funesto a los mortales, vio al ilustre Diomedes, dejó al gigantesco Perifante tendido donde le había muerto y se encaminó hacia Diomedes, domador de caballos. Al hallarse a corta distancia, Ares, que deseaba quitar la vida a Diomedes, le dirigió la broncínea lanza por cima del yugo y las riendas; pero Atenea, la diosa de ojos de lechuza, cogiéndola y alejándola del carro, hizo que aquél diera el golpe en vano. A su vez Diomedes, valiente en el combate, atacó a Ares con la broncínea lanza, y Palas Atenea, apuntándola a la ijada del dios, donde el cinturón le ceñía, hirióle, desgarró el hermoso cutis y retiró el arma. El broncíneo Ares clamó como gritarían nueve o diez mil hombres que en la guerra llegaran a las manos; y temblaron, amedrentados, aqueos y troyanos. ¡Tan fuerte bramó Ares, insaciable de combate!

864 Cual vapor sombrío que se desprende de las nubes por la acción de un impetuoso viento abrasador, tal le parecía a Diomedes Tidida el broncíneo Ares cuando, cubierto de niebla, se dirigía al anchuroso cielo. El dios llegó enseguida al alto Olimpo, mansión de las deidades; se sentó, con el corazón afligido, al lado de Zeus Cronión, mostró la sangre inmortal que manaba de la herida, y suspirando dijo estas aladas palabras:

872 —¡Padre Zeus! ¿No te indignas al presenciar tan atroces hechos? Siempre los dioses hemos padecido males horribles que recíprocamente nos causamos para complacer a los hombres; pero todos estamos airados contigo, porque engendraste una hija loca, funesta, que sólo se ocupa en acciones inicuas. Cuantos dioses hay en el Olimpo, todos te obedecen y acatan; pero a ella no la sujetas con palabras ni con obras, sino que la instigas, por ser tú el padre de esa hija perniciosa que ha movido al insolente Diomedes, hijo de Tideo, a combatir, en su furia, con los inmortales dioses. Primero hirió de cerca a Cipris en el puño, y después, cual si fuese un dios, arremetió contra mí. Si no llegan a salvarme mis ligeros pies, hubiera tenido que sufrir padecimientos durante largo tiempo entre espantosos montones de cadáveres, o quedar inválido, aunque vivo, a causa de las heridas que me hiciera el bronce.

888 Mirándolo con torva faz, respondió Zeus, que amontona las nubes:

889 —¡Inconstante! No te lamentes, sentado junto a mí, pue me eres más odioso que ningún otro de los dioses del Olimpo. Siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas, y tienes el espíritu soberbio, que nunca cede, de tu madre Hera a quien apenas puedo dominar con mis palabras. Creo que cuanto te ha ocurrido lo debes a sus consejos. Pero no permitiré que los dolores te atormenten, porque eres de mi linaje y para mí te parió tu madre. Si, siendo tan perverso hubieses nacido de algún otro dios, tiempo ha que estaría en un abismo más profundo que el de los hijos de Urano.

899 Dijo, y mandó a Peón que lo curara. Éste lo sanó, aplicándole drogas calmantes; que nada mortal en él había. Como el jugo cuaja la blanca y líquida leche cuando se le mueve rápidamente con ella, con igual presteza curó aquél al furibundo Ares, a quien Hebe lavó y puso lindas vestiduras. Y el dios se sentó al lado de Zeus Cronión, ufano de su gloria.

907 Hera argiva y Atenea alalcomenia regresaron también al palacio del gran Zeus, cuando hubieron conseguido que Ares, funesto a los mortales, de matar hombres se abstuviera.

Canto VI

Coloquio de Héctor y Andrómaca

Entre los segundos, los troyanos, Héctor, que ha regresado a Troya para ordenar que las mujeres se congracien con Atenea con plegarias y ofrendas, cuando vuelve al campo de batalla, se encuentra con su esposa y con su hijo, aún de tierna edad. Y se destaca el comportamiento de Héctor, héroe inocente que se sacrifica por Troya, y de Paris, culpable y egoísta, que sólo piensa en él.

1 Quedaron solos en la batalla horrenda troyanos y aqueos, que se arrojaban broncíneas lanzas; y la pelea se extendía, acá y acullá de la llanura, entre las corrientes del Simoente y del Janto.

5 Ayante Telamonio, antemural de los aqueos, rompió el primero la falange troyana a hizo aparecer la aurora de la salvación entre los suyos, hiriendo de muerte al tracio más denodado, al alto y valiente Acamante, hijo de Eusoro. Acertóle en la cimera del casco guarnecido con crines de caballo, la lanza se clavó en la frente, la broncínea punta atravesó el hueso y las tinieblas cubrieron los ojos del guerrero.

12 Diomedes, valiente en el combate, mató a Axilo Teutránida, que, abastado de bienes, moraba en la bien construida Arisbe; y era muy amigo de los hombres, porque en su casa, situada cerca del camino, a todos les daba hospitalidad. Pero ninguno de ellos vino entonces a librarlo de la lúgubre muerte, y Diomedes le quitó la vida a él y a su escudero Calesio, que gobernaba los caballos. Ambos penetraron en el seno de la tierra.

20 Euríalo dio muerte a Dreso y Ofeltio, y fuese tras Esepo y Pédaso, a quienes la náyade Abarbárea había concebido en otro tiempo del eximio Bucolión, hijo primogénito y bastardo del ilustre Laomedonte (Bucolión apacentaba ovejas y tuvo amoroso consorcio con la ninfa, la cual quedó encinta y dio a luz a los dos mellizos): el Mecisteida acabó con el valor de ambos, privó de vigor a sus bien formados miembros y les quitó la armadura de los hombros.

29 El belicoso Polipetes dejó sin vida a Astíalo; Ulises, con la broncínea lanza, a Pidites percosio; y Teucro, a Aretaón divino. Antíloco Nestórida mató con la pica reluciente a Ablero; Agamenón, rey de hombres, a Élato, que habitaba en la excelsa Pédaso, a orillas del Satnioente, de hermosa corriente; el héroe Leito, a Fílaco mientras huía; y Eurípilo, a Melantio.

37 Menelao, valiente en la pelea, cogió vivo a Adrasto, cuyos caballos, corriendo despavoridos por la llanura, chocaron con las ramas de un tamarisco, rompieron el corvo carro por el extremo del timón, y se fueron a la ciudad con los que huían espantados. El héroe cayó al suelo y dio de boca en el polvo junto a la rueda; acercósele Menelao Atrida con la ingente lanza, y aquél, abrazando sus rodillas, así le suplicaba:

46 —Hazme prisionero, hijo de Atreo, y recibirás digno rescate. Muchas cosas de valor tiene mi opulento padre en casa: bronce, oro, hierro labrado; con ellas te pagaría inmenso rescate, si supiera que estoy vivo en las naves aqueas.

 

51 Así dijo, y le conmovió el corazón. E iba Menelao a ponerlo en manos del escudero, para que lo llevara a las veleras naves aqueas, cuando Agamenón corrió a su encuentro y lo increpó diciendo: